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Una estampida de castores

25 de octubre de 1774

Llevaban una hora de caminata cuando Brianna empezó a darse cuenta de que no estaban buscando animales para cazar. Habían visto las huellas de una pequeña manada de ciervos, con excrementos tan recientes que todavía estaban blandos y húmedos, pero Ian no les prestó atención y siguió ascendiendo la cuesta con una obcecada determinación.

Rollo los había acompañado, pero después de varios intentos de atraer la atención de su amo hacia unos olores prometedores, los abandonó, disgustado, y se marchó corriendo para llevar a cabo su propia cacería.

Aunque Ian se hubiera mostrado dispuesto, la subida era demasiado empinada como para permitirles mantener una conversación. Encogiéndose mentalmente de hombros, Brianna lo siguió, pero tenía la mano sobre el arma y la mirada en los arbustos, vigilando por si acaso.

Habían partido del Cerro al amanecer; era bastante más tarde del mediodía cuando por fin hicieron una pausa, en la orilla de un pequeño arroyo. Una parra silvestre se había enredado en torno al tronco de una vid silvestre que se extendía por encima de la orilla; algunos animales se habían comido la mayoría de las uvas, pero todavía colgaban unos cuantos racimos sobre el agua, fuera del alcance de prácticamente cualquiera, excepto la más audaz de las ardillas, o una mujer alta.

Se quitó los mocasines y vadeó el arroyo, sofocando un grito por la helada sensación del agua en las pantorrillas. Las uvas estaban tan maduras que parecían a punto de reventar; eran de un color morado casi negro, y estaban pegajosas debido al jugo. Las ardillas no las habían alcanzado, pero las avispas sí, de modo que Bree tuvo mucho cuidado por si aparecían esas invasoras con un aguijón en el vientre, al mismo tiempo que retorcía el resistente tallo de un racimo especialmente suculento.

—¿Quieres decirme qué es lo que estamos buscando en realidad? —preguntó, dándole la espalda a su primo.

—No —respondió él con una sonrisa en la voz.

—Ah, ¿de modo que es una sorpresa? —Arrancó el tallo y se volvió para tirarle las uvas.

Él atrapó el racimo con una mano y dejó las uvas sobre la orilla, junto a una alforja harapienta en la que llevaba provisiones.

—Algo así.

—Siempre que no hayamos salido sólo a dar un paseo. —Brianna arrancó otro racimo y chapoteó hasta la orilla, para sentarse a su lado.

—No, no es eso.

Ian se metió dos uvas en la boca, las masticó, y escupió el hollejo y las pepitas con la facilidad de una vieja costumbre. Ella probó las suyas de una manera más recatada, partiendo una por el medio de un mordisco y quitando las pepitas con la ayuda de una uña.

—Deberías comerte el hollejo, Ian; tiene vitaminas —dijo.

Él levantó un hombro en un gesto de escepticismo, pero no dijo nada. Tanto ella como su madre le habían explicado lo que eran las vitaminas en numerosas ocasiones, pero casi sin efecto alguno. Jamie e Ian se habían visto obligados a admitir de manera reticente la existencia de los gérmenes, porque Claire podía enseñarles mares pululantes de microorganismos en su microscopio. Por desgracia, las vitaminas eran invisibles y podían ignorarse sin problema.

—¿Está mucho más lejos, la sorpresa?

El hollejo de las uvas era, de hecho, muy amargo. La boca de Brianna se frunció involuntariamente cuando mordió una. Ian, que no dejaba de comer y escupir, lo advirtió y le sonrió.

—Sí, un poco más.

Ella echó un vistazo al horizonte; el sol descendía por el cielo. Si regresaban en ese momento, oscurecería antes de que llegaran a casa.

—¿Cuánto más? —Escupió el destrozado hollejo de la uva en la mano y luego se la limpió en la hierba.

Ian miró también al sol y frunció los labios.

—Bueno... creo que llegaremos mañana al mediodía.

—¿Qué? ¡Ian! —Él parecía avergonzado e inclinó la cabeza.

—Lo siento, prima. Sé que debería habértelo dicho antes... pero pensé que no vendrías si te decía lo lejos que estaba.

Una avispa se posó sobre el racimo de uvas que Brianna tenía en la mano y ella la ahuyentó con un gesto de irritación.

—Sabes que no habría venido. Ian, ¿en qué pensabas? ¡A Roger le dará un ataque!

A su primo aquello le pareció gracioso, ya que levantó una comisura de sus labios.

—¿Un ataque? ¿Roger Mac? No lo creo.

—Bueno, de acuerdo, no le dará un ataque... pero se preocupará. ¡Y Jemmy me echará de menos!

—No, estarán bien —le aseguró Ian—. Le he dicho al tío Jamie que nos iríamos tres días, y él me ha contestado que llevaría al pequeño a la Casa Grande. Con tu madre, Lizzie y la señora Bug preocupándose por él. El pequeño Jem ni siquiera notará tu ausencia.

Aquello era probablemente cierto, pero no le sirvió para tranquilizarse.

—Como si lo viera: se lo has dicho a papá, él te ha contestado que muy bien y habéis pensado que no había ningún problema en... arrastrarme al bosque durante tres días, sin decirme lo que ocurría. ¡Sois...!

—Prepotentes, insufribles, bestiales escoceses —exclamó Ian, en una imitación tan perfecta del acento inglés de su madre que ella se echó a reír a carcajadas, a pesar de su irritación.

—Sí —asintió Bree, limpiándose el zumo de uva con que se había salpicado el mentón—. ¡Exacto!

Él seguía sonriendo, pero su expresión había cambiado; ya no bromeaba.

—Brianna —dijo en voz baja con aquella entonación de las Highlands que convertía su nombre en algo extraño y lleno de gracia—. Es importante, ¿de acuerdo?

Ian ya no sonreía. Tenía los ojos clavados en los de ella, cálidos pero serios. Esos ojos avellanados eran el único rasgo bello del rostro de Ian Murray, pero tenían una mirada tan sincera, franca y dulce que parecía que te había dejado observar dentro de su alma, sólo por un instante. Brianna había tenido ocasión antes de preguntarse si él era consciente de ese particular efecto, aunque incluso aunque lo fuera, costaba mucho resistirse a él.

