66
La oscuridad se cierne

Oía todos los sonidos en el piso de abajo y el sordo rumor de la voz de Jamie fuera, y me sentía muy tranquila. Estaba observando cómo se desplazaba el sol y brillaba en los amarillentos castaños del exterior cuando pude oír el sonido de unos pies firmes y decididos que ascendían la escalera.

La puerta se abrió de golpe y entró Brianna, despeinada por el viento, con la cara resplandeciente y con una acerada expresión en los ojos. Se detuvo a los pies de la cama, me apuntó con su largo dedo índice y dijo:

—No tienes autorización para morir.

—¿Ah? —dije, parpadeando—. No creí que pudiera hacerlo.

—¡Lo has intentado! —exclamó ella acusándome—. ¡Sabes que sí!

—Bueno, yo no diría eso... —comencé a discutir sin energía. Si bien no había tratado exactamente de morir, tampoco había tratado de no hacerlo, y debía de parecer culpable, pues sus ojos se entornaron hasta convertirse en hendiduras azules.

—¡No te atrevas a volver a hacerlo! —amenazó. Se dio la vuelta, agitando su capa azul, y se dirigió a grandes zancadas a la puerta, donde hizo una pausa—. Porque te quiero y no puedo estar sin ti —añadió con una voz estrangulada, antes de bajar corriendo la escalera.

—¡Yo también te quiero, cariño! —grité mientras las lágrimas, siempre preparadas para hacer acto de aparición, asomaban a mis ojos. Pero no hubo respuesta, salvo por el sonido de la puerta principal de la casa, que se cerraba.

Adso, que dormitaba en una franja de sol que había en el cubrecama que se encontraba a mis pies, abrió un poco los ojos a causa del ruido, y luego volvió a hundir la cabeza entre los hombros y ronroneó más fuerte.

Me recliné sobre la almohada, sintiéndome bastante menos tranquila, pero tal vez un poco más viva. Un momento después, me senté en la cama, aparté las mantas y saqué las piernas. Adso, justo entonces, dejó de ronronear.

—No te preocupes —le dije—. No voy a derrumbarme; tu leche y tus sobras están a salvo. Mantén la cama caliente.

Ya me había levantado antes, desde luego, e incluso me habían permitido algunas breves salidas al exterior, bajo una intensa vigilancia. Pero no me habían dejado ir a ninguna parte sola desde que había caído enferma, y estaba bastante segura de que tampoco me lo permitirían ahora.

Por lo tanto, bajé en silencio la escalera con las medias puestas, con los zapatos en la mano y, en lugar de salir por la puerta principal, cuyos goznes chirriaban, o por la cocina, donde se encontraba la señora Bug, me deslicé hacia mi consulta, abrí la ventana y, tras asegurarme de que la cerda blanca no estaba debajo, salí con cuidado de la casa.

Me sentía bastante emocionada por mi fuga, en un subidón de ánimo que me mantuvo erguida cierto tiempo mientras avanzaba por el camino. A partir de ese instante me vi obligada a detenerme cada pocos metros, sentarme y jadear un poco mientras las piernas recuperaban su fuerza. Pero perseveré, y, por último, llegué a la cabaña de los Christie.

No vi a nadie, y nadie respondió a mi vacilante saludo; sin embargo, cuando llamé a la puerta, oí la voz de Tom Christie, hosca y desolada, que me invitaba a pasar.

Estaba sentado a la mesa, escribiendo, pero por su aspecto todavía debía de estar en cama. Sus ojos se abrieron por la sorpresa de verme, y de inmediato trató de enderezar el mugriento chal que llevaba sobre los hombros.

—¡Señora Fraser! ¿Se encuentra usted...? Es decir... en el nombre de Dios...

Privado de habla, me señaló, con los ojos abiertos como platos. Yo me había quitado el sombrero de ala ancha cuando entré, olvidando momentáneamente que me parecía a un cepillo para limpiar botellas.

—Ah —dije, al tiempo que me pasaba con timidez la mano por la cabeza—. Eso. Debería estar contento; ya no podré escandalizar a la gente mostrando con desvergüenza mi melena.

—Parece una reclusa —dijo él con aspereza—. Siéntese.

Lo hice, ya que necesitaba la banqueta que me ofreció, debido al esfuerzo de la caminata.

