Pablo siente que todo esto es un paréntesis. Los paréntesis son como boomerangs, cree. Incluso se parecen. Entran a tu vida de improviso y seccionan tu pasado de tu presente con un golpe seco y certero. El shock te deja mal, en una especie de terreno baldío que no es de nadie, tampoco tuyo. Quedas a la deriva, atento y aterrado, inmóvil. En vez de actuar, esperas. Esperas que el boomerang se devuelva y cierre lo que le costó tan poco abrir. En el fondo, vives esperando una señal que te sirva de excusa.
Pablo siente que este tiempo muerto se está alargando más de lo conveniente. Se está acostumbrando. Eso es lo que más le asusta, lo que lo aterra a veces y lo despierta en la noche. Mira el cielo y siente que es tan grande que se tiene que agachar. Acá todo es exagerado, inmenso, y el sol lo quema y lo seca incluso cuando está a la sombra. Esta es una tierra para gente que no se asusta, piensa, que no le teme a geografías y pasiones que exceden la escala humana. Pablo siente que no debería estar aquí, pero tampoco se le ocurre otro lugar mejor. Si uno va a vivir entre paréntesis, por lo menos que haya espacio, piensa.
Lo primero que hizo Pablo cuando se acercó a la ribera sur del Gran Cañón fue vomitar. Pablo no tiene claro si fue la altura, la atmósfera demasiado limpia, la emoción o el espectáculo de esa vista que se abre y se pierde. Cuando piensa en el Gran Cañón, Pablo piensa en vértigo.
Cuando piensa en su matrimonio, también.
Pablo se sube al auto que arrendó y enciende el motor. De la radio sale música tex-mex de una estación que está al otro lado de la frontera. Tocan algo de Selena. Sin auto, en USA no eres nadie, piensa. Por suerte no está mal de plata. Eso es lo peor que te puede pasar: perderlo todo y además no tener un peso. Claro que Pablo no lo ha perdido todo. Sólo la parte que más le duele. La parte por la que apostó.
El viento sopla horizontal y avanza lento como la legión extranjera. Pablo se detiene en la berma del camino. El pavimento se pierde en un espejismo que ya no lo engaña. El viento no acarrea ruido; a lo más, arena. Tucson está cerca. Pablo piensa detenerse un par de días ahí. Quiere alojarse en el legendario Congress. Pablo siente que los hoteles son lugares especiales. Está cómodo en ellos. Se pierde ahí, se funde, se vuelve anónimo, se mira desnudo en los espejos y piensa en quién se habrá mirado antes. ¿Qué habrán hecho en ese cuarto alquilado? Pablo odia los moteles chilenos porque los asocia con sexo rápido, con tener que rendir, con infidelidad y reviente. Pablo reconoce que Estados Unidos ha colonizado su inconsciente. Recorriendo el Oeste, la ruta 66, siente que ha estado en lugares que le parecen familiares. Anduvo en Greyhound y quedó decepcionado. Demasiados perdidos. Sólo en Estados Unidos uno se puede perder tanto.
Quizás por eso acá es otro, se siente otro.
¿Acaso ser un perdedor es tan malo? Es más cómodo, le parece más natural. Todos hablan de crecer, del crecimiento, del futuro, de desarrollarse, expandirse.
Pablo quiere poner pausa.
Pablo prefiere manejar.
Manejando está obligado a mirar y se siente parte; absorbe la libertad y los límites. Nota cuando la bencina se acaba, cuando el cuerpo deja de rendir, cuando el cuentamillas avanza y no se devuelve.
Pablo no ha tenido contacto humano real en mucho tiempo. Incluso las bombas de bencina son self-service, por lo que calcula que no ha pronunciado más de quinientas palabras en tres semanas. Pablo ama los mapas. Nada le provoca más satisfacción que parar en un rest area y sacar un mapa de la guantera y comenzar a estudiarlo, inventando rutas, sumando millas, apostando por sitios desconocidos. Pablo estudió cartografía en una universidad privada que nadie conoce ni respeta. Aún no se titula pero sí hizo la práctica. Pablo no entiende por qué trabaja en otra cosa. Tampoco por qué trabaja con su padre.
Pablo detesta los casetes y se limita a escuchar radios locales.
Se niega a encender el aire acondicionado y viaja con las ventanas abiertas.
En las bombas de bencina compra Gatorade. Por lo general come burritos congelados que calienta en microondas. También mastica charqui. Ha estado manejando en círculos, entrando y saliendo de un estado a otro, dejándose llevar por los nombres de los pueblos: Bisbee, Tombstone, Mora, Yuma, Kayenta. Por eso ha decidido regresar a Tucson. Túzon, como dicen que se pronuncia. Too-sawn. En Tucson, Pablo arrendó el auto que ahora conduce por la 1-10, rumbo al sur. El auto tenía cero kilómetros y olor a plástico. Ahora está pasado a transpiración. A empanada, piensa, lo que es bueno porque le recuerda a su país natal. Pablo no se ha bañado en días y su propio hedor lo embriaga y lo mantiene despierto, alerta, vivo. Sus axilas sudan, sus calzoncillos siempre están húmedos. Pablo lleva diez días con la misma polera gris con cuello en V que compró en una tienda de ropa usada en el barrio universitario. Eso fue lo que vio de Tucson: The University of Arizona y demasiados jóvenes que, a pesar de no tener tanta diferencia de edad con él, lo hicieron sentirse terminalmente viejo. Pablo se alejó de Tucson rápido, descartándola antes de conocerla de verdad. No le dio oportunidad. De alguna manera, eso fue lo que hizo con Elsa. Y con él.
—¿Dónde estás?
—En un restorán. En Gallup.
—¿Pero en qué país?
—En USA. Nuevo Méjico, hueón.
—Nos tincaba que te habías ido para allá, hueón. Acá están todos apestados contigo, Pablo. La cagaste. Eres muy imbécil, te digo.
—Si me vas a insultar, te cuelgo.
—¿Qué has hecho?
—Recorrer.
—¿Te has agarrado alguna mina?
—No.
—¿Andas solo?
—Sí.
—¿No te da lata?
Pablo habla con Toño, su hermano menor, que todavía vive con sus padres. Pablo es el del medio, lo que no facilita las cosas. Tres hombres y no arman ni uno, piensa.
