Brianna condujo despacio el cochecito por la cuesta que la pierna de Roger formaba en el edredón, luego cruzó su barriga y llegó hasta el centro del pecho, donde él agarró tanto el coche como su mano y le dedicó una sonrisa irónica.
—En verdad, es un buen coche —dijo ella, soltándose la mano y rodando para colocarse cómodamente de lado junto a él—. Las cuatro ruedas giran. ¿De qué marca es? ¿Un Morris Minor, como aquel anaranjado que tenías en Escocia? Era la cosa más bonita que yo había visto jamás, pero nunca entendí cómo te las arreglabas para entrar en él.
—Con talco —le aseguró él. Levantó el juguete e hizo girar una de las ruedas delanteras con un movimiento del pulgar—. Sí, es bueno, ¿no? En realidad, no es ningún modelo en particular, pero supongo que estaba pensando en aquel Ford Mustang tuyo. ¿Recuerdas aquella vez que bajamos con él por la montaña? —Sus ojos se suavizaron por el recuerdo, y el verde que había en ellos se tornó casi negro con la tenue luz del fuego apagado.
—Sí. Casi nos salimos del camino cuando me besaste a ciento cuarenta kilómetros por hora.
Se acercó a él instintivamente, empujándolo con una rodilla. Él, complaciente, giró y volvió a besarla; al mismo tiempo, desplazó el coche a gran velocidad por toda la extensión de su columna vertebral y por encima de la curva de sus nalgas. Ella soltó un grito y se retorció contra él, tratando de escapar de las cosquillas de las ruedas; luego lo golpeó en las costillas.
—¡Basta!
—Creí que encontrabas erótica la velocidad. Bruum —murmuró él, maniobrando el juguete por su brazo... y, de pronto, por el cuello de su camisa. Ella trató de agarrar el coche, pero él se lo quitó, luego hundió la mano entre las mantas y le pasó las ruedas por los muslos; enseguida volvió a hacer subir el coche a gran velocidad.
A continuación, tuvo lugar una furiosa lucha por la posesión del juguete, que terminó con los dos en el suelo, en una maraña de sábanas y ropa de cama, jadeando para recuperar el aliento y riendo sin poder parar.
—¡Silencio! ¡Despertarás a Jemmy! —Ella se retorció, tratando de salirse de debajo del peso de Roger.
Tranquilo con los más de veinte kilos que le sacaba, él se limitó a relajarse encima de ella, aplastándola contra el suelo.
—No podrías despertarlo ni a cañonazos —repuso, con la certeza de la experiencia. Era cierto; una vez que superó la etapa en que se despertaba para que le dieran de comer cada pocas horas, Jem siempre había dormido como un tronco.
Brianna dejó de resistirse, resoplando para apartarse el pelo de los ojos y esperando su momento.
—¿Crees que alguna vez volverás a circular a ciento cuarenta kilómetros por hora?
—Sólo si caigo por el borde de un precipicio muy profundo. Estás desnuda, ¿lo sabías?
—¡Bueno, tú también!
—Sí, pero yo he empezado así. ¿Dónde está el coche?
—No tengo ni idea —mintió ella. En realidad, estaba debajo del hueco de su espalda, y en un punto muy incómodo, pero no estaba dispuesta a darle más ventajas—. ¿Para qué lo quieres?
—Ah, iba a explorar un poco el terreno —dijo él, apoyándose en un codo y haciendo avanzar los dedos poco a poco por la cuesta superior de un seno—. Aunque supongo que podría hacerlo a pie. Según dicen, se tarda más, aunque se disfruta mejor el paisaje.
—Mmm. —Roger podía sujetarla con su propio peso, pero no podía contener sus brazos. Extendió el dedo índice y ubicó la uña justo en el pezón de él, haciendo que respirara profundamente—. ¿Pensabas hacer un viaje largo? —Echó una mirada al pequeño anaquel cerca de la cama, donde guardaba sus anticonceptivos.
