Charlene O’Connor tomaba Four Roses, como la Joplin, straight up, nada de on the rocks.
—¿Quieres?
—Prefiero la cerveza.
—La cerveza engorda y no te aplaca el taladro, pero qué vas a saber tú de esas cosas.
Algo sabía, pero poco. Yo era joven y ella ya no. Estuve cuatro días con Charlene O’Connor. Fue en el verano del año que cayó el Muro. Le dije muy poco en ese viaje. Ella tampoco dijo mucho.
—Me gusta lo mal que hablas inglés —me miró con su vaso en la mano—. Trata de no perder el acento. Eso le va a gustar a las chicas.
Charlene vivía en Biloxi, en un hotel que alguna vez tuvo cuatro estrellas y donde ahora vivía gente que no tenía casa pero necesitaba techo. En el lobby, los ancianos negros con pelo blanco miraban un televisor que tenía malo el sonido. Biloxi estaba cerca del Golfo, pero el aire no tenía olor a sal sino a petróleo y a tintorería.
El cuarto de Charlene era pequeño. Yo me instalé en el suelo, arriba de un colchón inflado con caballitos de mar y pulpos sonrientes. Charlene dormía con un babydoll verde-agua transparente.
—Te pareces a tu padre. Tu padre era guapo, pero no muy inteligente. Me hubiera gustado conocerlo más.
Mi padre estudió en Huntsville, Alabama, donde cayó becado como futbolista. Esto fue durante la administración Ford. Mi padre era de una familia religiosa y estudiaba comercio. Charlene O’Connor ya estaba de vuelta en su pueblo. Ya no hacía performances ni era una groupie del East Village de Nueva York. Ya no lucía un peinado tipo Siouxsie. Ahora trabajaba en un Seven Eleven. Charlene le daba sexo y cariño gratis al futbolista chileno. Charlene estaba en detox. Curándose. Sanándose. La heroína no se abandona así como así. Los que se salvan son los rockeros que dan entrevistas luego de firmar contratos grandes. Charlene lo único grande que tenía era la pena.
El estado de Alabama le quitó mi custodia cuando nací. Ya no consumía caballo. Se puso a inhalar crack cuando sintió las primeras contracciones. Cuando sintió que yo quería salir, pensó en su madre. Pensó que no quería ser madre. Pensó que yo podría salir como ella.
Nací en prisión, quizás por eso tengo tantos discos de Johnny Cash. En un principio me iban a entregar a una familia filipina inmigrante. Mi padre habló con el alcaide. Él insistió en que era mi padre. Nos parecemos. Mucho. El test de ADN confirmó lo que él ya sabía. Mi padre llamó a su madre por teléfono, cobro revertido, y le dijo que una reclusa había parido a un hijo suyo. Nueve días después, estábamos en Concepción, donde siempre llovía.
El día que cumplí 18 años viajé a conocerla. Yo quise estar más días con Charlene, pero ella me dijo que me regresara.
—No soy tu madre. Solo te tuve.
Luego me ofreció un blowjob. Lo pensé. Ella estaba con su babydoll y yo en calzoncillos.
—¿Te lo han chupado antes?
—Sí —le dije.
—¿Te dan ganas?
—Sí.
—Entonces es mejor que te vayas o que te bajes esos Fruit of the Looms de una vez.
Tomé un Greyhound de vuelta a Miami. Allí cambié el pasaje. Me cobraron una multa.
Charlene O’Connor murió unos años después. La encontraron en otro cuarto de hotel, pero en Memphis.
Uno puede encontrar mucha información en la red cuando te baja esa sensación de pena y añoranza que algunos llaman the blues, pero que se parece más al color de la neblina que se empantana sobre el puerto de Talcahuano en noches como esta.
(2007)