—¿Cómo se encuentra? —le pregunté mientras lo examinaba. La luz de la cabaña era muy débil; estaba escribiendo con la ayuda de una vela, y ya la había apagado cuando aparecí.

—¿Cómo me encuentro? —Parecía estupefacto y bastante incómodo por la pregunta—. ¿Ha caminado hasta aquí, en su estado, para preguntar por mi salud?

—Si prefiere verlo de ese modo —respondí, irritada por su mención de mi «estado»—. Supongo que no querrá salir a donde haya más luz de modo que pueda echarle un buen vistazo, ¿verdad?

Él se cruzó los extremos del chal en el pecho, en un gesto protector.

—¿Para qué? —Me frunció el ceño, de manera que sus cejas en pico le conferían el aspecto de un búho irritado.

—Porque deseo saber algunas cosas respecto a su estado de salud —respondí con paciencia—, y examinarlo es la mejor manera de averiguarlas, puesto que usted no parece capaz de decirme nada.

—¡Es usted increíble, señora!

—No, soy doctora —contraataqué—. Y quiero saber... —Sentí un breve mareo que hizo que me inclinara sobre la mesa y me agarrara a ella hasta que pasara.

—Usted está demente —declaró tras observarme durante un instante—. Además, me parece que sigue enferma. Quédese aquí; llamaré a mi hijo para que vaya a buscar a su marido.

Agité la mano y respiré hondo. Mi corazón latía a gran velocidad, y estaba un poco pálida y sudorosa, pero, en esencia, me encontraba bien.

—La cuestión, señor Christie, es que, aunque es cierto que he estado enferma... no he tenido la misma enfermedad que está afectando a la gente del Cerro... y, por lo que Malva ha podido contarme, me parece que usted tampoco.

Él se había levantado para llamar a Allan; al escuchar esas palabras, se quedó paralizado y me contempló con la boca abierta. Luego, poco a poco, volvió a sentarse en la silla.

—¿A qué se refiere?

Puesto que por fin había llamado su atención, tuve la satisfacción de exponerle los hechos. Tenía mis argumentos preparados, ya que les había dedicado un considerable tiempo de reflexión durante los últimos días.

Mientras varias familias del Cerro habían padecido los estragos de la disentería amébica, yo no. Yo había tenido una fiebre peligrosamente alta, acompañada de una espantosa jaqueca y, según el entusiasta relato de Malva, convulsiones. Pero no cabía duda de que no se trataba de disentería.

—¿Está segura? —preguntó mientras jugueteaba con su pluma, frunciendo el ceño.

—Es bastante difícil confundir el flujo de sangre con jaqueca y fiebre —dije con aspereza—. Ahora bien... ¿Usted ha tenido flujo?

Vaciló un momento, pero se dejó dominar por la curiosidad.

—No —respondió—. Fue como usted ha dicho; una jaqueca que me partía el cráneo, y fiebre. Una terrible debilidad, y... y sueños en extremo desagradables. No tenía idea de que no se trataba de la misma enfermedad que afectaba al resto.

—Supongo que no podía saberlo. Usted no vio a ninguno de ellos. A menos... ¿Malva le describió la enfermedad? —Se lo pregunté sólo por curiosidad, pero él negó con la cabeza.

—No me gusta oír hablar de esas cosas; mi hija no me las cuenta. De todas formas, ¿para qué ha venido? —Inclinó la cabeza a un lado, entornando los ojos—. ¿Qué importa si usted y yo sufrimos paludismo en lugar de flujo? ¿O cualquier otra persona, para el caso? —Parecía bastante nervioso. Se levantó y empezó a moverse por la cabaña vacilante, trastabillando, de una manera muy distinta de como solía hacerlo.

Suspiré, frotándome la frente con la mano. Ya había obtenido la información básica que había venido a buscar; explicar por qué la quería iba a ser complicado. Bastante me había costado hacer que Jamie, el joven Ian y Malva aceptaran la teoría de los gérmenes y las enfermedades, y eso con pruebas visibles mediante un microscopio.

