I didn’t know who I was —I was far away from home, haunted and tired with travel, in a cheap hotel I’d never seen, hearing the hiss of steam outside, and the creak of the old wood of the hotel, and footsteps upstairs, and all the sad sounds, and I looked at the cracked high ceiling and really didn’t know who I was for about fifteen strange seconds. I wasn’t scared; I was just somebody else, some stranger, and my whole life was a haunted life, the life of a ghost. I was halfway across America, at the dividing line between the East of my youth and the West of my future, and maybe that’s why it happened right there and then, that strange red afternoon.
JACK KEROUAC, On the Road
Simón siente que todo esto es un paréntesis. Los paréntesis son como boomerangs, cree. Incluso se parecen. Entran a tu vida de improviso y seccionan tu pasado de tu presente con un golpe seco y certero. El shock te deja mal, en una especie de terreno baldío que no es de nadie y tampoco es tuyo. Quedas a la deriva, atento y aterrado, inmóvil. En vez de actuar, esperas. Esperas que el boomerang se devuelva y cierre lo que le costó tan poco abrir. En el fondo, vives esperando una señal que te sirva de excusa.
Simón siente que este tiempo muerto se está alargando más de lo conveniente. Se está acostumbrando. Eso es lo que más le asusta: acostumbrarse. Mira el cielo y siente que es tan grande que se tiene que agachar. Acá todo es exagerado, inmenso, y el sol te quema y te seca incluso cuando estás a la sombra. Esta es una tierra para gente que no se asusta, piensa, que no le teme a geografías y pasiones que excedan la escala humana. Simón Rivas siente que no debería estar aquí, pero tampoco se le ocurre otro lugar mejor. Si uno va a vivir entre paréntesis, por lo menos que haya espacio, piensa.
Simón piensa que a veces piensa demasiado. Y a menudo siente que no siente nada, que todo le resbala. La gente tiende a posponer aquellos aspectos que más le cuestan. Quizás ahí estuvo su error: Simón nunca planeó nada y ahora está pagando el costo de haber vivido siempre en el presente. El problema es que su presente es igual a su pasado, y si algo no cede, el futuro no se ve muy promisorio. Simón se alegra de que nadie pueda saber lo que piensa. No sabría cómo justificarse. No sabría por dónde empezar.
Lo primero que hizo Simón cuando se acercó a la ribera sur del Gran Cañón fue vomitar. Simón no tiene claro si fue la altura, la atmósfera demasiado limpia, la emoción o el espectáculo de esa vista que se abre y se pierde. Cuando piensa en el Gran Cañón, Simón piensa en vértigo. Cuando piensa en su fallido matrimonio, también.
Simón se sube al auto que arrendó y enciende el motor. De la radio sale música tex-mex de una estación que está al otro lado de la frontera. Sin autos, en USA no eres nadie, piensa. Por suerte no está mal de plata. Eso es lo peor que te puede pasar: perderlo todo y además no tener un peso.
Desfalcar a tu empresa está mal, piensa. Eso no se hace. Pero lo hizo. Ya cancelaron su tarjeta de crédito. Deben saber dónde estás, piensa. Al menos saben que no andas en África, en Brasil o en Cuba. Cuando un tío de Simón desapareció, todos pensaban que se había fugado a Cuba. Nunca más se supo del tío Gaspar Rivas, aunque Simón cree que está vivo. Una vez lo dudó, pero ahora, manejando por el desierto americano, está seguro de que Gaspar anda por ahí. Dicen que los profetas se escapan a los desiertos para huir. Para estar lejos. Para empezar de nuevo. Gaspar quiso tener una nueva oportunidad. Simón sólo quiere matar el tiempo. ¿O es el tiempo el que lo mata a uno?
Simón Rivas aún tiene los cheques viajeros. Además, extrajo mucho efectivo en ese banco en Barstow, California. Se acuerda de la temperatura que marcaba el reloj: 114 grados. Fahrenheit, claro. Más de 40. 43, 45. Después pasó por el café Bagdad, pero no se detuvo pues había un bus con ancianos alemanes turisteando en la puerta. Simón odia los turistas. Simón no está acá para coleccionar recuerdos.
Simón estafó a su empresa. Estafó a su familia. Quedó en volver y no volvió. Tres días en Seattle, dos en San José, tres en Los Angeles, Lan Chile de vuelta, cumpleaños de su hermana Claudia, rutina como siempre. Pero no volvió. Por ahora. Sabe que, eventualmente, volverá. Sí: a quién quiere engañar. No es tan valiente, tan loco, tan hippie como quisiera. Simón no es Gaspar. Su tío Gaspar partió a un congreso de acuicultura a Portland, Oregon, y nunca más regresó. Nunca más se supo de él. Para borrarse, debes borrarte. Hacer que los otros sufran. Simón es cobarde porque le da miedo sufrir y, más que nada, le da miedo hacer que otros sufran por su culpa. Simón, en ese sentido, no hubiera podido hacerle a Natalia, su mujer, lo que ella le hizo.
¿O sí?
¿Qué pasará cuando vuelva? Ya no es un niño. ¿Cuándo se deja de ser niño? ¿A los treinta y dos, tres, cuatro? Simón sabe que quizás ya cruzó la línea que divide la juventud del resto de su vida. Los treinta y cinco logran enviarte esa señal. Además está peligrosamente cerca de ser lo que es, no lo que quiso ser. ¿Volvería a partir de nuevo? No, eso no. ¿Para qué? Pero no estaría mal si el final fuera otro.
Simón calcula que no pueden expulsarlo de la casa porque no vive en su casa. Le regalaron su departamento, es cierto, pero está a su nombre. ¿Se lo podrán quitar? No. Sí lo van a expulsar de la empresa. De eso no hay duda. Ninguna. Ojalá. Tampoco lo van a meter preso. Aunque de su padre todo se puede esperar. Simón no ha cometido un crimen. ¿O sí? Pero es préstamo. Eventualmente lo devolverá. Tampoco está gastando una fortuna. Además, piensa que a lo largo de su vida se ha portado bien. Se ha comportado. Cuando le dio el cáncer y le sacaron su testículo, no se quebró. No se volvió loco. Ni siquiera los hizo gastar dinero en sicólogo. Sus padres no se pueden quejar. Todos sus hermanos los han hecho sufrir mucho más que él.
Esto es un paréntesis, piensa. Un paréntesis que igual le costará caro. Pero, al final, lo perdonarán. Eso espera. Excusa tiene: su mujer lo abandonó. Puede posar como víctima, puede gozar de la empatía del resto de los hombres. Ella se involucró con otro. Se acostó con otro. Con Luke Skywalker, su ex mejor amigo, amigo de toda la familia. Todo sucedió como en la peor de las teleseries. Simón antes no veía ese tipo de novelas. Ahora sí. Ahora las entiende. Ahora ve a Tomás Cox entrevistando a famosos que lloran y se confiesan. Ahora no se pierde a Alfredo Lamadrid hablando humanamente. Vaya cómo cambia uno cuando está sensible, abatido, abajo. En esos programas la gente cuenta sus penas. Todos tienen pena. Un animador confiesa que ha perdonado a su mujer luego de que ella tuvo algo con su coestrella. El escándalo salió en todos los diarios. ¿Se puede perdonar? ¿Cómo se hace? ¿Se olvida? ¿Se entierran los hechos? ¿De verdad uno puede olvidar?
¿Por qué pasan esas cosas?, piensa. Porque uno las deja pasar. Nunca va a tener una mejor razón para fugarse. Nunca. Por eso se fugó. Si no se porta mal ahora, si no decepciona a todos ahora, ¿cuándo? Y si no lo perdonan, si le hacen la cruz, al menos quedará libre. Libre como el tío Gaspar, que no quiso saber nunca más acerca de salmones ni de familias.
