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Momento de declaración

Jamie se encontró con ellos cerca del molino de los Woolam. Eran cinco hombres a caballo. Dos eran desconocidos; otros dos eran de Salisbury y sí los conocía: dos exreguladores llamados Green y Wherry, acérrimos whigs. El último era Richard Brown, un tipo con una expresión de frialdad en el rostro, excepto en la mirada.

Jamie maldijo en silencio su afición por la conversación. Si no fuera por eso, se habría separado de MacDonald, como era habitual, en Coopersville. Pero, en cambio, comenzaron a hablar de poesía —¡de poesía, por el amor de Dios!— y a entretenerse mutuamente con sus recitaciones. De modo que allí estaba, en el camino, con dos caballos, mientras MacDonald se ocupaba de vaciar sus entrañas en lo profundo del bosque.

Amos Green lo saludó con un movimiento de la cabeza, y habría pasado de largo de no ser porque Kitman Wherry tiró de las riendas; los desconocidos hicieron lo propio y observaron a Jamie con curiosidad.

—¿Adónde te diriges, amigo James? —le preguntó con amabilidad Wherry, que era cuáquero—. ¿Has venido para la reunión en Halifax? Si es así, puedes cabalgar con nosotros, si lo deseas.

Halifax. Sintió cómo un hilo de sudor le descendía por el pliegue de la espalda. La reunión del comité de correspondencia para elegir delegados al Congreso Continental.

—Estoy esperando a un amigo —respondió en tono cortés, señalando con un gesto el caballo de MacDonald—. Pero luego proseguiré, y quizá os alcanzaré más adelante.

«Ni lo soñéis», pensó, evitando mirar a Brown.

—Yo no estaría tan seguro de que sea bien recibido, señor Fraser —intervino Green, también con cortesía, pero con cierta frialdad en sus modales que hizo que Wherry lo mirara de reojo sorprendido—. Sobre todo después de lo que ocurrió en Cross Creek.

—¿Ah, sí? ¿Y usted preferiría ver a un hombre inocente quemado vivo, o untado con brea y emplumado? —Lo último que deseaba era una discusión, pero tenía que decir algo.

Uno de los desconocidos escupió en el suelo.

—No tan inocente, si es a Fogarty Simms a quien se refiere. Ese insignificante tory —añadió como algo que se le ocurrió en el último momento.

—Ése es el tipo —dijo Green, y escupió para manifestar su acuerdo—. El comité de Cross Creek se dispuso a darle una lección, pero al parecer, el señor Fraser aquí presente no estuvo de acuerdo. Fue toda una escena, por lo que me han contado —afirmó con voz cansina, echándose un poco hacia atrás sobre su montura para observar a Jamie desde una posición más elevada—. Como he dicho, señor Fraser... Usted no es tan querido en este preciso momento.

Wherry tenía el ceño fruncido, y pasaba la mirada de Jamie a Green.

—Salvar a un hombre de la brea y las plumas, con independencia de cuál sea su posición política, no parece más que un rasgo de humanidad —dijo con aspereza.

Brown se echó a reír de una manera bastante desagradable.

—Tal vez te lo parezca a ti, pero no a otras personas. Dime con quién andas y te diré quién eres. Y, además, está su tía, ¿sabes? —dijo, reconduciendo su discurso hacia Jamie—. Y la famosa señora MacDonald. He leído el discurso que pronunció... en la última edición del periódico de Simms —aclaró, repitiendo su risotada desagradable.

—Los huéspedes de mi tía no tienen nada que ver conmigo —replicó Jamie, tratando de hablar con cierta despreocupación.

—¿No? ¿Y qué hay del marido de su tía? Que es tío suyo, ¿verdad?

—¿Duncan? —La incredulidad se reflejó claramente en su voz, puesto que los extraños intercambiaron miradas y se relajaron un poco—. No, es el cuarto marido de mi tía... y amigo mío. ¿Por qué hablan de él?

—Bueno, Duncan Innes es íntimo de Farquard Campbell, y de otros leales a la Corona. Entre los dos han aportado una suma de dinero que bastaría para poner a flote un barco para imprimir panfletos donde se defienda una reconciliación con la madre Inglaterra. Me sorprende que no lo sepa, señor Fraser.

Jamie no sólo estaba sorprendido, sino también atónito por esta revelación, pero lo disimuló.

—Cada uno tiene derecho a tener sus propias opiniones —comentó encogiéndose de hombros—. Duncan debe hacer lo que desee, y yo haré lo mismo.

Wherry manifestó su acuerdo asintiendo con la cabeza, pero los otros lo miraron con expresiones que iban del escepticismo a la hostilidad.

