Había pasado una semana desde la muerte de Malva y no había ningún indicio de quién la había matado. Susurros, miradas de reojo y una palpable nebulosa de sospecha flotaban sobre el Cerro, pero a pesar de los esfuerzos de Jamie, no pudo hallarse a nadie que supiera —o quisiera explicar— algo de provecho.
Yo veía cómo la tensión y la frustración iban acumulándose en Jamie, día tras día, y sabía que había que encontrar la manera de aliviarlas. Pero no tenía ni idea de qué haría él al respecto.
El miércoles, después del desayuno, Jamie se quedó en pie, mirando por la ventana de su despacho con el ceño fruncido; luego golpeó la mesa con el puño de una manera tan repentina que hizo que diera un salto.
—He llegado al límite de lo que puedo soportar —me informó—. Un momento más así y me volveré loco. Debo hacer algo, y lo haré. —Sin aguardar respuesta a esa afirmación, se acercó en dos zancadas a la puerta del despacho, la abrió con fuerza y gritó «¡Joseph!» en el pasillo.
El señor Wemyss apareció, procedente de la cocina, donde había estado deshollinando la chimenea bajo la dirección de la señora Bug, con expresión de alarma, pálido, manchado de hollín y bastante desaliñado en términos generales.
Jamie no prestó atención a las huellas negras que el señor Wemyss dejaba en el suelo del despacho (había quemado la alfombra) y clavó una mirada de autoridad en él.
—¿Quiere a esa mujer? —lo increpó.
—¿Mujer? —El señor Wemyss estaba desconcertado—. ¿Qué...? Ah. ¿Se refiere usted... podría estar refiriéndose a Fräulein Berrisch?
—¿A quién si no? ¿La quiere? —repitió Jamie.
Era evidente que había transcurrido mucho tiempo desde la última vez que alguien le había preguntado al señor Wemyss qué quería, y le llevó cierto tiempo recuperarse de la impresión.
La brutal presión a la que Jamie lo sometió a continuación lo obligó a dejar atrás sus reprobatorios murmullos sobre el hecho de que los amigos de Fräulein Berrisch eran, sin duda, quienes mejor podían juzgar su felicidad con respecto a su propia inadecuación, pobreza y falta de valía en general como marido, y a admitir imprudentemente, y después de un buen rato que, bueno, si Fräulein Berrisch no se oponía de manera terminante a la perspectiva, entonces, quizá... bueno... en una palabra...
—Sí, señor —dijo, aterrorizado por su propia audacia—. Sí. ¡Mucho! —soltó.
—Bien —asintió Jamie, complacido—. Entonces iremos a buscarla.
Wemyss se quedó boquiabierto, y yo también. Jamie se volvió hacia mí, dando órdenes con la seguridad y la joie de vivre de un capitán de barco con una gran presa a la vista.
—Ve y tráeme al joven Ian, por favor, Sassenach. Y dile a la señora Bug que reúna suficiente comida para cuatro hombres para un viaje de una semana. Y luego busca a Roger Mac; necesitaremos un sacerdote.
Se frotó las manos de satisfacción; luego palmeó a Wemyss en el hombro, haciendo que una nubecilla de hollín se desprendiera de su ropa.
—Prepárese, Joseph —dijo—. Y péinese. Vamos a robar una novia para usted.
—«... Y le puso una pistola en el pecho, en el pecho» —cantó Ian—. «Cáseme, cáseme, ministro, o si no seré su sacerdote, su sacerdote, su sacerdote... ¡O si no seré su sacerdote!»
—Desde luego —dijo Roger, interrumpiendo la canción, en la que un joven audaz llamado Willie cabalgaba con sus amigos para secuestrar y desposar por la fuerza a una joven que terminaba siendo más audaz que él—, esperemos que usted sea un poco más hábil que Willie la noche en cuestión, ¿eh, Joseph?
El señor Wemyss, bañado, vestido y bastante animado por la emoción, le dirigió una mirada de incomprensión. Roger sonrió, ajustando la correa de su alforja.
—El joven Willie obliga a un ministro a casarlo con la joven a punta de pistola —le explicó a Wemyss—, pero luego, cuando se lleva a la novia robada a la cama, ella no quiere saber nada de él... y a pesar de todos sus esfuerzos, no consigue dominarla.
—«De modo que devuélveme a mi hogar, tan virgen como vine, Willie, como vine... ¡tan virgen como vine!» —prosiguió Ian.