—De acuerdo —dijo, y ahuyentó a una avispa que revoloteaba a su alrededor, todavía irritada pero resignada—. De acuerdo. Sin embargo, deberías habérmelo dicho. ¿No me lo dirás ni siquiera ahora?

Él negó con la cabeza, mirando la uva que estaba separando del escobajo.

—No puedo —respondió sencillamente. Se metió la uva en la boca y se volvió para abrir su mochila que, ahora que se daba cuenta, abultaba de forma sospechosa—. ¿Quieres pan, prima, o un poco de queso?

—No, vámonos. —Brianna se incorporó y se quitó hojas secas de los pantalones—. Cuanto antes lleguemos a donde sea que vayamos, antes regresaremos.

Se detuvieron una hora antes de que anocheciera, cuando todavía había bastante luz para reunir madera. La abultada mochila contenía, finalmente, dos mantas, así como comida y una jarra de cerveza; muy bien recibida, después de haber andado casi todo el día cuesta arriba.

—Ah, ésta es una buena partida —dijo ella con aprobación, olfateando el cuello de la jarra tras un largo y aromático trago—. ¿Quién la ha elaborado?

—Lizzie. Le cogió el tranquillo después de ver a Frau Ute. Antes de... eh... ejem. —Una delicada interjección escocesa resumió las dolorosas circunstancias que rodeaban la disolución del compromiso de Lizzie.

—Mmm. Qué pena, aquello, ¿no? —Bree bajó las pestañas, observándolo de reojo y esperando que dijera algo más sobre Lizzie.

Hubo un tiempo en el que daba la impresión de que ellos dos se gustaban bastante, pero él se había marchado con los iroqueses y, cuando regresó, ella estaba comprometida con Manfred McGillivray. Ahora que los dos estaban libres de nuevo...

Pero él eludió su comentario sobre Lizzie encogiéndose simplemente de hombros, y se concentró en el tedioso proceso de hacer fuego. Había hecho calor durante el día y aún quedaba una hora de luz, pero las sombras bajo los árboles ya eran azules; iba a ser una noche fría.

—Tendré que echar un vistazo al arroyo —anunció ella, cogiendo un sedal enrollado y un anzuelo del pequeño montón de cosas que Ian había sacado de su alforja—. Debe de haber un estanque de truchas justo debajo del recodo; seguramente habrá moscas por allí.

—Ah, sí. —Él asintió, pero no le prestó mucha atención, mientras cortaba maderitas y hacía una pila un poco más alta antes de iniciar la siguiente lluvia de chispas con su pedernal.

Cuando Brianna dejó atrás el recodo del pequeño arroyo, se dio cuenta de que no era sólo un estanque de truchas; era una laguna de castores. El prominente montículo de la madriguera se reflejaba en el agua estática, y ella pudo ver en la otra orilla las agitadas sacudidas de dos retoños de sauces, que era evidente que estaban alimentando a los animales.

Se movió poco a poco, con cautela. Los castores no la molestarían, pero si la veían, se zambullirían en el agua, no sólo salpicando, sino también golpeando el agua con las colas. Ella ya lo había oído antes; era un sonido muy fuerte, como una serie de disparos que sin duda asustaría a cualquier pez que estuviera a varios kilómetros de distancia.

La orilla cercana estaba llena de ramitas mordisqueadas, con la blanca madera interior cincelada con la perfección de un carpintero, pero ninguna era reciente, y Bree no oyó nada cerca, excepto el suspiro del viento en los árboles. Los castores no eran silenciosos, por lo que dedujo que no había ninguno en las proximidades.

Siguió vigilando con cautela la otra orilla, insertó un pedacito de queso en el anzuelo, lo hizo girar con lentitud en lo alto, cogió velocidad a medida que extendía el sedal y lo soltó. El anzuelo cayó con un suave ¡plop! en medio de la laguna, pero el ruido no era lo bastante fuerte como para alarmar a los castores; los retoños de sauce de la otra orilla continuaron sacudiéndose bajo el ataque de diligentes dientes.

Las moscas del atardecer comenzaban a volar sobre el agua, tal y como le había dicho a Ian. El aire era suave, y la superficie de la laguna se movía y resplandecía como seda gris agitada a la luz. Unas pequeñas nubes de mosquitos avanzaron en el aire estático bajo los árboles, presa para los tricópteros carnívoros, las moscas de la piedra y las libélulas que estaban separándose de la superficie, recién nacidas y hambrientas.

Era una pena que no dispusiera de una caña de pescar o de moscas atadas, pero de todas formas debía intentarlo. Los tricópteros no eran los únicos bichitos que se despertaban con hambre a la hora del crepúsculo, y Brianna sabía que las voraces truchas eran capaces de atacar casi cualquier cosa que flotara delante de ellas; una vez, su padre había cogido una con un anzuelo con nada más que unas pocas hebras anudadas de su propio pelo cobrizo.

No sería tan mala idea. Sonrió para sí misma, al mismo tiempo que se echaba hacia atrás un mechón que se le había escapado de la trenza, y comenzó a tirar del sedal poco a poco en dirección a la orilla. Pero probablemente hubiera más que truchas allí, y el queso era...

Notó un fuerte tirón en el sedal y dio un respingo por la sorpresa. ¿Se habría enganchado? El sedal volvió a ceder, y un movimiento desde las profundidades subió por su brazo como la electricidad.

La siguiente media hora transcurrió sin ningún pensamiento consciente, en la obcecada persecución de su presa armada con aletas. Estaba mojada hasta la mitad del muslo, llena de picaduras de mosquito, y le dolían la muñeca y el hombro, pero tenía tres grandes peces resplandeciendo en la hierba a sus pies, el sentimiento de profunda satisfacción del cazador y, además, aún le quedaban unos cuantos pedacitos de queso.

Estaba echando el brazo hacia atrás para volver a lanzar el anzuelo cuando un repentino coro de chillidos y siseos acabó con la calma nocturna, y una estampida de castores salió de su escondite, corriendo por la otra orilla de la laguna como un pelotón de pequeños tanques peludos. Ella los contempló con la boca abierta, y dio un paso hacia atrás en un acto reflejo.

