—¡No es más que una maldita mentira!
—Pues claro, por supuesto que lo es. —Roger observó con recelo a su esposa; mostraba las características habituales de un aparato explosivo con un mecanismo inestable, y tuvo la clara impresión de que era peligroso permanecer cerca de ella.
—¡Esa golfa! ¡Quisiera agarrarla y estrangularla hasta arrancarle la verdad! —Su mano se cerró convulsivamente alrededor del cuello de la botella del sirope, y Roger extendió el brazo para quitárselo antes de que lo rompiera.
—Entiendo el impulso —dijo—. Pero... creo que será mejor que no lo hagas.
Brianna lo fulminó con la mirada, pero le entregó la botella.
—¿No hay nada que tú puedas hacer? —preguntó con furia.
Él se había estado haciendo la misma pregunta desde que había oído la noticia de la acusación de Malva.
—No lo sé —respondió—. Pero, como mínimo, había pensado en ir a hablar con los Christie. Y si puedo estar un momento a solas con Malva, lo haré. —Pero, al pensar en su último encuentro con Malva Christie, tuvo la inquietante sensación de que no sería tan fácil disuadirla de su relato.
Brianna se sentó, mirando con el entrecejo fruncido su plato de tortitas de trigo sarraceno, y comenzó a untarlas con manteca. Su furia comenzaba a ceder ante el pensamiento racional. Roger podía ver cómo las ideas atravesaban sus ojos.
—Si consigues que admita que no es cierto —dijo lentamente—, estaría bien. Pero si no... lo mejor que podemos hacer es averiguar quién ha estado con ella. Si algún tipo admite en público que él podría ser el padre... eso, como mínimo, arrojaría bastantes dudas sobre su historia.
—Es cierto. —Roger vertió pequeñas cantidades de jarabe sobre sus propias tortitas; incluso entre tanta incertidumbre y nerviosismo, disfrutó con el olor denso y oscuro y la anticipación de una dulzura poco común—. Aunque algunas personas estarían convencidas de la culpabilidad de Jamie. Toma.
—Yo la vi besando a Obadiah Henderson —dijo Bree, aceptando la botella—. En el bosque a finales del otoño pasado. —Se estremeció—. Si fue él, con razón no quiere decirlo.
Roger la observó con curiosidad. Conocía a Obadiah, un tipo corpulento y tosco, pero para nada desagradable de aspecto, y tampoco estúpido. Algunas mujeres lo considerarían un partido decente; tenía quince acres de tierra que cultivaba de manera competente, y era buen cazador. Pero él jamás había visto a Brianna siquiera hablar con aquel hombre.
—¿No se te ocurre ningún otro? —preguntó ella sin dejar de fruncir el ceño.
—Bueno... Bobby Higgins —respondió, todavía receloso—. Los gemelos Beardsley le echaban el ojo cada cierto tiempo, pero desde luego... —Tuvo la desagradable sensación de que ese interrogatorio terminaría con que Brianna lo obligara a prometer que iría a hacer preguntas incómodas a todos los posibles padres, un proceso que a él le parecía tanto insensato como peligroso.
—¿Por qué? —exigió saber ella, cortando con furia su pila de tortitas—. ¿Por qué haría algo así? ¡Mamá siempre ha sido muy amable con ella!
—Bueno, hay dos razones posibles —respondió Roger, e hizo una pausa para cerrar los ojos y así saborear mejor la manteca derretida y el suave jarabe de arce sobre el trigo sarraceno caliente y recién hecho—. O bien el verdadero padre es alguien con quien no quiere casarse, por el motivo que sea, o ha decidido tratar de apoderarse del dinero o las propiedades de tu padre, obligándolo a entregarle una suma para ella o para el niño.
—O ambas cosas. Quiero decir: no quiere casarse con quienquiera que sea y, además, desea el dinero de papá, que, por otra parte, no tiene.
—O ambas cosas —admitió él.
Comieron en silencio unos minutos, rebañando los platos de madera con sus tenedores, cada uno absorto en sus propios pensamientos. Jem había pasado la noche en la Casa Grande; después de la boda de Lizzie, Roger había sugerido que Amy McCallum sustituyera a Lizzie como criada y, desde que ella y Aidan se habían mudado, Jem pasaba cada vez más tiempo allí, consolándose por la pérdida de Germain con la compañía de Aidan.
