Roger se despertó de repente, sin saber qué lo había agitado de tal forma. La oscuridad era total, pero el aire de la madrugada era tranquilo; el mundo contenía el aliento, antes de que llegara el amanecer con un viento que comenzaba a aparecer. Movió la cabeza en la almohada, y notó que Brianna también estaba despierta; estaba boca arriba, y Roger captó el breve movimiento de sus ojos al parpadear.
Acercó una mano para tocarla y ella cerró la suya en torno a la de él. ¿Le rogaba silencio? Se quedó inmóvil, escuchando, pero no oyó nada. Una brasa estalló en el hogar con un crujido amortiguado y la mano de ella lo apretó con más fuerza. Jemmy se movió en la cama agitando los edredones, dejó escapar un pequeño gemido y luego quedó en silencio. La noche seguía inmutable.
—¿Qué ocurre? —preguntó él en voz baja.
Ella no se volvió para mirarlo; sus ojos estaban clavados en la ventana, un rectángulo gris oscuro, apenas visible.
—Ayer fue 18 de abril —dijo—. Ha comenzado. —Su voz era tranquila, pero había algo en ella que hizo que se acercara más, de manera que quedaron pegados, tocándose desde el hombro hasta el pie.
Al norte de ellos, en alguna parte, había hombres que se reunían en la fría noche primaveral. Ochocientos soldados británicos, gruñendo y maldiciendo mientras se vestían a la luz de la vela. Los que se habían acostado se levantaban al oír los tambores que pasaban junto a las casas, los almacenes y las iglesias donde estaban acuartelados; los que no habían dormido a causa de los dados y la bebida salían tambaleándose, alejándose del calor del fuego de las tabernas y de los cálidos brazos de las mujeres, y buscaban botas perdidas, cogían armas, se reunían en grupos de dos, tres y cuatro, y avanzaban con ruidos metálicos y balbuceos por las calles de barro congelado hacia el punto de reunión.
—Yo crecí en Boston —dijo Brianna en un suave tono coloquial—. Todos los niños de Boston aprendíamos aquel poema en algún momento. Yo lo aprendí en quinto grado.
—«Escuchad, hijos míos, y sabréis / de la cabalgata nocturna de Paul Revere.» —Roger sonrió, imaginándosela con el uniforme de la escuela parroquial de Saint Finbar: pichi azul, blusa blanca y calcetines hasta las rodillas. Una vez había visto una fotografía de ella en quinto grado; parecía un tigre pequeño, feroz y desgreñado que algún maníaco había vestido con ropas de muñeca.
—Ése. «El dieciocho de abril del setenta y cinco. / Ya casi no queda ningún hombre vivo / que recuerde aquel famoso día y año.»
—Casi ningún hombre —repitió Roger en voz baja.
Alguien... ¿quién? ¿Un propietario de una casa, que espiaba a los comandantes británicos acuartelados en su hogar? ¿Una camarera, que llevaba jarras de ron caliente a un par de sargentos? Era imposible mantener el secreto, con ochocientos hombres o más en movimiento. Era una cuestión de tiempo. Alguien, desde la ciudad ocupada, había mandado el mensaje de que los británicos tenían la intención de coger las armas y la pólvora almacenadas en Concord y, al mismo tiempo, arrestar a Hancock y a Samuel Adams, el fundador del comité de seguridad y el orador incendiario, los líderes de «esta traicionera rebelión», que se suponía que estaban en Lexington.
¿Ochocientos hombres para capturar a dos? Buenas probabilidades. Y un platero y sus amigos, alarmados por la noticia, habían salido aquella fría noche. Bree continuó:
Les dijo a sus amigos: «Si los británicos salen
por tierra o mar del pueblo esta noche,
colgad un farol en lo alto de la torre del campanario
de la iglesia del Norte, como una señal...
Uno si es por tierra, y dos si es por mar;
y yo estaré en la otra orilla,
listo para cabalgar y hacer correr la alarma
a todas las aldeas y granjas de Middlesex,
para que la gente del campo esté despierta y armada.»
—Ya no se escriben poemas así —afirmó. Pero a pesar de su cinismo, le resultaba imposible no imaginárselo: el aliento blanco de un caballo en la oscuridad y, al otro lado del agua negra, la diminuta estrella de un farol, en lo alto de la ciudad dormida. Y luego otra—. ¿Qué ocurrió entonces?