El viento sopla horizontal y avanza lento como la legión extranjera. Simón se detiene en la berma del camino. El pavimento se pierde en un espejismo que ya no lo engaña. El viento no acarrea ruido; a lo más, arena.
Simón no ha tenido contacto humano real en mucho tiempo. Incluso las bombas de bencina son selfservice, por lo que calcula que no ha pronunciado más de quinientas palabras en tres semanas. Simón ama los mapas. Nada le provoca más satisfacción que parar en un rest area y sacar uno de la guantera y comenzar a estudiarlo, inventando rutas, sumando millas, apostando por sitios desconocidos.
Simón cree que los Estados Unidos han colonizado su inconsciente. Recorriendo el Oeste, Simón siente que ha estado en lugares que le resultan familiares. Simón estudió cartografía en una universidad privada que nadie conoce o respeta. Aún no se titula. Sí hizo la práctica. Simón no entiende por qué trabaja en otra cosa. Tampoco por qué trabaja con su padre.
Simón ha estado manejando en círculos, entrando y saliendo de un estado a otro, dejándose llevar por los nombres de los pueblos: Bisbee, Winona, Mora, Yuma, Coachella, Kayenta. Al cruzar Death Valley se detuvo en Zabriskie Point, el punto más bajo de América. Un pequeño letrero de madera indicaba cuántos pies estaban por debajo del nivel del mar, pero no fue capaz de calcular su equivalencia en metros.
En Twentynine Palms, California, en medio del desierto de Mojave, Simón se cortó el pelo como marine. Era el único tipo de corte que ofrecían. Todo el pueblo es una base militar. Cuando estás en Twentynine Palms crees que estás en Irak. En Irán. Por allá. Simón se mira al espejo y parece militar. En Twentynine Palms compró un paquete de calzoncillos Fruit of the Loom y lavó, en una lavandería open 24 hours, sus pantalones y camisas. Simón ahí se dio cuenta de que nunca antes había lavado su ropa. Una mujer con cicatrices en el brazo lo ayudó. Mientras lavaba leyó un par de revistas femeninas, de esas con test y recetas. Algunos test los contestó pero nunca sumó el puntaje. Frente al supermercado de Twentynine Palms, Simón botó su traje Atilio Andreoli y sus chaquetas Zara. En el motel Joshua Tree decidió no bañarse más. Al menos, por un buen tiempo.
Simón desea llegar a Tucson, Arizona. Tú-zon, como dicen que se pronuncia. Too-sawn. Simón piensa detenerse un par de días ahí. Quiere alojar en el legendario hotel Congress. Quiere darse una tina en el Congress como en el disco de Josh Remsen. Cuando finalmente se bañe, será en esa tina mítica.
Simón se ha negado a encender el aire acondicionado y viaja con las ventanas abiertas. En las bombas de bencina compra Gatorade y agua mineral sin gas. Por lo general, come burritos congelados que calienta en el microondas. En el auto lleva charqui americano, que parece más de plástico que de carne. A veces, para sentirse más sano, toma V-8.
Simón se huele. Su propio hedor lo embriaga y lo mantiene despierto, alerta, vivo. También lo sorprende. Cómo un tipo con pinta de bueno puede emanar olores así. Cuando en Hertz le entregaron el auto, este tenía cero kilómetros y olor a plástico. Ahora está impregnado a transpiración. A empanada, piensa, lo que es bueno porque le recuerda a su país natal. También le recuerda a una mujer con quien salió un par de veces. La conoció en un avión. Se sentaron juntos. Ella le habló de su olor. Cuando aterrizaron, decidieron olerse del todo. Simón tenía claro que le hacía falta una ducha. Claudia no quiso que se bañara. Ella olía a almendras y menta y chocolate amargo y rúcula. Ella, después, le dijo que él tenía más el perfil de amante que de marido. Simón le respondió que pensaba que ella sería una gran esposa. Ella lo besó y le dio las gracias.
Simón lleva diez días con la misma polera gris con cuello en V que compró en una tienda de ropa usada en el decrépito downtown de Mexicali, California. Cuando llegue a Tucson, cree, botará su polera hedionda y se comprará otra.
Tanta cosa que se dice, tanta ignorancia disfrazada de sabiduría popular. Salud, dinero y amor. ¿Garantizan algo? ¿Cuál es más importante? ¿Con cuál te quedas tú? Y si uno tiene los tres, ¿qué pasa? ¿Exudas felicidad? Además: ¿cómo se mide la salud, el dinero y el amor? Si uno ama, pero no te aman, ¿vale? Si tienes más que tu vecino, pero menos de lo que necesitas, ¿qué pasa?
Simón, ahora, pasa por el pueblito de Ajo. Ajo, Arizona. ¿Por qué en Chile, cuando a alguien le va mal, se dice que le fue como el ajo? ¿Cómo estás, compadre? Puta, como el ajo. ¿Por qué? Tocar fondo es estar como el ajo. Raro. Un ajo es un ajo. ¿Acaso el ajo no hace bien para el colesterol o algo así? Le fue como el ajo. Siempre dicen eso. ¿Dirán eso de él?
Sigue manejando. ¿Es mejor quedarse sordo o ciego? ¿Solo o mal acompañado? ¿Cuán mal acompañado? Se supone que un hombre debería plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro. ¿Por qué? ¿Quién inventó esa mierda? ¿Es para trascender? ¿Esa es la razón? Trascender está sobrevalorado. Simón plantó un árbol cuando era scout. Lo plantó a los pies del volcán Lonquimay. No ha tenido hijos, pero le consta que es fértil. Muy fértil. Eso fue antes de lo que le pasó. Pero aún puede tener. No ha quedado estéril. Tener hijos te cambia, sí. Sin duda. ¿Te hace mejor? No. ¿Te garantiza tranquilidad? Más bien lo contrario. ¿Plantar un árbol te deja tranquilo? No. Que tus plantas se sequen molesta, irrita, pero cuando están verdes tampoco te llenan. ¿O sí? No. No exageremos. Las plantas no bastan. ¿Escribir un libro es la solución? Simón lo duda. Simón no escribe. Piensa, que no es lo mismo, piensa. Una vez intentó escribir un cuento sobre un tipo que tiene un vecino raro. Que hace ruidos. Pero no hay vecino. Es un fantasma. Lo envió a un programa donde leen cuentos en la radio. Nunca lo leyeron. También le tocó revisar el texto para un libro, edición de lujo, sobre salmones.
Simón Rivas sabe mucho de salmones. Más de lo que hubiera esperado. Simón Rivas podría hablar horas acerca de los putos salmones. Su hermano Rodolfo, el mayor, cree que los salmones salvarán a la familia. Simón cree que la hundirán.
El libro tapa dura con fotos de lujo sobre papel cuché se llamó Salmones de Chile. Simón quiso ser más poético y sugirió Agua viva pero el comité lo rechazó. El libro se editó en inglés y castellano, portugués y japonés, alemán, francés e italiano. El libro era para regalar. Para seducir a los clientes. El padre de Simón Rivas es uno de los reyes del salmón, pero no huele a pescado.
Simón nunca ve el mar ni está cerca de los salmones. La empresa se llama Dafoe-Selkirk y depende de la conservera Robinson Crusoe. Los mismos dineros, los mismos socios. La familia tiene plata. ¿Es la plata garantía de algo? Cuando Simón Rivas captó que se iba a convertir en Simón Rivas de los Rivas de Robinson Crusoe se prometió a sí mismo visitar, cuanto antes, la isla de Juan Fernández. La verdadera isla de Robinson Crusoe. En todos los viajes le preguntaban: That island must be so wonderful. How is it? Is it warm? Is the water clear?
Lo otro que se prometió fue leer la novela. O, al menos, ver una de las versiones cinematográficas. No lo ha hecho. Si uno no es capaz de ser leal con uno, de cumplir sus propias promesas, ¿qué se puede esperar de los demás?