—Ahora bien —le advirtió Roger a Jamie, que estaba cargando sus propias alforjas en el lomo de Gideon—. Si la Fräulein no está dispuesta...
—¿Qué? ¿Acaso crees que ella no estará dispuesta a casarse con Joseph? —Jamie palmeó a Wemyss en la espalda, luego se inclinó para ayudarlo a subir y alzó al hombrecillo a su montura—. No imagino que ninguna mujer con sentido común pudiera despreciar semejante oportunidad, ¿tú sí, a charaid?
Echó un rápido vistazo al claro para asegurarse de que todo estaba bien, luego subió corriendo los peldaños y me dio un rápido beso de despedida, antes de regresar corriendo a montar a Gideon, que por una vez parecía amigable y no hizo ningún esfuerzo por morderlo.
—Cuídate, mo nighean donn —dijo Jamie, sonriendo y mirándome a los ojos. Y luego se marcharon, saliendo del claro al galope como jinetes de las Highlands, y los lacerantes chillidos de Ian resonaron entre los árboles.
Por extraño que pueda parecer, la partida de los hombres tranquilizó un poco las cosas. Las habladurías, desde luego, prosiguieron alegremente, pero sin Jamie o Ian presentes para actuar como pararrayos, tan sólo crepitaban aquí y allá como el fuego de San Telmo; chisporroteaban y hacían que a todos se les pusieran los pelos de punta, pero eran un fenómeno inofensivo, a menos que se tocaran de forma directa.
La casa se parecía menos a una fortaleza asediada y más al ojo de una tormenta.
Además, como el señor Wemyss estaba fuera, Lizzie vino de visita con su bebé, el pequeño Rodney Joseph. Roger se había opuesto con firmeza a las entusiastas sugerencias de los jóvenes padres de ponerle el nombre de Tilgath-Pileser o Ichabod. La pequeña Rogerina no había salido tan perjudicada, puesto que la conocían como Rory, pero Roger se negó en redondo a permitir que bautizaran a un niño con un nombre cuyo diminutivo fuera Icky.
Rodney parecía un niño muy simpático, en parte debido a que siempre tenía los ojos muy abiertos, en un gesto de sorpresa que hacía que pareciera morirse de curiosidad por lo que fuera que uno quería decirle. El asombro de Lizzie con su nacimiento había dado paso a un embelesamiento que habría eclipsado por completo a Jo y a Kezzie, de no ser por el hecho de que ellos dos también lo compartían.
Cualquiera de ellos, a menos que los obligaran a callarse, podía pasarse media hora debatiendo sobre las evacuaciones intestinales de Rodney con una intensidad reservada hasta entonces a los cepos nuevos y a las cosas peculiares que encontraban en el estómago de los animales que habían matado. Los cerdos, al parecer, comían de todo; Rodney también.
Pocos días después de la partida de los hombres, Brianna vino de visita con Jemmy desde su cabaña, y Lizzie, por su parte, trajo a Rodney. Las dos se sumaron a Amy McCallum y a mí en la cocina, donde pasamos una velada agradable, tejiendo a la luz del fuego, admirando a Rodney, vigilando sin mucha atención a Jemmy y a Aidan, y, después de un período de cautas exploraciones, dedicándonos de lleno a un resumen detallado de la población masculina del Cerro, tratando de individualizar a los posibles sospechosos.
Yo, desde luego, tenía un interés más personal y doloroso en la cuestión, pero las tres jóvenes estaban sin duda del lado de la justicia, es decir, del lado que se negaba siquiera a considerar la idea de que Jamie o yo hubiésemos tenido algo que ver con el asesinato de Malva Christie.
Por mi parte, esas especulaciones francas me resultaban bastante reconfortantes. Naturalmente, yo había hecho en privado mis propias conjeturas, a las que volvía una y otra vez, lo que resultaba una actividad agotadora. No sólo era desagradable visualizar a cada hombre que conocía en el papel de asesino, sino que además el proceso me obligaba a volver a imaginar el asesinato mismo una y otra vez, y a revivir el momento en el que había encontrado a la muchacha.
—En realidad, no me gustaría pensar que podría haber sido Bobby —dijo Bree, frunciendo el ceño mientras empujaba un huevo de zurcir en el talón de un calcetín—. Parece un muchacho muy agradable.
Lizzie bajó la barbilla y frunció los labios.