Entonces él dijo: «¡Buenas noches!», y amortiguando
el ruido de los remos,
remó en silencio hasta la costa de Charleston,
justo cuando la luna ascendía sobre la bahía,
donde, balanceándose en sus amarras, yacía
el Somerset, un buque de guerra británico;
un buque fantasma, con cada mástil y palo
cruzando la luna como barrotes de una prisión,
y un enorme bulto negro, aumentado
por su propio reflejo en la marea.
—Bueno, eso no está tan mal —comentó Roger con buen juicio—. Me gusta lo del Somerset. Una descripción bastante pictórica.
—Cierra la boca —lo increpó ella con una patada, aunque sin mucha fuerza—. Luego habla de su amigo, quien «erra y vigila con oídos atentos...». —Roger resopló, y Brianna le dio otra patada—. «Hasta que en el silencio que lo rodea oye / hombres que se reúnen en las puertas de las barracas, / el sonido de armas y de pisadas, / y el paso medido de los granaderos, / marchando hacia los botes de la orilla.»
Él había ido a visitarla a Boston una primavera. A mediados de abril, los árboles no tendrían más que una sombra de verdor, y sus ramas seguirían, en su mayoría desnudas, frente a un cielo pálido. Las noches continuaban siendo glaciales, pero el frío estaba dotado de cierta vida, de una frescura que se movía a través del aire helado.
—Luego hay una parte aburrida en la que su amigo sube la escalera de la torre de la iglesia, pero la siguiente estrofa me gusta. —Bajó un poco el tono de voz hasta que se convirtió casi en un susurro.
Abajo, en el cementerio, yacían los muertos
en su campamento nocturno en la colina,
envueltos en un silencio tan profundo e inmóvil
que él pudo oír, como el paso de un centinela,
el viento nocturno vigía, que soplaba
arrastrándose de tienda en tienda
y susurrando, al parecer: «¡Todo va bien!»
Tan sólo por un momento, siente el hechizo
del lugar y la hora, y el temor secreto
del solitario campanario y los muertos,
pues de pronto todos sus pensamientos se inclinan
hacia algo sombrío y lejano,
donde el río se ensancha para desembocar en la bahía...
una línea de negrura que se curva y flota
sobre la marea alta como un puente de barcos.
—Luego hay toda una parte en la que el viejo Paul mata el tiempo esperando la señal —afirmó Brianna, abandonando el susurro dramático y reemplazándolo por un tono de voz más normal—. Pero finalmente ésta aparece, y entonces...
Veloces cascos sobre una calle de la aldea,
una silueta a la luz de la luna, un bulto en la oscuridad,
y, más abajo, en los guijarros, al pasar una chispa,
creada por un corcel que vuela intrépido y raudo;
¡eso fue todo! Y, sin embargo, a través de la penumbra y la luz,
era el destino de una nación el que cabalgaba aquella noche,
y la chispa creada por aquel corcel en su huida
encendió la tierra en llamas con su calor.
—En realidad, eso está muy bien. —La mano de Roger se curvó sobre el muslo de ella, encima de la rodilla, por si ella le daba una patada de nuevo, pero no lo hizo—. ¿Recuerdas el resto?
—Entonces él corre a lo largo del río Mystic —continuó Brianna, ignorándolo—, y luego hay tres estrofas, cuando él pasa por los diferentes pueblos:
Dieron las doce en el reloj de la aldea
cuando cruzó el puente hacia el pueblo de Medford.
Oyó el canto del gallo,
y el ladrido del perro del granjero,
y sintió la humedad de la bruma del río,
que se levanta cuando baja el sol.
Dio la una en el reloj de la aldea
cuando entró al galope en Lexington.
Al pasar, vio la veleta dorada
nadando a la luz de la luna,
y las ventanas del templo, vacías y desnudas,
lo contemplaron con una mirada espectral,
como si ya estuvieran horrorizadas
por la sangrienta obra que verían.
—«Dieron las dos en el reloj de la aldea...», y sí, ya sé que el reloj siempre da la hora en el primer verso, ¡cállate! —Roger había suspirado, pero no para interrumpirla, sino porque de pronto se había dado cuenta de que estaba conteniendo el aliento—. «Dieron las dos en el reloj de la aldea» —repitió ella.
Cuando llegó al puente de la ciudad de Concord.