—Lo suficiente.
Ella se agitó para ponerse más cómoda y librarse del molesto coche en miniatura.
—Dicen que un viaje de mil kilómetros comienza con el primer paso —comentó y, levantando la cabeza, le puso la boca sobre el pezón y apretó los dientes con suavidad. Un momento después, lo soltó—. Silencio —dijo en tono de reproche—. Despertarás a Jemmy.
—¿Dónde están tus tijeras? Me lo voy a cortar.
—No te lo diré. Me gusta largo.
Ella apartó el pelo suave y oscuro de su cara y le besó la punta de la nariz, lo que pareció desconcertarlo ligeramente. De todas formas, sonrió y le dio un breve beso antes de sentarse en el suelo y quitarse el pelo de la cara con una mano.
—Eso no puede ser cómodo —dijo, examinando la cuna—. ¿No crees que ya debería llevarlo a su propia cama?
Brianna miró la cuna desde su ubicación en el suelo. Jemmy, con cuatro años de edad, ya dormía desde hacía tiempo en una cama baja con ruedas, pero cada cierto tiempo insistía en dormir en la cuna, y se encajaba en ella con testarudez, a pesar de que no podía meter los cuatro miembros y la cabeza al mismo tiempo. En ese momento era invisible, excepto por las dos regordetas piernas desnudas que sobresalían, rectas, por un extremo.
«Está creciendo mucho», pensó ella. Aún no sabía leer, pero conocía todas las letras, podía contar hasta cien y escribir su nombre. Y sabía cargar un arma; su abuelo se lo había enseñado.
—¿Se lo decimos? —preguntó de pronto—. ¿Y cuándo, en ese caso?
Roger debía de haber estado pensando algo muy parecido, porque al parecer entendió exactamente a lo que se refería.
—Por Dios, ¿cómo le dices algo así a un niño? —contestó. Se incorporó, levantó las sábanas y las mantas y las sacudió, con la evidente esperanza de encontrar la cinta de cuero con la que se recogía el pelo.
—¿No le contarías a un niño que es adoptado? —objetó ella, sentándose en el suelo y pasándose ambas manos por su abundante pelo—. ¿O si hay algún escándalo familiar, como que su padre no está muerto, sino que está en prisión? Creo que si se lo dices pronto, es menos traumático para ellos y luego pueden aceptarlo mejor cuando crecen. En cambio, si se enteran más tarde, impresiona mucho.
Roger la miró de reojo con una expresión irónica.
—Tú sabes de lo que hablas.
—Sí, y tú también. —Se lo dijo con sequedad, pero advirtió las implicaciones de esas palabras: incredulidad, ira, negación y, de pronto, el repentino desmoronamiento de su mundo cuando empezó, contra su voluntad, a creerlo. La sensación de vacío y abandono, y luego una furia negra y traición al descubrir que muchas de las cosas que había dado por ciertas eran una mentira—. Al menos, en tu caso no fue una decisión —añadió, acurrucándose contra el borde de la cama—. Nadie sabía de ti; nadie podría haberte dicho lo que eras.
—Ah, ¿y tú crees que tus padres deberían haberte hablado antes de los viajes en el tiempo? —Roger enarcó una ceja negra, con una expresión de cínica diversión—. Ya me imagino las notas de la escuela que debían de llegar a tu casa: «Brianna tiene muchísima imaginación, pero deberían enseñarle a reconocer las situaciones en las que no es apropiado emplearla.»
—Ja. —Ella apartó de una patada la maraña de ropas y sábanas que la rodeaba—. Fui a una escuela católica. Las monjas habrían dicho que todo era una sarta de mentiras y habrían puesto punto final al asunto. ¿Dónde está mi camisa? —Brianna se había liberado completamente y, aunque seguía tibia por la pelea, se sentía incómoda desnuda, incluso en las tenues sombras de la habitación.
