Sólo quedaban dos. El charco de cera líquida brilló con la luz de la mecha encendida y las joyas empezaron a aparecer poco a poco: una verde y otra negra, que resplandecían con su propio fuego interior. Con mucha delicadeza, Jamie sumergió una pluma de ganso en la cera derretida, cogió la esmeralda y la orientó hacia la luz.
Dejó caer la piedra caliente en el pañuelo que yo sostenía, y la froté con rapidez para retirar la cera antes de que se solidificara.
—Nuestras reservas no son muy abundantes —dije en un intranquilo tono de broma—. Esperemos que no haya más emergencias caras.
—No pienso tocar el diamante negro por nada del mundo —declaró Jamie, y sopló la mecha para apagarla—. Ése es para ti.
Lo miré fijamente.
—¿Qué quieres decir?
Él se encogió un poco de hombros y extendió la mano para coger la esmeralda con el pañuelo.
—Si yo muero —comentó, en un tono desenfadado—, tómala y márchate. Vuelve a través de las piedras.
—Ah. No estoy segura de que si querría hacerlo —repuse.
No me gustaba hablar sobre ninguna situación que implicara la muerte de Jamie, pero no tenía sentido ignorar las posibilidades. Batallas, enfermedades, prisión, accidentes, asesinato...
—Tú y Bree no hacíais más que prohibirme que muriera —intervine—. Yo haría lo mismo si tuviera la más mínima esperanza de que me prestaras un poco de atención.
Jamie sonrió al oír aquello.
—Siempre escucho tus palabras, Sassenach —me aseguró en tono grave—. Pero tú misma dices que el hombre propone y Dios dispone, y si Él considerara adecuado disponer de mí... tú regresa.
—¿Por qué? —pregunté, irritada e intranquila. No tenía ganas de revivir el recuerdo de cuando Jamie me había enviado de regreso a través de las piedras antes de Culloden, pero ahí estaba, asomándome por la puerta de aquella cámara de mi mente que había sellado con tanta fuerza—. Me quedaría con Bree y Roger, ¿no? Jem, Marsali y Fergus, Germain, Henri-Christian y las niñas... todos están aquí. Después de todo, ¿para qué tendría que regresar?
Jamie sacó la piedra del paño, la hizo girar entre los dedos y me miró con una expresión pensativa, como si estuviera decidiéndose a decirme algo. Algunos pelos de mi nuca empezaron a erizarse.
—No lo sé —dijo por fin, moviendo la cabeza—. Pero te he visto allí.
Entonces, el vello de la nuca y de ambos brazos se me erizó por completo.
—¿Me has visto? ¿Dónde?
—Allí. —Agitó la mano en un vago gesto—. He soñado contigo allí. No sé dónde era; sólo sé que era allí... en la época que te corresponde.
—¿Cómo lo sabes? —exigí saber, con los pelos de punta—. ¿Qué estaba haciendo?
—No me acuerdo muy bien —dijo con lentitud—. Pero sé que era esa época por la luz. —Sus cejas se aclararon de pronto—. Eso es. Estabas sentada a un escritorio, con algo en la mano, quizá escribiendo. Y había mucha luz a tu alrededor, que te iluminaba la cara y el cabello. Pero no era la luz de una vela, ni tampoco fuego o sol. Y recuerdo que, cuando te vi, pensé: «Ah, de modo que así es la luz eléctrica.»
Lo contemplé fijamente, con la boca abierta.
—¿Cómo puedes reconocer en un sueño algo que jamás has visto en la vida real?
Aquello le resultó gracioso.
—Todo el tiempo sueño con cosas que no he visto, Sassenach. ¿Tú no?
—Bueno —concluí insegura—. Sí, a veces. Supongo que monstruos, plantas extrañas. Paisajes peculiares. Y, sin duda, personas que no conozco. Pero ¿no crees que eso es distinto? ¿Ver algo de lo que has oído hablar, pero que jamás has visto?
—Bueno, lo que vi tal vez no sea igual que la luz eléctrica de verdad —admitió—. Pero eso es lo que me dije cuando la vi. Y estaba del todo seguro de que te encontrabas en tu propia época. Y, después de todo —añadió con lógica—, yo sueño con el pasado. ¿Por qué no podría soñar con el futuro?