—No es cierto —repitió ella, testaruda—. Papá jamás haría... —Pero él vio una duda débil en el fondo de sus ojos... y un ligero brillo de pánico ante la idea.
—No, no lo haría —dijo con firmeza—. Brianna... no es posible que pienses que hay cierta verdad en ello.
—¡No, claro que no! —Pero lo dijo con demasiada fuerza, demasiado categóricamente. Él dejó el tenedor y la miró de frente.
—¿Qué ocurre? ¿Sabes algo?
—Nada. —Brianna pinchó el último pedazo de tortita en el plato y se lo comió.
Roger dejó escapar un sonido de escepticismo y ella miró con el ceño fruncido el charco pegajoso que había quedado en su plato. Brianna siempre vertía miel o jarabe en exceso; él, más ahorrador, siempre dejaba el plato limpio.
—No —repitió ella. Pero se mordió el labio inferior y metió la yema del dedo en el jarabe—. Es sólo que...
—¿Qué?
—No se trata de papá —dijo despacio. Se llevó la punta del dedo a la boca, y se chupó el jarabe—. Y no sé nada con seguridad respecto a mi otro padre. Es sólo que... pensando en cosas que en su momento no entendí... ahora comprendo... —De repente se detuvo, cerró los ojos, los abrió y los posó en él—. Un día estaba curioseando en su cartera. No para espiarlo, sino tan sólo como diversión; sacaba todas las tarjetas y las cosas y volvía a meterlas. Había una nota entre los billetes. Alguien le sugería que se encontraran para almorzar...
—Parece bastante inocente.
—Empezaba con «Querido»... y no era la letra de mi madre —dijo con aspereza.
—Ah —exclamó él, y después de un momento, añadió—: ¿Cuántos años tenías?
—Once. —Brianna comenzó a dibujar pequeños patrones sobre el plato con la punta del dedo—. Volví a guardar la nota y traté de borrarla de mi mente. No quería pensar en ello, y creo que jamás lo hice, desde aquel día hasta ahora. Hubo otras cosas, que veía y no entendía... más que nada la forma en que todo estaba entre ellos, entre mis padres... Cada cierto tiempo pasaba algo, y yo no sabía qué era, pero siempre sabía que algo iba muy mal.
Perdió el hilo de su discurso, suspiró profundamente y se limpió el dedo en la servilleta.
—Bree —dijo Roger con delicadeza—. Jamie es un hombre honrado, y ama muchísimo a tu madre.
—Bueno, ¿sabes?, de eso se trata —intervino ella en voz baja—. Habría jurado que mi otro padre también lo era. Y lo hice.
No era imposible. La idea no dejaba de acudir a la mente de Roger, incomodándolo como una piedrecita en el zapato. Era cierto que Jamie Fraser era un hombre honrado, estaba muy apegado a su mujer y se había sumido en una profunda desesperación durante la enfermedad de Claire. Roger había temido por él casi tanto como por Claire; los ojos se le habían hundido y sus mandíbulas habían adoptado una expresión lúgubre durante aquellos calientes e interminables días de la hedionda muerte, sin comer, sin dormir, apenas en pie por nada más que por la voluntad.
En aquel entonces, Roger había tratado de hablarle de Dios y de la eternidad, reconciliarlo con lo que parecía inevitable, pero había sido repelido con furia y con los ojos ardientes ante la mera idea de que a Dios pudiera ocurrírsele llevarse a su esposa, seguida de una desesperación completa cuando Claire entró en un letargo muy cercano a la muerte. No era imposible que la oferta de un momentáneo consuelo físico, realizada en el vacío de la desolación, hubiera ido más lejos de lo que ambas partes habían querido.
Pero ya estaban a principios de mayo, y Malva Christie llevaba seis meses de embarazo. Lo que significaba que la unión había tenido lugar en noviembre. La crisis de la enfermedad de Claire había ocurrido a finales de septiembre; Roger recordaba con nitidez el olor de los campos quemados en la habitación donde ella había despertado de lo que parecía una muerte segura, sus ojos enormes y apagados, sorprendentemente hermosa, con la cara como la de un ángel andrógino.
