CINCO NORTE

KILÓMETRO 31

Vendo autos. La mayoría usados, con poco uso, aunque nuevos también, de esos relucientes, con olor a plástico y silicona. Evito aquellos con mucho kilometraje, trato de hacerles el quite. Me especializo en lo que el gremio llama «el segundo auto», que no es otra cosa que el que utiliza la mujer. Conozco este segmento bastante bien. Suma el veinte por ciento del mercado total. Sé tratar a las mujeres, al menos en el negocio. Me creen. La mujer, al final, es la que toma la decisión de comprar. Incluso cuando el que va a comprar es un hombre. Tengo claro cuáles son sus necesidades, en especial si tienen niños a los que hay que repartir y recoger a lo largo del día. Sé lo que buscan: bloqueo de puertas, bolsas de aire, cinturones traseros y asientos especiales para los más pequeños.

A mis clientas las dejo manejar el auto que les interesa. A veces hasta voy al supermercado o a estos nuevos strip-centers con ellas para que vean el beneficio que significa contar con una maleta grande o para lo que de verdad sirve un 4x4. Es clave que vivan en carne propia lo cómodo que es el cierre centralizado, lo confiable que son los cinturones pirotécnicos o lo fácil que resulta estacionar con una dirección servo-asistida. En caso de concretar una venta, algo no poco frecuente, lo admito, también me encargo de la transferencia, la patente y el seguro obligatorio. Cada vez más me encuentro con un mayor número de mujeres solas. El primer auto después de una separación es clave. Me gusta ayudarlas a elegirlo. De alguna manera, les levanto la barrera del peaje para que puedan continuar su camino. A veces, eso sí, creen que yo vengo como un extra, de yapa, casi, y me pongo tenso. No sé cómo procesar la idea de que, cada tanto, soy algo así como un objeto del deseo. Me siento más un objeto ya sin deseo. Puedo aceptar que tengo algo de atractivo pero basta que alguien me encuentre atractivo para que me vuelva detestable.

La palabra divorcio es más intensa, perfecta diría, precisa. Porque eso es lo que sucede: se produce un divorcio —un quiebre— de todo lo que uno era. Y uno pierde y el otro sale ganando. En este caso, mi mujer. Mi exmujer, quien antes me quiso, me admiró, y ahora no. Yo creo que nunca me entusiasmó demasiado; no tener sexo, no tener deseo, sin duda era una señal, pero no me di cuenta o no quise. Que ahora haya muerto mi padre me parece, de alguna manera, la forma lógica de cerrar este ciclo. Ahora deberé crecer, pero no quiero ni sé cómo ni me atrae siquiera la idea.

Ya era de noche cuando me avisaron.

Siempre es de noche últimamente.

Este invierno no se quiere ir. ¿Por qué cambian la hora en invierno? Debería haber más luz cuando la naturaleza decide que haya menos. Todo siempre oscuro, todos siempre a oscuras. Si tuviera otra vida, o si decidiera alterar la mía, jugármela, zafar, irme, me iría a un sitio con sol, donde amanezca muy temprano. Esto, lo sé, nunca sucederá. Jamás. La vida no es como en los cuentos, la autoayuda no existe. Uno no se ayuda, uno se automutila de a poco. Dudo que me cambie del departamento que estoy arrendado aquí por Colón, más ahora que tuve que dejar la casa que compramos para siempre (a veinte años) en manos de mi ex.

Odio a mi ex.

Nunca la quise pero ahora sí siento cosas por ella.

Algo pasó cuando todo se quebró: me tricé. No voy a entrar en detalles.

Ya he revelado suficiente.