—Aquí está. —Él cogió un montón de lino de la maraña y lo sacudió para extenderlo—. ¿Eso crees? —repitió, mirándola con una ceja enarcada.
—¿Que ellos deberían habérmelo dicho? Sí. Y no —admitió a regañadientes. Cogió la camisa y se la puso por la cabeza—. Quiero decir... entiendo por qué no lo hicieron. Papá no lo creía, para empezar. Y lo que sí creía... bueno, fuera lo que fuese, le pidió a mamá que me dejara pensar que él era mi verdadero padre. Ella le dio su palabra, y no creo que la hubiera roto, no. —Por lo que ella sabía, su madre había roto su palabra en una sola ocasión; de forma involuntaria, pero con un efecto sobrecogedor.
Alisó el gastado lino sobre su cuerpo y tanteó en busca de las puntas del cordón que le cerraba el cuello. Ya estaba vestida, pero se sentía tan expuesta como si siguiera desnuda. Roger estaba sentado en el colchón, sacudiendo las mantas de manera metódica, pero sus ojos seguían clavados en ella, verdes y escrutadores.
—Seguía siendo una mentira —estalló ella—. ¡Yo tenía derecho a saber!
Él asintió lentamente.
—Mmfm. —Cogió una cuerda de sábanas retorcidas y comenzó a desenrollarla—. Sí, bueno. Podría entender que se le contara a un chico que es adoptado o que su padre está en la cárcel. Pero esto se parece más a explicarle que su padre asesinó a su madre cuando la encontró follándose al cartero y a seis buenos amigos en la cocina. Tal vez no signifique mucho para él si se lo dices temprano, pero sin duda llamará la atención de sus amigos cuando empiece a contárselo a ellos.
Ella se mordió los labios, sintiéndose de repente enfadada e irritada. No se había dado cuenta de que sus propios sentimientos estaban todavía a flor de piel y no le gustaba que así fuera, y tampoco le agradaba el hecho de que Roger se diera cuenta de ello.
—Bueno... sí. —Miró la cuna. Jem se había movido; ahora estaba hecho un ovillo como un erizo, con la cara apretada contra las rodillas y nada visible, excepto la curva de su trasero bajo su camisón, que sobresalía de la cuna como la luna que asciende sobre el horizonte—. Tienes razón. Tendremos que esperar hasta que sea lo bastante mayor como para darse cuenta de que no puede contarlo; de que es un secreto.
La cinta de cuero cayó de uno de los edredones que estaba agitando. Él se agachó para recogerla y su pelo oscuro le cubrió la cara.
—¿Querrías contarle a Jem algún día que yo no soy su verdadero padre? —preguntó en voz baja, sin mirarla.
—¡Roger! —Toda su ira desapareció ante un torrente de pánico—. ¡No haría eso ni en un millón de años! Incluso si creyera que es cierto —se apresuró a añadir—, y no lo creo, ¡no, Roger! Sé que tú eres su padre. —Se sentó a su lado, agarrándole el brazo con fuerza. Él sonrió, torciendo un poco la boca, y le palmeó la mano, pero no la miró a los ojos. Esperó un momento y luego se movió, soltándose suavemente para atarse el cabello.
—Pero teniendo en cuenta lo que acabas de decir... ¿No tiene derecho a saber quién es?
—Eso no es... es distinto.
Lo era y, al mismo tiempo, no lo era. El acto que había tenido como resultado su propia concepción no había sido una violación, pero sí algo no intencionado. Por otra parte, jamás había existido duda alguna: sus dos —bueno, sus tres— padres sabían que ella era la hija de Jamie Fraser, sin dudarlo.
En el caso de Jem... Brianna volvió a contemplar la cuna, deseando instintivamente encontrar alguna marca, alguna prueba innegable de su paternidad. Pero él se parecía a ella y a su propio padre, tanto en su color como en sus rasgos. Era grande para su edad, con miembros largos y anchas espaldas, pero también lo eran los dos hombres que podrían haberlo engendrado. Y ambos, maldita fuera, tenían los ojos verdes.