De acuerdo, era del todo imposible. Ningún hombre era perfecto y cualquiera podía ceder en una situación extrema... una vez. Pero no de manera reiterada. Y no James Fraser. Malva Christie era una mentirosa.
Sintiéndose un poco más tranquilo, Roger avanzó por un lado del arroyo hacia la cabaña de los Christie.
«¿No hay nada que tú puedas hacer?», le había preguntado Brianna angustiada. Muy poco, pensó, pero debía intentarlo. Era viernes; el domingo podía —y lo haría— predicar un sermón terrible sobre los males que causan los rumores. Pero con lo que sabía de la naturaleza humana, cualquier beneficio derivado de ello probablemente sería demasiado efímero.
Más allá de eso... bueno, la logia se reuniría el miércoles por la noche. Hasta ese momento, las cosas iban bastante bien, y detestaba tener que estropear la frágil concordia de la logia recién surgida arriesgándose a hablar de cosas desagradables en una reunión... pero si había alguna oportunidad de que aquello sirviera de algo... ¿sería provechoso animar tanto a Jamie como a los dos Christie varones a que asistieran? De esa manera, la cuestión saldría a la luz, y por malo que fuera el asunto, el conocimiento público y abierto siempre era mejor que la purulenta maleza de los escándalos susurrados. En su opinión, Tom Christie cuidaría sus modales y se comportaría de una manera decente a pesar de la delicada situación, pero no estaba tan seguro respecto a Allan. El hijo compartía los rasgos de su padre y su sentido de rectitud moral, pero carecía de la voluntad de hierro y el autocontrol de Tom.
A esas alturas, ya había llegado a la cabaña, que parecía vacía. Sin embargo, oyó el sonido de un hacha, el lento ¡cloc! de la madera partiéndose, y rodeó la casa para dirigirse a la parte trasera.
Era Malva, que se volvió al oír su saludo, con una expresión de recelo en el rostro. Él vio que la muchacha tenía manchas de color lavanda debajo de los ojos y que su piel tenía un intenso color rosado. Esperó que se tratara de una conciencia atribulada mientras la saludaba con cordialidad.
—Si ha venido a intentar que me retracte, no lo haré —le dijo ella con aspereza, ignorando su saludo.
—He venido a preguntarte si querías hablar con alguien —afirmó él. Eso la sorprendió; dejó el hacha y se limpió la cara con el delantal.
—¿Si quiero hablar? —preguntó poco a poco, examinándolo—. ¿De qué?
Él se encogió de hombros y le ofreció una pequeña sonrisa.
—De lo que quieras. —Roger relajó su acento, aproximándose al deje de Edimburgo de Malva—. Dudo que hayas podido hablar con alguien últimamente, salvo tu padre y tu hermano... y tal vez ellos no sean capaces de escucharte justo ahora.
Una mínima sonrisa similar acudió a sus facciones, y luego desapareció.
—No, no me escuchan —declaró—. Pero no importa; no tengo mucho que decir, ¿sabe? Soy una puta; ¿qué más se puede decir?
—Yo no creo que seas una puta; —repuso Roger en voz baja.
—Ah, ¿no? —Se balanceó hacia atrás con las suelas de sus zapatos, estudiándolo con una expresión burlona—. ¿De qué otra manera llamaría usted a una mujer que abre las piernas para un hombre casado? Adúltera, sin duda... pero también puta, o eso me dicen.
A Roger le pareció que Malva intentaba escandalizarlo con una procacidad deliberada. Y daba resultado, aunque él se cuidó de ocultarlo.
—Equivocada, tal vez. Jesús no le habló con dureza a la mujer que sí era prostituta; yo no tengo que hacerlo con alguien que no lo es.
—Si ha venido a citarme la Biblia, ahórrese el aliento y úselo para enfriar sus gachas —replicó ella mirándolo con una mueca de desagrado—. Ya he tenido más que suficiente de eso.
Eso, reflexionó él, era probablemente cierto. Tom Christie era de esa clase de personas que se sabían un versículo —o diez— para cada ocasión, y si no infligía a su hija un castigo físico, seguro que sí lo hacía de forma verbal.
Inseguro de qué decir a continuación, extendió una mano.