KILÓMETRO 55

La ruta está vacía, lisa. De vez en cuando, adelanto a un camión con acoplado. La pista a esta altura aún es doble. Las luces altas iluminan la espesa niebla. ¿Dónde está el camino? Quizás después del túnel la visibilidad mejore. Miro el reloj: son justo las dos de la mañana. Estoy a punto de decir: «Simón, son las dos, antes de meridiano, hora continental, medianoche en Isla de Pascua», como si trabajara en una radio, pero alcanzo a controlar mi impulso. El tranquilizante que tomé antes de salir pesa —se ha quedado hundido, inmóvil— al fondo de mi estómago. La calefacción es lo único que suena. La calefacción y mis latidos que trato de ahogar como si fueran los ruidos de una mala digestión.

—Coquimbo, ¿no? —interrumpe Simón de improviso. Su voz retumba en el vidrio empañado.

—Sí, la morgue —le respondo, a medias, casi asustado—. En el hospital, digamos...

Bajo un poco mi ventana. Se escapa más aire del que entra. Un aire espeso, sonámbulo. Simón no había hablado desde que salimos de Santiago, quién sabe cuántos kilómetros atrás.

Primero lo llamé:

«Hey, soy Simón. No estoy. Ya sabes lo que tienes que hacer».

No sabía lo que tenía qué hacer.

«Simón. Soy Diego, tu hermano. Pasó algo con el papá».

Lo pasé a buscar a su edificio terminado en punta de pirámide veinte minutos más tarde.

Toqué el citófono.

«Bajo», me dijo.

Minutos después salió del ascensor, con el pelo todo revuelto y los ojos muy chicos, como si la luz de la portería fuera el sol y él viniera saliendo de un cine. Su viejo chaquetón de cotelé y chiporro le escondía la mitad del rostro. Nos abrazamos, pero casi sin tocarnos, como hacen los hombres, distantes, en silencio, bajo la mirada atenta del nochero. Simón no dijo nada, aunque sus cejas intentaron expresar algo.

Le abrí la puerta, se subió.

Yo tuve que cerrarla.

Partimos, primero por la ciudad, luego entre medio de sitios eriazos y fábricas cerradas. Simón, a veces, se volvía a amarrar sus bototos. Y se comía las uñas. Pero no me hablaba. Yo tampoco lo molesté con mi voz. Para qué.

—¿No me dijiste que fue cerca de Tongoy?

—¿Qué?

—Tongoy. Me dijiste que fue por ahí cerca. Entre Tongoy y Los Vilos.

—No te dije eso, nunca te diría eso. ¿Por qué recurriría a un cliché, a una frase manida? No: fue pasado Tongoy. Por Las Tacas. Entre Tongoy y Coquimbo, para ser exacto.

—Entendí mal.

—Entendiste lo que quieres. Como siempre.

—Ya deja de hacerte el papá. No eres el mío. Menos ahora que se mató. ¿Fue en la carretera entonces? Entre Tongoy y Coquimbo.

—Sí, en la carretera —le respondo—. En el desvío de vuelta a Tongoy, iba para la casa, supongo. De vuelta del casino de Peñuelas. Pero lo trasladaron. O están en eso.

Simón trabaja con mi padre. Trabajaba, digo. Con nuestro padre, pero decirlo en plural me suena raro, falso, impostado. No somos de ese tipo de familia. Mi padre y Simón son socios. Eran. Demoliciones. Demolían casas, destrozaban hogares. A mi padre le decían El Demoledor, como si fuera la estrella de un filme de acción. Simón, supongo, heredará la empresa. Simón administraba el negocio y, cuando era necesario, a mi padre. Sabía ponerlo en su lugar. Se complementaban.

—Oye, Diego, ¿por qué no nos fuimos en avión?

—Lo pensé.

—¿Y?

—Salen a las ocho y media de la mañana. Llegaríamos a La Serena tipo nueve y media y ahí tendríamos que agarrar un taxi o arrendar un auto.

Espero un par de palpitaciones y agrego:

—Además...

—¿Además qué?

—¿Qué iba a hacer toda la noche?

Íbamos.

—Íbamos —rectifico.