En un hotel en San José, California, en el Sillicon Valley, Simón pidió una pizza de Domino. Le pareció distinta a la de Santiago. De la máquina del final del pasillo compró una gaseosa llamada Dr. Pepper. No le gustó. Comenzó a zapear y mirar el cable. Pensó en ver porno, pero se fijó que era soft porno, así que desechó la idea. Afuera llovía. Nadie pasaba por la calle, ni menos por la vereda. Era temprano pero parecían las 4 a.m. Miró un rato un programa de cocina. Preparaban pesto. Luego cayó en una película en la que salía Jack Nicholson joven. Apretó un botón y supo que se llamaba The Passenger. Y que era de 1975. Nada más. Se quedó mirando. Nicholson es un reportero de guerra que ya no da más. Está cansado de sí mismo. Está en el desierto africano. En un hotel encuentra a su colega muerto. Murió de un ataque al corazón. Tenían más o menos la misma edad. A Nicholson se le encienden los ojos. Se le ocurre una idea. Simón pensó lo mismo. Nicholson se apropia del pasaporte del muerto y se transforma en él. Parte. Conoce a la chica de El último tango en París. Pero el muerto tenía enemigos. Comienzan a perseguirlo hasta Barcelona.
Cuando terminó la película, Simón bajó al jacuzzi y se metió dentro. Llovía, pero el agua estaba caliente. Ahí decidió no regresar a Santiago de inmediato. Ahí decidió usar el dinero de la empresa para vagar. Ahí decidió comenzar a llamarse como la calle en que se crió.
Simón se dio cuenta que algo andaba mal entre Natalia y él una noche en que ella se quedó en la casa de su hermana y él terminó en el cine con un grupo de gente que no conocía muy bien. La película era una comedia nada de cómica, aunque aquellos con que estaba se rieron de buena gana. Esto le llamó la atención: eso de no ser capaz de reír. Le pareció sintomático.
Entre la gente con que fue al cine estaba Lucas Walker, alias Luke Skywalker. Simón consideraba a Lucas entre sus escasos amigos, aunque siempre le quedó claro que Lucas tenía más look y carisma que inteligencia y rigor. Lucas decía que sufría por su separación y todo eso, pero Simón sentía que Lucas lo pasaba bastante bien y no parecía estar sufriendo en lo más mínimo.
Luke Skywalker llegó al cine con una arquitecta recién recibida, de nombre Roser, que no paró de criticar el uso del espacio del pub donde luego se fueron a instalar. Había otra gente más, pero Simón los ha borrado de su recuerdo. Como esa pareja que anunció que iban a tener un hijo. O el abogado nerd de derecha. O la pareja que vivía en Buin y que viajaba todos los días a Santiago en tren. Es probable que también estuviera Coné Cruz porque Coné siempre está donde está Lucas. Simón envidiaba no tener un Coné. A veces pensaba que el rol en la vida de Coné era ser amigo de Lucas. Simón sentía que cumplía su rol de manera cabal.
Después de que llegaron los tragos y una tabla con quesos y uva, la gente trató de sofocar el silencio con varios temas. Simón cree que él fue el que comenzó, pero no le consta. Sí sabe que la que esparció la tesis sobre la mesa fue la arquitecta. A la larga, dijo, el mundo de uno se define a partir de círculos concéntricos. Los que están más cerca de uno son los íntimos, aquella gente que te es cercana e imprescindible. Son lazos viscerales que no se cuestionan. Después, en el segundo círculo, están los amigos. Roser, la arquitecta fashion, dijo que los amigos son aquellos con los que uno engancha, a los que les cuenta cosas, los que uno sabe que están de tu lado aunque los vea tarde, mal y nunca. En el círculo externo, en tanto, están todos los conocidos, que no es lo mismo que gente que uno conoce. Es gente con que se tiene contacto, se almuerza o ve en fiestas o en el trabajo. Es gente que te cae simpática.
Lucas Walker preguntó en qué parte se ubicaban los padres, hermanos, hijos y la pareja. Roser, la arquitecta, dijo que la familia estaba en otro nivel, aunque la pareja, al no ser sanguínea, necesariamente debía estar en el círculo íntimo. Simón recuerda que en ese instante Coné Cruz abrazó a Lucas y que todos se rieron. Lucas lo empujó lejos y luego le golpeó la espalda afectuosamente. Coné, entonces, empezó a enumerar a toda la gente que sentía cercana. Lucas, claro, era un íntimo, y a Natalia, la mujer de Simón, la consideró una amiga. A Simón lo puso en la categoría de conocido. Esto golpeó a Simón aunque, por otro lado, tenía claro que nunca sería amigo de Coné Cruz, pues le parecía un estúpido, un mero escudero de un tipo que, a su vez, tampoco era para tanto. Aun así, quedó dolido.
Lucas recibió un llamado a su celular y dijo que se tenía que ir. Luke Skywalker se despidió de todos menos de Simón, pero eso Simón lo captó después.
Coné, entonces, le preguntó a Simón por su lista. Simón quedó mirándolo pasmado y trató de pensar. En su mente comenzó a hacer listas y listas al mismo tiempo que intentó tabularlas. En ese momento percibió que algo terrible acababa de ocurrir. Simón sintió que había entrado en un terreno peligroso. Simón se dio cuenta que, por mucho que lo intentara, toda la gente que conocía caía en el círculo de los conocidos. Partiendo por Luke Skywalker. Pero eso no era nada. Simón captó que Natalia, su mujer, su exquisita y divertida y pulida mujer, también caía en esa categoría. Ahí, Simón sintió que sus huesos se trizaron. Roser, la arquitecta, lo instó a nombrar su lista. Simón le dijo que no se metiera en lo que no le importaba y luego enmudeció. No habló más en toda la noche, pero tampoco tuvo fuerzas para irse antes que los demás.
Luego de una hora más de charla intrascendente, todos se levantaron para irse. Simón Rivas no contribuyó a pagar la cuenta.
Esa ida al cine sucedió hace exactamente un año, piensa, mientras maneja por el desierto. En un año, tu vida puede cambiar mucho. En un día, tu vida puede cambiar más. Después piensa que sus pensamientos parecen eslóganes.
Al salir del local, el frío precordillerano de la parte alta de Santiago lo heló. El humo que salía de su boca le bloqueó la vista. Simón llegó a su auto y se fijó que el parabrisas estaba totalmente congelado. Encendió el defrost, pero el grueso hielo no cedía. Por un instante, lo único que existía en el mundo era el ruido del ventilador.
Simón pensó en esa pareja que iba a tener un hijo. Natalia no quería tener uno. Al menos, no por ahora, decía. Quería que viajaran, pero nunca iban a ningún lado. Quizá no querían crecer, pensó. Quizá no se atrevían. Natalia lo había pasado bien de joven y quería continuar siéndolo. Simón tenía más ganas de envejecer que de crecer.
Simón conoció a Natalia doce días antes de casarse. La conoció un sábado en un cumpleaños. Cuando Coné le contó que se casaba en unos días, algo le pasó y decidió jugar con fuego. Jamás pensó que podía pasar algo. O si pasaba, pasaba pero nada más. ¿Qué más podía pasar? Él no se iba a casar con ella. Ella no iba a cancelar su matrimonio por estar con Simón.
Al día siguiente, un domingo, la pasó a ver. Su novio estaba de turno, pues era periodista. Él la invitó a almorzar. Ella quiso almorzar en la playa. Partieron. Comieron erizos y empanadas de queso con camarón. Tomaron demasiado vino blanco. Se asolearon con el sol de invierno en la Playa Amarilla. Después terminaron en un motel cerca de Reñaca.