Entonces, algo grande y oscuro apareció entre los árboles detrás de los castores, y otro reflejo le inundó los miembros de adrenalina mientras se volvía para escapar. Habría llegado a los árboles y se habría puesto a salvo en un instante si no hubiera pisado uno de sus pescados, que se deslizó, resbaladizo como la manteca, bajo su pie e hizo que cayera de culo sin ceremonia alguna, en una posición muy ventajosa para ver a Rollo corriendo desde los árboles con un paso largo y meditado y lanzarse describiendo un arco desde la parte más alta de la orilla. Elegante como un cometa, voló por el aire y aterrizó en la laguna entre los castores, levantando tanta agua como si hubiera caído un meteorito.

Ian levantó la mirada hacia ella, con la boca abierta. Despacio, sus ojos recorrieron el cabello empapado y la ropa mojada y manchada de barro, hasta llegar a los peces —uno ligeramente aplastado— que colgaban de un cordel de cuero que Brianna tenía en la mano.

—Los peces se han resistido, ¿eh? —preguntó, señalando el cordel. Las comisuras de sus labios comenzaron a torcerse.

—Sí —asintió ella, y los dejó caer en el suelo frente a él—. Pero no tanto como los castores.

—Castores —repitió Ian, y se pasó un nudillo pensativo por el puente de su nariz larga y huesuda—. Sí, he oído el ruido que hacían. ¿Te has peleado con castores?

—He rescatado a tu maldito perro de los castores —respondió Brianna, y estornudó. Se hincó de rodillas delante del fuego recién hecho, y cerró los ojos con momentáneo placer ante el calor que entibiaba su tembloroso cuerpo.

—Ah, ¿de modo que Rollo ha vuelto? ¡Rollo! ¿Dónde estás, pequeño?

El gran perro salió a regañadientes de entre los arbustos, con la cola apenas levantada como respuesta a la llamada de su amo.

—¿Qué me dicen sobre unos castores, a madadh? —preguntó Ian con firmeza. Como respuesta, Rollo se sacudió, aunque sólo se desprendió un suave rocío de gotitas de agua de su lomo. Suspiró, se dejó caer sobre su vientre, y se tapó el morro con las pezuñas como señal de mal humor.

—Tal vez sólo buscaba peces, pero los castores no lo han visto de esa manera. Han corrido para escapar de él en la orilla, pero una vez en el agua... —Brianna movió la cabeza y se escurrió el empapado faldón de su camisa de caza—. Mira, Ian... Tú limpia esos condenados pescados.

Él ya estaba haciéndolo, abriendo en canal uno de ellos con un solo y meticuloso tajo en el vientre y un movimiento del pulgar. Le arrojó las entrañas a Rollo, que se limitó a soltar otro suspiro y pareció aplastarse contra las hojas secas, sin prestar atención al regalo.

—No está herido, ¿verdad? —preguntó Ian, observando al perro con el ceño fruncido.

Brianna lo fulminó con la mirada.

—No, no lo está. Supongo que estará avergonzado. Podrías preguntarme si yo estoy herida. ¿Tienes idea de cómo son los dientes de los castores?

La luz casi había desaparecido, pero podía ver cómo temblaban los esbeltos hombros de Ian.

—Sí —dijo él, algo ahogado—. La tengo. Ellos, eh, no te han mordido, ¿verdad? Quiero decir... Supongo que me habría dado cuenta si te hubiesen mordido. —Soltó un pequeño e involuntario jadeo de diversión, y trató de disimularla con tos.

—No —contestó ella con bastante frialdad.

El fuego ardía bien, pero no lo suficiente. Se había levantado una brisa nocturna, y atravesaba la tela empapada de su camisa y sus pantalones, de manera que le acariciaba la espalda con dedos helados.

—No eran tanto los dientes como las colas —añadió, dándose la vuelta para ponerse de espaldas al fuego. Se frotó con delicadeza el antebrazo derecho, donde una de aquellas robustas colas le había golpeado, dejándole un hematoma rojizo que se extendía desde la muñeca hasta el codo. Durante un momento había pensado que tenía el hueso roto—. Ha sido como si me golpearan con un bate de béisbol... eh... con un garrote, quiero decir —se corrigió.

Los castores no la habían atacado directamente, por supuesto, pero permanecer en el agua con un perro lobo asustado y media docena de roedores de treinta kilos en un estado de agitación extrema se había parecido bastante a entrar a pie en un túnel de lavado para coches: una vorágine de chorros cegadores y sacudidas de objetos. Brianna sintió un escalofrío y se rodeó con ambos brazos, tiritando.

—Ten, prima. —Ian se incorporó y se quitó la camisa de ante por encima de la cabeza—. Ponte esto.

Bree tenía demasiado frío y estaba demasiado magullada como para rechazar la oferta. Se ocultó con modestia detrás de un arbusto, se quitó la ropa mojada y apareció un momento después, cubierta con la camisa de ante de Ian, y con una de las mantas envuelta alrededor de la cintura como un sari.

—No comes lo suficiente, Ian —dijo, al mismo tiempo que volvía a sentarse junto al fuego y lo observaba con mirada crítica—. Se te ven todas las costillas.

Era cierto. Él siempre había sido delgado, pero en años anteriores su escualidez adolescente parecía del todo normal, el mero resultado de sus huesos que crecían más rápido que el resto de su cuerpo.

Aunque ahora que ya había crecido y había tenido un par de años para que sus músculos lo alcanzaran, ella podía ver cada tendón de sus brazos y sus hombros. Las vértebras sobresalían en la bronceada piel de su espalda, y Brianna se dio cuenta de que las sombras de sus costillas se parecían a ondulaciones de arena debajo del agua.

Ian levantó un hombro, pero no respondió, ocupado como estaba en ensartar el pescado que había limpiado en ramitas peladas para luego asarlo.

—Y tampoco duermes demasiado bien.

Ella lo miró con atención desde el otro lado del fuego. Incluso con aquella luz, las sombras y los huecos de su rostro eran evidentes, a pesar de la distracción de los tatuajes mohawk que le atravesaban los pómulos. Las sombras habían sido evidentes para todos durante meses; su madre había querido decirle algo a Ian, pero Jamie le había sugerido que dejara en paz al muchacho; hablaría cuando estuviera listo.