—¿Y el papá?
—Él siempre te defiende, típico. Te sigue depositando tu sueldo. Rodolfo está furia. Te quiere echar. Dice que por tu culpa se estropeó un envío de chirimoyas.
—Iban a Philadelphia. Junto con las paltas Hass.
—No sé, hueón. No pesco.
—Eso lo tengo claro. ¿Tú crees que me fascina estar todo el día rodeado de frutas, por la chucha? ¿Crees que es muy agradable tener que ir todos los días a La Vega?
—Te pagan más de lo que mereces, Pablo. Sacas la vuelta todo el día.
—Lo que más odio es el olor a fruta podrida. El olor de la calle Salas.
—No cacho.
—Vos te abanicái con todo.
—Mira quién habla. Todos aquí dicen que estás loco. Rodolfo dice que te va a pegar. Que eres un pendejo.
En las paredes del restorán cuelgan fotos en blanco y negro de vaqueros y forajidos. Pablo nota que en su mesa ya está su chili con carne.
—Estuve en la Biósfera II. Está cerca de un pueblo llamado Oráculo. Parece un mall de fibra de vidrio transparente.
—¿Ah? ¿Qué es?
—Un experimento, Toño. Un millonario construyó algo como el arca de Noé. Está lleno de plantas y animales y el oxígeno entra por un tubo. Incluso posee un mar. Con olas.
—Parece que una vez vi algo en el Discovery.
—Dos tipos vivieron dos años dentro de esa burbuja, alimentándose con las frutas. Ya no hay nadie encerrado allá adentro.
—Mejor.
—Oye, Toño, ¿tú crees que uno podría vivir ahí, encerrado en una burbuja?
—Yo no, pero tú sí, Pablo. Siempre has vivido encerrado. Estás loco. Deberías volver. La estás cagando. Elsa te recibiría de vuelta.
—¿Elsa?
—Tu esposa. Tu mujer. ¿Te acuerdas?
—Sé quién es.
—Elsa estuvo con la mamá. Creo que le contó hartas cosas.
—¿Está enojada?
—Dijo que si te fuiste de la casa, le da lo mismo que te viraras del país. Dice que te falta mucho.
—Eso es cierto.
—Se siente estafada.
—Yo también.
—Piensa vender el departamento.
—Que deposite lo que me corresponde en mi cuenta. Así puedo seguir viajando.
—Huyendo.
—Viajando.
—Eres el condoro de la familia.
—En todas las familias hay uno.
Pablo piensa que a veces piensa demasiado. Y a menudo siente que no siente nada, que todo le resbala. Pablo piensa que su vida no es como quiso que fuera. La gente tiende a posponer lo que más le cuesta. Quizás ahí estuvo su error: Pablo nunca planeó nada y ahora está pagando el costo de haber vivido siempre en el presente. El problema es que su presente es igual a su pasado y, si algo no cede, el futuro no se ve muy promisorio. Pablo se alegra de que nadie pueda saber lo que piensa. La daría vergüenza ajena. No sabría cómo justificarse. No sabría por dónde empezar.
Pablo mira cómo el brillo de las aspas del ventilador se refleja en el espejo. El sol se cuela por las persianas y cae arriba de su cuerpo en franjas simétricas. La ventana da a la estación de trenes y a los cerros que rodean Tucson.
Su cama es un catre de bronce.
La pieza es espaciosa, con alfombras nativas en el suelo y sillas de madera. El escritorio de caoba tiene una biblia empastada en cuero rojo en uno de sus cajones. El teléfono es negro y tiene dial, como los de antes. También hay una cómoda, una tina como en la famosa canción y una vieja radio. No hay tele; sólo su imaginación, sus recuerdos y sus carencias.
Pablo intenta dormir pero no tiene sueño. No puede leer nada que no sea revistas o diarios. Un ejemplar del Tucson Weekly acumula polvo sobre el parquet.
Mira los avisos de sexo: masajes, minas, un par de chicos, sexo telefónico.
Mira por la ventana y no pasa ningún auto, no camina nadie. ¿No hay gente? Su capacidad de concentración es nula. Pablo se acuerda de una frase que una vez leyó en una pared que daba a la Plaza Ñuñoa: toda la infelicidad del hombre radica en una sola cosa: que es incapaz de quedarse quieto en su pieza. Algo así. Pablo piensa que su cruz es que no puede salir.
Pablo trata de no respirar y contempla su cuerpo. A veces siente que la persona que habita ese cuerpo no tiene nada que ver con él. Ya no es el de antes. Su cuerpo ha cambiado. Se fija cómo su cuello y sus brazos están bronceados y el resto no. Huele sus axilas. Pablo hunde su estómago y observa sus costillas. Juega con sus pelos; se fija en lo rulientos y gruesos que son. Se baja el prepucio y se echa saliva pero no se le para. Un pene en reposo es un ser en extremo vulnerable, piensa. Años atrás se afeitó las bolas, pero con Elsa no se atreve a experimentar. Esta pieza es una gran pieza, piensa. Podría quedarme quieto en esta pieza. Si uno es capaz de conquistar la soledad, es capaz de conquistarlo todo. De eso uno huye, eso es lo que teme. Pablo siente que ya no le teme tanto. Más horror le produce estar en una pieza con alguien. Con alguien como Elsa que, con sólo dormir, ocupaba todo el espacio. Incluso su conciencia.
En el Hotel Congress vale la pena quedarse. Tiene dos pisos y en el primero no hay habitaciones. Es de ladrillo y está en la vieja parte del downtown. El Congress es oscuro y tiene un aire art-déco. Las paredes están pintadas con motivos indios. El hotel data de comienzos de siglo y sigue más o menos igual porque Tucson no es una ciudad de turistas, sólo de universitarios.
Pablo ha pasado una semana encerrado en el Congress. Se ha cortado el pelo en la peluquería de abajo y se afeitó la barba pero se dejó un bigote y un chivo en la pera. Pablo cree que no tiene edad para ese look pero sabe que es aquí o nunca. El alma del Congress es un gran lobby donde se puede leer y mirar a la gente que llega o se va. El Cup Café es el restorán donde desayuna, almuerza y come. El Club Congress es el mejor club de Tucson. Se repleta todas las noches de estudiantes. No se puede dormir sino hasta las 2 am. Por eso el Congress es barato, piensa Pablo. Sólo aloja gente que no tiene apuro o a la que le gusta el rock. Ambas cosas van juntas, cree.