—No pienso decírselo —afirmó con firmeza—. Jamás, y tú tampoco. Tú eres su padre en todo lo que importa. Y no habría ninguna buena razón para que él siquiera supiera de la existencia de Stephen Bonnet.
—Salvo por el hecho de que sí existe —señaló Roger—. Y que él cree que el pequeño es suyo. ¿Y si se encontraran algún día? Cuando Jem sea mayor, quiero decir.
Ella no había crecido con la costumbre de santiguarse en momentos de tensión, como hacían su padre y su primo, pero se santiguó en ese instante, lo que hizo que Roger se echara a reír.
—Eso no tiene gracia —dijo ella, irguiéndose—. Eso no va a pasar. Y si pasa... si alguna vez veo a Stephen Bonnet cerca de mi hijo, yo... bueno, la próxima vez apuntaré más alto, eso es todo.
—Estás decidida a darle al muchacho una buena historia para que la comparta con sus compañeros de clase, ¿eh? —Habló con ligereza, burlándose de Brianna, quien se relajó un poco, esperando haber conseguido calmar cualquier duda que él pudiera tener en cuanto a lo que ella podría decirle a Jemmy sobre su paternidad.
—De acuerdo, pero tarde o temprano tiene que saber el resto. No quiero que se entere de modo accidental.
—Tú no te enteraste de ese modo. Tu madre te lo contó. —«Y mira dónde estamos ahora.» Ese comentario fue tácito, pero resonó con fuerza en su cabeza, cuando él le dedicó una mirada larga y firme.
Si ella no se hubiese sentido obligada a regresar, a viajar a través de las piedras para hallar a su verdadero padre, ninguno de ellos estaría allí en ese momento, sino a salvo en el siglo XX, en Escocia o en Estados Unidos; en cualquier caso, en un lugar donde los niños no morían de diarrea y fiebres repentinas.
En un lugar donde no había peligros inesperados acechando detrás de cada árbol y en el que la guerra no se escondía bajo los arbustos. Un sitio donde la voz de Roger seguiría resonando fuerte y clara.
Pero tal vez —sólo tal vez— no tendría a Jem.
—Lo siento —dijo Brianna, sintiendo que se ahogaba—. Sé que es culpa mía... todo esto. Si no hubiera regresado... —Extendió la mano tímidamente, y tocó la rugosa cicatriz que le rodeaba el cuello. Él atrapó la mano y la apartó.
—Por Dios —dijo en voz baja—. Si yo pudiera haber ido a cualquier parte para encontrar a alguno de mis padres, incluido el infierno, Brianna, lo habría hecho. —Levantó la mirada con unos ojos de un color verde brillante, y le oprimió la mano con fuerza—. Si hay alguien en el mundo que lo comprende, muchacha, ése soy yo.
Ella le devolvió el apretón con ambas manos y con mucha fuerza. El alivio de que él no la culpara relajó la tensión de su cuerpo, pero la pena por las pérdidas que él había sufrido —y las de ella— seguía llenándole la garganta y el pecho, y le dolía respirar.
Jemmy se agitó, de pronto se incorporó y a continuación se desplomó hacia atrás, todavía muy dormido, de modo que un brazo asomó fuera de la cuna, flojo como un fideo. Ella se había quedado paralizada ante ese movimiento tan repentino, aunque luego se relajó y se levantó para tratar de meter el brazo. Pero antes de que pudiera llegar a la cuna, se oyó un golpe en la puerta.
Roger cogió su camisa con una mano y el cuchillo con la otra.
—¿Quién es? —exclamó ella, con el corazón latiéndole con fuerza. La gente no hacía visitas después de que oscureciera, salvo que se tratara de una emergencia.
