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El momento de la decisión

La fiebre retumbó en mi mente como una tormenta eléctrica, latigazos de dolor restallaban por todo mi cuerpo, bajo la forma de relámpagos que resplandecían durante un vívido instante a lo largo de algún nervio o plexo, iluminando las ocultas hondonadas de mis articulaciones, ardiendo por todos los tejidos de los músculos. El despiadado resplandor me golpeó una y otra vez, como la espada ardiente de un ángel destructor sin compasión.

Casi nunca sabía si tenía los ojos abiertos o cerrados; tampoco si estaba despierta o dormida. No veía nada, excepto un gris ondulado, turbulento y plagado de manchas rojas. La rojez latía en venas y manchas, envuelta en la nube. Me concentré en una veta carmesí y seguí el camino que marcaba, aferrándome al rastro de su sombrío resplandor entre los golpes de los truenos. Estos últimos se hacían más fuertes a medida que penetraba cada vez más en la profundidad de las tinieblas que bullían a mi alrededor, y poco a poco se fueron convirtiendo en más espantosamente regulares, como el sonido de un timbal, hasta que su ruido retumbó en mis oídos y sentí que yo misma era una piel hueca y tensa, que vibraba con cada uno de esos golpes.

La fuente de ese sonido de pronto se encontraba delante de mí, palpitando con tanta fuerza que sentí el impulso de gritar, aunque sólo fuera para oír otra cosa, pero aunque sentí que mis labios se echaban hacia atrás y la garganta se me hinchaba con el esfuerzo, no oí nada más que los golpes. Desesperada, extendí las manos (si es que eran mis manos) a través del gris brumoso, y cogí un objeto cálido y húmedo, muy resbaladizo, que palpitaba y se agitaba.

Bajé la mirada y de inmediato supe que se trataba de mi propio corazón. Lo dejé caer, horrorizada, y éste reptó dejando un rastro de baba rojiza, estremeciéndose por el esfuerzo, con sus válvulas abriéndose y cerrándose como la boca de un pez que se asfixia, con un chasquido hueco, un ruido sordo, pequeño y carnoso.

A veces aparecían rostros entre las nubes. Algunos parecían familiares, aunque no sabía sus nombres. Otros pertenecían a desconocidos, rostros que revoloteaban a veces en mi mente al borde del sueño. Estos últimos me miraban con curiosidad o indiferencia, y luego se marchaban.

Los otros, los que conocía, tenían expresiones de compasión o preocupación; sus ojos buscaban los míos, pero mi mirada siempre se apartaba, incapaz de permanecer inmóvil. Sus labios se movían, y yo sabía que me hablaban, pero no oía nada; sus palabras estaban ahogadas por los mudos truenos de mi tormenta.

Me sentía bastante extraña, pero por primera vez en bastantes días, no enferma. Las nubes de fiebre se habían alejado un poco; aún gruñían suavemente en algún lugar cercano, aunque, por el momento, habían desaparecido de mi vista. Tenía los ojos despejados; podía ver la madera rústica de las vigas del techo.

De hecho, veía la madera con tanta nitidez que quedé maravillada por su belleza. Las curvas y las volutas de las pulidas vetas parecían estáticas y, a la vez, vivas y elegantes; sus colores brillaban con el humo y la esencia de la tierra, de modo que pude comprobar cómo la viga había sido transformada y, sin embargo, todavía conservaba el espíritu del árbol.

Estaba tan embelesada que extendí la mano para tocarla, y lo hice. Mis dedos rozaron la madera con deleite a través de la fría superficie y los surcos dejados por el hacha, con forma de alas, y regulares como una bandada de gansos a lo largo de la viga. Podía oír el batir de unas poderosas alas y, al mismo tiempo, sentir la flexión y el balanceo de mis hombros, la vibración de alegría en los antebrazos cuando el hacha descendía sobre la madera. Mientras exploraba esa fascinante sensación, se me ocurrió, vagamente, que la viga se hallaba a dos metros y medio del suelo.

Me volví, y sin tener ninguna impresión de haber realizado un esfuerzo, comprobé que estaba en la cama, abajo.

Estaba acostada boca arriba, con los edredones revueltos y apartados, como si en algún momento hubiese intentado quitármelos, pero no hubiera tenido fuerza suficiente para hacerlo. El aire en la habitación estaba extrañamente estático, y los parches de colores de la tela resplandecían a través de él como joyas en el fondo del mar, vistosos, pero apagados.

En contraste, mi piel tenía el color de las perlas, pálida, sin sangre, y brillante. Y en ese momento me di cuenta de que se debía a que estaba tan delgada que la piel de la cara y de los miembros se apretaba con fuerza contra los huesos, y el resplandor de los huesos y los cartílagos debajo de la piel era lo que confería ese brillo a mi cara, una dureza lisa que relucía a través de la piel transparente.

¡Y qué huesos! Quedé extasiada por sus maravillosas formas. Mis ojos, con una sensación de asombro y admiración, siguieron la delicadeza de las curvas de las costillas y la belleza desgarradora del cincelado cráneo.

Tenía el cabello revuelto, apelmazado y enmarañado... y, sin embargo, me atraía. Sentí el impulso de recorrerlo con los ojos y... ¿los dedos? No era consciente de haber hecho movimiento alguno, y, sin embargo, notaba la suavidad de los mechones, la fresca sedosidad marrón y la fibrosa vibración de la plata; escuchaba cómo los cabellos tintineaban uno al lado del otro, con una cascada de notas como las de un arpa.

«Dios mío —dije, y oí las palabras, aunque ningún sonido agitó el aire—, ¡eres tan hermosa!»

Tenía los ojos abiertos. Miré con atención y me encontré con una mirada ámbar y dorada. Los ojos me atravesaron y llegaron a algo que estaba mucho más allá, pero al mismo tiempo me veían. Percibí que las pupilas se dilataban ligeramente y sentí que la calidez de su oscuridad me abrazaba con reconocimiento y aceptación. «Sí —decían esos ojos—, te conozco. Vámonos.» De inmediato experimenté una paz muy profunda, y el aire que me rodeaba se agitó, como si se tratara de viento que soplara a través de unas plumas.

Entonces un sonido hizo que me volviera hacia la ventana y vi al hombre que estaba allí. No sabía su nombre, y, sin embargo, lo amaba. Él estaba de espaldas a la cama, con los brazos sobre el alféizar y la cabeza hundida en el pecho, de modo que el amanecer proyectaba un rojo resplandor en sus cabellos y marcaba la línea de sus brazos con oro. Un espasmo de pena lo atravesó; lo sentí como los temblores de un terremoto distante.

Alguien se movió cerca de él. Una mujer de cabello oscuro, una niña. Se acercó, le tocó la espalda y le murmuró algo. Vi la forma en que lo miraba, la tierna inclinación de su cabeza, la intimidad de su cuerpo balanceándose hacia él.

«No —pensé con gran serenidad—. Eso no está bien.»

Me miré una vez más, tumbada en la cama, y con un sentimiento que era a la vez una decisión firme y un arrepentimiento incalculable, volví a coger aliento.