—Si me das el hacha, yo hago el resto.
Enarcando una ceja, ella puso el hacha en sus manos y retrocedió un paso. Él cogió un pedazo de madera y la partió en dos; luego se agachó para recoger otro. Ella lo observó durante un instante y se sentó, poco a poco, en un tocón más pequeño.
Todavía hacía frío en la montaña, a pesar de que era primavera, y a ello se sumaban los últimos alientos invernales de las altas nieves, pero el trabajo hizo que entrara en calor. Roger no olvidó en ningún momento que ella estaba allí, pero mantuvo los ojos en la madera, en la veta brillante de la leña recién cortada y en el tirón que le daba ésta al liberar el hacha, y se dio cuenta de que sus pensamientos regresaban a la conversación que había tenido con Bree.
De modo que Frank Randall había sido —tal vez— infiel a su esposa en algunas ocasiones. A fuerza de ser justo, Roger no estaba seguro de que se le pudiera culpar después de conocer las circunstancias del caso. Claire había desaparecido por completo sin dejar rastro, dejando a Frank buscándola desesperadamente, lamentando su pérdida hasta que, por último, pudo recomponer los pedazos de su vida y seguir adelante. Momento en el que la esposa desaparecida reaparece, consternada, maltrecha... y embarazada de otro hombre.
Ante lo cual, Frank Randall, ya fuera por un sentido de honor, de amor, o sólo de ¿qué?, ¿curiosidad?, la acepta. Recordó el momento en que Claire les había explicado la historia, y estaba claro que ella, por su parte, no quería ser aceptada. Y debía de ser evidente también para Frank Randall.
Entonces no era de extrañar que el escándalo y el rechazo lo hubieran desviado del camino recto en algunas ocasiones, y tampoco que el eco de los conflictos ocultos entre sus padres hubiesen alcanzado a Brianna como alteraciones sísmicas que atraviesan kilómetros de tierra y piedras, en sacudidas de una corriente de magma a kilómetros de profundidad bajo la corteza terrestre.
Y como se dio cuenta entonces con una sensación de revelación, tampoco era de extrañar que a ella le hubiera molestado tanto su amistad con Amy McCallum.
De pronto, se percató de que Malva Christie estaba llorando. En silencio, sin cubrirse la cara. Las lágrimas corrían por sus mejillas y sus hombros temblaban, pero se mordía el labio inferior con fuerza y no emitía sonido alguno.
Roger dejó el hacha y se acercó a ella. Le pasó un brazo por los hombros, con delicadeza, y acunó su cabeza tocada con una cofia, palmeándola.
—Vamos —le dijo en voz baja—. No te preocupes, ¿de acuerdo? Todo saldrá bien.
Ella meneó la cabeza y las lágrimas le surcaron el rostro.
—No es posible —susurró—. No es posible.
Además de la compasión que sentía por ella, Roger cobró conciencia de una sensación de esperanza cada vez mayor. Cualquier reticencia que él pudiera tener a la hora de aprovecharse de la desesperación de Malva era muy inferior a su determinación de llegar al fondo de toda la cuestión. Principalmente por Jamie y su familia... pero también por la de él.
Pero no debía presionarla demasiado, no debía apresurarse. Ella tenía que confiar en él.
De modo que la palmeó, le frotó la espalda como lo hacía con Jem cuando se despertaba con pesadillas, pronunció palabras de alivio, todas sin sentido, y sintió que ella comenzaba a ceder. Cedía, pero de una manera extrañamente física, como si su carne estuviera, en cierta forma, abriéndose, floreciendo poco a poco por su roce.
Extraña y, al mismo tiempo, de algún modo familiar. Ya lo había sentido algunas veces con Bree, cuando se había vuelto a ella en la oscuridad, cuando ella no había tenido tiempo de pensar, sino que había respondido sólo con su cuerpo. El recuerdo físico lo sacudió, y retrocedió un poco. Tenía la intención de decirle algo a Malva, pero el sonido de una pisada lo interrumpió; levantó la mirada y se encontró con Allan Christie, que caminaba hacia él con rapidez desde el bosque, con la cara como un trueno.
—¡Apártese de ella!
Roger se irguió de pronto, con el corazón latiéndole con fuerza, y entonces se dio cuenta del equívoco al que podía inducir la situación.