No había una buena respuesta para un comentario tan celta como aquél.
—Bueno, supongo que tienes razón —asentí. Me froté el labio inferior en un gesto de duda—. ¿Cuántos años tenía yo en ese sueño tuyo?
Pareció sorprendido, luego vacilante, y me examinó la cara de cerca, como si tratara de compararla con una visión mental.
—Bueno, no lo sé —dijo, por primera vez inseguro—. No pensé en ello... No me fijé en si tenías el cabello blanco o algo así... Sólo eras... tú. —Se encogió de hombros, y luego miró la piedra que se encontraba en mi mano—. ¿La notas caliente, Sassenach? —preguntó con curiosidad.
—Claro que sí —contesté bastante enfadada—. Estaba rodeada de cera caliente, por el amor de Dios. —Sin embargo, sentí una suave pulsación en la esmeralda que tenía en la mano, cálida como mi propia sangre y latiendo como un corazón en miniatura. Y cuando se la pasé, sentí una pequeña y peculiar vacilación... como si la piedra no quisiera abandonarme.
—Dásela a MacDonald —agregué, frotándome la mano en un lado de la falda—. Lo oigo fuera, hablando con Arch; querrá marcharse.
MacDonald había llegado el día anterior al Cerro a toda velocidad en medio de un diluvio, con el rostro casi morado por el frío, el agotamiento y el entusiasmo, para informarnos de que había encontrado una imprenta en New Bern que estaba en venta.
—El propietario ya se ha marchado... de una manera no del todo voluntaria —nos dijo, chorreando y secándose junto al fuego—. Sus amigos quieren vender las instalaciones y el equipo rápidamente, antes de que los puedan confiscar o destruir, y así conseguir dinero para que se reinstale en Inglaterra.
«De una manera no del todo voluntaria» significaba que el propietario de la imprenta era un leal a la Corona, al que el comité de seguridad había secuestrado en plena calle y había obligado a subirse a un barco que partía rumbo a Inglaterra. Esa forma de deportación improvisada se estaba haciendo cada vez más frecuente, y si bien era más humana que la brea y las plumas, también significaba que el impresor llegaría a Inglaterra sin un penique y, además, debiendo dinero por el pasaje.
—Me encontré con algunos de sus amigos en una taberna; se rasgaban las vestiduras por el triste destino del impresor y bebían a su salud... Entonces les comenté que tal vez yo pudiera serles de provecho —declaró el mayor, henchido de satisfacción—. Eran todo oídos cuando les dije que tal vez usted, sólo tal vez, podría tener dinero contante y sonante.
—¿Qué le hace pensar que lo tengo, Donald? —preguntó Jamie, enarcando una ceja.
MacDonald pareció sorprendido, y luego adoptó una expresión cómplice. Guiñó un ojo, y se tocó la nariz con un dedo.
—Oigo rumores, aquí y allá. Se dice que usted tiene una pequeña reserva de joyas... o al menos eso me ha comentado un mercader de Edenton cuyo banco tuvo que recibir una de ellas.
Jamie y yo nos miramos.
—Bobby —dije, y él asintió en un gesto de resignación.
—Bueno, en cuanto a mí, seré una tumba —dijo MacDonald al observar aquello—. Pueden confiar en mi discreción, sin duda alguna. Y no creo que la historia se haya difundido mucho. Pero, por otra parte... un pobre no anda por ahí comprando mosquetes a docenas, ¿no es cierto?
—Ah, tal vez sí —repuso Jamie resignado—. Podría sorprenderse, Donald. Pero tal y como están las cosas... Supongo que llegaríamos a un acuerdo. ¿Cuánto piden los amigos del impresor?... ¿Y ofrecen algún seguro en caso de incendio?
MacDonald había obtenido autorización para negociar en nombre de los amigos del impresor, ya que éstos estaban ansiosos por vender la problemática propiedad antes de que alguna alma patriótica le prendiera fuego, así que la negociación se llevó a cabo en el acto. El mayor bajó corriendo la montaña para canjear la esmeralda por dinero, cerró el pago por la imprenta y dejó el resto en manos de Fergus para los gastos que se producirían. Por otra parte, se ocupó de que se supiera en New Bern que en poco tiempo la propiedad tendría una nueva dirección.