Oyó los balidos del rebaño,
y los gorjeos de las aves en los árboles,
y sintió el aire de la brisa matutina
que soplaba sobre el prado marrón.
Y uno que estaba a salvo y dormido en su cama
sería el primero en caer en el puente,
y yacería muerto ese mismo día,
atravesado por la bala de un mosquete británico...
—«Ya conocéis el resto.» —Se detuvo bruscamente y le apretó la mano con fuerza.
En un instante, la noche había cambiado. La tranquilidad de la madrugada había cesado y una brisa avanzaba entre los árboles. De repente, la noche estaba viva de nuevo, pero ahora estaba muriendo, apresurándose hacia el amanecer.
Si bien los pájaros no gorjeaban del todo, estaban despiertos; algo llamaba, una y otra vez, en el bosque cercano, con un canto agudo y dulce. Y, más allá del intenso olor del fuego, Roger respiró el aire silvestre y limpio de la mañana, y sintió que su corazón, súbitamente, latía con rapidez.
—Cuéntame el resto —susurró.
Se imaginó las sombras de hombres en los árboles, los disimulados golpes en las puertas, las conversaciones entusiasmadas y en voz baja, y, mientras tanto, la luz que procedía del este. El lamido del agua y un crujido de remos, el sonido de las vacas inquietas que mugían para que las ordeñaran y, en la brisa creciente, el olor a hombres, intenso por el sueño y la falta de sustento, picante por la negra pólvora y el olor del acero.
Y, sin pensarlo, se soltó las manos de su esposa, rodó encima de ella, le apartó el camisón de los muslos y la tomó con fuerza y con rapidez, compartiendo de forma indirecta aquel mecánico impulso de engendrar que acompañaba la presencia inminente de la muerte.
Yació sobre ella temblando. La brisa que entraba por la ventana secaba el sudor de su espalda, y el corazón retumbaba en sus oídos. «Por aquél», pensó. Aquel que sería el primero en caer. El pobre infeliz que tal vez ni siquiera habría fornicado con su esposa en la oscuridad y aprovechado la oportunidad de dejarla embarazada, porque no tenía la menor idea de lo que vendría con el amanecer. Ese amanecer.
Brianna estaba inmóvil debajo de él. Roger advirtió cómo su pecho subía y bajaba, y sus poderosas costillas se levantaban incluso con su peso.
—Tú ya conoces el resto —susurró.
—Bree —dijo él en voz muy baja—, vendería mi alma al diablo por estar allí ahora.
—¡Chisss! —le mandó callar ella, pero su mano se levantó y se posó sobre la espalda de él en lo que podría ser una bendición. Permanecieron inmóviles, observando cómo la luz iba aumentando poco a poco, manteniendo el silencio.
El silencio cesó un cuarto de hora más tarde, debido al sonido de unas veloces pisadas y unos golpes en la puerta. Jemmy saltó de entre sus mantas como el cuco de un reloj con los ojos redondos, y Roger se incorporó, alisándose con rapidez la camisa de dormir.
Era uno de los Beardsley, con la cara encogida y pálida bajo la luz grisácea. No prestó atención a Roger, sino que gritó a Brianna:
—¡Lizzie va a tener el bebé, venga rápido! —Luego salió corriendo en dirección a la Casa Grande, donde podía verse la figura de su hermano gesticulando en el porche.
Brianna se echó sus ropas por encima y salió de la cabaña como si la llevara el diablo, dejando que Roger se ocupase de Jemmy. Se reunió con su madre, igualmente desgreñada, pero con un botiquín colgado del hombro, que corría hacia la estrecha senda que pasaba por el almacén y el establo, y conducía a los bosques lejanos donde se encontraba la cabaña de los Beardsley.
—Debería haber bajado la semana pasada —jadeó Claire—. Se lo dije...
—Yo también. Pero comentó... —Brianna se interrumpió. Los gemelos Beardsley las habían dejado atrás mucho antes, corriendo por el bosque como ciervos, ululando y gritando, aunque no sabía decir si era por el entusiasmo provocado por su inminente paternidad o para hacer saber a Lizzie que la ayuda estaba en camino.
Sabía que Claire estaba preocupada por la malaria de Lizzie. Y, sin embargo, la sombra amarilla que con tanta frecuencia rodeaba a su antigua sierva había desaparecido durante el embarazo. Lizzie había renacido.