Esa semana fue intensa. Loca. Fabulosa. Ella lo pasaba a ver después de estar con el novio oficial. El día jueves, ella le dijo a su novio que ya no se iba a casar con él. La boda se canceló. La familia se enojó con Natalia. El novio tuvo que ir al siquiatra. Natalia le dijo a Simón que, gracias a él, ella supo que no quería a su cuasimarido. La noche en que debió casarse, los dos la pasaron bailando en un antro lleno de prostitutas del barrio chino de Valparaíso.
Un año después se casaron. Se jalaron medio gramo de cocaína cada uno antes de la ceremonia. El cura tenía estrabismo y mal tufo. Unos amigos de Natalia tocaron covers de Soda Stereo y Virus. En la boda se sirvió salmón al horno cubierto con mantequilla de jengibre. Esa noche, en el Hyatt, se jalaron otro gramo y sólo tuvieron sexo oral. En el viaje a México, los dos durmieron y casi ni se hablaron. En Cancún se hicieron amigos de una pareja de ecuatorianos millonarios y cenaron todas las noches con ellos.
Simón nunca le preguntó a Natalia si lo amaba. Él tampoco se lo dijo a ella. Esa noche, en el auto, mirando el hielo descongelarse, comenzó a llenarse de dudas. Después concluyó que no era casualidad que Natalia estuviera con su hermana y no con él. ¿O estaba con otra persona? ¿Por qué alojaba tanto donde su hermana? ¿Era normal que no se tomaran en cuenta? ¿Que nunca se hicieran cariño? A veces no tiraban en días y, después, se encerraban en la pieza y no salían. Él pensaba que era así la cosa. Natalia no era romántica y no lo admiraba. Una vez le dijo que le parecía inculto porque no sabía quién era Enrique Vila-Matas. Él sí la admiraba, pero nunca se lo dijo para no quedar en desventaja.
Simón miró el parabrisas: trozos de hielo se deslizaban hacia el capó. Entonces pensó en Luke Skywalker y en su celular. Simón cree que fue en medio de ese deshielo cuando el boomerang le golpeó la nuca y el paréntesis se abrió.
—¿Dónde estás?
—En un restorán en Gallup.
—¿Pero en qué país?
—En USA. Nuevo México, huevón.
—Nos tincaba que te habías ido para allá. Acá están todos apestados contigo, Simón. La cagaste. Tienes a todos asustados. Eres muy imbécil, te digo. Muy, pero muy huevón.
—Si me vas a insultar, te cuelgo.
—Qué has hecho, entonces.
—Recorrer, ¿y tú?
—Andaba en Pichilemu.
—¿En invierno?
—Estaba entrevistando a un huevón medio raro. Más raro incluso que tú.
—Ah.
—¿Estás con una mina?
—No.
—¿Andas solo?
—Sí. Más solo que un dedo.
—¿No te da lata?
—No, es menos malo de lo que me imaginaba. Además, me tengo que acostumbrar.
Simón habla con Felipe, su hermano menor, que todavía vive con sus padres. Simón es el del medio, lo que no facilita las cosas. Tres hombres y no arman ni uno, piensa. Felipe es periodista, como Natalia, y entrevista gente y hace reportajes y a veces hasta sale en la tele cuando va a un programa donde analizan la actualidad.
—¿Y el papá?
—Él siempre te defiende, típico. Rodolfo, eso sí, está furia. Te quiere echar. Dice que por tu culpa se estropeó un cierre con unos tipos de Los Angeles.
—Fuck Los Angeles. No sabes lo horroroso que es Los Angeles.
—Pero estás allá.
—Estoy en el Oeste. No en Los Angeles. Pero no puedes decirle nada a nadie, hermano. Ni a la vieja.
—Deberías volver y arreglar todo. Explicarles.
—No puedo. Vos te salvaste, yo no.
—No hables de lo que no sabes.
—Eres el primer huevón con quien hablo en dieciocho días.
—Todos aquí dicen que estás loco. Rodolfo dice que te va a pegar. Que eres un pendejo. Que va a entablar una demanda. ¿Le has estado haciendo a lo que tú sabes?
—Aquí no. Aquí perdí mis contactos. Igual me dan ganas de jalarme su gramito.
En las paredes del restorán cuelgan fotos en blanco y negro de vaqueros y forajidos. Simón nota que en su mesa ya está su chili-con-carne.
—Estuve en la Biósfera II. Está cerca de un pueblo llamado Oracle. Oráculo. La Biósfera parece un mall de fibra de vidrio transparente.
—¿Qué es?
—Un experimento. Un millonario construyó algo como el arca de Noé. Está lleno de plantas y animales y el oxígeno entra por un tubo. Incluso posee un mar. Con olas.
—Me parece que una vez vi algo en el Discovery. Deberías volver. La estás cagando. Natalia me llamó para saber si sabía de ti.
—¿Natalia?
—Tu exmujer.
—Sé quién es. En todo caso, y eso es lo raro, no la odio. Trato, pero no puedo.
—Natalia estuvo con la mamá. Le dijo que se siente estafada.
—Yo también.
—Piensa vender el departamento.
—Que deposite lo que me corresponde en mi cuenta. Así puedo seguir viajando.
—Huyendo.
—¿Le contó que se acostó como ochocientas veces con Luke Skywalker?
—No creo. Ahora anda con...
—¿Con quién?
—Da lo mismo.
—Dime.
—Con el tipo con que se iba a casar.
—It makes sense.
—¿No te vuelves, entonces?
—No aún. ¿Qué apuro tengo? ¿Acaso me estoy perdiendo algo importante?
Simón mira cómo el brillo de las aspas del ventilador se refleja en el espejo. El sol se cuela por las persianas y cae arriba de su cuerpo en lonjas simétricas. La ventana da a la estación del tren y a los cerros que rodean Tucson. En la calle, los homeless y los vagos piden monedas en castellano y en inglés. Su cama es un catre de bronce. La pieza es espaciosa y la alfombra tiene dibujos de cactus y sombreros y botas. El escritorio de madera tiene una biblia empastada en cuero rojo en uno de sus cajones. El teléfono es negro y tiene dial, como los de antes. También hay una cómoda, una tina como en la famosa canción y una vieja radio. No hay tele; sólo su imaginación, sus recuerdos y sus carencias.
Simón intenta dormir, pero no tiene demasiado sueño. No puede leer nada que no sean revistas o diarios. Su capacidad de concentración es nula. Un ejemplar del Tucson Weekly acumula polvo sobre una silla de madera que está coja.
Simón trata de no respirar y contempla su cuerpo. A veces siente que la persona que habita ese cuerpo no tiene nada que ver con él. Ya no es el de antes. Su cuerpo ha cambiado. Simón hunde su estómago y observa sus costillas. Se fija cómo su cuello y sus brazos están bronceados y el resto no. Esta pieza es una gran pieza, piensa. Podría quedarme quieto en esta pieza. Si uno es capaz de conquistar la soledad, es capaz de conquistarlo todo. De eso es lo que uno huye, eso es lo que uno teme.
El hotel Congress es un lugar donde vale la pena quedarse. Posee dos pisos y en el primero no hay habitaciones. Es de ladrillo y está en la vieja parte del downtown. El Congress es oscuro y a veces cruje. Las paredes están pintadas con motivos indios. El hotel data de comienzos de siglo y sigue más o menos igual porque Tucson no es una ciudad de turistas, sólo de universitarios y mexicanos que se quedaron a este lado de la frontera.
Simón ha pasado una semana encerrado en el Congress. Ya se bañó en la tina y ya dejó de tener ese olor tóxico. En la peluquería del primer piso pidió que le afeitaran la barba, pero se dejó un bigote y un chivo en la pera. El corte a lo marine no calza mucho con todo ese pelo facial. Simón cree que no tiene edad para ese look, pero sabe que es ahora o nunca.