—Soy yo, señorita Bree —dijo la voz de Lizzie desde el otro lado de la puerta—. ¿Podemos pasar, por favor? —Parecía nerviosa, pero no alarmada. Brianna esperó hasta que Roger estuvo vestido decentemente y luego levantó el pesado cerrojo.
Lo primero que pensó era que Lizzie estaba alterada, sin duda alguna; las mejillas de la pequeña esclava estaban sonrosadas como manzanas, con un color visible incluso en la penumbra del umbral.
Iba acompañada de los dos Beardsley, que hicieron una reverencia y asintieron, murmurando disculpas por presentarse tan tarde.
—No pasa nada —respondió Brianna, mirando a su alrededor en busca de un chal. Su camisa de lino no sólo era fina y estaba raída, sino que también tenía una mancha incriminatoria en la parte delantera—. ¡Pasad!
Roger se acercó a saludar a los inesperados invitados, sin prestar atención al hecho de que no llevaba nada salvo una camisa, y Brianna se escondió enseguida en un rincón oscuro detrás del telar, en busca del mantón que guardaba allí para ponérselo sobre las piernas mientras tejía.
Una vez que estuvo a salvo y cubierta, pateó un leño para avivar el fuego, y se agachó para encender una vela en las ascuas. En la vacilante luz, vio que los Beardsley iban ataviados con una meticulosidad desacostumbrada en ellos, bien peinados, con trenzas, con camisas limpias y chalecos de cuero; no llevaban chaqueta. Lizzie también iba con sus mejores galas; de hecho, llevaba el vestido de lana de color melocotón claro que ellos le habían hecho para su boda.
Ocurría algo, y fue bastante obvio de qué se trataba cuando Lizzie parloteó con entusiasmo en el oído de Roger.
—¿Quieres que te case? —preguntó Roger en tono de asombro. Miró a un gemelo y luego al otro—. Eh... ¿con quién?
—Sí, señor. —Lizzie hizo una respetuosa reverencia—. Somos Jo y yo, señor, si es usted tan amable. Kezzie ha venido de testigo.
Roger se pasó una mano por la cara, desconcertado.
—Bueno... pero... —Miró a Brianna con una expresión de ruego.
—¿Tienes problemas, Lizzie? —preguntó Brianna directamente, al mismo tiempo que encendía una segunda vela y la ponía en un aplique junto a la puerta. Con más luz pudo ver que Lizzie tenía los párpados enrojecidos e hinchados, como si hubiera estado llorando, aunque su actitud era de excitación y resolución, más que de temor.
—Yo no diría que son problemas. Pero... espero un bebé, sí. —Lizzie cruzó las manos sobre su vientre en un gesto de protección—. Nosotros... queremos casarnos, antes de contárselo a nadie.
—Ah. Bueno... —Roger lanzó una mirada de desaprobación a Jo, pero no parecía del todo convencido—. Pero tu padre... ¿Acaso él...?
—Papá quiere que nos case un sacerdote —explicó Lizzie con entusiasmo—. Y lo haremos. Pero ya sabe, señor, pasarán meses, incluso años, hasta que encontremos alguno. —Bajó los ojos, sonrojándose—. A mí... me gustaría estar casada, con todas las de la ley, ¿sabe?, antes de que nazca el bebé.
—Sí —dijo él, sin poder apartar los ojos del vientre de Lizzie—. Lo comprendo. Pero no entiendo por qué tanta prisa. Quiero decir, tu embarazo no se notará más mañana que esta noche. O la semana que viene.
Jo y Kezzie intercambiaron miradas por encima de la cabeza de Lizzie. Entonces Jo puso la mano en la cintura de la muchacha y la atrajo con delicadeza.
—Señor, es sólo que... queremos hacerlo bien. Pero nos gustaría que fuera en privado, ¿sabe? Tan sólo Lizzie y yo, y mi hermano.
—Sólo nosotros —se sumó Kezzie, acercándose. Miró a Roger con firmeza—. Por favor, señor. —Parecía haberse herido la mano de alguna manera; llevaba un pañuelo atado en ella.