En el segundo piso existe un pequeño living privado, con una gran tele vieja (sin cable) y sillones gastados. El Congress es mixto y parte de la sociedad internacional de albergues juveniles, por eso tiene un par de piezas compartidas, con camarotes y baño común, en la sala hay una repisa con novelas que la gente deja atrás (casi todas en alemán) y folletería diversa que promociona sitios turísticos cercanos. Pablo a veces se instala a mirar tele. Una noche, después del programa de Conan O’Brian, unos chicos neozelandeses de shorts setenteros con piernas velludas sintonizaron el canal cultural de la universidad. Por esas cosas del destino, esas cosas que cuesta creer, la estación exhibía un programa de la BBC sobre viajes. Una pareja multiétnica recorre el mundo con mochila y cámara High-8. El país de esa noche era Chile. Mostraron Valparaíso, esas casas raras de Ritoque, Punta Arenas. Entrevistaron a hijos de desaparecidos, a gente posmo. Imágenes del Parque Forestal y de gente atracando —atracando, sí; qué palabra— en las calles. El locutor dijo que en Chile la gente se besa al aire libre. Es porque todos viven con sus viejos o en sus casas están sus cónyuges oficiales, piensa.
Pablo se fue a su habitación, pero no pudo dormir.
No quería soñar con Elsa.
Pablo está excitado pero se niega a tocarse. Pablo lleva dos meses sin acostarse con una mujer ni masturbarse. Es un desafío extraño y lo hace sentirse bien aunque a veces cree que va a flaquear o a estallar. Pablo ama esta pieza del Congress. Podría instalarse a vivir aquí. Ya conoce a la gente que deambula por el hotel.
Un viejo vaquero con botas de cocodrilo, una escritora del este de Europa que toma cervezas con un huevo crudo dentro y que escribe a máquina. Pablo puede escuchar el tecleo desde su pieza. Son vecinos. El ruido se cuela por las paredes. La escritora luce una trenza canosa y escucha pausadas canciones de Johnny Cash que lo deprimen.
Los mochileros que alojan en las piezas de los camarotes son casi siempre europeos y no están más de una noche. Los escasos japoneses son pequeños y compran artesanía. Se van a acostar temprano.
Hace dos días que vaga por los pasillos un tipo latino de más o menos su edad. De anteojos redonditos y el pelo casi al rape. Ve el canal en español. Pablo lo sorprendió mirando a don Francisco. Podría apostar que estaba llorando pero no le consta.
Sucedió así: Pablo se dio cuenta que algo andaba mal entre Elsa y él una noche en que ella estaba donde su hermana y él terminó en el cine con un grupo de gente que no conocía muy bien. La película era una comedia nada de cómica, aunque aquellos con quienes estaba se rieron de buena gana. Esto le llamó la atención: eso de no ser capaz de reír le pareció sintomático. Entre la gente con que fue al cine estaba Fabio.Pablo considera a Fabio entre sus escasos amigos.Fabio nunca anda solo y esa vez la elegida era una intensa arquitecta recién recibida que no paró de criticar el uso del espacio del pub donde luego se fueron a instalar. Había otra gente más, pero Pablo los ha borrado de su recuerdo. Como esa pareja que anunció que iba a tener un hijo. Pero estaba Coné porque Coné siempre está donde está Fabio. Pablo odia ese tipo de locales y no entiende cómo vuelve a caer. Después de que llegaron los tragos y una tabla con quesos y uvas, la gente trató de sofocar el silencio con temas varios. Pablo cree que él fue el que comenzó el tema, pero no le consta. Sí sabe que la que esparció la idea sobre la mesa fue la arquitecta. A la larga, dijo, el mundo de uno se define a partir de círculos concéntricos. Los que están más cerca de uno son los íntimos y ahí están los amigos más cercanos e imprescindibles. Son lazos viscerales que no se cuestionan. Después, en el segundo círculo, están los amigos. La arquitecta dijo que los amigos son aquellos con quienes uno engancha, a quienes les cuentas cosas, los que uno sabe que están de tu lado aunque uno los vea tarde, mal y nunca. En el círculo externo, en tanto, están todos los conocidos, que no es lo mismo que gente que uno conoce. Es gente con la que se tiene contacto, se almuerza o se ve en fiestas o en el trabajo. Es gente que te cae simpática.
Fabio preguntó en qué parte se ubicaban los padres, hermanos, hijos y la pareja. La arquitecta dijo que la familia estaba en otro nivel aunque la pareja, pese a no ser sanguínea, necesariamente debía estar en el círculo íntimo. Pablo recuerda que en ese instante Coné abrazó a Fabio y todos se rieron. Fabio lo empujó lejos y luego le golpeó la espalda afectuosamente. Coné empezó a nombrar a la gente que sentía cercana. Fabio era un íntimo y a Elsa la consideró una amiga. A Pablo, Coné lo puso en la categoría de conocido. Esto golpeó a Pablo. Fabio, que por lo general entendía que existían espacios que había que respetar, le preguntó a Pablo por su lista. Pablo lo quedó mirando pasmado y trató de pensar. En su mente comenzó a hacer listas y a tabular. En ese momento percibió que algo terrible acababa de ocurrir. Pablo sintió que había entrado en un terreno peligroso. Pablo se dio cuenta de que, por mucho que lo intentara, todos caían en el círculo de los conocidos. Partiendo por Fabio. Pero eso no era nada. Pablo captó que Elsa también caía en esa categoría y sintió que sus uñas se trizaron. La arquitecta lo instó a nombrar su lista. Pablo enmudeció y se quedó así hasta que todos se levantaron. Pablo no contribuyó a pagar la cuenta.
Afuera, el frío precordillerano de la parte alta de Santiago lo heló. El humo que salía de su boca le bloqueó la vista. Pablo llegó a su auto y el parabrisas estaba totalmente congelado. Encendió el defrost, pero el grueso hielo no cedía. Por un instante, lo único que existía en el mundo era el ruido del ventilador.