—Y si alguien pregunta por la posición política del nuevo propietario... —dijo Jamie. A lo que MacDonald se limitó a asentir con gesto de sabiduría, y se llevó el dedo de nuevo a la nariz, cubierta de venitas rojas.
Yo estaba bastante segura de que Fergus no tenía ninguna posición política; más allá de su familia, sólo era leal a Jamie. Pero una vez que se cerraron los tratos y comenzó el frenesí de hacer las maletas (Marsali y Fergus tendrían que marcharse inmediatamente si querían llegar a New Bern antes de que el invierno se instalara del todo), Jamie tuvo una conversación seria con él.
—Bueno, las cosas no serán como en Edimburgo. Sólo hay otra imprenta en el pueblo y, por lo que dice MacDonald, el otro impresor es un anciano muy temeroso del comité y también del gobernador, de modo que no imprime nada, salvo libros de sermones y anuncios de carreras de caballos. —Très bon —dijo Fergus, con un aspecto aún más feliz, si es que eso era posible. Se había encendido como un farol chino cuando conoció la noticia—. Nos ocuparemos de todo el negocio de la prensa, por no mencionar la impresión de obras escandalosas y panfletos; nada como la sedición y el descontento para favorecer el negocio de la imprenta, milord, usted lo sabe muy bien.
—Sí, lo sé —dijo Jamie con sequedad—. Por eso tengo la intención de insistir en que cuides de tu cabeza. No quiero enterarme de que te han colgado por traición, o de que te han embreado y emplumado por no ser lo bastante traidor.
—Ah, eso —intervino Fergus, haciendo un gesto al aire con su garfio—. Sé bastante bien cómo se juega a este juego, milord.
Jamie asintió, aún dubitativo.
—Sí, es cierto. Pero han pasado algunos años. Tal vez hayas perdido la práctica. Y no sabes quién es quién en New Bern; no te conviene descubrir que estás comprando carne al hombre que has atacado en el periódico de la mañana, ¿entiendes?
—Yo me ocuparé de eso, papá. —Marsali estaba sentada junto al fuego, dando de comer a Henri-Christian, y prestando atención a lo que se hablaba. Ella estaba aún más contenta que Fergus, a quien miraba con adoración. Entonces, volvió su mirada de adoración hacia Jamie, y sonrió—. Nos cuidaremos, te lo prometo.
El ceño fruncido de Jamie se relajó al mirarla.
—Te echaré de menos, muchacha —dijo en voz baja.
La felicidad en el rostro de Marsali se suavizó un poco, pero no desapareció completamente.
—Yo también te echaré de menos, papá. Todos lo haremos. Y Germain no quiere dejar a Jem, desde luego. Pero... —Sus ojos volvieron a Fergus, que estaba preparando una lista de suministros y silbando Alouette entre dientes, y abrazó con más fuerza a Henri-Christian, haciendo que el bebé moviera las piernas como protesta.
—Sí, lo sé. —Jamie tosió para ocultar su emoción, y se pasó un nudillo por debajo de la nariz—. Bueno pues, pequeño Fergus. Tendrás un poco de dinero; asegúrate, en primer lugar, de sobornar al alguacil y al vigilante. MacDonald me ha dado los nombres del Consejo Real y de los principales miembros de la Asamblea; él te ayudará con el consejo, puesto que trabaja para el gobernador. Muévete con tacto, ¿de acuerdo? Pero ocúpate de que reciba lo suyo; nos ha sido de gran ayuda en este asunto.
Fergus asintió, con la cabeza inclinada sobre el papel.
—Papel, tinta, plomo, sobornos, cuero, pinceles —dijo, mientras escribía deprisa y reanudaba su canturreo ausente—: Alouette, gentil alouette...
Era imposible hacer subir una carreta al Cerro; la única forma de llegar era a través del estrecho sendero que ascendía la ladera desde Coopersville, lo que era uno de los factores que habían llevado a que esa pequeña encrucijada se convirtiera en una pequeña aldea, puesto que era el lugar donde los vendedores ambulantes y otros viajeros solían detenerse, y luego, desde allí, hacían breves incursiones a pie hacia la montaña.