Debería pensar más en él. A pesar de todo, es mi hermano. Es su padre. Es su padre más que el mío. De alguna manera, pienso, mi padre murió cuando dejó de conversar conmigo. Nunca lo hizo, la verdad. Pero durante algunos años, al menos, lo intentó.

Dejo pasar un minuto.

—Prefiero manejar que quedarme mirando el techo. Es mejor que estemos juntos, ¿no crees?

—No creo.

KILÓMETRO 72

Una vez leí que los grandes vendedores son aquellos que comercian sólo con lo que saben, con lo que conocen bien. Si eso es así, entonces no lo estoy haciendo mal. He encontrado lo mío, lo que me sustenta y sujeta a la vez. La velocidad aquí no corre. Mi negocio no es romántico ni exótico, pero sí estable. Lo más importante en esta vida es la seguridad. Las mujeres lo tienen claro. Conmigo, y con mis autos, ellas se sienten seguras. Hay días en que esta certeza me hace arrastrar un cierto orgullo que no intento ocultar.

Mi compraventa está en la calle Bilbao. Soy el único socio. Les doy empleo a cuatro personas, incluyendo a Jonás Santa Cruz, mi vendedor estrella. Jonás, a pesar de su merecida fama de rompecorazones, funciona mejor con los hombres. Éramos compañeros en el colegio, lo conozco mucho. Hoy compartimos nana. Yo los lunes, él los martes. Jonás es algo así como una sombra: siempre está ahí, a mi lado, todos los días, fines de semana incluidos. De noche, desaparece. Se diluye con la ansiedad, pero siempre resucita en la compraventa. Jonás me dice que, por decadente que parezca, hay más posibilidades de encontrar a la mujer de tu vida en un bar que viendo tele. Yo hace tiempo que opté por lo segundo. Los sábados, para darme un gusto, pido una pizza. Los domingos, cuando la ciudad cierra, vamos con Jonás al cine. Películas de acción, casi siempre. A veces manejamos hasta las multisalas suburbanas de Maipú, La Florida o Puente Alto. Manejamos media hora por las calles vacías, sin los tacos de la semana. Probamos los distintos autos usados que nos llegan.

KILÓMETRO 86

—Hay que identificarlo, ¿no?

—Supongo, no sé —respondo sin dejar de mirar el camino—. Igual ya saben quién es. Por el carnet.

—De más.

La ruta ahora tiene una sola pista.

Hay poco tráfico.

No es desierto, todavía falta, pero el paraje es yermo, desolado.

Ninguna luz, nada que se parezca a un poblado.

—¿Diego?

—¿Sí?

—Si hay que identificar al papá, ¿puedes hacerlo tú?

Asiento con la cabeza.

—¿Le avisaste a la mamá?

—A ti no más.

Durante un rato lo único que escuchan son las ruedas que se azotan con las junturas del camino.

—Le voy a avisar por la mañana.

—¿Cómo?

—Cuando estemos allá. Ahí le aviso. ¿Para qué destrozarla antes de tiempo?

—Ahora nunca podrá volver a juntarse con él —comenta Simón—. Yo creo que se quedó pegada.

—¿Pegada?

—Esperándolo. Entiendes perfectamente, hueón. No te vengas a hacer el despistado. Pegado es tu palabra, compadre. En ese sentido, puta, tú y la mamá son iguales. Calcados.

—¿Tú saliste al papá, entonces?

—Y a mucha honra. ¿Te molesta?

—Por qué habría de molestarme.

—Nací con más testosterona, por eso. Igual yo creo que te da pica.

—Te equivocas.

—No creo.

—No quiero seguir hablando. ¿Cambiemos de tema?

—Cambiemos de tema. Tampoco tengo tema contigo. Tú eras el tema. Siempre.

—¿El papá hablaba de mí?

—Te pelaba. Le parecías un raro. Cambiemos de tema. Hablas como mina. Actúas como mina. Piensas como mina. Raro que no seas maraco. Al menos no aún. Todos creen que igual como que lo eres. Yo creo que no, pero eres poco masculino. Te falta testosterona. Eso me lo dijo el papá: lástima que Diego no heredó nuestros huevos. ¿Sabías que pensaba eso de ti?