—La enfermedad es contagiosa —dije, sintiéndome un poco cansada—. Se transmite de una persona a otra. A veces directamente, y otras, a través de la comida o el agua compartida por una persona enferma y otra sana. Todas las personas que contrajeron el flujo vivían cerca de un pequeño manantial en particular; tengo razones para creer que fue el agua de ese manantial lo que les transmitió la ameba... lo que hizo que enfermaran. Pero usted y yo... Yo no lo he visto a usted en varias semanas. Ni tampoco he estado cerca de nadie que haya padecido paludismo. ¿A qué se debe que los dos contrajéramos la misma enfermedad?

Él me miró con fijeza, desconcertado, y con el ceño todavía fruncido.

—No entiendo por qué dos personas no pueden enfermar sin estar en contacto entre sí. Yo, desde luego, he visto esas enfermedades que usted describe: la fiebre de las galeras, por ejemplo, que se contagia en lugares cerrados... Pero supongo que no todas las enfermedades se comportan de la misma manera, ¿verdad?

—No, tiene razón —admití. Tampoco me encontraba en condiciones de tratar de hacerle entender las nociones básicas de epidemiología o salud pública—. Es posible, por ejemplo, que algunas enfermedades se transmitan a través de los mosquitos. La malaria es una de ellas. —Algunas formas de meningitis viral también, y yo pensaba que ésa era la enfermedad de la que me acababa de recuperar—. ¿Recuerda si algún mosquito le ha picado recientemente?

Christie me miró, y luego emitió una especie de ladrido que tomé por risa.

—Mi querida señora, en este clima terrible, los mosquitos pican a todo el mundo cuando hace mucho calor. —Se rascó la barba como en un acto reflejo.

Era cierto. A todos excepto a mí y a Roger. Cada cierto tiempo, algún insecto desesperado lo intentaba, pero la mayoría de las veces escapábamos indemnes, incluso cuando había grandes plagas y todo el mundo se estaba rascando. Como teoría, yo sospechaba que los mosquitos succionadores de sangre habían evolucionado tan cerca de los humanos a lo largo de los años que, sencillamente, a los mosquitos no les gustaba el olor de Roger y el mío porque habíamos venido de muy lejos en el tiempo. Brianna y Jemmy, que compartían mi información genética, pero también la de Jamie, sí sufrían picaduras, pero no con tanta frecuencia como la mayoría de la gente.

No recordaba que ningún mosquito me hubiera picado en los últimos días, aunque también era posible que sí lo hubiera hecho y que yo hubiese estado demasiado ocupada como para prestar atención.

—¿Por qué es importante eso? —preguntó Christie, que ahora sólo parecía perplejo.

—No lo sé. Sólo... necesito averiguar las cosas. —También tenía que salir de casa y recuperar mi vida de la forma más directa que conocía: la práctica de la medicina. Pero eso no era algo que quisiera compartir con Tom Christie.

—Mmm —dijo.

Se quedó mirándome, frunciendo el ceño, indeciso hasta que, de repente, extendió una mano; la que yo le había operado, según pude ver; la «Z» de la incisión se había desvanecido hasta adoptar un saludable tono rosado pálido, y tenía los dedos rectos.

—Salgamos, pues —dijo resignado—. La acompañaré a su casa, y si insiste en hacer preguntas impertinentes y molestas respecto a mi salud por el camino, supongo que no podré impedírselo.

Asombrada, le cogí la mano y descubrí que su fuerza era firme y sólida, a pesar del aspecto demacrado de su rostro y de la depresión de sus hombros.

—No es necesario que me acompañe a casa —protesté—. ¡A juzgar por su aspecto, debería estar en la cama!

—Usted también —dijo, guiándome hasta la puerta con una mano debajo de mi codo—. Pero si escoge poner en riesgo su salud y su vida emprendiendo un esfuerzo tan inapropiado, bueno, pues yo también puedo. Aunque debería ponerse el sombrero antes de salir —añadió con firmeza.

Conseguimos llegar hasta la casa, deteniéndonos con frecuencia para descansar, y llegamos jadeando y sudando, pero al mismo tiempo entusiasmados por la aventura. Nadie me había echado de menos, pero el señor Christie insistió en dejarme dentro, lo que tuvo como resultado que todos se dieran cuenta de mi ausencia a posteriori y se enfadaran de inmediato.

