Cuando se arrancan las malas hierbas se obtiene una gran satisfacción. Por agotadora e interminable que pueda ser esta tarea, también va acompañada de una irrefutable sensación de triunfo, cuando sientes que la tierra cede, entrega la tozuda raíz y ves al enemigo derrotado en tu mano.
Había llovido y la tierra estaba blanda. Arranqué con una concentración feroz los dientes de león, los epilobios, los brotes de rododendro, las poáceas, la hierba de Santa María y la malva trepadora. Hice una pausa, mirando un enorme cardo con los ojos entornados, y lo arranqué del suelo con una cruel puñalada de mi cuchillo para desherbar.
Las parras que ascendían por la empalizada acababan de iniciar su florecimiento primaveral, y unos brotes y hojuelas de un delicado color verde teñido de óxido caían en cascada de los fibrosos tallos, y sus ansiosos zarcillos se ondulaban como mi propio cabello ya largo (¡maldita sea, ella me cortó el pelo a propósito para desfigurarme!). La sombra que proyectaban ofrecía refugio a unos inmensos brotes tupidos de esa maleza perniciosa que yo denominaba «hierba diamantina» (puesto que no conocía su nombre real), debido a las flores diminutas y blancas que parpadeaban como diamantes en el frondoso fondo verde. Con toda probabilidad se trataría de una especie de hinojo, pero no llegaba a formar ni un bulbo útil ni semillas comestibles; bonita, pero inútil y, por eso mismo, la clase de planta que se extiende como un incendio sin control.
Oí un pequeño susurro y una pelota de trapo se detuvo junto a mis pies. De inmediato, la siguió el ruido de un cuerpo mucho más grande, y Rollo pasó a mi lado, cogiendo la pelota con desenvoltura y alejándose al trote; el viento que provocó al pasar agitó mis faldas. Alarmada, levanté la vista y vi que avanzaba hacia Ian, que había entrado en el huerto sin hacer ruido.
Hizo un pequeño gesto de disculpa, pero yo me senté en cuclillas y le sonreí, haciendo un esfuerzo por apaciguar los crueles sentimientos que surgían en mi pecho.
Evidentemente no tuve mucho éxito, puesto que vi cómo fruncía un poco el entrecejo y vacilaba, mirándome a la cara.
—¿Querías algo, Ian? —pregunté con aspereza, abandonando mi aspecto de bienvenida—. Si ese sabueso tuyo vuelca una de mis colmenas, lo convertiré en una alfombra.
—¡Rollo! —Ian chasqueó los dedos y el perro saltó con elegancia sobre la hilera de panales y colmenas ubicadas en el otro extremo del huerto, trotó hasta su amo, dejó caer la pelota a sus pies, y permaneció allí jadeando, con sus amarillos ojos lobunos mirándome con aparente interés.
Ian recogió la pelota, se volvió, la lanzó a través de la verja abierta y Rollo la siguió como la cola de un cometa.
—Quería preguntarte algo, tía —dijo, volviéndose hacia mí—. Aunque puede esperar.
—No, está bien; éste es un momento tan bueno como cualquier otro. —Poniéndome de pie con incomodidad, le señalé el banquito que Jamie me había construido en un rincón del huerto, a la sombra de un cornejo en flor—. ¿Y bien? —Me coloqué a su lado, sacudiéndome la tierra de la falda.
—Mmfm. Bueno... —Se miró las manos, entrelazadas sobre su rodilla huesuda—. Yo...
—No has vuelto a estar en contacto con la sífilis, ¿verdad? —le pregunté, con un nítido recuerdo de mi última entrevista con un joven incómodo en ese huerto—. Porque si es así, Ian, te juro que utilizaré la jeringa del doctor Fentiman, y no lo haré con delicadeza. Tú...
—¡No, no! —se apresuró a responder—. No, desde luego que no, tía. Es sobre... sobre Malva Christie. —Se puso algo tenso al decirlo, por si yo me lanzaba sobre el cuchillo de podar, pero me limité a respirar hondo y a soltar el aire con mucha lentitud.
—¿Qué pasa con ella? —pregunté con una voz firme de manera deliberada.
—Bueno... en realidad no es exactamente de ella. Tiene que ver más con lo que ella dice... del tío Jamie. —Se detuvo, tragando saliva, y volví a respirar. Como yo misma estaba tan alterada por la situación, no me había parado a pensar en el impacto que tendría en los demás. No obstante, Ian había idolatrado a Jamie desde que era un niño; imaginaba que las sugerencias sobre su debilidad que se habían extendido debían de resultarle muy perturbadoras.