—Ah, duermo bastante —murmuró Ian sin levantar la mirada.

Ella era incapaz de saber si estaba listo o no. Pero la había llevado allí. Si no lo estaba, más le valía estarlo con rapidez.

Por supuesto, Brianna se había preguntado durante todo el día acerca del misterioso objetivo de aquella excursión, y por qué justamente tenía que ser ella la acompañante. Si hubiese sido para cazar, Ian habría llevado a alguno de los hombres; más allá de lo habilidosa que ella fuera con un arma, había varios hombres en el Cerro que eran más hábiles, incluido su propio padre. Y cualquiera de ellos habría sido más audaz a la hora de excavar la madriguera de un oso o cargar hasta casa con la carne o las pieles.

En aquel momento estaban en tierras de los cherokee; ella sabía que Ian visitaba a los indios con frecuencia y que tenía buena relación con varias aldeas. Pero si se trataba de una cuestión que exigiera algún acuerdo formal, con toda seguridad le habría pedido a Jamie que lo acompañase, o a Peter Bewlie, junto a su esposa cherokee como intérprete.

—Ian —dijo, con un tono de voz que podría paralizar casi a cualquier hombre—. Mírame.

Él levantó la cabeza de pronto y la miró, parpadeando.

—Ian —repitió su prima con un poco más de suavidad—. ¿Esto tiene que ver con tu esposa?

Él se quedó paralizado un momento, con los ojos oscuros e indescifrables. Rollo, en las sombras a su espalda, alzó de repente la cabeza y emitió un pequeño gemido a modo de pregunta. Aquello pareció despertar a Ian, que parpadeó y bajó la mirada.

—Sí —contestó, en un tono totalmente despreocupado—. En efecto.

Ajustó el ángulo del palo que había clavado en la tierra junto al fuego; la pálida carne del pescado se retorció y chisporroteó, adoptando un color marrón frente a la madera verde.

Brianna aguardó a que añadiera algo más, pero él no habló, sino que cogió un pedazo de pescado semicocido y se lo acercó al perro, chasqueando la lengua en un sonido de invitación. Rollo se levantó y olfateó la oreja de Ian con aire inquieto, pero luego se dignó a coger el pescado y volvió a recostarse para lamer con delicadeza el caliente bocado antes de metérselo en la boca, reuniendo suficiente coraje para comerse también las cabezas y las entrañas que había desechado.

Ian frunció un poco los labios y ella leyó en su rostro los pensamientos que estaban formándose en su cabeza, antes de animarse a hablar.

—Una vez pensé en casarme contigo, ¿sabes?

Brianna le clavó una mirada rápida y directa, y sintió un repentino estremecimiento de comprensión. Era cierto, él había pensado en ello. Y si bien ella no dudaba de que la oferta se había realizado con el más puro de los motivos... también era un hombre joven. Hasta ese momento, Brianna no se había dado cuenta de que él, desde luego, había analizado cada uno de los detalles de esa proposición.

Los ojos de Ian se clavaron en los suyos en un gesto de irónica aceptación del hecho de que, en efecto, él había imaginado los detalles físicos de compartir su cama, y no había encontrado nada que objetar en la perspectiva. Ella resistió el impulso de sonrojarse y apartar la mirada; eso habría sido una vergüenza para ambos.

De pronto —y por primera vez— ella estaba cobrando conciencia de Ian como hombre, en lugar de como un entrañable primito. Y también del calor de su cuerpo que había permanecido en el suave ante cuando ella se había puesto su camisa.

—No habría sido lo peor del mundo —dijo, tratando de igualar su tono despreocupado.

Él se echó a reír, y las líneas punteadas de sus tatuajes perdieron su solemnidad.

—No —asintió—. Quizá no lo mejor... que sería Roger Mac, ¿verdad? Pero me alegra oír que yo no hubiera sido lo peor. ¿Crees que habría sido mejor que Ronnie Sinclair? ¿O peor que Forbes, el abogado?

—Ja, qué gracioso. —Ella se negó a enfadarse por sus bromas—. Tú habrías sido al menos el tercero de la lista.

—¿El tercero? —Aquello había captado su atención—. ¿Qué? ¿Quién sería el segundo? —Parecía verdaderamente molesto por la idea de que alguien pudiera superarlo, y ella rió.

—Lord John Grey.

—¿Cómo? Ah, sí. De acuerdo, supongo que él hubiera sido útil —admitió de mala gana—. Aunque él... —Se detuvo de inmediato y lanzó una mirada de cautela en su dirección.

Ella sintió una punzada semejante. ¿Acaso Ian conocía los gustos particulares de John Grey? Entendió que sí, por la extraña expresión de su cara... pero si no era así, ella no iba a revelar los secretos de lord John.

—¿Lo conoces? —le preguntó con curiosidad.

Ian había acompañado a los padres de Brianna a rescatar a Roger de los iroqueses, antes de que lord John se hubiera presentado en la plantación de su tía, donde ella misma había conocido al noble.

—Ah, sí. —Aún se mostraba precavido, aunque se había relajado un poco—. Lo conocí hace algunos años. A él y a su... hijo. Hijastro, quiero decir. Vinieron al Cerro cuando estaban viajando por Virginia y se quedaron algunos días. Yo le contagié el sarampión. —Sonrió de repente—. O, por lo menos, él cogió el sarampión. La tía Claire lo atendió hasta que se curó. Pero tú también lo conoces, ¿no?

—Sí, en River Run. Ian, el pescado está ardiendo.

Era cierto. Ian sacó la rama del fuego con una suave exclamación en gaélico y luego agitó los dedos carbonizados para enfriarlos. Una vez apagadas las llamas en la hierba, el pescado resultó comestible, aunque un poco crujiente en los bordes, y una cena bastante aceptable, con un poco de pan y cerveza.

—Entonces, ¿conociste al hijo de lord John en River Run? —preguntó él, retomando la conversación—. Se llama Willie. Un muchacho agradable. Se cayó en el retrete —añadió pensativo.

—¿Se cayó en el retrete? —ella rió—. Eso parece propio de un idiota. ¿O era demasiado pequeño?