—Obvio que sí, imbécil. A veces puedo parecer hueón pero te aseguro que no lo soy. Capto más que el resto. Tengo las antenas paradas.

—Para lo que te sirve.

KILÓMETRO 91

Mi nombre es Diego Fernández. Soy el mayor de dos hermanos. Gabriel, el menor, desapareció a los dieciocho años y nunca más supimos de él. Partió a rendir la prueba de aptitud y nunca regresó. Dicen que se perdió, que se esfumó, que huyó lejos de nosotros. Dependiendo del día, a veces sospecho que lava platos como ilegal en California, surca el Amazonas arriba de una barcaza o simplemente ya no existe o está bajo el puente de un río americano o se inyectó heroína en el barrio de Tepito de Ciudad de México o se tiró, como me comentó una vez su polola de varios años, a los acantilados de Los Vilos. Lo han buscado usando todos los contactos que tenemos y nada.

Simón, mi otro hermano, tiene casi cuatro años menos que yo y una nariz romana, pero le faltan pómulos. Usa el pelo ceniza-rubio casi rapado y esta noche, al menos, huele a noche: más sexo que tabaco, más alcohol que sudor. Aun así pasa por guapo y ser alto no le juega en contra. Simón nunca estuvo muy cerca de Gabriel. Gabriel era mi responsabilidad, tal como lo es Gaspar, mi hijo. En eso, y sólo en eso, he sido irresponsable.

Un par de años atrás, luego de que lo expulsaran de la universidad por malas notas, pero antes de que lo despidieran de la importadora de alcoholes por mal manejo, Simón trabajó conmigo en la compraventa. Simón atraía a las mujeres. No por su rostro ni por su físico sino, quizás, por su total incapacidad para relacionarse con la gente. Era tal su desinterés que, inevitablemente, interesaba. Lo otro eran sus ojos, creo. Eso de tener uno verde y el otro una mezcla de gris con café, dependiendo de la luz del día. Sus ojos perturban y provocan comentarios. Simón habla en voz baja, como para adentro, pero piensa fuerte. Esto distraía a las mujeres, muchas de ellas embarazadas, se confundían, quedaban inquietas. Algunas se volvían francamente violentas. Estas mujeres deseaban un auto, no una aventura. Simón, me di cuenta, no servía para el oficio. Estuvo un par de meses, un verano en extremo quieto y seco. Después continuó su descenso hasta que mi padre lo recogió y ambos se dedicaron a demoler. Dos mitades armaron un todo.

KILÓMETRO 101

—Deberías haber traído celular —me reclama Simón—. ¿Dime que no tienes celular?

—No tengo, no creo en ellos.

—¿Cómo que no crees?

Miro el camino. Frente a mí hay un camión con patente del Perú. Transporta madera. Inmensos troncos adornados con banderines fosforescentes.

—¿Y el tuyo? —le pregunto.

—Se me quedó en Conce. Donde un cliente que para más remate nos debe. Está demoliendo toda una cuadra, hueón. Se van a echar toda esa puta ciudad, acuérdate. Como decía el papá: tenemos la suerte de vivir en un país que detesta su historia. Le achuntó al negocio del siglo.

Simón prende un cigarrillo con un encendedor que luce el banderín de la Católica. Las marcas de la máquina de afeitar, me fijo, se divisan claras y rojas sobre su manzana de Adán.

—Preferiría que no lo hicieras.

—Esta no es una línea aérea.

El humo se ilumina con las luces de los autos que van al sur.

—Es un vicio, lo sabes —le digo.

—No me hinches las pelotas. La mamá fuma como carretonera, apesta a tabaco. Gabriel fumaba Lucky y pitos. El papá se mandaba dos cajetillas al día, a veces más. Dime ahora que murió de cáncer. Vive y deja vivir, ¿ya? Te haría harto bien.