De todas formas, Brianna sintió cierto temor en el estómago cuando vio la cabaña de los Beardsley. Habían sacado las pieles fuera y las habían apilado alrededor de la diminuta casa formando una barricada, y el olor le provocó una visión momentánea y terrible de la cabaña de los MacNeill, dominada por la muerte.
Pero la puerta estaba abierta y no había moscas. Se obligó a detenerse un instante, para dejar que Claire entrara primero, pero luego se apresuró... y descubrió que habían llegado demasiado tarde.
Lizzie estaba sentada sobre una enramada de pieles manchada de sangre, parpadeando con estupefacción con un pequeño y redondo bebé ensangrentado, que la contemplaba a ella con la misma expresión de asombro.
Jo y Kezzie se abrazaban, demasiado nerviosos y temerosos para hablar. Brianna vio con el rabillo del ojo que las bocas de los gemelos se abrían y se cerraban de manera sincopada, y quiso reír, pero, en cambio, siguió a su madre a la cabecera de la cama.
—¡Simplemente ha salido! —decía Lizzie, mirando durante un instante a Claire, pero luego volvió su mirada fascinada al bebé, como si esperara que él (sí, era él, según comprobó Brianna) desapareciera con la misma rapidez con la que había llegado—. Anoche la espalda me dolía muchísimo, así que no pude dormir y los muchachos se turnaron para hacerme masajes, pero no servía de nada, y luego, cuando me he levantado esta mañana para ir al retrete, he roto aguas, ¡tal como usted me había dicho que sucedería, señora! —le dijo a Claire—. Entonces les he pedido a Jo y a Kezzie que corrieran a buscarlas, pero no sabía exactamente qué hacer después. Así que me he puesto a batir la masa para hacer tortitas de maíz para el desayuno —hizo un gesto hacia la mesa, donde había un cuenco de harina, una jarra de leche y dos huevos— y, de pronto, he sentido un impulso terrible de... de... —Se ruborizó, adquiriendo un subido color de peonía.
»Bueno, ni siquiera he podido llegar al orinal. Simplemente me he puesto en cuclillas allí, junto a la mesa, y... ¡plof! ¡Allí estaba, en el suelo, justo debajo de mí!
Claire ya había recogido al recién nacido y estaba meciéndolo para que se tranquilizara, mientras comprobaba todo lo que se debe comprobar en los bebés recién nacidos. Lizzie había preparado una manta tejida con lana de oveja y teñida de índigo. Claire echó un vistazo a la prístina manta y luego sacó de su material un pedazo de franela suave y manchada. Envolvió con él al bebé y se lo pasó a Brianna.
—Sostenlo un momento mientras yo me ocupo del cordón, por favor, querida —dijo, sacando unas tijeras e hilo—. Luego podrías limpiarlo un poco... aquí hay un frasco de aceite... mientras yo atiendo a Lizzie. Y vosotros —añadió con una firme mirada a los Beardsley—, salid.
El bebé de repente se movió en el interior de la tela que lo cubría y Brianna tuvo un recuerdo repentino y nítido de unos miembros diminutos y sólidos que empujaban desde su interior: una patada al hígado, la líquida hinchazón y el movimiento cuando la cabeza o las nalgas presionaban, formando una curva dura y lisa bajo sus costillas.
—Hola, hombrecito —dijo en voz baja, acurrucándolo en su hombro. Pensó que tenía un intenso y extraño olor a mar, y resultaba curiosamente fresco comparado con la acritud de las pieles que estaban fuera.
—¡Ohh! —Lizzie soltó un chillido de alarma cuando Claire le masajeó el vientre, y se oyó el sonido de algo jugoso y resbaladizo.
Brianna también lo recordó con nitidez; la placenta, ese resabio del parto que, al pasar sobre los tejidos tan maltratados, era casi un alivio y daba la sensación de un final tranquilo. Ya todo había terminado, y la mente aturdida comenzaba a captar el sentido de supervivencia.
Se oyó un grito ahogado desde el umbral y, cuando levantó la mirada, vio a los Beardsley, el uno junto al otro, con los ojos abiertos como platos.
—¡Fuera! —ordenó en tono firme, agitando una mano en su dirección. Los muchachos desaparecieron de inmediato, dejándola con la tarea de lavar y untar con aceite las agitadas extremidades y el cuerpo arrugado. Era un bebé pequeño pero rechoncho: tenía la cara redonda y los ojos muy redondos para un recién nacido; no había llorado, pero estaba claramente despierto y alerta, y tenía el vientre pequeño y redondo, desde el que asomaba el muñón del cordón umbilical, morado, oscuro y recién cortado.