Brianna se sintió tan conmovida por los tres muchachos que casi le resultó insoportable; eran tan inocentes, tan jóvenes, esas tres caras lavadas mirando a Roger con expresión de súplica. Se acercó y le tocó el brazo a su marido, y notó su piel cálida a través de la tela de la manga.
—Hazles caso —le pidió en voz baja—. Por favor. No es una boda, exactamente... pero puedes unirlos en compromiso.
—Sí, bueno, pero deberían buscar consejo... el padre de la muchacha... —Sus protestas se interrumpieron en el momento en que apartó la mirada de Brianna y la posó sobre el trío, y ésta se dio cuenta de que Roger estaba tan conmovido por su inocencia como ella. Y pensó que a él también le atraía mucho la idea de celebrar su primera boda, por poco ortodoxa que fuera, y aquello la divertía. Las circunstancias serían románticas y memorables en la calma de la noche, con votos intercambiados a la luz del fuego y de las velas, con el cálido recuerdo de que acababan de hacer el amor en las sombras y con el niño dormido como mudo testigo, a modo de bendición y promesa para el nuevo matrimonio.
Roger suspiró, luego le sonrió con resignación, y se volvió.
—Sí, bueno, de acuerdo. Pero dejad que me ponga los pantalones, no voy a celebrar mi primera boda con el culo al aire.
Roger tenía una cuchara de mermelada sobre su tostada, y estaba mirándome.
—¿Ellos, qué? —preguntó, con voz entrecortada.
—¡No es cierto! —Bree se llevó una mano a la boca, con los ojos abiertos como platos, y sólo la apartó para preguntar—: ¿Con los dos?
—Pues sí —asentí, reprimiendo un impulso de echarme a reír de lo más inapropiado—. ¿Realmente la casaste con Jo anoche?
—Que Dios me ayude, sí, lo hice —murmuró Roger. Muy alterado, metió la cuchara en la taza de café, y lo removió en un gesto mecánico—. Pero ¿ella también está casada con Kezzie?
—Ante testigos —le aseguré, con una recelosa mirada al señor Wemyss, que estaba sentado al otro lado de la mesa del desayuno, boquiabierto y, al parecer, convertido en piedra.
—¿Crees que...? —me preguntó Bree—. Quiero decir... ¿con los dos a la vez?
—Eh... ella asegura que no —respondí, lanzándole una mirada al señor Wemyss como señal de que no era una pregunta adecuada para hacer en su presencia, por muy fascinante que fuera.
—Oh, Dios —exclamó el señor Wemyss en una voz sepulcral—. Está condenada.
—Santa María, madre de Dios. —La señora Bug, con unos ojos como platos, se santiguó—. ¡Que Cristo tenga misericordia!
Roger le dio un trago a su café, se atragantó y soltó la taza, mientras se salpicaba la camisa. Brianna le golpeó la espalda para ayudarlo, pero él le hizo gestos de que se apartara con los ojos llorosos, y recuperó la compostura.
—Bueno, tal vez no sea tan terrible como parece —le dijo al señor Wemyss, tratando de encontrar una perspectiva más optimista—. Quiero decir, quizá podría argumentarse que los gemelos son una sola alma y que Dios la puso en dos cuerpos por propósitos que sólo Él conoce.
—Sí, pero... ¡dos cuerpos! —intervino la señora Bug—. ¿Creen que... los dos a la vez?
—No lo sé —dije, abandonando la discusión—. Pero imagino que... —Miré por la ventana, donde la nieve susurraba tras los postigos cerrados.
Había comenzado a nevar con fuerza la noche anterior, una nieve espesa y mojada; esa mañana ya tenía casi treinta centímetros de profundidad, y yo estaba bastante segura de que todos en la mesa estaban imaginando justo lo mismo que yo: una visión de Lizzie y los gemelos, confortablemente acurrucados en una cálida cama de pieles junto a las llamas de una chimenea, disfrutando de su luna de miel.