—Ian, no debes preocuparte. —Puse una mano manchada de tierra y lodo en su brazo, para consolarlo—. Las cosas... se arreglarán, de alguna manera. Siempre es así.
Era cierto, lo hacían, y por lo general, con el mayor escándalo y catástrofe posible. Y si por alguna horrible broma cósmica el hijo de Malva nacía con el pelo rojo... cerré los ojos un instante, sintiendo cierto mareo.
—Sí, supongo —dijo Ian, aunque sin convicción alguna—. Es sólo... lo que dicen sobre el tío Jamie. Incluso sus propios hombres de Ardsmuir; ¡esos hombres deberían ser más sensatos! Que él podría haber... bueno, no pienso repetir nada de eso, tía... pero ¡no puedo soportarlo!
Su rostro largo y agradable estaba retorcido de infelicidad y, de pronto, se me ocurrió que él podría tener sus propias dudas sobre aquel tema.
—Ian —proseguí, con la mayor firmeza de la que fui capaz—. Es imposible que el hijo de Malva sea de Jamie. Lo crees, ¿verdad?
Él asintió despacio, pero evitando mirarme a los ojos.
—Sí —intervino en voz baja, y luego tragó saliva—. Pero tía... podría ser mío.
Una abeja se había detenido en mi brazo. La contemplé, viendo las venas de sus alas translúcidas, el polen amarillo que se había adherido a los minúsculos pelos de sus patas y abdomen, y la suave pulsación de su cuerpo al respirar.
—Oh, Ian —dije, con una voz tan baja como la suya—. Ian...
Él estaba tenso como una marioneta, pero cuando hablé, parte de esa tensión salió del brazo que estaba bajo mi mano, y vi que había cerrado los ojos.
—Lo lamento, tía —susurró.
Le palmeé el brazo sin decir nada. La abeja salió volando y deseé poder cambiarme por ella. Sería tan maravilloso preocuparse únicamente de la actividad de recolectar, sin pensar en otra cosa, bajo el sol.
Otra abeja aterrizó en el cuello de la camisa de Ian, y él la ahuyentó con cierta distracción.
—Bueno —dijo, tomando un profundo aliento y volviendo la cabeza para mirarme—. ¿Qué debo hacer, tía?
Sus ojos estaban oscuros a causa de la angustia y la preocupación, y también me pareció ver algo muy semejante al miedo.
—¿Hacer? —pregunté, con un tono de desconcierto—. Por los clavos de Roosevelt, Ian.
No había sido mi intención hacer que sonriera, y no lo hizo, pero sí pareció que se relajaba un poco.
—Sí, la he liado —afirmó con gran tristeza—. Pero lo hecho, hecho está, tía. ¿Cómo puedo arreglarlo?
Me froté la frente, tratando de pensar. Rollo había traído la pelota, pero al ver que Ian no estaba de humor para jugar, la dejó caer junto a sus pies y se recostó en su pierna, jadeando.
—Malva —intervine—. ¿Ella te lo ha dicho? Antes, quiero decir.
—¿Crees que la rechacé y que eso fue lo que hizo que acusara al tío Jamie? —Me dirigió una mirada irónica, acariciando con aire ausente el pelaje de Rollo—. Bueno, no te culparía si lo hicieras, tía, pero no. No me dijo ni una palabra sobre este asunto. Si lo hubiera hecho, me habría casado con ella de inmediato.
Una vez superado el primer obstáculo de la confesión, ya le costaba menos hablar.
—¿No se te ocurrió casarte con ella primero? —pregunté, con un ligero tono de amargura.
—Bueno... no —contestó avergonzado—. No era precisamente una cuestión de... bueno, en realidad no pensé en nada, tía: estaba borracho. La primera vez, en cualquier caso —añadió después.
—¿La primera...? ¿Cuántas...? No, no me lo digas. No quiero conocer los detalles escabrosos. —Hice que callara con un gesto brusco de la mano y me enderecé; se me acababa de ocurrir una idea—. Bobby Higgins. ¿Fue eso lo que...?
Él asintió, bajando las pestañas de manera que no pudiera verle los ojos. Se había sonrojado, algo que era evidente a pesar de su bronceado.