—No, tenía un tamaño decente para su edad. Y era bastante sensato, para ser inglés. Mira, no fue del todo culpa suya, ¿sabes? Estábamos buscando una serpiente y subió por una rama hacia nosotros, y... bueno, fue un accidente —concluyó, pasándole a Rollo otro pedazo de pescado—. Pero tú no has visto al muchacho, ¿no?

—No. Y creo que estás cambiando de tema deliberadamente.

—Sí, es cierto. ¿Quieres más cerveza?

Ella lo miró enarcando una ceja (Ian no podía esperar librarse con tanta facilidad), pero asintió y aceptó la jarra.

Permanecieron un rato en silencio, bebiendo cerveza y observando cómo las últimas luces se desvanecían en la oscuridad a medida que salían las estrellas. El aroma de los pinos se hizo más intenso, con la savia calentada por el sol, y Brianna oyó a lo lejos los ocasionales golpes de advertencia de la cola de un castor en la laguna, que parecían tiros de escopeta; era obvio que los castores habían apostado centinelas, por si ella o Rollo tenían la intención de regresar de noche, pensó con ironía.

Ian se había cubierto los hombros con su manta para combatir el frío creciente, y estaba tumbado boca arriba sobre la hierba, contemplando la bóveda celeste.

Brianna no intentó fingir que no estaba observándolo, y estaba bastante segura de que él era consciente de ello. Por el momento su rostro estaba inmóvil, sin su habitual vitalidad, pero no receloso. Estaba pensando, y ella se contentó con dejar que se tomara su tiempo; ya era otoño y la noche iba a ser bastante larga para muchas cosas.

Ojalá le hubiera preguntado a su madre más sobre la chica que Ian llamaba Emily. El nombre mohawk era multisilábico e impronunciable. Era pequeña, le había dicho su madre. Bonita, con los huesos pequeños, y muy astuta.

¿Estaría muerta Emily, la pequeña y astuta? Creía que no. Había estado el tiempo suficiente, en esa época, como para ver a muchos hombres enfrentarse a la muerte de sus esposas. Mostraban pesar por la pérdida... pero no hacían lo que había estado haciendo Ian.

¿Acaso la llevaba a conocer a Emily? Era una idea alarmante, pero la descartó casi de inmediato. Sería un mes de viaje, como mínimo, hasta llegar a territorio mohawk... probablemente más. Pero entonces...

—Me estaba preguntando... —dijo él de pronto, aún mirando al cielo—. ¿Sientes a veces que algo... va mal? —La miró con una expresión desesperada, sin saber con seguridad si Brianna lo había entendido, pero ella lo comprendió a la perfección.

—Sí, una y otra vez. —Brianna sintió un alivio instantáneo e inesperado por haberlo admitido. Ian vio cómo se hundían sus hombros, y sonrió con la boca algo torcida—. Bueno... tal vez no siempre —se corrigió—. Cuando estoy sola en el bosque me siento bien. O con Roger, a solas. Aunque incluso en esos momentos... —Vio que Ian alzaba las cejas y se apresuró a explicarse—. No es eso. No es el hecho de estar con él. Es sólo que nosotros... hablamos de cómo era.

Él le lanzó una mirada en que la compasión se mezclaba con el interés. Era evidente que a él le gustaría saber «cómo era», pero lo olvidó durante un instante.

—¿De modo que en el bosque? —preguntó—. A mí también me ocurre. Al menos, cuando estoy despierto. Pero cuando duermo... —Volvió la cara al cielo vacío y las brillantes estrellas.

—¿Sientes temor... al caer la oscuridad? —Ella lo había sentido en algunas ocasiones; un momento de profundo temor en el crepúsculo, una sensación de abandono y soledad absoluta en cuanto la noche se elevaba desde la tierra. Una sensación que a veces permanecía incluso después de que ella hubiera entrado en la cabaña y hubiera cerrado el cerrojo de la puerta.

—No —respondió él, con el ceño ligeramente fruncido—. ¿Tú sí?

—Sólo un poco —dijo ella, restándole importancia—. No todo el tiempo. Ahora no. Pero ¿qué ocurre cuando duermes en el bosque?

Él se sentó y se balanceó un poco hacia atrás, con sus grandes manos entrelazadas alrededor de una rodilla, pensando.

—Sí, bueno... —dijo despacio—. A veces pienso en las viejas historias... de Escocia, ¿sabes? Y en otras que he escuchado alguna vez cuando vivía con los kahnyen’kehaka. Sobre... cosas que pueden acercarse a un hombre cuando duerme. Para quitarle el alma.

—¿Cosas? —Pese a la belleza de las estrellas y la paz de la noche, Brianna sintió que algo pequeño y frío se le deslizaba por la espalda—. ¿Qué cosas?

Ian tomó aire con fuerza y exhaló, con el ceño más fruncido.

—Se las llama sidhe en gaélico. Los cherokee las denominan nunnahee. Y los mohawk tienen otras palabras para nombrarlas... más de una. Pero cuando oí a Come Tortugas hablar de ellas, supe de inmediato qué eran. Es lo mismo... la Gente Anciana.

—¿Duendes? ¿Hadas? —preguntó ella, y la incredulidad debió de ser patente en su voz, puesto que él le clavó la mirada con un brillo de irritación en los ojos.

—No, sé a qué te refieres con eso... Roger Mac me enseñó el dibujo que le hiciste a Jem, todas esas cosas diminutas como libélulas, volando entre las flores... —Hizo un ruido zafio en el fondo de la garganta—. No. Estas cosas son... —Movió una de sus grandes manos en un gesto de desesperación, mirando la hierba con el ceño fruncido—. Vitaminas —dijo repentinamente, alzando la mirada.

—Vitaminas —repitió ella, y se frotó las cejas con la mano. Había sido un largo día; habrían caminado entre veinte y treinta kilómetros, y la fatiga se había instalado como agua en sus piernas y su espalda. Los hematomas de su batalla con los castores también comenzaban a latir.

»Ya veo. Ian... ¿estás seguro de que no te has dado un golpe en la cabeza? —preguntó, pero su voz debió de mostrar su miedo real a que fuera así, pues emitió una pequeña risa triste.