Pablo pensó en esa pareja que iba a tener un hijo. Después concluyó que no era casualidad que Elsa estuviera con su hermana y no con él. Pablo sintió que odiaba eso de estar solo en una mesa con gente emparejada. Pablo miró el parabrisas: trozos de hielo se deslizaban hacia el capó. Pablo cree que fue en medio de ese deshielo cuando el boomerang le golpeó la nuca y el paréntesis se abrió.
Pablo volvió a ver al tipo latino dos veces. La primera fue al frente del hotel, por la calle Congress. El tipo latino le tiró una bicicleta mountain a una chica americana que lucía una camisa de franela de hombre. Ella le gritó de vuelta y empujó la bicicleta a la calle. Un auto tuvo que frenar. El tipo latino le gritó fuck you! con un marcado acento y arrastró la bicicleta dentro del lobby. La chica americana se fue contra él. El latino le pegó un combo en el estómago y después le golpeó la cara. La chica comenzó a sangrar por la nariz.
La segunda vez fue en el Club Congress. Era noche de reggae. Pablo tomó bastante Corona y mezcal. Mucho, demasiado. Comenzó a mirar a una chica levemente anoréxica de la universidad que siempre iba al club. Miró a un tipo colorín pecoso con una polera de The Stooges pero este lo miró de vuelta y Pablo se hizo el desentendido. A Pablo no le gusta mucho bailar, pero cuando ella lo sacó, no pudo negarse. Pablo no bailaba en mucho tiempo. Con Elsa dejaron de tocarse meses antes que él se instalara en el hotel Los Españoles, al otro lado del río, en Pedro de Valdivia Norte. La americana estaba borracha y el latino, que bailaba solo a su lado, también.
Cuando el calor se hizo insoportable, Pablo invitó a la chica a tomar aire. Ella le dijo que se llamaba Nicki y que estudiaba Literatura inglesa. Pablo le dijo que él estudió lo mismo, pero sólo duró un año; después se cambió a Cartografía. Nicki le dijo que ella no tenía sentido de la orientación, por lo que Pablo le indicó el norte. Nicki lo besó con lengua y lo rozó con su helada botella de Dos Equis. Nicki olía a humo y a CK. Tenía un aro en el ombligo. Ella intentó sacarle su argolla de matrimonio, pero estaba tan apretada que no pudo. Nicki le dijo que subieran a su pieza. Pablo se puso nervioso. No le gustó que ella fuera tan insistente, no tolera que las mujeres tomen la iniciativa. Pablo le dijo que volvieran a bailar. Ella le dijo que se fuera a la mierda.
Pablo estaba soñando cuando lo despertaron los disparos. Primero uno contra la pared. Después otro quebró un espejo. Los gritos comenzaron de inmediato, por los pasillos. Gente hablando en español, en alemán, en coreano o japonés. Otro disparo pasó por la ventana y los vidrios cayeron sobre un auto. Pablo creyó que alguien estaba en su pieza. Aterrado, se tapó con la almohada. Los disparos siguieron, todos contra la pared que estaba detrás de su cama. Entonces comenzaron los golpes en la puerta. Pablo recién ahí se dio cuenta de que no era en su pieza sino al lado. Open up!, open up! Pablo saltó de la cama, apenas logró colocarse sus bóxers. Abrió la puerta. El pasillo olía a pólvora y estaba lleno de gente en ropa de noche. El mexicano a cargo del hotel subió corriendo y casi lo pisó. Con una llave abrió la puerta de al lado. Pablo vio a la escritora europea tendida en el suelo, rodeada de sangre, con una pistola en la mano y sus sesos deslizándose sobre un afiche que decía John Dillinger: Wanted Dead or Alive. Pablo sintió una mano fría en su hombro. Era el latino.
—Qué quilombo —dijo y abrazó a Pablo, quien sintió muy de cerca los latidos del corazón del desconocido que le rasguñaba la espalda.
Pablo mira por la ventana: ve cómo el tren pasa por entre medio de un interminable lago salado que no tiene agua, sólo sal. La sal crea formas entretenidas. Como monos de nieve. Pablo va a bordo del Sunset Express de Amtrack. El destino final del tren es Miami. Pablo lo tomó hace unas horas. Venía atrasado de Los Angeles. Pablo viaja en salón. El tren no está muy lleno y es increíblemente limpio y acogedor. Pablo cree que ya están abandonando Arizona. Mira el mapa. El tren se detiene en pocas partes. Pablo está dudando si bajarse en San Antonio, Texas, y ver el Álamo, o seguir hasta Nueva Orleans.
Pablo piensa que no fue casualidad que le tocara el suicidio de anoche tan cerca.
Cree que algo se quebró en él, pero no sabe qué. Una vez que el argentino logró recuperarse, Pablo se encerró en su pieza. Supo que debía arrancar de Tucson cuanto antes. No podía seguir ahí. Bajó al lobby, escuchó algunos de los chismes de las mucamas mejicanas y averiguó que el tren al este pasaba cerca del mediodía. El hotel olía a sangre. Pablo no podía respirar. Pablo llamó a Elsa por teléfono.
Contestó un tipo. Colgó.
El tren se detiene en Deming. Pablo se baja un segundo en el andén. No hay ventas. Ni pan de huevo ni frutas ni pasteles. Esto no es México sino Nuevo Méjico, piensa. Dos ancianos se bajan con dificultad. Un tipo con sombrero de vaquero se sube en la clase más económica.
El tren parte. Pablo decide caminar hasta el viewing car, el carro para mirar, que es todo de vidrio. Pablo se instala en un sillón y estira las piernas. El desierto tiene la particularidad de anular todo pensamiento. Pablo, sin querer, se duerme.
—La policía dice que se mató con la última bala que le quedaba.
Pablo despierta y ve al argentino-latino a su lado.
—Adrián Pereyra. Con Yé. ¿Vos?
—Pablo. Con B larga.
—¿Sos de Chile?
—Por lo general.
El tren avanza paralelo a la frontera, casi rozándola. Está la línea férrea, una reja, un acantilado y una miseria de río que a este lado se llama Grande y al otro, Bravo. Jeeps del Border Patrol patrullan las riberas. Al otro lado no hay reja. Hay cerros secos cubiertos de chozas. En uno de los cerros hay una cruz. A lo largo de todo el río hay miles de personas mirando cómo el tren pasa. Están esperando que oscurezca.