—Es un asunto de convivencia, no más.

—Exactamente. De con-vi-ven-cia... Me comí una mina en Concepción. Separada. Me tenía ganas qué rato. Salimos a tomar y tomó demasiado. Yo igual tomé. Aullaba, hueón.

—No me interesa.

—¿Seguro? Te puedo contar los detalles. Hay muchos detalles. Era una loca, la perra.

—No le digas perra.

—¿La conoces acaso?

—¿Es una perra porque se acostó contigo?

—Obvio.

—Entonces tú eres un perro.

—Perrito. Obvio. Siempre.

—Me das asco, Simón. Te desprecio.

—Es recíproco, hermanito. Es total y absolutamente recíproco.

KILÓMETRO 115

Simón ha trabajado en muchas cosas. Estuvo a cargo de la promoción de licores importados. Vendía tequila, ron, gin, vodka, whisky. Organizaba eventos en las discotheques rurales de la Sexta y la Séptima Región. Una vez apareció por mi casa desfachatadamente borracho con su propia mercadería. Le trajo a Gaspar, mi hijo, su sobrino, dos cajas de ron blanco de Puerto Rico. «Es para su fiesta», me dijo. «Para que huevee con sus amigos. ¿Van a venir minas?».

Gaspar cumplía tres años ese día. Estaba durmiendo. Simón llegó a esa matiné infantil luciendo una ajustada camisa color naranja con buena parte de los botones desabrochados y un estereotipado bigote digno de traficante. Transpiraba como sólo son capaces de hacerlo los fugitivos o los actores. Lo acompañaba una chica que estaba en primer año de algo técnico que andaba con botas altas y una falda de cuero muy corta. Se lanzaron al sillón, me acuerdo, y comenzaron a besarse hasta que el afecto se transformó en franca exhibición. Renata, mi mujer, les pidió que se fueran.

KILÓMETRO 132

—¿Cómo que no crees en los celulares?

—¿De qué hablas?

—Los celulares. ¿Por qué no crees en ellos? ¿Crees que no existen? Existen y están cada día más baratos.

—Ya no tengo beeper. Ahora tengo secretaria. Jacqueline. No necesito andar comunicado todo el día.

—A lo mejor no tienes con quién.

—Conectado no implica comunicado.

—Conectado significa conectado, Diego. La mayor parte de la raza humana lo está. También tiran, bailan, van a asados, circulan.

—¿Circulan?

—Sí, hueón. Circulan. Culean. Conversan.

No tengo con quién comunicarme: cierto. Para qué voy andar con cosas. Hay días en los que, más allá de los clientes, no hablo con nadie. No es tan malo como suena. Al final, uno se acostumbra a sí mismo.

—Por suerte ya no está en el camino —me interrumpe, casi como si adivinara lo que estaba pensando—. No está tirado en la berma, digo.

—No, ya no. Se lo llevaron a Coquimbo.

—Pero estuvo tirado, ¿no? ¿En la carretera?

—Sí, supongo.

—¿Le robaron algo?

—¿Por qué?

—Una vez, cerca de Chillán, chocó un bus y los campesinos saquearon a los cadáveres. Les cortaban los dedos para sacarles los anillos. Me lo contó Alfonso. Le tocó reportearlo o algo así. Para La Cuarta.

El Clamor —preciso—. Eso tiene que haber sido hace años.

—Supongo. ¿Crees que pasó algo así?

—No lo sé. Tampoco hablé tanto con la policía.

—¿Pero qué te dijeron?

—Que estaban patrullando. Lo encontraron al poco rato. Ya no había nada que hacer.

Trato de imaginarme la escena: los fierros, la sangre, la noche. Sé, además, lo que Simón me va a decir a continuación. Me va a preguntar con qué chocó.

—¿Con qué chocó?

Me largo a reír. No es una risa, más bien una carcajada.