—¡¿Qué pretende, acercándose como una rata detrás de un trozo de queso?! —gritó Allan—. ¿Cree que, como ella ya está mancillada, cualquier bastardo hijo de puta puede aprovecharse?
—He venido a ofrecerle consejo —dijo Roger con la mayor tranquilidad que pudo reunir—. Y consuelo, si es posible.
—Ah. Sí. —Allan Christie tenía la cara enrojecida y mechones de pelo de punta como el pelaje de un puerco a punto de cargar—. Consolarme con manzanas y calmarme con uvas pasas, ¿es eso? ¡Puede meterse su consuelo en el culo, MacKenzie, y su maldita polla también!
Allan tenía las manos cerradas a los costados, y estaba temblando de ira.
—No es usted mejor que su suegro... o, tal vez... —Se dirigió de pronto a Malva, que había dejado de llorar, pero seguía sentada, pálida y congelada sobre su tocón—. Tal vez fuera él también. ¿Es eso, pequeña zorra? ¿Te acostaste con los dos? ¡Respóndeme! —Su mano se estiró para abofetearla, y Roger la cogió en un acto reflejo.
Estaba tan enfadado que casi no podía hablar. Christie era fuerte, pero Roger era más alto; le habría roto la muñeca al joven si hubiese querido. Lo que consiguió fue hundir los dedos con fuerza en el espacio entre los huesos, y le complació ver cómo los ojos de Christie casi se le salían de las órbitas, húmedos por el dolor.
—No le hables así a tu hermana —le ordenó en voz baja, pero muy clara—. Ni a mí. —Cambió la presión de repente y le torció la muñeca a Christie con fuerza hacia atrás—. ¿Me oyes?
La cara de Allan se puso blanca y expulsó el aliento con un siseo. No respondió, pero consiguió asentir. Roger soltó al joven, casi arrancándole la muñeca con una repentina sensación de repulsión.
—No quiero oír que has maltratado a tu hermana de ninguna manera —dijo, con tanta calma como pudo—. Si yo me entero... te arrepentirás. Buenos días, señor Christie. Señorita Christie... —añadió, haciéndole una breve reverencia a Malva.
Ella no respondió, sólo lo contempló con unos ojos grises parecidos a unas nubes de tormenta, enormes por la conmoción. El recuerdo de esos ojos acompañó a Roger mientras se alejaba del claro y se zambullía en la oscuridad del bosque, preguntándose si había mejorado las cosas o las había empeorado.
La siguiente reunión de la Logia del Cerro de Fraser tuvo lugar el miércoles. Como era habitual, Brianna se fue a la Casa Grande, llevándose consigo a Jemmy y su cesta de labores, y le sorprendió encontrar a Bobby Higgins sentado a la mesa, terminando de cenar.
—¡Señorita Brianna! —Él hizo un intento por levantarse al verla, con una expresión radiante, pero ella le indicó con un gesto que volviera a su asiento, y se deslizó en el banco de enfrente.
—¡Bobby! ¡Qué alegría volver a verte! Pensábamos... bueno, que ya no volverías.
Él asintió con expresión triste.
—Sí, tal vez sea así, al menos durante un tiempo. Pero a su señoría le llegaron algunas cosas de Inglaterra y me encargó que las trajera. —Rebañó el fondo del cuenco con un pedazo de pan para limpiar los últimos restos de la salsa de pollo de la señora Bug—. Y además... bueno, tenía muchas ganas de venir. Para ver a la señorita Christie, ¿sabe?
—Ah. —Brianna levantó la mirada y se encontró con la señora Bug, que puso los ojos en blanco, desesperada, y sacudió la cabeza—. Sí, Malva. Eh... ¿Está mi madre arriba, señora Bug?
—No, a nighean. Tuvo que ir a casa del señor MacNeill; está aquejado de pleuresía. —Apenas haciendo una pausa para recobrar el aliento, se quitó el delantal y lo colgó de su gancho, buscando la capa con la otra mano—. Debo irme, a leannan; Arch querrá cenar. Si necesita algo, Amy anda por aquí. —Y, con la menor de las despedidas, se marchó, dejando a Bobby contemplándola, desconcertado por aquel extraño comportamiento.