—Lo que está muy bien para desalentar una invasión hostil del Cerro —le dije a Bree, jadeando, al mismo tiempo que dejaba a un lado del sendero una gran lona que envolvía un montón de candelabros, vasijas y otros pequeños objetos domésticos—. Pero, por desgracia, también hace que sea bastante difícil salir del condenado Cerro.
—Supongo que a papá nunca se le ocurrió que alguien quisiera marcharse —respondió ella gruñendo mientras dejaba en el suelo su propia carga: el caldero de Marsali, cargado de quesos, sacos de harina, judías y arroz, además de una caja de madera llena de pescado seco y una bolsa de hilo con manzanas—. Esto pesa una tonelada.
Se dio la vuelta y gritó «¡GERMAIN!» hacia el sendero. Silencio sepulcral. Germain y Jemmy debían encargarse de arrear a Mirabel, la cabra, hasta la carreta. Habían salido de la cabaña con nosotras, pero una y otra vez se quedaban rezagados.
No habíamos oído ningún grito ni ningún ¡beee! en el sendero, pero apareció la señora Bug, avanzando con dificultad debido al peso de la rueca de Marsali, que cargaba en la espalda, y con el ronzal de Mirabel en una mano. Mirabel, una cabra blanca con manchas grises, baló de alegría al vernos.
—He encontrado a la pobre atada a un arbusto —dijo la señora Bug, dejando la rueca con un suspiro, y secándose la cara con el delantal—. No hay señales de los muchachos, perversas criaturas...
Brianna masculló un gruñido grave que presagiaba algo malo para Jemmy o Germain si los atrapaba. Pero antes de que pudiera lanzarse en su busca, aparecieron Roger y el joven Ian, cada uno de ellos sosteniendo un extremo del telar de Marsali, desmontado para la ocasión y convertido en un gran paquete de pesadas maderas. Pero al ver lo transitado que estaba el camino, se detuvieron y dejaron su carga en el suelo con suspiros de alivio.
—¿Qué falta? —preguntó Roger, mirando a todos, y finalmente a la cabra con el ceño fruncido—. ¿Dónde están Jem y Germain?
—Apuesto lo que quieras a que esos pequeños demonios están escondidos —dijo Bree, al mismo tiempo que se apartaba de la cara un mechón de pelo rojo. Se le había deshecho la trenza, y unos desordenados cabellos se le pegaban al rostro a causa del sudor. Durante un instante, agradecí mis rizos cortos; mi aspecto era lo de menos, lo cierto era que resultaba muy conveniente.
—¿Queréis que vaya a mirar? —preguntó Ian, asomando de debajo del cuenco de madera para pudines que llevaba del revés encima de la cabeza—. No habrán ido muy lejos.
Unos sonidos de pies presurosos provenientes de abajo hizo que todos se volvieran en esa dirección en actitud expectante, pero no eran los muchachos, sino Marsali, que venía jadeando y con los ojos muy abiertos.
—Henri-Christian —dijo con esfuerzo, mientras sus ojos recorrían velozmente el grupo—. ¿Lo tenéis vosotras, mamá Claire? ¿Bree?
—Pensaba que lo llevabas tú —contestó Bree, imitando la urgencia del tono de Marsali.
—Sí. El pequeño Aidan McCallum estaba cuidándolo mientras yo cargaba cosas en la carreta. Pero entonces me he detenido para darle de comer —dijo, al mismo tiempo que se rozaba el pecho con una mano—, ¡y los dos se habían esfumado! Pensaba que tal vez... —Sus palabras se desvanecieron cuando empezó a escudriñar los arbustos a lo largo del sendero, con las mejillas sonrojadas por el agotamiento y el enfado—. Lo estrangularé —dijo con los dientes apretados—. ¡¿Y dónde está Germain?! —gritó al ver a Mirabel, que había aprovechado la parada para mordisquear unos sabrosos cardos junto al camino.