—¿Dije algo cómico? ¿Te parece que esto es para la risa?

—Sabía que me ibas a preguntar eso. Eso es todo. Estaba esperando esa pregunta desde hace unos kilómetros.

—¿Eso te hace gracia?

—¿Me estoy riendo? No. No me da risa. Para nada. Lo que pasa es que... Tienes que reconocer que esta situación es un poco...

—Absurda.

—Absurda, sí.

Pienso: si alguien me contara que tuvo que manejar más de seiscientos kilómetros a la largo de toda una noche para recuperar el cadáver de su padre, de un padre que quizás quiso hace mucho tiempo, lo primero que querría saber es qué música escuchó. Y si viajó con alguien mi pregunta sería: de qué hablaron, qué se dijeron.

Miro a Simón. Sus bototos están sobre el tablero, arriba de la guantera. El asiento lo ha echado lo más atrás posible, casi como si fuera una cama.

—Parece que no chocó —le explico—. Se salió en una curva.

—¿Se quedó dormido? ¿El papá?

—Parece que había tomado.

—Puta, no es un delito —me grita.

—Sí lo es. Y lo pagó caro. Además, me cagó el auto que le presté.

—¿De tu negocio?

—Sí.

—Ahora entiendo por qué estás tan parco y furia y molesto.

KILÓMETRO 159

Simón baja la ventana y una ventolera que aúlla y brinca entra y sacude el auto. Mi hermano asoma su cabeza en la profundidad de la noche y respira. Respira intensa y alteradamente, como lo haría un corredor al final de una maratón.

—¿No crees que hace un poco de frío?

—Necesito despejarme.

Sé que ha tomado. Lo noté cuando bajó de su departamento. El frío, de todos modos, me hace bien. No tengo nada de sueño. Cansancio, sí. Mucho cansancio, como si hubiera viajado días sin comer ni dormir. Siento las piernas tiritar. Pesan. Simón finalmente cierra la ventana y se saca su grueso chaquetón. Lo lanza al asiento trasero. Luce una polera gris, raída, transpirada. Me fijo en su pelo, está empapado. Ha ingerido algo.

—Estás pasado a...

—¿A qué?

—A todo.

—¿Y? ¿Estoy manejando acaso?

Simón estira su mano y, de un bolsillo furtivo del mismo chaquetón, saca una botella de pisco.

—¿Quieres?

—No. ¿Fue la única que trajiste?

—Podemos comprar más —replica al instante antes de mostrarme todos sus dientes y fingir una sonrisa.

—¿No crees que...?

—Qué. No creo qué. Creo que eres un huea, un reprimido, que no has tirado en años, seguro. No estoy ni ahí contigo, Diego. Ni cerca. Ya, chao. Y ubícate. No porque el papá esté muerto significa que puedes agarrar el mando. Los huérfanos se comandan solos. Hace tiempecito que no tengo doce.

—Sólo estoy preocupado... y me parece que... Ahora qué haces.

—Qué te parece que hago, hueón. Qué crees, qué ves. Es un pito. Enciendo un pito que enrollé en mi departamento antes de que llegaras. ¿Quieres? ¿No me digas que quieres...? Es paraguaya, está muy buena.

Simón fuma y yo comienzo a toser.

—A ver... Para, para. ¿Qué creís que estái haciendo? ¿Se te olvidó a lo que vamos? No vamos de camping.

—Jamás iría de camping contigo. ¿Onda al Elqui?

Simón aspira hondo y suelta lento el humo.

—¿Vos soi enfermo o qué? ¿Te falla, hueón? ¿Cómo puedes fumar y además traer una petaca a un viaje como este?

—¿Debí traer gomitas?

—Con razón te llevabas tan bien con el papá. Son iguales.

—¿Crisis de celos?

—Mira, hueón. Si quieres, te vuelves. Podís tomar un bus. Paro en Los Vilos y te dejo en el terminal. Si esto te queda grande, allá vos. No sería la primera vez.