Todos los que me vieron me regañaron, incluido el joven Ian; me hicieron subir la escalera prácticamente agarrada del pescuezo, y me arrojaron con fuerza a la cama, donde me dijeron que debería considerarme afortunada si me daban pan y leche para cenar. El aspecto más irritante de la situación era Thomas Christie, inmóvil al pie de la escalera con una jarra de cerveza en la mano, observando mientras me llevaban hacia arriba, y con la única sonrisa que yo jamás había visto en su velludo rostro.

—En nombre de Dios, ¿qué crees que estás haciendo, Sassenach? —Jamie retiró el edredón y señaló las sábanas con un gesto perentorio.

—Bueno, me sentía bien, y...

—¡Bien! Tienes el color de la manteca agria, y tiemblas tanto que apenas puedes... deja, yo lo haré. —Resoplando, apartó las manos de las cintas de mis enaguas y me las desató en un instante—. ¿Te has vuelto loca? —preguntó enojado—. ¿Cómo te has marchado sin decírselo a nadie? ¿Y si te hubieras caído? ¿Y si hubieras enfermado de nuevo?

—Si se lo hubiera dicho a alguien, no me habría dejado salir —dije con suavidad—. Y soy médico, ¿sabes? Creo que puedo juzgar mi propio estado de salud.

Jamie me lanzó una mirada que sugería que no confiaría en mí ni para juzgar un concurso de flores, pero se limitó a hacer un bufido más fuerte de lo habitual. Me levantó, me llevó a la cama y me puso con delicadeza en ella (pero con una demostración de fuerza contenida que me sugería que hubiera preferido dejarme caer desde las alturas). Luego se irguió y me dirigió una mirada de enfado.

—Si no pareciera que estás a punto de desmayarte, Sassenach, te juro que te azotaría el trasero por lo que has hecho.

—No puedes —dije débilmente—. No tengo trasero.

De hecho, estaba un poco cansada... bueno, para ser honesta, el corazón me latía a toda velocidad, me zumbaban los oídos y, si no me acostaba de inmediato, era muy probable que me desmayara. Me tumbé y permanecí con los ojos cerrados, sintiendo que la habitación daba vueltas como un tiovivo, con sus luces parpadeantes y su música de zanfona.

A través de esa confusión de sensaciones, tuve la vaga percepción de manos en mis piernas, y luego una agradable frescura en mi cuerpo recalentado. Después, algo cálido me envolvió la cabeza como una nube y agité las manos con fuerza, tratando de quitármelo de encima antes de que me asfixiara.

Salí a la superficie, parpadeando y jadeando, y descubrí que estaba desnuda. Eché un vistazo a mis pálidos, flojos y esqueléticos restos, y tiré de la sábana para cubrirme. Jamie estaba agachado; recogía mi camisón, mi combinación y mis enaguas del suelo, y los añadía al justillo que había doblado sobre el brazo. Levantó mis zapatos y mis medias, y los agregó a la bolsa.

—Tú —dijo, señalándome con una expresión acusadora— no irás a ninguna parte. No estás autorizada a morir, ¿te ha quedado lo bastante claro?

—Ah, de modo que de ahí lo sacó Bree —murmuré, intentando evitar que mi mente flotara. Cerré los ojos de nuevo—. Creo recordar cierta abadía en Francia —añadí—, y a un joven muy testarudo y muy enfermo. Y a su amigo Murtagh, quien le quitó la ropa para evitar que se levantara y se marchara antes de que se hubiera recuperado.

Silencio. Abrí un ojo. Él estaba totalmente paralizado y la luz crepuscular que penetraba por la ventana formaba chispas en su cabello.

—A partir de lo cual —dije en tono coloquial—, si mal no recuerdo, tú te limitaste a subirte a una ventana y escapaste. Desnudo, en pleno invierno.

Los rígidos dedos de su mano derecha golpearon su pierna con impaciencia.

—Tenía veinticuatro años —dijo con voz ronca—. No se suponía que tuviera que ser sensato.

—Eso no lo discutiría ni por un segundo —le aseguré. Abrí el otro ojo y lo miré fijamente—. Pero tú sabes por qué lo hice. Era necesario.

Él respiró hondo, suspiró y dejó mi ropa en el suelo. Se acercó y se sentó en la cama a mi lado, haciendo que el armazón de madera crujiera y gruñera con su peso.