—Esto comienza a parecer un plan —observó Roger, evidentemente divertido. Me di cuenta de que Ian también encontraba algo gracioso en la situación, pero las feroces miradas de las alteradas mujeres presentes borraron las sonrisas de sus rostros.
—Id a buscarlos, por favor —dije, al ver que Marsali estaba a punto de llorar, o volverse loca y empezar a tirar cosas.
—Sí, hacedlo —asintió ella de forma lacónica—. Y dadles una paliza cuando los encontréis.
—¿Sabes dónde están? —preguntó Ian, protegiéndose los ojos del sol para mirar a través de una depresión de rocas caídas.
—Creo que sí. Por aquí. —Roger se abrió paso a través de una maraña de yaupon y árbol de Judas, con Ian detrás, y apareció en la orilla del pequeño arroyo, que, en esa zona, fluía en paralelo al sendero. Más allá, divisó el sitio favorito de pesca de Aidan, pero allí no había señales de vida.
En cambio, giró en dirección ascendente, avanzando a través de un pasto grueso y seco y rocas sueltas a lo largo de la orilla. La mayoría de las hojas de los castaños y los álamos habían caído, y formaban alfombras resbaladizas y doradas a sus pies.
Aidan le había enseñado el refugio secreto un tiempo atrás; una cueva poco profunda, de apenas un metro de altura, oculta en una empinada elevación cubierta por arbustos y retoños de roble. Los robles habían perdido sus hojas, y la abertura de la cueva era fácil de encontrar, si uno sabía dónde buscarla. En ese momento era especialmente visible, porque salía humo de su interior, deslizándose como un velo por la roca superior y dejando un intenso olor en el aire frío y seco.
Ian alzó una ceja. Roger comenzó a subir por la cuesta, sin hacer ningún esfuerzo por guardar silencio. Se oyó un fuerte ruido dentro de la caverna, golpes y gritos ahogados, y el velo de humo se agitó y se detuvo, reemplazado por un fuerte siseo y una nubecilla de color gris oscuro proveniente de la entrada de la cueva, cuando alguien echó agua sobre el fuego.
Mientras tanto, Ian había trepado en silencio por la pared de la roca hasta lo alto de la caverna, donde vio una pequeña grieta de la que salía una diminuta nube de humo. Aferrado con una mano a un cornejo que crecía en la piedra, se inclinó peligrosamente hacia fuera y, llevándose la otra mano a la boca, lanzó un temible alarido mohawk en dirección a la grieta.
Unos gritos de terror salieron de la cueva, seguidos por un grupo de muchachos que se caían y tropezaban en su prisa por huir.
—¡Bueno, basta! —Roger agarró del cuello con habilidad a su propio vástago cuando éste pasó corriendo por su lado—. Se acabó el juego, amiguito.
Germain, con la robusta silueta de Henri-Christian aferrada al pecho, intentaba escapar por la ladera, pero Ian lo alcanzó dando un salto parecido al de una pantera desde las rocas, y le quitó al bebé, obligándolo a detenerse a regañadientes.
Sólo Aidan seguía libre. Al ver a sus camaradas en cautividad, vaciló al borde de la cuesta. Era evidente que quería huir, pero en un gesto noble, se entregó y regresó arrastrando los pies para compartir la suerte de aquéllos.
—Muy bien, muchachos; lo lamento —dijo Roger compasivo; Jemmy llevaba varios días disgustado por la idea de la partida de Germain.
—Pero no queremos marcharnos, tío Roger —intervino éste, empleando su mirada de súplica más efectiva—. Nos quedaremos aquí; podemos vivir en la cueva y comer de lo que cacemos.
—Sí, señor, y Jem y yo también; compartiremos la comida con ellos —se sumó Aidan en ansioso apoyo de su amigo.
—He traído algunas de las cerillas de mamá, para que tengan fuego y estén calientes —intervino Jem con entusiasmo—. ¡Y también una hogaza de pan!
—De modo que ya ves, tío... —Germain extendió los brazos con gracia a modo de ejemplo—. ¡No causaremos ningún problema!
—¿De manera que ningún problema? —preguntó Ian con la misma compasión—. Eso díselo a tu madre, ¿de acuerdo?
Germain se llevó las manos a la espalda de modo reflejo, y se aferró las nalgas en actitud protectora.