El tren está ingresando a El Paso pero El Paso está detrás de unas paredes y lo único que se ve es Ciudad Juárez. Los ancianos del tren se asoman por la ventana y miran aterrorizados el espectáculo del Tercer Mundo acechando a tan pocos metros. El Paso puede ser una de las ciudades más raras del mundo. Es como si Santiago fuera dos países, piensa Pablo. A un lado del Mapocho, Estados Unidos. Al otro, México. La Vega es Ciudad Juárez y Providencia es USA. ¿Acaso Santiago no es una ciudad con varios países dentro?
—Bajémonos.
—¿Qué?
—Bajémonos. ¿Tenés prisa? Podemos cruzar al otro lado. Es sólo un puente. Cruzás en dos minutos.
—El otro tren pasa en dos días más.
—¿Y? Hacemos hora.
Pablo apaga la radio que ya no sintoniza nada. Revisa la hora en el tablero del auto Geo arrendado en el Budget de El Paso. Una de la mañana con doce minutos. No tiene sueño. Adrián está atrás, durmiendo. Ronca. Pablo odia a la gente que ronca. Le da vergüenza ajena. Tanta que no se atreve a decirle que deje de hacerlo. Elsa, por suerte, nunca roncó. A Pablo le cuesta creer que no está en Texas y que haya regresado a Nuevo Méjico. Lo que más lo asombra es percatarse que aún va con Adrián Pereyra a cuestas.
Pablo y Adrián se bajaron del tren en El Paso. Lo hicieron de forma intempestiva y dejaron sus escasas pertenencias en la custodia de la estación. Caminaron cinco cuadras por una calle infecta y llegaron al borde mismo de los Estados Unidos. Estaba anocheciendo y por el río Grande bajaba una brisa sospechosa. Al frente, Ciudad Juárez se atestaba de luces. Cruzaron el puente Paso del Norte luego de pagar veinticinco centavos de dólar. Cuando llegaron al otro lado, Pablo sintió que estaba en otro mundo. Los olores eran otros y algo le daba miedo. Estados Unidos le parecía muy distante.
Adrián caminaba rápido y parecía conocer la ciudad. Le dijo que salieran del circuito para gringos y se perdieran en el barrio malo. A Pablo no le gustaba esto de perder el control y ser dirigido. Tampoco confiaba en Adrián. Le parecía impredecible. Pablo detesta todo lo que llega de improviso.
Terminaron en un bar estrecho que tenía varios salones. En uno, una tipa bailaba totalmente desnuda un tema de Yuri y se introducía una botella de Corona en su vagina mal depilada. En otro, un grupo de hombres jugaba pool. Adrián pidió tequila con limones. Exigió Cuervo Dorado, añejo.
—No ando con mucha guita. ¿Pagás vos?
El cambio era muy favorable.
—¿Y el gusano? —pregunta cuando llega la botella.
—El tequila no viene con gusano. Es el mezcal.
—¿No es lo mismo?
—Mirá, el tequila es un mezcal pero un mezcal no siempre es un tequila. Mezcal es el genérico, ¿entendés?
—No.
—El tequila solo se hace en Tequila. En Jalisco. El mezcal se embotella en cualquier parte.
—Como el pisco y el aguardiente.
—Exacto.
—¿El gusano es por el cactus?
—Ni el tequila ni el mezcal se hacen de cactus sino de agave. Ojalá azul.
—¿Y cómo sabes tanto?
—Tomando se aprende.
En muy poco tiempo estaban borrachos. Seriamente intoxicados. Adrián trató de contarle su vida. Pablo se limitó a escuchar.
—¿Conocés Rosario?
—¿Debería?
Adrián vivió un tiempo en Chile y se quedó pegado en el valle del Elqui. Recorrió Sudamérica. Seis meses de vagabundeo. En Bolivia, en un pueblo llamado Tarija, conoció a Stephanie, una gringa de Massachusetts, que estaba mochileando.
—Nos fuimos a Paraguay juntos. Era una piba, pero no sabés cómo era en la cama. Tenía veinte años pero la mina sabía lo que quería, lo que es raro, ¿no?
—Muy raro.
—Me fui a vivir con ella a Tucson. Pero todo se jodió. Me quedé al pedo. Cero. Sin casa ni orgullo.
—¿Qué hacía en Tucson?
—Estudiaba en la universidad. Antropología.
—¿Y tú?
—Lavaba platos. Yo creo que ahí estaba el problema.
—¿Los lavabas mal?
—A ella le daba vergüenza. Y eso no puede ser. No podés querer a alguien que no admirás.
Adrián, como buen argentino, no tenía problemas ni con su inconsciente ni con sus emociones. Pablo miró la mesa. Una de botella de Cuervo vacía y otra abierta. Se sentía horrible, mareado, mal. Adrián se puso a lagrimear y trató de abrazarlo. Pablo odia que lo toquen y no tolera que un hombre llore.
—Mejor nos vamos.
—Tomemos más. Aún no te cuento lo peor.
—Quizás, pero no me voy a quedar acá. Volvamos a la civilización.
Pablo ayudó a Adrián a levantarse y salieron a la calle de tierra.
—Abrazame más, chileno. Sin miedo.
Pablo no tenía idea dónde estaba y no deseaba preguntar para no revelarse como turista. Adrián se colgó de su cuello. Pablo lo empujó lejos.
—Sabés que la muy hija de puta se quedó con mi campera. Las mujeres siempre te joden. Vos no me vas a joder, ¿cierto?
Por fin llegaron a una calle pavimentada y después de dar vueltas en vano, tropezándose entre ellos mismos, encontraron la avenida que daba al puente.
—Si no se sufre, Pablo, no se aprende.
—Ya he aprendido suficiente.
—No creo, che. No sos feo, ¿lo sabías? Tenés algo. Poco, pero algo.
—¿Qué? No cacho lo que me dices.
—Sí entendés. Da lo mismo. Nada, guapo. Nada. No te asustes.
—No me asusto.
—Nunca estás sin susto.
—¿Qué te pasa?
—¿Qué te pasa a vos, chileno?
En una tienda para turistas Adrián compró otra botella de Cuervo, pero esta vez blanco. Pablo lamentó haberse bajado del tren.