—No. O, al menos, no lo creo. Yo sólo... bueno, ya ves, es así. Las vitaminas no se pueden ver, pero tú y la tía Claire sabéis que existen, y el tío Jamie y yo debemos aceptar que tenéis razón. Yo sé bastante acerca de... los Ancianos. ¿Por qué no puedes creerme sobre eso?

—Bueno, yo... —Había empezado a aceptar sus argumentos, para mantener la paz entre ellos, pero en ese instante la inundó una sensación repentina y fría, como la sombra de una nube, de que no deseaba decir nada que implicara que estaba de acuerdo con esa idea. No en voz alta, y no allí.

—Ah —dijo él, captando su expresión—. De modo que lo sabes.

—No lo sé, no —respondió ella—. Pero tampoco sé que no sea así. Y no creo que sea buena idea hablar de esa clase de cosas en un bosque, por la noche, a un millón de kilómetros de la civilización. ¿De acuerdo?

Él sonrió al oírla, y asintió.

—Sí. Y en realidad no es eso lo que quiero decir. Es más... —Sus pobladas cejas se juntaron en un gesto de concentración—. Cuando era niño, me despertaba en la cama y sabía de inmediato dónde estaba, ¿entiendes? Estaba la ventana. —Extendió una mano—. Y estaban la palangana y el aguamanil sobre la mesa con una banda azul alrededor de la parte superior, y más allá —señaló un arbusto de laurel— estaba la cama grande donde dormían Janet y Michael, y Jocky, el perro, se colocaba a los pies de la cama, tirándose pedos constantemente, y estaba el olor a humo de turba de la chimenea y... bueno, incluso si me despertaba a medianoche y toda la casa estaba en silencio a mi alrededor, sabía de inmediato dónde me encontraba.

Ella asintió, y apareció el recuerdo de su propia habitación en la casa de Furey Street, vívido como una visión en el humo. La manta de lana a rayas que le picaba debajo del mentón, y el colchón con el hueco que había dejado su cuerpo en el medio, y que la abrazaba como una mano grande y cálida. Angus, el terrier escocés de peluche con una boina andrajosa que compartía su cama, y el reconfortante zumbido de la conversación de sus padres desde la sala que se encontraba en la planta inferior, con el saxo barítono de la música de «Perry Mason» de fondo.

Más que nada, aquella sensación de seguridad absoluta.

Tuvo que cerrar los ojos y tragar saliva dos veces antes de contestar.

—Sí. Entiendo a qué te refieres.

—Sí, bueno, al principio, cuando me marché de casa, dormí en lugares difíciles; en el brezal con el tío Jamie, o en posadas y cuevas. Me despertaba sin tener la menor idea de dónde me encontraba... y, aun así, sabía que estaba en Escocia. Eso era bueno. —Hizo una pausa, mordiéndose el labio inferior mientras peleaba para encontrar las palabras adecuadas—. Entonces... ocurrieron cosas. Ya no estaba en Escocia, y el hogar... había desaparecido. —Aunque hablaba en voz baja, Brianna podía oír el eco de su pérdida—. Me despertaba sin saber dónde podría estar... o quién era.

Él se había encorvado y sus grandes manos colgaban flojas entre sus muslos mientras contemplaba el fuego.

—Pero cuando me acosté con Emily por primera vez, lo supe. Volví a saber quién era. —En ese momento la miró, con los ojos oscurecidos por la pérdida—. Mi alma ya no vagaba mientras dormía... cuando dormía con ella.

—¿Y ahora sí? —preguntó Brianna en voz baja después de un momento.

Él asintió, sin palabras. El viento susurró en las copas de los árboles. Ella trató de no prestarle atención, temiendo, en secreto, que, si lo escuchaba, podría distinguir palabras.

—Ian —dijo, y le tocó el brazo con mucha suavidad—. ¿Emily está muerta?

Él permaneció inmóvil durante un minuto, luego tomó aliento profundamente y negó con la cabeza.

—No lo creo. —Pero parecía muy dubitativo, y ella vio la preocupación en su rostro.

—Ian —intervino en voz muy baja—, ven aquí.

Él no se movió, pero cuando ella se acercó y lo rodeó con los brazos, no se resistió. Hizo que se tumbara junto a ella, insistiendo en que se acostara a su lado, y él acomodó la cabeza en la curva entre su hombro y su seno, mientras lo abrazaba.

«Instinto maternal —pensó Bree con ironía—. Pase lo que pase, lo primero que haces es cogerlos y acurrucarte a su lado. Y si son demasiado grandes para levantarlos...» Si su cálido peso y el sonido de su respiración en su oído mantenía a raya las voces del viento, tanto mejor.

Tuvo un recuerdo fragmentario, una imagen nítida de su madre de pie junto a su padre en la cocina de su casa de Boston. Él estaba recostado en una silla de respaldo recto, con la cabeza apoyada en el estómago de su madre y con los ojos cerrados de dolor o cansancio, mientras ella le frotaba las sienes.

¿Qué era? ¿Una jaqueca? Pero el rostro de su madre tenía una expresión serena, y las arrugas de su estrés se habían alisado por lo que estaba haciendo.

—Me siento como un tonto —dijo Ian con timidez, pero no se apartó.

—No, no lo hagas.

Él respiró hondo, se movió un poco y se acomodó con cuidado sobre la hierba, con el cuerpo apenas rozando el de ella.

—Sí, bueno. Supongo que no, entonces —murmuró. Se relajó poco a poco, y su cabeza se hizo más pesada, apoyada en el hombro de Brianna, los músculos de su espalda cedieron poco a poco y su tensión fue disminuyendo bajo las manos de ella. Con mucho cuiado, como si esperara que ella le diera una bofetada, levantó un brazo y lo puso sobre ella.

Parecía que el viento se había calmado. La luz del fuego brillaba en su cara y las líneas oscuras y puntuadas de sus tatuajes destacaban frente a la piel joven. Su cabello olía a humo de madera y polvo, suave contra la mejilla de Brianna.

—Cuéntamelo —dijo ella.

Él suspiró profundamente.

—Aún no. Cuando lleguemos, ¿de acuerdo?

No habló más y se quedaron acostados juntos, inmóviles sobre la hierba, y a salvo.