—Ah, sí, es un muchacho muy dulce —aseguró—. Pero también bastante temperamental.
Todas la miramos.
—Bueno —añadió en un tono tranquilo—, yo no se lo permití, pero él insistió bastante. Y cuando le dije que no, empezó a dar patadas a un árbol.
—Mi marido hacía eso a veces si yo lo rechazaba —comentó Amy pensativa—. Pero estoy segura de que no me habría cortado el cuello.
—Bueno, pero Malva no rechazó a quienquiera que fuese —señaló Bree, entornando los ojos para enhebrar la aguja—. Ése es el problema. Él la mató porque ella estaba embarazada y temía que se lo contara a todos.
—¡Bueno! —dijo Lizzie en tono triunfal—. Entonces no pudo ser Bobby, ¿no? Porque cuando mi padre lo recha... —Una breve sombra cruzó por su cara al mencionar a su padre, que aún no había vuelto a dirigirle la palabra, ni había reconocido el nacimiento del pequeño Rodney—. ¿Acaso no pensó en sustituirme por Malva Christie? Ian me dijo que ésa había sido su intención. Y si estaba embarazada de él... bueno, pues su padre se habría visto obligado a aceptarlo, ¿no?
Amy, a quien la argumentación le parecía convincente, asintió, pero Bree tenía objeciones que hacer.
—Sí... pero ella insistía en que el bebé no era de él. Y Bobby vomitó en las zarzas de moras cuando se enteró de que estaba embarazada. —Apretó los labios durante un instante—. No estaba nada contento. Así que podría haberla matado por celos, ¿no os parece?
Lizzie y Amy murmuraron, dubitativas, al escuchar aquello (ambas le tenían cariño), pero se vieron obligadas a admitir la posibilidad.
—Lo que me pregunto —afirmé titubeando— es qué ocurre con los hombres mayores. Los casados. Todos conocen a los jóvenes que estaban interesados en ella... Pero yo he visto cómo más de un hombre casado la miraba al pasar.
—Propongo a Hiram Crombie —dijo Bree de inmediato, clavando la aguja en el talón de su calcetín. Todas nos reímos, pero ella negó con la cabeza—. No, lo digo en serio. Siempre son los más religiosos y rígidos los que tienen cajones secretos llenos de ropa interior femenina, y los que se dedican a propasarse con los monaguillos.
A Amy se le cayó la mandíbula.
—¿Cajones llenos de ropa interior femenina? —preguntó—. ¿Qué...? ¿Enaguas y corsés? ¿Y qué hacen con eso?
Brianna se sonrojó, puesto que se había olvidado de sus contertulias. Tosió, pero no había escapatoria posible.
—Eh... bueno. En realidad, pensaba en ropa interior femenina francesa —dijo en voz baja—. Eh... de encaje, cosas así.
—Ah, francesa —asintió Lizzie con expresión de sabiduría.
Todas conocían la reputación de las damas francesas, aunque yo dudaba que alguna mujer del Cerro de Fraser, excepto yo, hubiese visto alguna en su vida. Pero con el objeto de cubrir el lapsus de Bree, les hablé de la Nestlé, la amante del rey de Francia, quien se había hecho perforar los pezones y se presentaba en la corte con los pechos a la vista y aros dorados en ellos.
—Si las cosas siguen así unos meses más —dijo Lizzie oscuramente, mirando a Rodney, que chupaba con ferocidad de su pecho con los diminutos puños cerrados por el esfuerzo—, yo podré hacer lo mismo. Les diré a Jo y a Kezzie que me consigan algunos aros cuando vendan sus pieles, ¿qué os parece?
En medio de las carcajadas, el sonido de un golpe en la puerta pasó inadvertido, o lo habría hecho, de no ser por Jemmy y Aidan, que habían estado jugando en el despacho de Jamie y bajaron corriendo a la cocina para decírnoslo.
—Yo abro. —Bree dejó su zurcido, pero yo ya estaba de pie.
—No, iré yo. —Le indiqué con un gesto que volviera a sentarse, cogí un candelabro y avancé por el oscuro pasillo, mientras mi corazón latía a gran velocidad. Las visitas que venían después del anochecer casi siempre lo hacían por algún tipo de emergencia.
Como ésta, aunque no de la clase que yo hubiera esperado. Durante un momento ni siquiera reconocí a la mujer alta que estaba en el umbral, con el rostro macilento y blanco como el papel. Entonces ella susurró:
—¿Frau Fraser? ¿Puedo... puedo entrrar? —Y cayó en mis brazos.