Levantó mi mano y la cogió como si fuera algo precioso y frágil. Y lo era... o al menos parecía frágil, una delicada construcción de piel transparente y la sombra de los huesos que contenía. Pasó el pulgar con cuidado por el dorso, recorriendo los huesos desde la falange hasta el cúbito, y sentí la extraña y pequeña punzada de un recuerdo distante; la visión de mis propios huesos, de color azul, brillando a través de la piel, y las manos del maestro Raymond, rodeando mi vientre inflamado y vacío, diciéndome a través de la niebla de la fiebre: «Llámalo. Llama al hombre rojo.»

—Jamie —dije en voz muy baja.

La luz del sol brilló en el metal de mi plateado anillo de bodas. Él lo cogió entre el pulgar y el índice, y, suavemente, deslizó el pequeño aro de metal, arriba y abajo de mi dedo, tan delgado que ni siquiera se encalló en el nudillo.

—Ten cuidado —comenté—. No quiero perderlo.

—No lo perderás. —Cerró mis dedos y su propia mano, grande y cálida, se cerró en torno a la mía.

Se quedó un rato sentado junto a mí en silencio, y ambos observamos la franja de sol que se arrastraba poco a poco por el cubrecama. Adso se había movido siguiéndola, para poder disfrutar de su calor, y la luz cubrió su piel con un suave resplandor plateado, que hacía que los finos pelos que asomaban por sus orejas parecieran diminutos y nítidos.

—Es un gran consuelo ver salir y ponerse el sol —dijo por fin—. Cuando viví en la cueva, cuando estaba en prisión, ver cómo la luz aparecía y desaparecía y saber que el mundo seguía su curso me daba esperanzas.

Estaba mirando por la ventana, hacia la distancia azul donde el cielo se oscurecía hasta el infinito. Su garganta se movió un poco al tragar saliva.

—Tengo la misma sensación, Sassenach, cuando te oigo trabajar en tu consulta —añadió—, moviendo cosas y jurando entre dientes. —En ese instante volvió la cabeza para mirarme, y sus ojos contenían las profundidades de la noche que estaba a punto de llegar—. Si ya no estuvieras allí... o en alguna otra parte... —dijo en voz muy baja—, entonces el sol ya no saldría ni se pondría. —Me levantó la mano y la besó con suavidad. La dejó, la cerró en torno al anillo, sobre mi pecho, se levantó y se marchó.

Tenía el sueño ligero; ya no caía en el agitado mundo de las pesadillas febriles, ni me hundía en la profunda fuente de la inconsciencia como cuando mi cuerpo buscaba recuperarse a través del sueño. No sabía qué me había despertado, pero de repente estaba despierta, alerta y con los ojos bien abiertos, sin el intervalo de la modorra.

Los postigos estaban cerrados, pero había luna llena, que proyectaba franjas de suave luz en la cama. Pasé una mano por la sábana y luego la levanté por encima de mi cabeza. Mi brazo era un tallo pálido y esbelto, exangüe y frágil como el pie de una seta venenosa; mis dedos se flexionaron y se extendieron como una red, para coger la oscuridad. Oí la respiración de Jamie, que estaba en su sitio, en el suelo, junto a la cama.

Bajé el brazo y me acaricié el cuerpo ligeramente con ambas manos, evaluándolo. La diminuta elevación de los pechos, las costillas, que se podían contar (una, dos, tres, cuatro, cinco), y la lisa concavidad de mi vientre, que colgaba como una hamaca entre los huesos de las caderas. Piel y huesos. No mucho más.

—¿Claire? —Algo se agitó en la oscuridad junto a la cama, y la cabeza de Jamie se levantó. Más que ver su presencia, la sentí, pues allí la sombra era mucho más oscura en contraste con la luz de la luna. Una mano grande y oscura tanteó a través del edredón y me rozó la cadera.

—¿Te encuentras bien, a nighean? —susurró—. ¿Necesitas algo?

Estaba cansado; tenía la cabeza en la cama a mi lado, notaba su aliento cálido a través de la camisa. Si su roce y su aliento no hubieran sido tan cálidos, tal vez no habría tenido el coraje de hacerlo, pero me sentía fría e incorpórea como la misma luz de la luna, de modo que cerré mi espectral mano en torno a la suya y susurré:

—Te necesito.