—¿En qué estabas pensando cuando arrastraste a tu hermanito ahí arriba? —le dijo Roger con un poco más de severidad—. ¡Casi no puede caminar! Si se hubiera apartado dos palmos de allí —añadió señalando la cueva con un gesto—, se habría caído al arroyo y se habría roto el cuello.
—¡Ah, no, señor! —intervino Germain escandalizado. Rebuscó en el bolsillo y sacó un pedazo de cuerda—. Pensaba atarlo cuando yo no estuviera allí, para que no se fuera ni se cayera. Pero no pensaba dejarlo; se lo prometí a maman cuando nació. Le dije que jamás lo dejaría solo.
Las lágrimas comenzaban a surcar las delgadas mejillas de Aidan. Henri-Christian, totalmente confundido, lanzó alaridos de conmiseración, lo que hizo que el labio inferior de Jem también empezara a temblar. Se soltó del apretón de Roger, corrió hacia Germain y lo agarró con afecto por la cintura.
—Germain no puede irse, papá; ¡por favor, no lo obligues a marcharse!
Roger se frotó la nariz, intercambió una breve mirada con Ian y suspiró. Se sentó en una roca y llamó con un gesto a Ian, que parecía tener alguna dificultad en decidir de qué manera coger a Henri-Christian. Le entregó el bebé con un alivio perceptible, y el pequeño, sintiendo la necesidad de seguridad, se agarró de la nariz de Roger con una mano y del pelo con la otra.
—Mira, a bhailach —dijo éste, soltándose las manos de Henri-Christian con cierta dificultad—. El pequeño Henri necesita que su madre lo alimente. Casi no tiene dientes, por el amor de Dios... no puede vivir aquí en la selva, comiendo carne cruda con vosotros, salvajes.
—¡Sí que tiene dientes! —repuso Aidan categóricamente, extendiendo un dedo índice mordido como prueba—. ¡Mire!
—Come papilla —intervino Germain, pero con cierta inseguridad en la voz—. Le haríamos un puré de galletas con leche.
—Henri-Christian necesita a su madre —repitió Roger con firmeza—, y tu madre te necesita a ti. No esperarás que se las arregle sola con una carreta y dos mulas, cargando con tus hermanas todo el camino hasta New Bern, ¿verdad?
—Pero papá puede ayudarla —protestó Germain—. ¡Las chicas le hacen caso a él y a nadie más!
—Tu papá ya se ha ido —le informó Ian—. Se ha adelantado para encontrar un sitio para que viváis todos vosotros, una vez que lleguéis allí. Tu madre debe seguirlo con todas vuestras pertenencias. Roger Mac tiene razón, a bhailach... Tu madre te necesita.
El rostro de Germain palideció un poco. Miró a Jemmy con desesperación, sin soltarlo, y luego a Aidan, que estaba en la colina.
—Bueno, pues —dijo, y se detuvo, tragando saliva. Con mucha suavidad, rodeó los hombros de Jemmy con sus brazos y besó la coronilla de su cabeza roja y redonda—. Volveré, primo —prometió—. Y tú vendrás a visitarme junto al mar. Tú también vendrás —le aseguró a Aidan, levantando la mirada. Éste cogió aire, tratando de no llorar, asintió, y bajó lentamente la cuesta.
Roger extendió su mano libre y, con cariño, cogió a Jemmy.
—Súbete a mi espalda, mo chuisle —dijo—. Es una cuesta empinada; te bajaré a caballito.
Sin esperar que se lo pidieran, Ian se inclinó y agarró a Aidan, que rodeó con las piernas la cintura del joven, ocultando su rostro lloroso en su camisa de ante.
—¿Tú también quieres subir a caballo? —le preguntó Roger a Germain, irguiéndose cuidadosamente bajo el peso de su doble carga—. Ian puede llevarte, si lo deseas.
Ian asintió y extendió la mano, pero Germain negó con la cabeza, de manera que su cabello rubio comenzó a flotar.
—Non, tío Roger —dijo en un tono casi inaudible—. Iré caminando. —Y volviéndose, comenzó a descender con cuidado la empinada cuesta.