—Deja de tomar.
—Sí, mami.
En una esquina, frente a una taquería que emanaba aceite y chile, Adrián comenzó a mear, mojando con su chorro un afiche del candidato del PRI y todos sus pantalones.
—Mea conmigo.
Pablo decidió abandonarlo y comenzó a marchar rumbo a El Paso. Adrián corrió y casi le pega. Era fuerte.
—Uno no abandona a los amigos cuando están mal.
—Sí, pero tú no eres mi amigo.
—¿De verdad crees eso?
—Sí.
—¿Qué somos entonces?
Pablo tomó otro trago y siguió caminando. Adrián lo miró alejarse y luego lo siguió como un perro: lento y cauteloso pero cerca, detrás de su olor. Cruzaron el puente y cuando llegaron al otro lado tuvieron que entrar a la oficina de inmigración. El guardia dijo que no podía dejarlos ingresar. Que si fueran americanos, sí, pero argentinos borrachos era como mucho. Pablo no supo qué hacer. Salió de la oficina, agarró a Adrián, cruzó el puente, lanzó el resto del tequila al río y volvió a Chihuahua. En un café que no estaba ni a diez metros de la frontera, rodeado de mariachis cantores, sentó a Adrián en una silla, le dio una bofetada, pidió una jarra de café y le dijo:
—A ver, ¿qué te pasó en Tucson? ¿Qué fue lo que te hizo esa mina que te dejó tan mal?
—Te digo si me cuidas.
—No te voy a cuidar.
—Ya me estás cuidando.
Terminaron durmiendo en la misma pieza. En una pieza de un hotel llamado Gardner, que era aún más antiguo que el Congress, pero sin su onda. La estación de tren de El Paso estaba cerrada, por lo que no pudieron sacar sus bolsos. Adrián se desvaneció y Pablo tuvo que meterlo a la fuerza en un taxi. El Gardner resultó estar sólo a diez cuadras de la frontera. Eran las 5 am, hora de Texas, y el hotel también era albergue y estaba copado de europeos. Pablo no quería dormir con Adrián, pero no había alternativa.
Indeciso, Pablo aceptó la pieza. Lanzó a Adrián sobre la cama inmensa. Después de meditarlo decidió no sacarle los zapatos. Pablo se desvistió a medias y se metió a la cama, lo más alejado de Adrián posible. Hacía calor. Adrián comenzó a roncar. Y a tirarse pedos que parecían bombas. Pablo lo odió.
Pablo despertó a media tarde. Adrián seguía durmiendo, roncando, desnudo, tirado en la cama, con el pene duro y sus velludas axilas emanando un sudor intenso que lo perturbó.
Pablo se duchó y vistió. Tapó a Adrián y le dejó una nota. Partió a la estación a retirar los bolsos.
En una licorería compró Anacin y se tomó cinco tabletas con una botella de Gatorade. Debajo del Hotel Gardner había un restorán que daba lástima. Pablo pidió enchiladas grasosas y miró el noticiario de Univisión en la tele. Necesitaba estar solo. No quería ver a Adrián. Subió a la pieza y antes de entrar se imaginó que ya no estaba, que se había ido.
Pablo abrió la puerta y lo vio tendido en el suelo, rodeado de sangre, desnudo, sujetando una polera blanca cuajada de rojo. Adrián se veía pálido y no se movía. Pablo pensó en Tucson, en el Congress, en la escritora. Miró la cama: estaba con vómitos sobre la almohada. Pablo se acercó y comprobó que estaba vivo. Le habló pero Adrián sólo emitía quejidos. De su boca le salía sangre. Pablo tomó el teléfono y marcó el 911.
Pablo llega al mall en el Geo que arrendó. El mall está más allá de la inmensa base militar de Fort Bliss, en las afueras de El Paso. El ataque de Adrián lo hizo cambiar de planes, le anuló su huida a Montana. Adrián sufrió un ataque de cirrosis hepática. Se le reventó una várice del esófago o algo así. El esfuerzo del vómito lo hizo estallar. Perdió mucha sangre. El doctor le dijo que le había salvado la vida. Pudo haberse desangrado. A Pablo no le gusta la idea de andar salvando vidas, pero qué iba a hacer. Tuvieron que hacerle una transfusión.
Le formularon preguntas sobre el tipo de sangre, enfermedades pasadas, alergias. Pablo no pudo responder. Pablo revisó el bolso de Adrián para ver si encontraba algún seguro o papel importante. Entre sus cosas se topó con un revólver. No se atrevió a comprobar si tenía balas. Cuando lo interrogaron sobre el seguro, Pablo cedió a regañadientes su Visa.
Pablo termina su soft-taco y sale del mall al auto. Comienza a manejar rumbo al centro. Adrián lleva cuatro días hospitalizado. Pablo trata de imaginarse a Adrián y Stephanie gritándose en Tucson. Los golpes, los celos, las traiciones, el tipo con que ella se metió, los insultos. La escena le parece muy latina. Pablo siente que a su vida le hace falta ese tipo de emociones encendidas. Pablo piensa en el revólver. Pablo piensa en Adrián durmiendo desnudo a su lado.
—Adrián, ¿te puedo preguntar algo?
—¿Qué querés saber, chileno?
—¿Eso qué hiciste allá en Juárez fue a propósito?
—¿Qué? ¿Tomar así? Tú también tomaste.
—No tengo cirrosis.
—No traté de matarme. No soy tan lúcido. Mi idea es matarme de a poco. Espero lograrlo a los ochenta.
—¿Has tomado mucho? No sé, ¿de pendejo?
—No sólo he tomado.
—¿A qué te refieres?
—Digamos que no soy trigo muy limpio. ¿Vos?
—Intento serlo.
—¿Nunca has hecho algo de lo cual te arrepentiste?
—Todos, ¿no?
—Unos más que otros, Pablo.
—Bueno, mira... Te voy a contar algo...
—Contá.
—Se supone que es un secreto.
—Está bien, guapo.
—Embaracé a una chica. Hace años... Tenía quince. Yo diecisiete. No me atreví a decirle a mis viejos. Fabio me prestó plata. Pero no la acompañé, la dejé sola.
—¿Eso es todo?