A Wherry, las opiniones de sus compañeros no le pasaron inadvertidas.

—¿Cuál es tu opinión, pues, amigo? —preguntó con cortesía.

Jamie sabía que esto ocurriría. En ocasiones había tratado de imaginar las circunstancias de su declaración, en situaciones que iban de un heroísmo jactancioso a un verdadero peligro, pero como era habitual en esas cuestiones, el sentido del humor de Dios superaba cualquier imaginación. De modo que se encontró dando ese paso definitivo hacia un compromiso público e irrevocable con la causa rebelde —y, de forma incidental, en el mismo acto en que se le requería que se aliara con un enemigo mortal— a solas, en un polvoriento camino y con un oficial uniformado de la Corona directamente a sus espaldas, acuclillado en los arbustos con los pantalones bajados.

—Estoy a favor de la libertad —dijo, asombrado de que pudiera existir alguna duda respecto a su posición.

—¿En serio? —Green lo miró con furia, y luego levantó el mentón en dirección al caballo de MacDonald, de cuya montura colgaba la espada del regimiento, con sus borlas y sus dorados ornamentos brillando al sol—. ¿Cómo puede ser, entonces, que vaya usted acompañado de un casaca roja?

—Es amigo mío —respondió Jamie sin cambiar su tono.

—¿Un casaca roja? —Uno de los desconocidos se echó hacia atrás en la montura, como si le hubiera picado una abeja—. ¿Hay casacas rojas por aquí? —El hombre parecía asustado, como si esperara que surgiera del bosque toda una compañía de esas criaturas, disparando sus mosquetes.

—Sólo uno, hasta donde yo sé —lo tranquilizó Brown—. Se llama MacDonald. No es un verdadero soldado; se retiró con media paga y trabaja para el gobernador.

Su compañero no pareció mucho más tranquilo.

—¿Qué hace con ese tal MacDonald? —preguntó a Jamie.

—Como ya he dicho, es amigo mío. —La actitud de los hombres había cambiado en un instante, pasando del escepticismo y una ligera hostilidad a la llana ofensa.

—Es espía del gobernador, eso es lo que es —declaró Green contundente.

Eso no era más que la pura verdad, y Jamie estaba bastante seguro de que lo sabía la mitad de los pobladores de esas tierras. MacDonald no hacía ningún esfuerzo por ocultar ni su aspecto ni sus actividades. Negarlo equivalía a pedirles que creyeran que Jamie era un asno, un falso, o ambas cosas.

Los hombres comenzaron a agitarse, a intercambiar miradas y a realizar movimientos mínimos, llevando las manos a las empuñaduras de sus cuchillos o a sus pistolas.

«Muy bien», pensó Jamie. No satisfecho con la ironía de la situación, Dios acababa de decidir que debía pelear a muerte contra los aliados a los que se había unido con la declaración de hacía unos momentos, en defensa de un oficial de la Corona a la que, según esa misma declaración, se oponía. Fantástico, tal y como a su yerno le gustaba decir.

—Traedlo —ordenó Brown, haciendo que su caballo avanzara hacia el frente del grupo—. Veamos qué tiene que decir ese amigo suyo en su defensa.

—Y quizá él mismo aprenda una lección que podrá transmitirle al gobernador, ¿eh? —Uno de los desconocidos se quitó el sombrero y lo encajó con cuidado debajo del borde de la montura, como preparativo.

—¡Esperad! —Wherry se irguió cuan largo era, tratando de detenerlos con una mano, aunque Jamie podría haberle contado que ya habían llegado a un punto en el que dicho intento había dejado de tener efecto—. No podéis tratar con violencia a...

—¿No? —Brown sonrió como una calavera, con los ojos fijos en Jamie, y comenzó a desatar la fusta de cuero que estaba enrollada y atada a la montura—. Me temo que no tenemos brea a mano. Pero una buena paliza, digamos, y mandar a los dos al gobernador, desnudos, será una buena respuesta.

El segundo desconocido se rió y volvió a escupir. El sustancioso escupitajo cayó a los pies de Jamie.

—Sí, eso servirá. Al parecer, usted solo mantuvo a raya a una muchedumbre en Cross Creek, Fraser... Ahora somos sólo cinco contra dos; ¿qué le parece esa diferencia cuantitativa?

A Jamie le parecía bien. Soltó las riendas que tenía en la mano, se volvió y se lanzó entre los dos caballos, chillando y golpeándolos con fuerza en las ijadas. Luego se zambulló de cabeza en los arbustos junto al camino, y avanzó arrastrándose de pies y manos entre raíces y piedras con la mayor rapidez que pudo.