El ruido hizo que todas las jóvenes corrieran a ayudarme, y colocamos a Monika Berrisch —la supuesta prometida del señor Wemyss— sobre un banco, la cubrimos con edredones y le servimos whisky caliente.
Ella se recuperó con rapidez; en realidad no le ocurría nada grave, salvo el cansancio y el hambre. Nos dijo que no había comido nada en tres días. Unos cuantos minutos después ya estaba sentada, tomando una sopa y explicando su asombrosa presencia.
—Fue la herrmana de mi difunto marrido —dijo, cerrando los ojos ante la dicha momentánea provocada por el aroma de la sopa de guisantes con jamón—. No me querría, y cuando su marrido tuvo un aksidente grrave y perrdió su carreta, ya no hubo dinerro para todos, y no quiso que yo vivierra con ellos.
Según nos contó, echaba de menos a Joseph, pero no había tenido la fuerza ni los medios para desobedecer la voluntad de su familia e insistir en regresar a su lado.
—¿Eh? —Lizzie la estaba examinando de cerca, pero no con hostilidad—. Entonces ¿qué ha ocurrido?
Fräulein Berrisch la miró con sus ojos grandes y delicados.
—Ya no he podido soporrtarlo más —dijo simplemente—. Deseaba estar con Joseph. La herrmana de mi difunto marrido querría que yo me marrcharra, entonses me dio un poco de dinerro. Y he venido —concluyó, encogiéndose de hombros y tomando, con ganas, otra cucharadita de sopa.
—¿Usted ha venido... andando? —preguntó Brianna—. ¿Desde Halifax?
Fräulein Berrisch asintió, lamiendo la cuchara, y sacó un pie de debajo de los edredones. Tenía la suela del zapato del todo gastada; lo había envuelto con pedacitos de cuero y tiras de tela que había arrancado de su enagua, de modo que sus pies parecían bultos de trapos sucios.
—Elizabeth —dijo mirando a Lizzie con seriedad—. Esperro que no te moleste que haya venido. Tu padrre... ¿Está aquí? Espero que a él tampoco le moleste.
—Mmm. No —afirmé, intercambiando una mirada con Lizzie—. No está aquí... pero estoy segura de que estará encantado de verla.
—¡Oh! —Su demacrado rostro, que había adoptado una expresión de alarma al enterarse de que Wemyss no estaba allí, se iluminó cuando le explicamos adónde había ido—. Oh —jadeó, apretando la cuchara contra su pecho, como si fuera la cabeza del señor Wemyss—. ¡Ah, mein Kavalier! —Resplandeciente de alegría, miró a nuestro alrededor... y, por primera vez, notó la presencia de Rodney, que dormitaba en su cesta a los pies de Lizzie—. Perro ¿quién es éste? —exclamó, y se inclinó para mirarlo.
Rodney, que no estaba del todo dormido, abrió sus ojos redondos y oscuros, y la contempló con un interés solemne y somnoliento.
—Éste es mi hijo. Se llama Rodney Joseph... por mi padre, ¿sabe? —Lizzie lo sacó de la canastilla con sus rodillas regordetas alzadas hasta la barbilla, y lo puso suavemente en brazos de Monika.
Ella lo arrulló en alemán, con la cara iluminada.
—Cariño de abuela —murmuró Bree entre dientes, y sentí que la risa surgía de debajo de mi corsé. No había reído desde antes de la muerte de Malva, y el hecho de hacerlo fue como un bálsamo para mi espíritu.
Lizzie estaba explicándole a Monika la separación resultante de su poco ortodoxo matrimonio, a lo que Monika asentía, chasqueando la lengua como si comprendiera y se compadeciera de ella (me pregunté cuánto habría entendido) y, al mismo tiempo, hablaba con Rodney como se les habla a los bebés.
—No creo que Wemyss siga alejado durante mucho tiempo —murmuré, hablando yo también entre dientes—. ¿Alejar a su nueva esposa de su nuevo nieto? ¡Ja!
—Sí, ¿qué hay de malo en tener dos yernos? —preguntó Bree.
Amy contemplaba la tierna escena con una leve expresión de nostalgia. Extendió la mano y rodeó con un brazo los delgados hombros de Aidan.
—Bueno, dicen que cuantos más, mejor —comentó.