—Bueno, en realidad, no creo que haya mucho que podamos hacer al respecto —intervino Bree con un tono práctico—. Si decimos algo en público, lo más probable es que los presbiterianos apedreen a Lizzie por puta papista, y...
El señor Wemyss emitió un sonido como el de una vejiga de cerdo que alguien acabara de pisar.
—Por supuesto que nadie dirá una palabra. —Roger le clavó la mirada a la señora Bug—. ¿Verdad?
—Bueno, tendré que contárselo a Arch, ¿sabe?; si no, reventaré —respondió ella con franqueza—. Pero a nadie más. Seré una tumba, lo juro; que el diablo me lleve si miento. —La señora Bug se llevó las manos a la boca a modo de ejemplo, y Roger asintió.
—Supongo que la boda que he celebrado en realidad no es válida como tal —dijo dubitativamente—. Pero entonces...
—Sin duda es tan válida como la unión de manos que celebró Jamie —objeté—. Y, además, creo que es demasiado tarde para obligarla a escoger. Una vez que el pulgar de Kezzie se cure, nadie podrá distinguir...
—Salvo Lizzie, probablemente —intervino Bree. Se lamió una mancha de miel de la comisura del labio, y contempló a Roger, pensativa—. Me pregunto cómo sería si hubiera dos como tú.
—Nos habrías engatusado a los dos —le aseguró—. Señora Bug, ¿queda más café?
—¿A quién han engatusado? —La puerta de la cocina se abrió con un remolino de nieve y aire helado, y entró Jamie con Jem, ambos como nuevos después de una visita al retrete, con los rostros sonrojados y el pelo y las pestañas cubiertos de copos de nieve que se estaban derritiendo.
—A ti, para empezar. Te acaba de engañar una bígama de diecinueve años —lo informé.
—¿Qué es una bígama? —preguntó Jem.
—Una joven muy grande —contestó Roger, cogiendo un pedazo de pan con manteca y metiéndoselo a Jem en la boca—. Toma. Por qué no coges eso y... —Su voz se fue apagando al darse cuenta de que no podía enviar a Jem afuera.
—Lizzie y los gemelos visitaron a Roger anoche, y él la casó con Jo —informé a Jamie. Él parpadeó, y el agua de la nieve derretida de sus pestañas corrió por su cara.
—Maldita sea —exclamó. Tomó aliento profundamente, luego se dio cuenta de que seguía cubierto de nieve y se acercó al hogar para sacudirse. Los copos de nieve cayeron al fuego, chisporroteando y siseando—. Bueno —añadió, volviendo a la mesa y sentándose a mi lado—. Al menos su nieto tendrá un nombre, Joseph. Es Beardsley, en cualquier caso.
Esa ridícula observación pareció, sin embargo, reconfortar un poco al señor Wemyss. Sus mejillas recuperaron algo de color, y permitió a la señora Bug que le sirviera un panecillo recién hecho.
—Sí, supongo que eso cuenta —dijo—. Y en realidad, no veo cómo...
—Ven a mirar —estaba diciendo Jemmy, tirando con impaciencia del brazo de Bree—. ¡Ven a mirar, mamá!
—¿A mirar qué?
—¡He escrito mi nombre! ¡El abuelo me lo ha enseñado!
—Ah, ¿sí? ¡Vaya, muy bien! —Brianna le sonrió, pero luego frunció el ceño—. ¿Cuándo, ahora?
—¡Sí! ¡Ven antes de que la nieve lo cubra!
Ella miró a Jamie con las cejas fruncidas.
—Papá, dime que no lo has hecho.
Jamie cogió una tostada de la bandeja y la untó con manteca.
—Sí, bueno —contestó—. Todavía debe de tener alguna ventaja ser hombre, aunque nadie preste atención a lo que uno diga. ¿Me pasas la mermelada, Roger Mac?