El alma del Congress es un gran lobby donde se puede leer y mirar a la gente que llega o se va. El Cup Café es el restorán donde desayuna, almuerza y come. El Club Congress es el mejor club de Tucson. Se repleta todas las noches de estudiantes. No se puede dormir hasta las 2 a.m. Por eso el Congress es barato, piensa Simón. Sólo aloja gente que no tiene apuro o le gusta el rock. Ambas cosas van juntas, cree.
En el segundo piso existe un pequeño living privado, con una gran tele vieja (sin cable) y sillones gastados. El Congress es un hotel mixto porque posee un par de piezas compartidas, con camarotes y baño común, que están asociadas a la sociedad internacional de albergues juveniles. Por eso en la sala hay una repisa con novelas que la gente deja atrás (casi todas en alemán) y folletería diversa que promociona sitios turísticos cercanos. Simón, a veces, se instala a mirar tele. Una noche, después del programa de Conan O’Brian, unos chicos neozelandeses que estaban de paso cambiaron el canal y sintonizaron el canal cultural de la universidad. Por esas cosas del destino, esas cosas que cuesta creer, la estación exhibía un programa de la BBC sobre viajes. Una pareja multiétnica recorre el mundo con mochila y cámara High-8. El país de esa noche era Chile. Mostraron Valparaíso, esas casas raras de Ritoque, Punta Arenas. Entrevistaron a hijos de desaparecidos, a gente posmo. Después apareció el cantante Pablo Herrera y, con uno de sus dulzones temas de fondo, habló del romanticismo chilensis. Imágenes del Parque Forestal y de gente atracando en las calles. El animador dijo que en Chile la gente se besa al aire libre. Es porque todos viven con sus viejos o en sus casas están sus cónyugues oficiales, piensa Simón, pero el cantante tiene otra teoría: «Si en Chile no tienes pareja, no vales. Todos tus éxitos son nada. Eres un marginado al que no le queda otra que irse». Simón se fue a su habitación, pero no pudo dormir. Así que bajó al club, donde tomó Jack Daniels con Coca-Cola y miró cómo bailaba la gente.
Simón está caliente. Lleva dos meses sin acostarse con una mujer ni masturbarse. Es un desafío extraño no hacerlo, pero por algún motivo se siente bien, aunque a veces cree que flaquea o va a estallar. Simón piensa que, cuando finalmente estalle, algo místico va a pasar. No tiene claro si desea que sea con una mujer o consigo mismo.
Simón ama esta pieza del Congress. Podría instalarse a vivir aquí. Ya conoce a la gente que deambula por el hotel. Un viejo vaquero con botas de cocodrilo, los austriacos con look Elvis Costello, la escritora del este de Europa que toma cervezas con un huevo crudo dentro y que escribe a máquina. Simón puede escuchar el tecleo desde su pieza. Son vecinos. El ruido se cuela por las paredes. La escritora luce una trenza canosa y escucha pausadas canciones de Johnny Cash que a veces lo deprimen.
Los mochileros que alojan en las piezas de los camarotes son casi siempre europeos y no están más de una noche. Cada tanto se topa con tipos solos que viajan consigo mismos. Leen las guías de viajes y anotan cosas en un cuaderno. No parecen tipos que estén huyendo, pero tampoco dan la impresión que tengan apuro por llegar a la otra etapa de su vida. Los escasos japoneses son pequeños y compran artesanía nativa. Se van a acostar temprano y se levantan al alba.
Hace dos días que vaga por los pasillos una chica de más o menos su edad. Quizás algo menor. ¿O habrá que definirla como una mujer? Usa anteojos redonditos y el pelo lo tiene corto y rojizo. No tiene mucho pecho pero sí mucho trasero. A veces esta chica ve el canal en español mientras se lima las uñas o teje. Simón la sorprendió mirando a Don Francisco. ¿Hablará castellano? Ha intentado conversar con ella, pero ella no parece interesada. Simón cree que es la chica más bonita de todo el Congress.
Simón volvió a ver a la chica que ve televisión latina dos veces. La primera fue al frente del hotel, por la calle Congress. Un tipo rubio muy alto y asombrosamente flaco le tiró una bicicleta mountain por sobre la cabeza. Ella le gritó de vuelta y empujó la bicicleta a la calle. Un auto tuvo que frenar. La chica le gritó fuck you! con un leve acento y luego arrastró la bicicleta dentro del lobby. El chico escandinavo se fue contra ella, pero la chica reaccionó y le pegó un combo en el estómago y después le golpeó la cara. El tipo comenzó a sangrar de la nariz.
La segunda vez que la vio fue en el Club Congress. Era noche de reggae. Simón tomó bastante Corona y mezcal. Comenzó a mirar a una chica levemente anoréxica de la universidad que siempre acudía al club. A Simón no le gusta mucho bailar, pero cuando ella lo sacó, no pudo negarse. Simón no bailaba en mucho tiempo. Y no había estado cerca de una mujer en mucho tiempo. Con Natalia dejaron de tocarse meses antes de que él se enterara de todo y regresara a la casa paterna de Roberto del Río. Simón se fijó que la chica de los anteojos bailaba sola. Lucía una apretada polera negra con una foto de Josh Remsen. Pensó en acercarse, pero la chica ahora estaba besando a un gordo con la cara cubierta de pelo color zanahoria y una sonrisa tipo folk.
Cuando el calor se hizo insoportable, Simón invitó a la chica anoréxica a tomar aire. Ella le dijo que se llamaba Nicki y que estudiaba Literatura inglesa. Simón le dijo que él estudió lo mismo, pero sólo duró un año; después se cambió a Cartografía. Nicki le dijo que ella no tenía sentido de la orientación, por lo que Simón le indicó el norte. Nicki lo besó con lengua y lo rozó con su helada botella de Dos Equis. Nicki olía a humo y a CK. Tenía un aro en el ombligo. Ella intentó sacarle su argolla de matrimonio, pero estaba tan apretada que no pudo. Nicki le dijo que subieran a su pieza. Simón se puso nervioso. No le gustó que ella fuera tan insistente; él prefería tomar la inciativa. En eso pasó un Greyhound con las luces de su interior encendidas. Lo miraron pasar y estacionarse en la terminal de la esquina. Luego subieron a la pieza. No hablaron. Nicki estaba borracha y tenía diecisiete. Su vientre no tenía una gota de grasa y sus costillas estaban a la vista. Simón le tiró una moneda sobre su ombligo y rebotó. Simón le dijo que se llamaba Roberto. Nicki le dijo que nunca antes había estado con un tipo tan viejo. Nicki no quiso que la penetrara. Simón acabó en el vientre de la chica. La dejó bañada en semen. Nicki quedó impresionada.
Simón estaba soñando con Natalia, con la etapa antes de que Natalia dejara de ser una desconocida, cuando lo despertaron los disparos. Primero uno fue atajado por la pared. Después otro quebró un espejo. Los gritos comenzaron de inmediato, por los pasillos. Gente hablando en checo, en alemán. Otro disparo pasó por la ventana y los vidrios cayeron sobre un auto. Simón creyó que alguien estaba en su pieza. Aterrado, se tapó con la almohada. Los disparos siguieron, todos contra la pared que estaba detrás de su cama. Entonces comenzaron los golpes en la puerta. Simón recién ahí se dio cuenta que no era en su pieza, sino al lado.
Open up!, open up!
Simón saltó de la cama, en boxers. Abrió la puerta. El pasillo olía a pólvora y estaba lleno de gente en ropa de noche. El mexicano a cargo del hotel subió corriendo y casi lo pisa. Con una llave abrió la puerta del lado. Simón vio a la escritora europea tendida en el suelo, rodeada de sangre, con una pistola en la mano y sus sesos deslizándose sobre un afiche que decía John Dillinger: Wanted dead or alive. Simón sintió una mano fría en su hombro. Era la chica de los anteojos.
—Esta escena no va a ser fácil de limpiar —dijo.
Entonces la chica comenzó a llorar. Simón intentó consolarla pero la chica se alejó de él.