—Tú no sabes lo que siento, hueón culeado... Y nunca lo has sabido. Así que no me vuelvas a hablar de mis sentimientos. Tú te guardas los tuyos y yo decido lo que hago con los míos. ¿Estamos?

KILÓMETRO 177

Las plazas de peajes son como oasis. El camino se ensancha como un abanico y el poder de las luces es tal que los autos manchan el pavimento con sus sombras. Detengo el mío, pongo neutro, bajo la ventana. El frío que entra al auto es duro. El hombre de la cabina está forrado en una parca, sus ojos enterrados bajo un gorro de lana. Pago y le paso el boleto a Simón.

—Guárdalo.

—¿Para qué?

—De recuerdo.

Pongo primera y parto. El camino está desolado, las luces del peaje desaparecen rápidamente al fondo del espejo retrovisor. Este trecho es de subida. Una subida leve, pausada, imperceptible.

—Siempre te gustó dártelas de hermano mayor.

—Lo soy.

—Lo que a vos te gustaba era hacerte el grande. Mandarnos, retar. El único que salió ganando cuando el viejo se viró fuiste tú. Y lo sabes. A veces pienso que se fue por ti. Demasiados adultos en una misma casa.

—¿Te dijo eso?

—No.

Simón abre otra botella que saca de su mochila. El sello de la tapa se quiebra al abrirse. Con una mano, la aprieta hasta dejarla plana como una moneda.

—Salud.

Simón se bebe la mitad de la botella de una.

—Nunca me gustó el pisco. Por eso nunca trabajé con pisco. No se puede trabajar en lo que no se cree.

—¿Crees en las demoliciones?

—Si no demueles, no construyes, hermano.

KILÓMETRO 198

—No estaba solo —digo luego de bajar una cuesta que me empezó a marear. Sabe que le voy a contar algo sobre el papá, algo que me complica.

—¿Cómo?

—El papá no estaba solo.

Decide no seguir jugando. Ya estará un poco cansado.

—¿Estaba con esa mina que conoció? —me pregunta.

—Está herida. Grave, parece. Por suerte no se mató.

—¿Cómo sabes con quién estaba?

—Me dejó un recado en la contestadora —le cuento—. Ahí me dijo.

—A mí también me llamó hoy. Por nada.

—¿Qué te dijo?

—Cosas de la empresa. Algo de unas casas que venden por donde Providencia se funde con Ñuñoa. Y que me quería. Me dijo eso: te quiero, hijo. Te admiro.

—¿Te dijo eso?

—Siempre. Es que a mí me quería. Era su favorito. Éramos partners.

KILÓMETRO 226

—¿Y Gaspar?

—Bien. Hoy lo vi un rato. Lo fui a buscar al colegio. Hace tiempo que no nos veíamos. Nosotros. Tú y yo.

—Ni tanto.

Simón calla, yo callo.

Callamos, como en esos almuerzos dominicales, esas Navidades, esos Años Nuevos,

Intento aumentar la velocidad.

¿Qué debo decir, qué debo sentir, por qué siento tan poco?

¿Es normal no sentir nada en un momento como este? ¿He sentido de manera más intensa en otras ocasiones importantes? Cuando me casé sentí poco. Miento: sentí terror mezclado con una fuerza bruta para que no se notara. Con Gaspar sentí menos; cuando nació no me pasó mucho. Nunca me sucede mucho. Luego, con el tiempo, cuando abrí los ojos y me reconocí, empezó un lazo. Quizás es eso: no puedo conectar con aquellos con los que no tengo un lazo.

¿Tuve uno con mi papá?

¿Tengo uno con Simón?

¿Por qué sentí más bien envidia cuando Gabriel desapareció en vez de pavor o pena o abandono o no sé qué que se siente cuando alguien desaparece y se suicida de una manera creativa-pero-cruel? O capaz que no se haya suicidado tirándose en los acantilados ni nada así: a lo mejor de verdad sólo se perdió.