Se quedó inmóvil durante un momento, mientras entendía el significado de lo que le había dicho.

—¿No te impedirá conciliar el sueño? —dijo en tono de duda. Tiré de su muñeca como respuesta y él se acercó, alzándose desde el charco de oscuridad del suelo, con las finas líneas de la luz de la luna ondeando sobre su cuerpo como si se tratara de agua.

—Kelpie —dije en voz baja.

Resopló un poco y con torpeza, con delicadeza, y se deslizó debajo del edredón. El colchón cedió por su peso.

Nos quedamos acostados juntos, tímidamente, casi sin tocarnos. Su respiración era superficial; era evidente que procuraba molestarme lo mínimo posible. Excepto un débil ruido de sábanas, la casa estaba en silencio.

Por fin, sentí que un largo dedo me presionaba con cuidado el muslo.

—Te he echado de menos, Sassenach —susurró.

Me volví hacia él, y besé su brazo a modo de respuesta. Quería acercarme, posar mi cabeza en su hombro y permanecer en la curva de su brazo, pero la idea de mi pelo corto y erizado contra su piel me impidió hacerlo.

—Yo también te he echado de menos —dije, en la oscura solidez de su brazo.

—Entonces ¿quieres que te posea? —preguntó en voz baja—. ¿Realmente lo deseas? —Una mano acarició mi hombro; la otra se dirigió hacia abajo e inició el ritmo suave y constante para prepararse.

—Déjame a mí —susurré, deteniendo su mano con la mía—. Quédate quieto.

Al principio, le hice el amor como un ladrón furtivo, con caricias rápidas y diminutos besos, robándole el aroma, y el roce, el calor y el gusto de sal. Luego puso una mano en mi nuca y me acercó a él con más fuerza, más profundamente.

—No tengas prisa, muchacha —dijo en un ronco suspiro—. No iré a ninguna parte.

Dejé que un temblor de muda diversión me atravesara, y él suspiró con fuerza en el momento en que cerré los dientes con delicadeza a su alrededor y deslicé la mano por encima del peso cálido y con olor a almizcle de sus testículos.

Entonces me levanté sobre él, algo mareada por el repentino movimiento, sintiendo una necesidad urgente. Ambos suspiramos cuando ocurrió, y sentí el aliento de su risa en mi pecho al inclinarme sobre él.

—Te he echado de menos, Sassenach —volvió a susurrar.

Me avergonzaba que me tocara por lo cambiado que estaba mi cuerpo, y me recliné apoyando ambas manos sobre sus hombros, impidiéndole que me acercara a él. Él no lo intentó; en cambio, deslizó su mano curvada entre ambos.

Sentí una breve punzada de dolor ante la idea de que el pelo de mis partes pudendas fuera más largo que el de mi cabeza, pero ese pensamiento quedó disipado por la lenta presión de sus grandes nudillos apretando entre mis piernas, balanceándose con cuidado adelante y atrás.

Cogí su otra mano y la llevé a mi boca, le chupé los dedos, uno tras otro, y me estremecí, aferrándole la mano con todas mis fuerzas.

Todavía la tenía aferrada un poco después, cuando yací a su lado. O, más bien, la estaba sosteniendo, admirando las formas que aún no había visto, complejas y llenas de gracia en la oscuridad, y la capa dura y suave de los callos en sus palmas y nudillos.

—Tengo manos de albañil —dijo, riéndose un poco cuando pasé los labios con delicadeza por los encallecidos nudillos y las yemas todavía sensibles de sus largos dedos.

—Los callos en las manos de los hombres son muy eróticos —le aseguré.

—¿En serio? —Pasó suavemente su mano libre por mi cabeza rapada y luego la bajó por la espalda. Me estremecí y me apreté con más fuerza contra él, mientras comenzaba a olvidar mi timidez. Mi mano libre vagaba por toda la extensión de su cuerpo y jugaba con los arbustos suaves y fibrosos de su pelo y la húmeda ternura de su miembro semierecto.

Arqueó la espalda un poco, y luego se relajó.

—Bueno, déjame decirte algo, Sassenach —comentó—. Si no tengo callos allí, no es culpa tuya, créeme.