—Por lo general, los muertos no me dan pena. Pero a Viveca la conocí viva.
El acento le pareció familiar pero no lo suficiente.
—Espero que puedas dormir —le dijo antes de desaparecer por el pasillo. Simón la siguió pero no pudo encontrarla. La policía de Tucson comenzó a cercar el área y luego lo interrogó. Simón ahí se dio cuenta de que tenía exactamente dos meses más hasta que su visa expirara.
Simón mira por la ventana y ve cómo el tren pasa por entremedio de un interminable lago salado que no tiene agua, sólo sal. Simón va a bordo del Sunset Express de Amtrack. El destino final del tren es Miami. Simón lo había tomado hace unas horas, antes de entregar su auto en un suburbio de Tucson. Hertz le cobró una multa pero a Simón no le importó.
El tren no está muy lleno. En su carro viaja una familia de indios. De Native-Americans que comen un pan frito en forma de tortilla. Simón cree que ya han abandonado Arizona. Mira el mapa. El tren casi ni se detiene pues no hay dónde detenerse. Simón está dudando si bajarse en San Antonio, Texas, que está a más de un día de viaje, o seguir hasta Nueva Orleans.
Simón piensa que el suicidio de anoche no fue casualidad. Cree que algo se quebró en él, pero no sabe qué. Una vez que la policía lo dejó libre, Simón se encerró en su pieza. Supo que debía arrancar de Tucson cuanto antes. No podía seguir ahí. Bajó al lobby, escuchó algunos de los chismes de las mucamas mexicanas y averiguó que el tren al este pasaba cerca del mediodía. El hotel olía a sangre. Simón no podía respirar. Simón decidió llamar a Natalia por teléfono. Contestó un tipo. Colgó.
El tren se detiene en Deming, Nuevo México. Simón se baja un segundo al andén. No hay ventas. Ni pan de huevo ni frutas ni pasteles. Esto no es México sino Nuevo Méjico, piensa. Dos ancianos de celeste descienden con dificultad. Un tipo con sombrero de vaquero se sube en la clase más económica. Simón ya no tiene chivo ni bigote y el sol le clava el cráneo.
El tren parte. Simón decide caminar hasta el viewing car, el carro para mirar, que es todo de vidrio. Simón se instala en un sillón y estira las piernas. El desierto tiene la particularidad de anular todo pensamiento. Simón, sin querer, se duerme.
—La policía dice que se mató con la última bala que le quedaba.
Simón despierta y ve a la chica de anteojos a su lado.
—Hola, yo estaba en el Congress.
—Sí, me acuerdo de tu cara.
—Soy Adriana Tejada. Sé que es un nombre horrible, pero qué puedo hacer. ¿Tú?
—Eh... Roberto. Roberto del Río.
—¿Vos sos de Chile?
—Por lo general.
—De pequeña iba mucho a Arica. Nos llevaban a ver el mar, ya que ustedes nos lo quitaron.
—¿Eres boliviana?
—Sí, pero fui hecha en Estados Unidos.
—Made in USA.
—¿Vos?
—No. Soy turista.
—Supongo que todos lo somos. Hola.
—Hola.
—¿Te molesta que te hable?
—No.
—Qué bueno porque necesitaba hablar con alguien. Me alegra de que seas vos.
El tren avanza paralelo a la frontera, casi rozándola. Está la línea férrea, una reja, un acantilado y una miseria de río que a este lado se llama Grande y al otro Bravo. Los jeeps del Border Patrol patrullan la ribera yanqui. Al otro lado no hay reja. Hay cerros secos cubiertos de chozas. En uno de los cerros, en el más alto, hay una cruz y una leyenda:
La Biblia es
la verdad.
LÉELA.
A lo largo de todo el río hay cientos de personas mirando cómo pasa el tren. Están esperando que oscurezca. Están esperando cruzar.
El tren ingresa a la ciudad de El Paso, pero El Paso está detrás de unas paredes y lo único que se ve es Ciudad Juárez. Los ancianos del tren se asoman por la ventana y miran aterrorizados el espéctaculo del Tercer Mundo acechando a tan pocos metros.
—Roberto, bajémonos. Esto está la cagada.
—¿Qué?
—¿Estás apurado?
—O sea, no, pero yo pensaba... Quiero ver el Álamo.
—Lo verás otro día. Podemos cruzar. Es sólo un puente. Cruzás y en dos minutos estás en México.
—El otro tren pasa en dos días más.
—¿Y? Hacemos hora. Nos quedamos por ahí. ¿Acaso no estás turisteando? Un turista debe turistear.
Simón apaga la radio porque ya no sintoniza nada. Revisa la hora en el tablero del Geo azul índigo que arrendó en el Budget de El Paso. La una de la mañana con doce minutos. No tiene sueño. Adriana está atrás, durmiendo. Ronca. Simón odia la gente que ronca. Le da vergüenza ajena. Tanta que no se atreve a decirle que deje de hacerlo. Natalia nunca roncó.
A Simón le cuesta creer que ya no está en Texas y que haya regresado a Nuevo México. Lo que más lo asombra es percatarse de que lleva tantos días con Adriana Tejada a cuestas. Esto no estaba en sus planes.
Simón y Adriana se bajaron del tren en forma intempestiva y dejaron sus escasas pertenencias en la custodia de la vieja estación de tren de El Paso. Caminaron cinco cuadras por una calle infecta atestada de boliches de ropa barata, hasta que llegaron al borde mismo donde finalizaban los Estados Unidos. Estaba anocheciendo y por el Río Grande bajaba una brisa que olía a fréjoles y a petróleo quemado.
Luego de pasar 25 centavos de dólar, cruzaron el puente Santa Fe. Nadie les pidió documentos; ni los miraron. Cuando llegaron al otro lado, a la Avenida Juárez, Simón sintió que estaba en otro mundo. Los olores eran otros y algo le daba miedo. Estados Unidos y, de alguna manera, su protegida vida allá en la tranquila comuna de Providencia, le parecían muy distantes. Esto, pensó, es el mundo real. Este era su mundo, un mundo que nunca había visto.
Adriana caminaba rápido y parecía conocer la ciudad. Le dijo que se salieran del circuito para gringos y se perdieran en el barrio malo. A Simón no le gustaba esto de perder el control y ser dirigido. Tampoco confiaba en Adriana. Le parecía impredecible. Simón detesta todo lo que llega de improviso.
La ciudad no estaba llena de mendigos ni era Calcuta. No es que se viera pobre; más bien, parecía no tener riqueza a pesar de que no había otra cosa que negocio tras negocio iluminando la oscuridad. Nada aquí parecía terminado, todo era precario, a punto de desmoronarse. Aquí reinaba el caos y había energía, ruido y movimiento. Demasiado movimiento y, sin duda, demasiada gente.
Los dos terminaron en un bar estrecho y derruido que tenía varios salones pintados de calypso y rojo. En uno, una tipa bailaba totalmente desnuda un tema de Yuri y se introducía una botella de Corona en su vagina mal depilada. En otro, un grupo de hombres jugaban pool. Adriana pidió tequila con limones. Exigió Cuervo Dorado, añejo.
—No ando con mucha lana. ¿Pagás vos?
El cambio les era muy favorable. Todo era regalado, la verdad. Adriana tenía bonitos dientes. Simón era un tipo que se fijaba en los dientes. A diferencia de casi todos sus amigos, lo primero en que se fijaba era en la sonrisa. El acento, en cambio, no le parecía boliviano. Aunque tampoco tenía tan claro cómo sonaba ese acento. Sí le parecía que a veces hablaba con palabras que eran de otros países, pero tampoco podía apostarlo.
—¿Y el gusano?
—El tequila no viene con gusano. Es el mezcal, Roberto.
—¿No es lo mismo?
—Mira, el tequila es un mezcal, pero un mezcal no siempre es un tequila. Mezcal es el genérico, ¿entendés?