Su expresión de sorpresa no había cambiado; la miraba con los ojos bien abiertos, serio como un pez, aunque ella podía sentir la gran sonrisa que se dibujaba en su propia cara.
—¡Eres muy guapo! —le dijo. Él chasqueó los labios, pensativo, y frunció el entrecejo—. ¡Tiene hambre! —le gritó a Lizzie por encima del hombro—. ¿Estás lista?
—¿Lista? —preguntó la chica con voz ronca—. Madre de Dios, ¿cómo puedes estar lista para algo así? —Esto hizo que tanto Claire como Brianna comenzaran a reír como posesas.
Aun así, Lizzie extendió los brazos para coger el bulto envuelto en tela azul y lo acercó a su pecho con una expresión de inseguridad. Después de unos momentos de torpes movimientos y gruñidos por parte del bebé, por fin se consiguió establecer un contacto adecuado, haciendo que Lizzie lanzara un breve chillido de sorpresa, y que todas suspiraran con alivio.
En ese momento, Brianna fue consciente de que desde hacía un rato se oía una conversación en el exterior, un murmullo de voces masculinas deliberadamente bajas que especulaban, dominadas por la confusión.
—Supongo que ya puedes dejarlos pasar. Luego pon la plancha en el fuego, por favor. —Claire, mirando con una expresión radiante a madre y a hijo, estaba batiendo la masa abandonada.
Brianna asomó la cabeza por la puerta de la cabaña y encontró a Jo, a Kezzie, a su propio padre, a Roger y a Jemmy, un poco alejados y apiñados. Todos levantaron la mirada cuando ella apareció, con expresiones que iban de un orgullo algo vergonzoso a la pura y simple emoción.
—¡Mamá! ¿El bebé ya está aquí? —Jemmy se acercó corriendo, con ganas de entrar en la cabaña, pero Brianna lo agarró del cuello de la camisa.
—Sí. Puedes pasar a verlo, pero tienes que guardar silencio. El niño acaba de llegar al mundo y no quieres asustarlo, ¿verdad?
—¿El niño? —preguntó uno de los Beardsley entusiasmado—. ¿Es un varón?
—¡Te lo dije! —exclamó su hermano, dándole codazos en las costillas—. ¡Te dije que le había visto una pequeña polla!
—No se dicen palabras como ésa delante de las damas —le informó Jem con severidad, frunciéndole el ceño—. ¡Y mamá ha dicho que guardéis silencio!
—Ah —exclamó el gemelo Beardsley, avergonzado—. Ah, sí, claro.
Avanzando con una exagerada cautela que le provocó ganas de reír a Brianna, los gemelos caminaron de puntillas hasta la cabaña, seguidos de Jem, con la mano de Jamie en el hombro, y de Roger.
—¿Lizzie se encuentra bien? —preguntó él en voz baja, deteniéndose un instante para besarla al pasar.
—Creo que un poco abrumada, pero bien.
De hecho, Lizzie se había sentado en la cama, con su suave cabello dorado peinado y resplandeciente en torno a sus hombros, mirando con una brillante expresión de felicidad a Jo y a Kezzie, quienes se habían arrodillado al lado de la cama sonriendo como simios.
—Que Brígida y Columba te bendigan, joven mujer —dijo Jamie formalmente en gaélico, haciéndole una reverencia—, y que el amor de Cristo siempre te acompañe en la maternidad. Que la leche surja de tus pechos como agua de las rocas y que descanses segura en los brazos de tu... —tosió brevemente, mirando a los Beardsley— marido.
—Si no se puede decir «polla», ¿por qué se puede decir «pechos»? —preguntó Jemmy interesado.
—No se puede, a menos que se trate de una plegaria —le informó su padre—. El abuelo estaba bendiciendo a Lizzie.
—Ah; ¿hay alguna plegaria con la palabra «polla»?
—Estoy seguro —respondió Roger, evitando con cuidado la mirada de Brianna—, pero no las puedes decir en voz alta.¿Por qué no vas a ayudar a la abuela con el desayuno?
La plancha de hierro chisporroteaba debido a la grasa, y el delicioso aroma de la masa recién hecha llenó la estancia en el momento en que Claire comenzó a verter cucharadas sobre el metal caliente.