Brianna sintió que el sueño acudía a su cuerpo en oleadas suaves, elevándola hacia la paz, y no se resistió. Lo último que vio fue la cara de Ian, con su pesada mejilla contra su hombro, y los ojos todavía abiertos, contemplando el fuego.

Alce que Camina estaba narrando una historia. Era una de las mejores de su repertorio, aunque Ian no prestaba atención. Estaba sentado junto al fuego, al otro lado de él, pero contemplaba las llamas, no el rostro de su amigo.

«Muy extraño», pensó. Se había pasado la vida contemplando hogueras, y jamás había visto a la mujer que estaba en ellas, hasta esos meses de invierno. Por supuesto que las hogueras de turba no daban grandes llamas, aunque sí proporcionaban un calor agradable y desprendían un aroma maravilloso... Ah, sí, de modo que la mujer, después de todo, sí había estado allí. Asintió ligeramente y sonrió. Alce que Camina lo tomó como una expresión de aprobación por su actuación, y potenció el dramatismo de sus gestos, frunciendo el ceño de manera espantosa y tambaleándose adelante y atrás enseñando los dientes, gruñendo a modo de ilustración del glotón al que había rastreado con cuidado hasta su madriguera.

El ruido distrajo a Ian del fuego y volvió a centrar la atención en la historia. Justo a tiempo, puesto que Alce que Camina había llegado al clímax y los jóvenes se daban codazos unos a otros anticipando el desenlace. Alce que Camina era bajo y robusto; precisamente, bastante parecido a un glotón, lo que hacía que su imitación fuera mucho más entretenida.

Giró la cabeza, arrugando la nariz y gruñendo entre dientes, cuando el glotón captó el aroma del cazador. Luego, en un veloz movimiento, se convirtió en el cazador, arrastrándose con cuidado entre los arbustos, deteniéndose, aplanándose contra el suelo... y luego saltó hacia delante con un agudo alarido, cuando su nalga rozó una planta llena de espinas.

Los hombres en torno al fuego gritaron de regocijo cuando Alce que Camina se convirtió en el glotón, que al principio parecía asombrado por el ruido y luego excitado al ver a su presa. Saltó de su madriguera, lanzando gruñidos y agudos chillidos de furia. El cazador se echó atrás, horrorizado, y se dio la vuelta para huir. Las regordetas piernas de Alce que Camina patearon la tierra apisonada de la casa comunal, corriendo en la misma dirección. Luego levantó los brazos y se echó hacia delante con un desesperante «¡Ay, ay, ay, ay!» en el momento en que el glotón lo atacó por la espalda.

Los hombres le dirigieron gritos de aliento, golpeándose las palmas en los muslos, cuando el asediado cazador logró rodar por el suelo para ponerse boca arriba, agitándose y maldiciendo, luchando con el glotón que intentaba arrancarle la garganta.

La luz de la hoguera iluminó las cicatrices que adornaban el pecho y los hombros de Alce que Camina, unas ranuras profundas y blancas que aparecieron un instante por el cuello abierto de la camisa cuando él se movió en un gesto pintoresco, extendiendo los brazos hacia delante para mantener a raya a su enemigo invisible. Ian se dio cuenta de que él mismo se inclinaba hacia delante y jadeaba, mientras sus propios hombros se tensaban con el esfuerzo, aunque sabía lo que ocurriría a continuación.

Alce que Camina lo había hecho muchas veces, pero jamás fallaba. Ian lo había intentado, pero no sabía hacerlo. El cazador clavó los talones y los hombros en el suelo, y su cuerpo se curvó como un arco en su máxima tensión. Sus piernas temblaron, y sus brazos se sacudieron; daba la impresión de que cederían en cualquier momento. Los hombres en torno al fuego contuvieron el aliento.

Entonces ocurrió: un chasquido suave y repentino. Nítido y al mismo tiempo amortiguado, era exactamente el mismo sonido que hacía un cuello al romperse. El chasquido de los huesos y los ligamentos, amortiguados por la carne y el pelo. El cazador se mantuvo arqueado un momento, incrédulo, y luego lenta, muy lentamente, descendió hacia el suelo y se sentó, contemplando el cuerpo de su enemigo, que colgaba flojo de sus manos.

Bajó los ojos en una plegaria de agradecimiento, y luego se detuvo, arrugando la nariz. Miró hacia abajo, con la cara retorcida en una mueca, y se frotó con desagrado las polainas, manchadas por los pestilentes excrementos del glotón. La hoguera se estremeció con las carcajadas.

Un pequeño cubo de cerveza de abeto iba recorriendo el grupo. Alce que Camina sonrió, con la cara brillante de sudor, y la aceptó. Su garganta se movió con rapidez, bebiendo como si fuera agua. Por fin dejó el cubo y miró a su alrededor con ensoñadora satisfacción.

—¡Tú, Hermano del Lobo, cuéntanos una historia!

Lanzó el cubo semivacío por encima del fuego; Ian lo atrapó y sólo se le derramó un poco de cerveza sobre su muñeca. Se chupó el líquido de la manga, se echó a reír y movió la cabeza. Se llenó la boca de cerveza y le pasó el cubo a Duerme con Serpientes, que estaba a su lado.

Come Tortugas, a su otro lado, le dio con el codo en las costillas, instándolo a que hablara, pero Ian volvió a negar con la cabeza y se encogió de hombros, señalando a Serpiente con el mentón.

Serpiente no se hizo de rogar; colocó con cuidado el cubo frente a él y se inclinó hacia delante. La luz del fuego bailó en su cara cuando comenzó a hablar. No era un actor consumado como Alce que Camina, pero era más viejo — tal vez tenía treinta años —, y había viajado mucho en su juventud. Había vivido con los assiniboin y los cayuga, y tenía muchas historias sobre esas tribus, que narraba con mucho ingenio, aunque con menos sudor.

—Entonces, ¿tú hablarás más tarde? —le preguntó Tortuga a Ian al oído—. Quiero escuchar más historias del gran mar y la mujer de ojos verdes.