A su espalda, los caballos se encabritaron y giraron, relinchando con fuerza y generando confusión y temor en las cabalgaduras de los otros hombres. Jamie oyó gritos de furia y alarma mientras trataban de recuperar el control de las agitadas monturas.

Se deslizó por una breve cuesta, mientras la tierra y las plantas arrancadas de raíz le rodeaban los pies, perdió el equilibrio y cayó hacia el fondo, rebotó y se lanzó hacia un bosquecillo de robles, donde se ocultó detrás de una hilera de retoños, jadeando.

Alguien había tenido el ingenio o la furia necesarios para saltar de su caballo y seguirlo a pie; oyó ruidos y maldiciones cerca, por encima de los gritos más débiles de la conmoción que se había producido en el camino. Mirando con atención entre las hojas, vio a Richard Brown, despeinado y sin sombrero, que buscaba a su alrededor con una expresión salvaje y con la pistola en la mano.

Se desvaneció cualquier idea de una confrontación. Iba desarmado; tan sólo portaba un pequeño cuchillo en el calcetín, y no tenía dudas de que Brown le dispararía de inmediato y sostendría que había sido en defensa propia cuando llegaran los otros.

Por la cuesta, en dirección al camino, vio algo rojo. Brown, que había girado en la misma dirección, también lo advirtió y disparó, momento que MacDonald, que había tenido la buena idea de colgar su casaca en un árbol, aprovechó para salir de su escondite, detrás de Richard Brown, en mangas de camisa, y lo golpeó en la cabeza con una rama.

Brown cayó de bruces, momentáneamente aturdido. Jamie salió del bosquecillo y le hizo un gesto a MacDonald, que corrió con dificultad hacia él. Juntos se internaron más en el bosque y aguardaron al lado de un arroyo hasta que un silencio prolongado proveniente del camino les indicó que tal vez ya fuera posible volver a echar un vistazo.

Los hombres ya no estaban allí; tampoco el caballo de MacDonald. Gideon, al que se le veía el blanco de los ojos y que tenía las orejas aplastadas, levantó el labio superior y relinchó con furia hacia ellos, enseñando sus grandes dientes amarillos y lanzando babas para todos los lados. Brown y sus acompañantes habían llegado a la sabia conclusión de que no les convenía robar un caballo rabioso, pero lo habían atado a un árbol y se las habían arreglado para estropear sus correas, que colgaban hechas trizas del cuello del animal. La espada de MacDonald estaba entre el polvo, desenvainada y con la hoja partida en dos.

MacDonald recogió los pedazos, los examinó durante un instante y luego, moviendo la cabeza, se los guardó en el cinturón.

—¿Cree que Jones podría repararla? —preguntó—. ¿O será mejor que la lleve a Salisbury?

—Wilmington o New Bern —dijo Jamie, limpiándose la boca con la mano—. Dai Jones no tiene talento para reparar una espada, pero por otro lado, usted al parecer no encontraría muchos amigos en Salisbury.

Salisbury había sido el corazón de la Regulación, y todavía eran muy intensos los sentimientos contra el gobierno. Su propio corazón había recuperado el ritmo normal, pero aún sentía las rodillas algo temblorosas a causa de la huida y la ira.

MacDonald asintió con gesto sombrío, y luego miró a Gideon.

—¿Es seguro montar en su caballo?

—No.

Con el nerviosismo de Gideon, Jamie no estaba dispuesto a correr el riesgo de montarlo solo, y mucho menos de montarlo con otra persona y sin bridas. Como mínimo le habían dejado la cuerda de la montura. Consiguió formar un lazo alrededor de la cabeza del corcel sin que éste lo mordiera, y emprendieron la marcha en silencio, regresando a pie al Cerro.

—Muy desafortunado —observó MacDonald pensativo, en un momento dado—. Me refiero a que nos encontraran juntos. ¿Cree que eso habrá estropeado su oportunidad de infiltrarse en sus consejos? ¡Habría dado mi testículo izquierdo por tener un ojo y un oído en esa reunión de la que hablaban, se lo aseguro!

Con una débil sensación de sorpresa, Jamie se percató de que, cuando había hecho aquella declaración fundamental, lo había oído el hombre cuya causa pretendía traicionar, y luego, sus nuevos aliados, a cuyo bando quería incorporarse, casi lo habían matado; ninguna de las dos partes le había creído.

—¿Alguna vez se ha preguntado cómo suena Dios cuando ríe, Donald? —preguntó meditabundo.

MacDonald frunció los labios y contempló el horizonte, donde estaban formándose unos oscuros nubarrones más allá de la ladera de la montaña.

—Como el trueno, supongo —dijo—. ¿No le parece?

Jamie negó con la cabeza.

—No. Creo que en realidad es un sonido muy pequeñito, casi inaudible.