—No.
—El tequila sólo se hace en Tequila. En el estado de Jalisco. El mezcal, en cambio, se embotella en cualquier parte.
—Como el pisco y el aguardiente
—Aunque el pisco pisco es peruano. Además, es mejor. Disculpa, pero fui criada odiando a los chilenos. No es nada personal.
—¿Y tú me odias?
—¿Qué decís?
—¿Si me odias?
—No quisieras que te odiara, Roberto. Odiando soy un peligro. Te conviene mucho más que te quiera. No sabes cómo soy cuando quiero.
Simón la miró fijo, demasiado fijo, con esas miradas que envían mensajes y biografías y hasta flores. De inmediato se arrepintió. No necesitaba ese tipo de cercanía. Menos con alguien que recién conocía.
—¿Entonces el gusano es por el cactus? ¿Los cactus están llenos de gusanos? ¿Es eso?
—Ni el tequila ni el mezcal se hacen de cactus, sino de agave. Ojalá azul.
—¿Y como sabes tanto?
—Tomando se aprende.
Adriana se zampó un corto de tequila y ni siquiera sus ojos denotaron el escozor del trago mientras bajaba por su garganta.
—Eres impredecible, Adriana Tejada. ¿Lo sabías?
—Y tú predecible, Roberto del Río.
Luego los dos se sonrieron y miraron cómo un tipo chaparrito le lamía la vulva a una chica con unos pechos enormes y plásticos.
—Me parece romántico.
—¿Te parece qué?
—Me gusta cuando un pelado me hace acabar con su lengua. Tuve un novio filipino bajito así, pero con una lengua tan, tan sedosa. No sé, que un hombre sea capaz de esperar y me atienda como corresponda allá abajo, me da confianza. No sé. Me parece romántico.
—Pero no que sea en público.
—No, claro. Pero de todos modos me conmueve.
En muy poco tiempo, los dos ya estaban borrachos. Adriana trató de contarle algo su vida.
—¿Conoces Santa Cruz?
—Santa Cruz, Chile, sí. La capital del vino.
—Santa Cruz de la Sierra, tarado.
—¿Debería?
—Sí. Las mejores mujeres de América son de ahí. Yo quizá no soy el mejor ejemplo, pero lo cierto es que las peladas de mi ciudad son impresionantes. Todos fornicaron con todos y la mezcla de razas siempre resulta en algo interesante. Lo que prueba que el deseo da más frutos que la abstención.
—Yo no te encuentro fea.
—Yo tampoco. Pero no estamos hablando de eso.
Adriana le contó a Simón sobre su padre, quien hizo un doctorado en Antropología en Berkeley. Cuando su madre, una cruceña de origen suizo, quedó embarazada, su padre, un simpatizante de Sendero Luminoso, no quiso tener una hija americana.
—No le molestaba obtener dinero de los contribuyentes californianos para que estudiara su mierda anticapitalista. Pero el carajo de viejo sabía que sus colegas que se quedaron en Bolivia lo miraban con recelo por estar inserto en medio del clítoris del imperio yanqui. Yo fui su sacrificio. Despachó a mi madre para que yo naciera allá y así me cagó con mi nacionalidad. No tengo ni tarjeta verde.
—¿Y qué hacías en Tucson?
—Una larga historia. Lorenzo estudiaba Antropología. Creí que era amor, pero era otra cosa.
—¿Qué era?
—¿Qué crees? ¿Por qué la gente se empareja con gente que no quiere?
Simón miró la mesa. La botella de Cuervo estaba vacía. Se sentía horrible, mareado, mal. Adriana se puso a lagrimear y trató de abrazarlo.
—Mejor nos vamos.
—Pidamos otra más. Aún no te cuento lo peor. He vivido muchas cosas malas.
—Quizá, pero no me voy a quedar acá. Volvamos a la civilización.
Simón ayudó a Adriana a levantarse y salieron a la calle y Simón se fijó que era de tierra. Simón no tenía idea dónde estaba y no deseaba preguntar para no revelarse como turista.
—La he pasado más mal que bien —le dijo a la salida—. Mi vida no es como quise que fuera.
Simón la miró extrañado, pues a veces él pensaba lo mismo.
—A poca gente le resulta. No estás sola.
—Pero tú sí lo estás. Se te nota.
Por fin llegaron a una calle pavimentada. Después de dar vueltas en vano, encontraron la avenida que daba al puente. En una tienda para turistas, Adriana compró otra botella de Cuervo,pero esta vez blanco.Simón lamentó haberse bajado del tren.
—Deja de tomar.
—Sí, mami.
En una esquina, frente a una taquería que emanaba aceite y chile, Adriana se bajó los pantalones, se encuclilló y comenzó a mear a la vista de unos tipos con bigotes que vestían iguales. Simón decidió abandonarla y comenzó a caminar con el paso apresurado rumbo a El Paso. Adriana corrió dos cuadras y casi le pega. Era fuerte.
—Uno no abandona a los amigos cuando están mal.
—Sí, pero tú no eres mi amiga ni estás mal.
Simón tomó otro trago y siguió caminando. Adriana lo siguió como un perro. Cruzaron el puente y cuando llegaron al otro lado tuvieron que pasar frente al oficial de inmigración. Adriana lo abrazó y comenzó a acariciarle el vientre bajo su polera. El oficial los miró. Adriana le guiñó el ojo y, en perfecto inglés, le dijo «what a town». El tipo le respondió «you got that right» y los hizo pasar. No les pidió pasaportes ni documentos.
—Menos mal. Porque estoy ilegal.Mi visa venció hace rato.
Simón sintió que arribaba a una ciudad fantasma. Reinaba el silencio y los ecos. Ningún auto recorría sus estrechas calles. Los únicos peatones en toda la ciudad eran ellos.
La estación de tren de El Paso estaba cerrada, por lo que no pudieron retirar sus bolsos. Simón llamó al número de una compañía de taxis que estaba pegado al lado del teléfono público. Adriana, en tanto, se acurrucó en las escalas y siguió durmiendo, abrazando su botella de Cuervo.
El apellido del taxista era Ramírez, pero luego de varias tentativas por parte de Simón entendió que el tipo del pelo casposo prefería trabajar en inglés. Simón le pidió que los llevara a un hotel ni muy caro ni muy malo. Ramírez miró a Adriana con sospecha y le preguntó a Simón si estaba limpia. Simón se lo aseguró y forzó a Adriana dentro del taxi. Luego se subió él. Adriana apoyó su cabeza sobre su entrepierna. Simón sintió su calor y, sin tenerlo muy claro, comenzó a acariciarle el pelo.
Ramírez los llevó al hotel Gardner. Se demoraron cuatro minutos. Recorrieron las desoladas calles de la ciudad. Simón miró los tristes edificios art-déco que parecían haber sido clausurados algunas décadas atrás. Una manada de perros arrabaleros dormían en la plaza principal. El Gardner se alzaba al otro lado de la línea ferroviaria y de un paso bajo nivel. Ramírez le dijo que igual debían pagarle diez dólares por el viaje.
El Gardner tenía algo del Congress; quizá fueron construidos en la misma época. Ambos también eran albergues y olían a cuero y a ladrillo húmedo. Le informaron que el hotel estaba copado de europeos. Simón prefería no dormir con Adriana, pero no había otra posibilidad. Indeciso, Simón aceptó la única pieza disponible. Adriana, con los ojos borrosos, lo miró mientras pagaba, pero no hizo ademán de colaborar con el pago.
—¿No tienen bolsos? —preguntó el recepcionista, un chico cuya piel mostraba las huellas aún frescas de un acné arrollador.
Simón y Adriana subieron la larga escala en silencio. La pieza 236 estaba al final de un pasillo estrecho, oscuro y tibio. A Simón le costó insertar la pesada llave. Captó que estaba mareado y con sueño. La pieza tenía dos catres de bronce y una ventana que daba al letrero luminoso. Todo se veía verde.