—Pude haber hecho más, Adrián. Pude apoyarla. La dejé sola. Claro que yo no sabía mucho, me asusté...
—A todos nos ha pasado más o menos lo mismo.
—¿Sí?
Pablo y Adrián están en la cumbre de un médano que parece de azúcar. Alrededor de ellos no hay más que dunas blancas que refractan con sus granos la luz del sol. Están en White Sands National Memorial. Llevan un par de horas caminando por las dunas. Hace calor pero está seco.
—¿Has estado preso?
—No por lo que pensás.
—¿Has matado a alguien?
—No te voy a robar. Puedes estar tranquilo.
—¿Y el revólver?
—Dejá el revólver tranquilo. Es para protegerme.
—¿De qué?
—De cosas.
—¿Dónde lo conseguiste?
—South Tucson. Con los mejicanos.
Pablo le cree a Adrián. Eso le parece extraño. Hace mucho tiempo que no sentía que alguien le decía exactamente toda la verdad. Adrián lo asusta pero también lo tranquiliza. Le da confianza.
—¿Qué hacía Elsa?
—Hace. No se murió.
—¿Qué hace Elsa? ¿En qué labura?
—Da lo mismo. Detesto que la gente pregunte por las profesiones de las personas. «¿Y tú qué haces?». Qué les importa lo que uno haga. ¿Y si no hace nada? ¿Qué implica eso? ¿Que uno no es nadie?
—Un poco.
—Sabes que no.
—Y... un poco. Tiene que ver.
—Yo exporto frutas. El negocio de mi viejo.
—¿Uvas?
—Chile es más que uvas.
—¿Y Elsa?
—Es ejecutiva en un banco. Ejecutiva de cuentas.
—¿Te manejaba tu cuenta?
—No. Después que comenzamos a andar juntos, me cambié de ejecutiva.
—¿No confiabas en ella? ¿Te afanaba?
—No, no queríamos mezclar las cosas.
—Eso es al pedo, che. Hay que mezclar las cosas. Como cuando uno fifa, ¿viste? Que todo se embrolle.
—¿Podemos cambiar de tema?
—¿No te gusta hablar de sexo?
—No contigo.
—Yo sé mucho de sexo.
—¿Y?
—Te podría ayudar.
—No ando buscando ayuda, Adrián.
—Vos me ayudaste, me hiciste una gran gauchada.
—No fue a propósito. Ocurrió. ¿Qué iba a hacer?
—Sos un gran tipo, Pablo. A pesar de todo.
—Qué significa «a pesar de todo».
—Eso: a pesar de todo.
Pablo pone segunda. El camino serpentea entre pinos. En medio del desierto, surgen estas montañas. Pronto será de noche.
—¿Por qué no tuvieron pibes? ¿Por lo que te pasó?
—Me asustó darme cuenta que iba a transformarme en un padre muy parecido al mío.
—¿Por eso?
—Entre otras cosas.
—¿Y ella?
—Ella fue la que me dijo eso: eres como tu padre, Pablo.
—Che, qué feo.
—Sí.
—Zafaste a tiempo.
—Quizás pude esperar. Ver si se arreglaban las cosas.
—Yo tengo dos pibes.
—¿Estás casado?
—No hay que casarse para tener nenes, Pablo. No aprendiste tu lección.
—¿Y dónde están?
—Uno está en Tucumán. El otro, no sé. En Buenos Aires, creo.
—¿Madres distintas?
—Uno nunca aprende.
—¿Y tu padre, Adrián?
—Lo maté. Por defensa propia, digamos.
—¿Sí?
—Puede ser. Ojalá. ¿Importa? Parecés escritor, cronista. Pará. Preguntás demasiado. No siempre hay que preguntar. ¿Dale?
Pablo mira el letrero que acaba de iluminar con sus luces altas. El pueblo siguiente está a quince millas. Pero el subsiguiente, al que quiere llegar, está bastante más allá. Ochenta millas más, por el desierto. El reloj del tablero ahora marca las 3:26. Adrián sigue durmiendo. Está débil.
Pablo decide jugársela. En una hora y media más podrán llegar a Truth or Consequences. La verdad o las consecuencias. Qué nombre más extraño para un pueblo. La verdad o las consecuencias. El dilema de siempre, a menos de ochenta millas.
Pablo señaliza y toma el desvío. El pueblo está bajo un cerro y la luna refleja el Río Grande que está en sus primeras etapas, lejos de la frontera. Truth or Consequences sólo tiene un semáforo y no hay ningún auto circulando. Pablo llega al final del pueblo, hay un par de bombas de bencina. Se detiene en una y baja. Conversa con un tipo indígena al que le falta un ojo. Pablo se entera de algunas cosas. Anota la dirección que le recomienda.
—Adrián, despierta. Llegamos.
Adrián se incorpora.
—¿Dónde estamos?
—La verdad o las consecuencias.
—La verdad, claro. No hay donde perderse, boludo.
Pablo despierta con el sol en la cara. Está transpirando. Dentro de la barraca de metal el calor es global, paralizante. Pablo salta desde el camarote superior y ve que Adrián continúa durmiendo. Desnudo, para variar.
En el camarote de enfrente un tipo muy flaco y muy rubio apesta a calcetines sucios.
Pablo se pone sus jeans y sale al aire libre.
El frío es montañoso y el viento le corta la cara. El hostal se llama Riverbend y da al río y está sobre unas napas subterráneas de aguas calientes. Pablo huele el tocino y el humo del fuego. El hostal tiene varias barracas de metal y una inmensa teepee, que es una carpa de indios pintada a todo color. Al lado del río, hay una gran terraza techada llena de tinas y tinajas de madera envueltas en vapor.
Pablo baja al río.
El paisaje le recuerda el Cajón del Maipo. Y Siete Tazas.
Siete Tazas le gustaba a Elsa.
Pablo siente que todo esto es demasiado adolescente. A Pablo le molesta no poder integrarse. The Riverbend Hotel es un oasis vaquero, un lugar de culto entre europeos carentes de espacio vital. El hostal tiene caballos y canoas y viejos cowboys a cargo, además de indios navajo y hopi. A un par de millas de distancia, los dueños tienen un sitio en las montañas donde hay una kiva y, a la puesta de sol, todos participaron en una ceremonia india. Esto se lo contó Adrián.