—Sí. Fue por eso... es decir, en realidad, yo no quería casarme con ella al principio, pero de todas formas se lo habría pedido, después de que nosotros... pero lo fui postergando, y... —Se pasó una mano por la cara, indefenso—. Bueno, yo no la quería como esposa, pero aun así no podía dejar de desearla, y sé muy bien lo que parece... pero tengo que decir la verdad, tía, y eso es todo. —Tomó una bocanada de aire y continuó—: Yo... la esperaba. En el bosque, cuando ella iba a recolectar hierbas. Ella no decía nada cuando me veía, sólo sonreía y se levantaba un poco la falda, luego giraba de repente y salía corriendo y... Por Dios, yo la seguía como un perro tras una hembra en celo —dijo con amargura—. Pero un día llegué tarde, y ella no estaba allí, donde solíamos encontrarnos. La oí riendo a lo lejos, y cuando me acerqué a ver...
Se retorció las manos con la fuerza suficiente como para dislocarse un dedo, hizo una mueca y Rollo gimió suavemente.
—Digamos tan sólo que el bebé también podría ser de Bobby Higgins —afirmó, mordiendo las palabras.
De pronto me sentí agotada, tal y como me había sentido cuando me estaba recuperando de mi enfermedad, como si incluso respirar fuera un esfuerzo excesivo. Me recosté en la empalizada y noté contra la nuca el crujido fresco de las hojas de parra, que abanicaban con suavidad mis acaloradas mejillas.
Ian se inclinó hacia delante con la cabeza entre las manos; las sombras verdes moteadas jugaban sobre su persona.
—¿Qué he de hacer? —preguntó por fin, con la voz amortiguada. Parecía tan cansado como yo misma—. No me importaría decir que yo... que el bebé podría ser mío. Pero ¿crees que eso serviría de algo?
—No —respondí en tono lóbrego—. No, para nada. —La opinión de la gente no cambiaría lo más mínimo; todos supondrían sencillamente que Ian mentía para salvar a su tío. Incluso si se casara con la muchacha...
Una idea me vino a la mente, y me enderecé de nuevo.
—Has dicho que no querías casarte con ella, incluso antes de que supieras lo de Bobby. ¿Por qué? —le pregunté con curiosidad.
Ian levantó la cabeza de entre sus manos con un gesto indefenso.
—No sé cómo explicarlo. Ella era... bueno, ella era bastante bonita, sí, y también simpática. Pero... no lo sé, tía. Es sólo que siempre tuve la sensación, cuando yacía con ella... de que no me atrevería a quedarme dormido a su lado.
Lo miré.
—Bueno, supongo que eso debe de ser bastante desalentador.
Pero él ya había dejado atrás ese tema y estaba frunciendo el ceño, al mismo tiempo que hundía el talón del mocasín en el suelo.
—No hay manera de saber cuál de dos hombres es el padre de una criatura, ¿verdad? —preguntó con brusquedad—. Sólo que... si es mío, lo quiero. Me casaría con ella por el niño, sin que importara nada más. Si es mío...
Bree me había explicado su historia a grandes rasgos; yo sabía lo de su esposa mohawk, Emily, y la muerte de su hija, y sentí la pequeña presencia de mi propia primera hija, Faith, que había nacido muerta, pero que siempre estaba conmigo.
—Oh, Ian —dije en voz baja, y le toqué el pelo—. Tal vez sí se podría saber, por el aspecto del bebé... pero seguramente no, o al menos no de inmediato.
Él asintió y suspiró. Después de un momento, comentó:
—Si yo digo que es mío y me caso con ella... la gente seguiría hablando, pero después de un tiempo... —Su voz fue apagándose.
Era cierto, las habladurías, al final, también cesarían. Pero todavía quedarían algunos que pensarían que Jamie era el responsable, y otros que llamarían a Malva puta, mentirosa, o ambas cosas (lo que me recordó que era cierto, por otra parte, pero no era nada agradable escuchar algo así respecto a la propia esposa). ¿Y cómo sería la vida de Ian, casado en esas circunstancias con una mujer en quien no confiaba y que no le gustaba en especial?
—Bueno —intervine, poniéndome de pie y estirándome—. No hagas nada drástico por ahora. Déjame hablar con Jamie; no te molesta que se lo diga, ¿verdad?
—Me gustaría que lo hicieras, tía. No creo que yo pudiera enfrentarme a él. —Siguió sentado en el banco, con sus huesudos hombros encorvados. Rollo estaba tumbado a sus pies, y su gran cabeza de lobo descansaba sobre los mocasines de Ian. Conmovida, rodeé a Ian con los brazos y él apoyó su cabeza en mí, simplemente, como un niño.
—No es el fin del mundo —dije.
El sol rozaba el borde de la montaña y el cielo ardía de rojo y dorado, con una luz que caía en deslumbrantes franjas a través de la empalizada.
—No —dijo, pero no había convicción alguna en su voz.