Jamie y Roger, que ya habían presentado sus respetos a Lizzie, se apartaron para que la pequeña familia tuviera un poco de intimidad, aunque la cabaña era tan pequeña que casi no había espacio para todos.
—Eres tan hermosa —susurró Jo, o tal vez Kezzie, rozándole el cabello con un admirado dedo índice—. Tienes el aspecto de la luna nueva, Lizzie.
—¿Te ha dolido mucho, cariño? —murmuró Kezzie, o posiblemente Jo, acariciándole la mano.
—No demasiado —respondió ella, acariciando la mano de Kezzie; luego levantó la palma para posarla sobre la mejilla de Jo—. Mirad. ¿No es la criatura más hermosa que habéis visto?
El bebé había mamado hasta sentirse saciado y se había quedado dormido. Soltó el pezón con un pop audible, y se volvió en el brazo de su madre como un lirón, con la boca un poco abierta.
Los gemelos lanzaron idénticos sonidos de admiración, y miraron con los ojos bien abiertos a... bueno, ¿de qué otra manera llamarlo?, pensó Brianna... al hijo de ambos.
—¡Qué deditos tan pequeños! —jadeó Kezzie, o Jo, tocando el minúsculo puño rosado con un sucio dedo índice.
—¿Está todo entero? —preguntó Jo, o Kezzie—. ¿Te has fijado?
—Sí —lo tranquilizó Lizzie—. Ten... ¿quieres cogerlo? —Sin esperar a que él asintiera, ella le puso el bulto en los brazos. Fuera cual fuese el gemelo, éste adoptó una expresión de emoción y terror al mismo tiempo, y dirigió una apremiante mirada a su hermano para que lo ayudara.
Brianna, disfrutando de la escena, sintió que Roger se le acercaba.
—¿No son un primor? —susurró, buscando su mano.
—Ah, sí —dijo él con una sonrisa—. Dan ganas de tener otro, ¿no?
Era un comentario inocente. Brianna se dio cuenta de que él no lo había dicho con ninguna intención especial, aunque él mismo captó las resonancias de lo que había pronunciado al mismo tiempo que ella y tosió, soltando su mano.
—Toma... es para Lizzie. —Claire le entregó a Jem un plato de fragantes tortitas, bañadas en mantequilla y miel—. ¿Alguien más tiene hambre?
La estampida general como respuesta a este comentario le permitió a Brianna ocultar sus sentimientos, pero seguían allí, dolorosamente claros, aunque todavía encontrados.
Sí, ella quería otro bebé, pensó contemplando la espalda inconsciente de Roger. En el instante en el que cogió al recién nacido, lo deseó con un anhelo de la carne que superaba al hambre y la sed. Y le habría encantado echarle a él la culpa de que aquello aún no hubiese ocurrido.
Le había hecho falta una gran fe para dejar sus semillas de dauco, aquellas frágiles bolitas de protección. Pero lo había hecho. Y nada. En los últimos tiempos, había pensado con inquietud sobre lo que Ian le había explicado acerca de su esposa y sus esfuerzos por concebir. Era cierto que ella no había sufrido ningún aborto espontáneo, y estaba muy agradecida de que así fuera. Pero la parte que él le había contado respecto a que sus relaciones se habían convertido en más mecánicas y desesperadas, eso sí comenzaba a cernirse como un espectro a lo lejos. Las cosas aún no estaban tan mal, pero cada vez con más frecuencia, ella se volvía hacia Roger pensando: «¿Ahora? ¿Será esta vez?» Pero nunca ocurría.
Los gemelos estaban cada vez más cómodos con su retoño, con sus oscuras cabezas juntas, recorriendo la regordeta silueta de sus rasgos adormilados y preguntándose en voz alta a quién se parecía más, entre otras bobadas.
Lizzie, por su parte, devoraba su segundo plato de tortitas de maíz, acompañadas de salchichas. El aroma era maravilloso, pero Brianna no tenía hambre.
Qué bueno que lo supieran con seguridad, se dijo mientras observaba cómo Roger cogía al bebé y sus facciones oscuras y delgadas se suavizaban. Si todavía quedara alguna duda de que Jemmy era hijo de Roger, se culparía a sí mismo como lo había hecho Ian, como si algo en él no funcionara. Pero en realidad...