Pablo calcula que hay unos veinticinco europeos, todos rubios.
La mayoría son hombres.
Hay noruegos, alemanes, suecos, daneses y suizos.
También hay un par de chicas holandesas que se ríen por cualquier cosa.
Los noruegos son tres y se parecen a los A-Ha. Andan con pantalones de cuero y botas. Los daneses tienen barba y el pelo a lo rasta. Son todos muy jóvenes, universitarios, y hablan el inglés como lo pronuncian en MTV Europe.
Pablo abre una cerveza y se sienta al lado de la fogata, que está hecha de cemento y con asientos a su alrededor. El fuego se ve azul. Unos suecos insertan marshmallows en unos palos y los ponen en las llamas. Un tipo de anteojos guitarrea un tema de Dylan.
How does it feel to be you on your own, with no direction known...
Pablo siente que el tipo de la guitarra no tiene idea lo cómo se siente estar así.
Pablo se aburre y camina hasta la terraza que humea por el vapor de las tinas con aguas calientes. El cielo está saturado de estrellas. Adrián está desnudo y estila agua. A pesar de lo raquítico que lo dejó el ataque, tiene una gran panza que es atravesada por una cicatriz de alguna vieja operación. Adrián está terminando de enrollar un pito junto a una de las holandesas que también está desnuda y carga unos senos demasiado grandes y resbalosos. Dentro de las tinas hay una docena de tipos y tipas sin ropa. Uno se levanta y cambia el casete por algo semejante a Morphine. Son muy delgados y lampiños y cuesta diferenciar un chico de una chica. Adrián vuelve a ingresar a una tina junto a la holandesa. Adrián le dice a Pablo que se integre.
Pablo le da las gracias y sale a deambular por el minúsculo pueblo.
Se acerca a un acantilado que da al río y a los imponentes cerros. El aire que sopla es seco. Piensa en Elisa, en su hermano, en Adrián durmiendo en esa cama en El Paso, en Adrián en la tina, en el aroma de Adrián, en Adrián arriba de las dunas de White Sands con los ojos entrecerrados para repeler el sol. Pablo piensa: acá soy otro; soy más libre. Luego agrega: allá quién soy.
En un principio captar esto lo altera, siente un leve retorcijón en el estómago pero luego respira hondo el aire seco y tibio. Por primera vez en su vida, Pablo no sabe quién es o lo que podría ser y eso le gusta. Si Adrián u otra persona estuviera cerca, vería que tiene los ojos con lágrimas de las buenas.
La luz que permanece en la atmósfera tiene un tinte violeta. Pablo está a punto de desnudarse.
—Dale, che, no seas tímido. Sos lindo.
—No creo.
—Mirá cómo te mira la suiza, guapo.
Pablo se saca sus calzoncillos y entra a la tina. Una de las piernas de Adrián le roza su pene.
—Sorry, che.
—Estamos en confianza, hueón. No hay rollo. Cero.
La suiza se ríe y los mira:
—You guys look great together.
—We are not together.
Adrian lo mira y sonríe.
—We are. He is my friend. My best friend.
—Boyfriend?
—He´s a boy and he is my friend.
Las tinas son más hondas de lo que Pablo pensaba. Son como piscinas de niños. No hay música progresiva. De hecho, el único ruido es el agua que burbujea.
—Preguntáme qué es lo que relativamente me salva.
—¿Qué es lo que relativamente te salva, Adrián Pereyra?
—Te lo digo, pero no se lo puedes contar a nadie.
—Se lo voy a decir a cada uno de los A-Ha. Y en noruego.
—Conocerte a vos.
—Exageras.
—Es cierto pero no suena mal, ¿no creés?
La suiza no ha dejado de mirarlos e intenta comprender la conversación.
—Am I missing something? —dice.
—Just trying to change the world —responde Pablo.
La suiza se levanta y se encarga de que Pablo y Adrián se fijen bien en su cuerpo. Después sale y se tapa con una toalla. Entre el vapor, Pablo alcanza a divisar las estrellas.
—Estoy un poco mareado. Siento que floto.
—Así hay que vivir, Pablo. Flotando.
Uno de los vaqueros toca una campana y pone una olla de porotos sobre la fogata. Huele a barbacoa.
—¿Adrián?
—Decíme.
—Averigüé por qué este pueblo se llama como se llama. Antes no se llamaba así. Hubo un plebiscito y decidieron cambiarle el nombre. Fue por un concurso de la televisión. Le pusieron el nombre del programa. Partieron de nuevo.
—¿Por qué no hacés lo mismo?
—¿Cambiarme de nombre?
—Partir de nuevo.
Desde el cerro cae una brisa que arde y diluye todo el vapor antes de que emerja del agua. Pablo mira las constelaciones y busca infructuosamente la Cruz del Sur. Pablo cree que un grupo de estrellas forman una figura que se parece a un boomerang.
—Creo que me voy a quedar, Pablo.
—¿Aquí? ¿A vivir?
—Unos días. Quedate. Conmigo.
—¿Y Stephanie?
—¿Qué?
—¿Qué pasa con ella?
—Eso se acabó.
—Te recuperas rápido, veo.
—El que se recuperó fuiste vos. Lo tuyo era puro miedo.
Pablo se queda en silencio. Por un instante no piensa, sólo experimenta algo que no le interesa descifrar. Pablo se sumerge en el líquido caldeado. Mientras baja, abre los ojos pero sólo ve la efervescencia del agua agitada. Pablo continúa la inmersión, no se detiene hasta tocar fondo. Lo que menos tiene es miedo. Pablo siente que todo esto es un paréntesis. Los paréntesis son como boomerangs, cree. Incluso se parecen. Entran a tu vida de improviso y seccionan tu pasado de tu presente con un golpe seco y certero.
Esto es un boomerang, siente.
Cuando emerge mira a Adrián y Adrián se da cuenta y lo mira de vuelta y le sonríe.
¿Una sonrisa puede ser un boomerang? ¿Te puede noquear?
Entonces Adrián lo besa. Fuerte, lento, pausado.
Pablo se deja. Pronto capta que lo está besando de vuelta y se siente bien.
—Hola —le dice—, me llamo Adrián. Encantado. ¿Vos?
—Pablo. Me llamo Pablo.
(1995)