—¿Ocurre algo? —preguntó el chico, volviéndose hacia Brianna con el ceño ligeramente fruncido.
—Bueno... —Con algunos pensamientos poco amables hacia la señora Bug, Brianna se preparó para lo peor y se lo contó todo a Bobby. A medida que hablaba, el rostro dulce y joven del muchacho iba tornándose blanco y rígido a la luz del fuego.
No se animó a mencionar la acusación de Malva; sólo le dijo que la chica estaba embarazada. Él ya se enteraría de la parte de Jamie, pero desde luego, no por boca de ella.
—Ya veo, señorita. Sí... Ya veo. —Permaneció sentado un momento, contemplando el pedazo de pan que tenía en la mano. Luego lo dejó caer en el cuenco, se incorporó de pronto y salió corriendo. Brianna oyó cómo vomitaba en las zarzamoras al otro lado de la puerta trasera. No regresó.
Fue una larga velada. Era evidente que su madre pasaría la noche con el señor MacNeill y su pleuresía. Amy McCallum bajó un rato, y ambas conversaron incómodas mientras tejían, pero luego la criada huyó hacia la planta superior. Aidan y Jemmy, autorizados a quedarse levantados hasta tarde y jugar, se cansaron y se durmieron sobre el banco.
Brianna se retorció los dedos, abandonó sus labores y caminó de un lado a otro, esperando a que acabara la reunión de la logia. Quería su propia cama, su propia casa; la cocina de sus padres, por lo general tan acogedora, parecía extraña e incómoda, y ella se sentía como una forastera.
Por fin, después de mucho tiempo, oyó unos pasos y el crujido de la puerta. Roger entró con aspecto irritado.
—Ya estás aquí —dijo ella aliviada—. ¿Cómo ha ido la logia? ¿Han acudido los Christie?
Roger negó con la cabeza.
—No. Ha ido... bien, supongo. Ha sido un poco incómodo, por supuesto, pero tu padre la ha dirigido lo mejor posible, dadas las circunstancias.
Brianna hizo una mueca, imaginándoselo.
—¿Dónde está?
—Dijo que quería ir a caminar un rato; tal vez practicar pesca nocturna. —Roger la rodeó con los brazos y la acercó hacia él, suspirando—. ¿Has oído el estrépito?
—¡No! ¿Qué ha ocurrido?
—Bueno, acabábamos de charlar un poco sobre la naturaleza universal del amor fraternal, cuando se ha armado una trifulca cerca de tu horno. Todos se han acercado a ver de qué se trataba, y allí estaban tu primo Ian y el pequeño Bobby Higgins, rodando por el suelo y tratando de matarse.
—Madre mía. —Ella sintió una punzada de culpa.
Probablemente alguien se lo había contado todo a Bobby y él había ido en busca de Jamie, se había encontrado a Ian y le había echado en cara las acusaciones de Malva sobre Jamie. Si se lo hubiera dicho ella misma...
—¿Qué ha pasado?
—Bueno, el maldito perro de Ian ha metido mano en el asunto, para empezar... o, mejor dicho, pata. Tu padre ha evitado por poco que le arrancara la garganta a Bobby, pero eso ha puesto fin a la pelea. Entonces los hemos separado, Ian se ha soltado y se ha perdido en el bosque, con el perro a su lado. Bobby... bueno, lo he limpiado un poco y luego le he dicho que podía pasar la noche en el catre de Jemmy —declaró en tono de disculpa—. Ha insistido en que no podía quedarse aquí...
Miró la cocina en penumbra; ella ya había apagado el fuego y llevado a los niños a la cama; la sala estaba vacía, apenas iluminada por el débil resplandor del hogar.
—Lo lamento. Entonces, ¿dormirás aquí?
Ella negó enfáticamente con la cabeza.
—Con Bobby o sin él, quiero ir a casa.
—Sí, de acuerdo. Ve tú, entonces; yo iré a buscar a Amy para que coloque una barra en la puerta.
—No, está bien —se apresuró a añadir Brianna—. Iré a buscarla yo. —Y antes de que él pudiera protestar, ella comenzó a andar por el pasillo y subió la escalera, con la casa vacía, extraña y muda.