Ian asintió, aunque a regañadientes. Había estado muy borracho la primera vez; de lo contrario, jamás habría mencionado a Geillis Abernathy. Sólo que en aquella ocasión un vendedor ambulante le había ofrecido ron, y la sensación de que todo giraba que le causó era muy parecida a la provocada por lo que ella le había dado de beber, aunque el sabor era diferente. Aquél causaba un mareo que le nublaba la vista, de modo que las llamas de las velas corrían y se movían como agua, y las llamas del fuego parecían derramarse y lamer las piedras de la chimenea, resplandeciendo en su lujosa habitación, mientras otras llamas pequeñas y separadas surgían en todas las superficies redondeadas de plata y cristal, gemas y madera pulida, oscilando con un brillo más intenso detrás de aquellos ojos verdes.

Miró a su alrededor. Allí no había superficies brillantes. Cacharros de arcilla, toscos leños y los alisados postes de las estructuras de las camas, piedras de moler y cestas entretejidas; incluso la tela y las pieles de sus vestimentas tenían colores suaves y apagados que ahogaban la luz. Debía de haber sido tan sólo el recuerdo de aquellos momentos de mareo luminoso lo que había hecho que la recordara.

No pensaba con frecuencia en la Señora, como la llamaban los esclavos y los otros muchachos; ella no necesitaba otro nombre, puesto que nadie podía imaginar que hubiera otra persona como ella. Él no guardaba con cariño sus recuerdos de ella, pero su tío Jamie le había dicho que no se escondiera de ellos y él había obedecido, ya que le parecía un buen consejo.

Contempló el fuego fijamente, escuchando tan sólo a medias cuando Serpiente volvió a narrar la historia de aquella vez que Ganso y él mismo lograron engañar al Maligno para llevar tabaco a la gente y salvar la vida del Anciano. ¿Sería ella, entonces, la bruja Geillis, a quien veía en el fuego?

Creía que no. Cuando la vio, la mujer del fuego le generó una sensación de calidez que descendió por su pecho desde el ardor de su cara y se acurrucó, caliente, en la parte baja de su estómago. La mujer del fuego no tenía rostro; él veía sus brazos y sus piernas, la curva de su espalda, un cabello largo y suave que giraba hacia él, para luego desaparecer en una exhalación; él oía su risa, suave y jadeante desde lejos... y no era la risa de Geillis Abernathy.

De todas formas, las palabras de Tortuga habían hecho que la recordara, y pudo verla. Suspiró para sí mismo y pensó en qué historia podría narrar cuando llegara su turno. Tal vez hablaría de los esclavos gemelos de la señora Abernathy, esos hombres negros inmensos que obedecían todas sus órdenes; en una ocasión los había visto matar un cocodrilo y sacarlo del río para ponerlo a los pies de la mujer.

No le importaba tanto. Había descubierto que, después de aquel primer relato estando borracho, hablar de ella de esa manera le hacía pensar en ella como si fuera un cuento, interesante, pero irreal. Tal vez había ocurrido, del mismo modo que tal vez era cierto que Ganso le había llevado tabaco al Anciano, pero ya no parecía que le hubiera ocurrido a él.

Y, después de todo, él no tenía cicatrices, como las de Alce que Camina, que recordaran a los oyentes o a sí mismo que estaba diciendo la verdad.

De hecho, comenzaba a aburrirse de beber y contar historias. La verdad era que anhelaba escapar de las pieles y la fresca oscuridad de su cama, despojarse de sus ropas y acurrucarse, caliente y desnudo, junto a su esposa. Su nombre significaba «Trabaja con sus Manos», pero en la intimidad de la cama, él la llamaba Emily.

Les quedaba cada vez menos tiempo; al cabo de dos lunas más, ella partiría para ir a la casa de las mujeres, y él no la vería. Otra luna antes de que naciera el niño, otra más después para la limpieza... La idea de pasar dos meses con frío y solo, sin ella a su lado durante las noches, bastó para que sintiera ganas de coger la cerveza cuando llegó su turno y beber un buen trago.

Sólo que el cubo estaba vacío. Sus amigos rieron cuando él lo sostuvo boca abajo sobre su boca abierta, y una solitaria gota ambarina cayó sobre su sorprendida nariz.

Una pequeña mano apareció por encima de su hombro y le quitó el cubo, al mismo tiempo que su compañera aparecía por encima del otro hombro, acercándole un cubo lleno.

Él cogió el cubo y se volvió para sonreírle. Trabaja con sus Manos le devolvió la sonrisa con cariño; le proporcionaba un gran placer anticiparse a sus deseos. Se puso de rodillas a su lado, la curva de su vientre presionó su espalda con calidez y apartó la mano de Tortuga cuando éste la extendió para coger la cerveza.

—¡No! ¡Déjasela a mi marido! Las historias que cuenta son mucho mejores cuando está borracho.

Tortuga cerró un ojo y le clavó el otro. Se balanceó ligeramente.

—¿Cuenta mejores historias cuando está borracho? —preguntó—, o es sólo que nosotros creemos que son mejores porque estamos borrachos?

Trabaja con sus Manos no prestó atención a esa pregunta filosófica y procedió a abrirse un espacio para ella junto al fuego, balanceando su pequeño y sólido trasero adelante y atrás como un ariete. Se colocó cómodamente junto a Ian y entrelazó las manos sobre la protuberancia de su vientre.

Otras muchachas habían acudido con ella, llevando más cerveza. Se abrieron paso entre los jóvenes, murmurando, propinándose codazos y riendo. Se había equivocado, pensó Ian al verlas. La luz de las llamas brillaba en sus rostros, resplandecía en sus dientes, reflejaba la húmeda luminosidad de sus ojos y la carne suave y oscura del interior de sus bocas cuando reían. El reflejo del fuego en esas caras era más intenso que el que jamás había brillado en el cristal y la plata de Rose Hall.

—Muy bien, marido —dijo Emily, bajando las pestañas con recato—. Háblanos de la mujer de los ojos verdes.

Él bebió un sorbo de cerveza, pensativo; luego otro.

—Ah —dijo—. Era una bruja, y una mujer muy malvada... pero preparaba buena cerveza.

Los ojos de Emily se abrieron de inmediato y todos se echaron a reír. Él la miró a los ojos y la vio con claridad; la imagen del fuego detrás de él, diminuta y perfecta, invitándolo a entrar.

—Pero no tan buena como la tuya —aclaró. Levantó el cubo a modo de saludo, y tomó un buen trago.