—Hace como hambre. ¿Habrá en Los Vilos empanadas de camarones con queso? Tengo ganas de comer eso. ¿Te tomarías una Socos de manzana?

—Tenemos que echar bencina luego —le digo.

—Para en una que tenga minimarket.

—Y Redbanc. Necesitamos plata, por si acaso. ¿Andái con plata?

—Ando con harta, hueón. Y puedo sacar más si quiero. Puedo pagar todo el funeral al contado, si querís.

Lo miro pero no lo veo. La oscuridad es profunda.

—Vamos a tener que conseguir, o sea, comprar un...

—¿Ataúd?

—Exacto. En Tongoy no creo que haya una funeraria. ¿O sí? En Coquimbo hay, de todas maneras. Varias. Algo sencillo, ¿no crees? Tipo Hogar de Cristo. ¿Hay Hogar de Cristo en Coquimbo?

—Cambiemos de tema.

No lo veo pero siento que está pálido.

Decido no sólo cambiar de tema, sino callar un rato.

Bajo la ventana y entra frío. Se huele el mar.

—No discutamos más, Diego. ¿Ya? Me siento mal.

—¿No me dijiste que tenías hambre, que querías comer empanadas?

—Creo que voy a vomitar. No me hables de comida.

—¿Quieres que pare? ¿Que me detenga? Es peligroso pero...

—No aún. El aire está rico, está bueno. Creo que voy a vomitar cuando lo veamos, cuando lleguemos, cuando... No tengo hambre, tengo ansiedad..., no sé qué tengo. ¿Tú sí? No sé qué chucha siento. Tú vas a estar ahí, ¿no?

—Obvio. ¿A dónde voy a estar?

—Estoy mareado. Con frío y con calor y débil y con sueño y... No debí fumar.

Decido callar, no comentar, no atacar.

—¿Te puedo pedir un favor?

—Dime.

—Puta, es raro pero.... Olvídalo. Todo bien, no pasa nada, yo me las arreglo.

—Dime. Qué pasa, Simón.

—¿Me vas a cuidar? Eso. Si vas a estar ahí. No me dejes solo, Diego. Eso. Te lo pido como favor. ¿Es mucho pedir? Quizás. Al menos no me odies por ahora, hasta que todo termine.

—No te odio.

—Puta, yo sí. A veces. O sea, tampoco te odio. Esta noche menos. Me caes mal. O no me caes. Ni te conozco. ¿Tú me conoces?

—No.

—Raro, ¿no?

—Raro, sí. Supongo que igual es un poco normal.

—O anormal, Diego.

De pronto, en medio de la noche, después de una curva que desciende, vemos Los Vilos brillar entre la oscuridad del mar y la del desierto.

—Mira, ahí están las luces. Ahí paramos. ¿Dale? Ahí nos detenemos un rato. Tanta noche me tiene mal, tanta oscuridad. Dime: ¿podemos parar en Los Vilos?

—Ahí vamos a parar,Simón.Y podemos comer algo.Tomar café. Empanadas. Socos. Agua. Pailas de huevos. Completos.

—Una paila de huevos me comería. No es mala idea.

—Va a ser una larga noche.

—Larga, sí. Eterna. Pero llegaremos. Qué bueno que estemos juntos. Gracias por invitarme. O sea, por avisarme.

—Obvio, Simón.

—Puta que se ve lindo Los Vilos. Tantas luces. Tanta gente viva. ¿Paramos entonces un rato?

—Un rato o lo que quieras, dale.

—Gracias, sí. Recuerda: no me dejes solo.

—Nunca, Simón. Nunca.

—...

—...

—Traje música, casetes. ¿Podemos escucharlos cuando reemprendamos el viaje? Entre Los Vilos y Tongoy no hay nada. ¿Te parece o es como desubicado?

—Me parece muy bien. Me parece una gran idea poner música.

(1999-2002)