¿Acaso le había sucedido algo a ella?, se preguntó con inquietud. ¿El parto de Jemmy le había hecho algún daño?
En ese momento, Jamie sostenía al recién nacido, acunando su cabecita redonda con una mano enorme y sonriéndole con esa mirada de dulce cariño tan poco común en los hombres y, por ello, tan enternecedora. Sintió el fuerte deseo de ver esa misma mirada en la cara de Roger, sosteniendo a su propio bebé recién nacido.
—Señor Fraser. —Lizzie, llena ya de salchichas, apartó el plato vacío y se inclinó hacia delante, mirando a Jamie con una expresión firme—. Mi padre. ¿Él... lo sabe? —No pudo evitar mirar al umbral vacío que se hallaba detrás de él.
Jamie pareció desconcertado durante un instante.
—Ah —exclamó, y le pasó el bebé con cuidado a Roger, aprovechando la pausa para pensar en alguna manera menos dolorosa de expresar la verdad.
—Sí, sabe que el bebé estaba a punto de nacer —comentó con tranquilidad—. Yo mismo se lo dije.
Pero no había ido. Lizzie cerró los labios con fuerza, y una sombra de infelicidad cruzó el brillo de luna nueva de su rostro.
—¿Sería mejor que nosotros... que yo... fuera a decírselo, señor? —preguntó con vacilación uno de los gemelos—. Que el niño ya ha nacido, quiero decir, y... que Lizzie se encuentra bien.
Jamie titubeó, claramente inseguro; no sabía si sería buena idea. El señor Wemyss, pálido y con un aspecto enfermizo, no había mencionado a su hija, a sus yernos o a su teórico nieto desde los hechos que rodearon las múltiples bodas de Lizzie. Pero ahora que su nieto era una realidad...
—Más allá de lo que él crea correcto —afirmó Claire, con una ligera turbación en el rostro—, sin duda querrá saber que se encuentran bien.
—Ah, sí —admitió Jamie. Lanzó una mirada dubitativa a los gemelos—. Sólo que no estoy del todo seguro de si deberían ser Jo o Kezzie quienes se lo dijeran.
Los hermanos intercambiaron una prolongada mirada, con la que parecieron llegar a alguna clase de acuerdo.
—Sí, señor —comentó uno de ellos con firmeza, volviéndose hacia Jamie—. El bebé es nuestro, pero también es su sangre. Eso es un vínculo entre nosotros y él lo sabe.
—No queremos que esté enfadado con Lizzie, señor —añadió su hermano con una voz más suave—. A ella le duele. ¿No le parece que el bebé podría... facilitar las cosas?
El rostro de Jamie no delataba otra cosa que un cuidadoso análisis de la cuestión que tenía entre manos, pero Brianna vio que le dirigía una rápida mirada a Roger antes de volver a observar el bulto que éste tenía entre los brazos, y Brianna disimuló una sonrisa. Era evidente que no había olvidado lo áspera que había sido su primera reacción ante Roger, pero el hecho de que éste reclamara a Jem era lo que había establecido el primer —y frágil— eslabón en la cadena de aceptación que, según le parecía, ahora unía a Roger al corazón de Jamie casi tanto como ella misma.
—Sí, de acuerdo —asintió Jamie, todavía a regañadientes. Ella se dio cuenta de lo mucho que a su padre le molestaba tener que meterse en ese tema, pero aún no había encontrado la manera de librarse de ello—. Id a decírselo. Pero ¡sólo uno de vosotros! Y si él decide venir, que el otro se mantenga bien lejos de su vista, ¿está claro?
—Ah, sí, señor —le aseguraron ambos al unísono. Jo, o Kezzie, miró el bulto con el ceño fruncido y, titubeando, extendió los brazos—. ¿Debería...?
—No, no lo hagas. —Lizzie estaba sentada muy erguida, sosteniéndose con los brazos para que sus partes pudendas no tuvieran que cargar con todo su peso. Sus pequeñas y rubias cejas estaban fruncidas en un gesto de determinación—. Dile que nos encontramos bien. Aunque si quiere ver al niño... tendrá que venir aquí, y será bien recibido. Pero si no quiere poner un pie en mi casa... bueno, entonces no podrá ver a su nieto. Díselo —repitió, recostándose sobre las almohadas—. Ahora dadme a mi hijo. —Extendió los brazos y aferró al bebé dormido, cerrando los ojos ante cualquier posible discusión o reproche.