—Creo que voy a dormir hasta mañana por la noche. No me despiertes, Roberto, ¿quieres? No sabes lo cansada que estoy.
Simón cerró la cortina, pero la luz verde seguía infiltrándose. Al darse vuelta, vio a Adriana terminando de sacarse los calcetines. Estaba totalmente desnuda y se veía mejor de lo que se había imaginado.
—Qué.
—Nada.
—Hace calor. Dormiré mejor peladinga. Espero que no te moleste.
—No.
Adriana sonrió. Simón le sonrió de vuelta.
—Abre una ventana, Roberto. Necesito aire fresco y agua. Mucha agua. Tráeme agua. ¿Puedes?
Simón caminó alrededor de todo el hotel por el angosto pasillo pero no encontró una máquina. Bajó la escalera y le preguntó al recepcionista, quien le recomendó bajar a la cocina del albergue. Simón colocó un billete de dólar en la máquina y compró una botella de agua para Adriana y un té helado Lipton para sí mismo.
Al volver a la pieza, Adriana dormía. Roncaba a todo pulmón. Estaba descubierta, de espaldas, con las piernas abiertas. Su cara y sus brazos, en cambio, parecían desaparecer bajo varias almohadas. Toda su piel se veía verde. Simón abrió la botella y la dejó en el velador. Se acercó a ella y le miró el vientre. Subía y bajaba. Si roncaba, no podía estar fingiendo. Sin duda, dormía. A patas sueltas. Literalmente. Simón le tocó el vientre y le pareció suave y extremadamente tibio. Casi como si tuviera fiebre. También le miró su enrulado y exuberante pubis brillar bajo ese neón que palpitaba. Simón se acercó al pubis de Adriana y lo olió. Inhaló la mezcla de fragancias y sintió cómo el tequila de inmediato se disipaba de su organismo. Simón quiso tocarla de nuevo pero se dio cuenta lo que estaba haciendo y se detuvo. Pero luego lo pensó mejor. Muy suavemente, rozó los pelos con su dedo índice. El cuerpo de Adriana vibró, por un instante, y Simón saltó lejos. Ella seguía durmiendo. Simón entonces restregó su dedo índice debajo de su nariz y se acercó a su cama. Se sacó casi toda su ropa, aunque se dejó su polera gris. Simón botó las frazadas al suelo y deslizó su mano dentro de su calzoncillo.
Simón despertó a media tarde. Con la luz del día, Adriana se veía más carnal, pensó, aunque ahora sólo veía su cara asomarse bajo las sábanas color crudo. Simón se duchó, le dejó una nota y recorrió el centro de la ciudad. El ajetreo y la muchedumbre le recordó el barrio santiaguino de Patronato. Después caminó bajo el sol calcinante hasta la estación de tren, donde retiró los bolsos. Ahora sobraban los taxis. Se fijó que Ramírez no fuera el chofer y tomó uno conducido por un hombre con una mano de plástico. Le pidió que se detuviera en un Seven Eleven, donde compró Anacin y comida basura. En el taxi se tomó cinco tabletas con una botella de Gatorade de pomelo.
Debajo del hotel Gardner había un restorán lastimado. Simón pidió enchiladas grasosas y miró el noticiario de Univisión en la tele. Se enteró que Don Francisco estaba en San Antonio, al frente del Álamo, promocionando un carrier telefónico. «Los latinos necesitamos conectarnos con nuestra casa», aseguró. Después subió a la pieza. Antes de abrirla captó que algo no estaba bien. Pensó un par de escenarios posibles: se imaginó que Adriana ya no estaba, que se había fugado con sus documentos. Luego pensó que quizás ella miró su pasaporte y se dio cuenta de que no era Roberto del Río.
Simón abrió la puerta y la vio tendida en el suelo, rodeada de sangre. Estaba envuelta en una sábana cuajada de rojo. Adriana se veía pálida y no se movía. Simón pensó en Tucson, en el Congress, en la escritora. Miró la cama: estaba roja, con vómitos sobre la almohada. También vio la botella de Cuervo vacía. Simón se acercó y comprobó que Adriana estaba viva. Le habló, pero Adriana sólo emitía quejidos. De su boca le salía sangre. Simón tomó el teléfono y marcó 911.
Adriana Tejada había sufrido un ataque de cirrosis hepática. Se le había reventado una várice del esófago o algo así. El esfuerzo del vómito la hizo estallar. Perdió mucha sangre. El doctor le dijo que le salvó la vida. Pudo haberse desangrado. A Simón no le gusta la idea de andar salvando vidas, pero qué iba a hacer. A Adriana le tuvieron que hacer una transfusión.
Le formularon muchas preguntas sobre el tipo de sangre, enfermedades pasadas, sida, hepatitis, alergias. Simón no pudo responder. Simón revisó el bolso de Adriana para ver si encontraba algún seguro o papel importante. Ahí se dio cuenta que Adriana Tejada era, en rigor, Ana Cecilia Salazar Tejada. Al menos, eso decía su vencido pasaporte boliviano. También se enteró que Adriana tenía dos años más que él, a pesar que se veía cinco años menor. Según el pasaporte, su estado civil era casada. Según su licencia de conducir del estado de Pennsylvania, su apellido era Moorehead y residía en un sitio llamado Bethel Park. Cuando la enfermera lo interrogó sobre el seguro de su amiga, Simón cedió a regañadientes su Mastercard. No la tarjeta de la empresa sino la suya.
—Es usted un gran amigo —le dijo la enfermera latina—. Ojalá yo tuviera alguien como usted a mi lado.
Simón termina su soft-taco y deja su bandeja con papeles en la mesa. El Sonic Drive-In está saturado de soldados de la base militar de Fort Bliss. Los soldados lo saludan con respeto. Simón, entonces, se acuerda de su corte de pelo a lo marine. Simón decide ir al cine. ¿Qué otra cosa puede hacer en El Paso? Se sube al auto que arrendó. En la radio suena Tom Petty. Walls. Comienza a manejar rumbo al centro. Adriana lleva cuatro días hospitalizada. Los doctores creen que será dada de alta en una semana más; Simón ha decidido esperarla. Por suerte, piensa, hay varias películas que ir a ver.
—Perdona. Creo que tomé demasiado esa noche allá en El Paso. Perdí el control.
—Definitivamente —le responde Simón—. En todo caso, a todos nos ha pasado. Sé que no fue a propósito.
—Es que fue a propósito.
—...
—¿Te quisiste matar?
—Eso no. Sé lo que pasa cuando un tipo se suicida. No es algo agradable. Trabajé limpiando sitios de crímenes. No es un trabajo fácil.
—Momento. ¿Trabajaste en qué?
—No todos los latinos lavan platos.
—¿Limpiabas muertos?
—No, sus casas o departamentos. Cuando viví en Pittsburgh me dediqué a limpiar la mierda que dejan los muertos. No te imaginas cómo queda un departamento luego de que una viejita encantadora ha estado cinco días descomponiéndose. El negocio se le ocurrió a una pareja de lesbianas. Ellas eran muy pulcras y no eran negreras. Una de ellas había sido policía y se dio cuenta de que los parientes no se atreven a limpiar. Además, es peligroso. Te puedes contagiar. Uno aprende mucho de la vida cuando te toca un trabajo así.
—Entonces... No entiendo. Me confundes. Me perdí.
—Que no me quise matar. Eso. Tengo cirrosis. Desde hace muchos años. Me lo descubrieron en Cochabamba. Y nada, pues. No debo tomar. Ni una gota. Lo que pasa es que perdí el control, estaba nerviosa y eufórica y tomé. Tomé más de la cuenta. Y cuando te fuiste, desperté con unas pesadillas. Te eché de menos. Me cagué de miedo. Así que seguí tomando. Un error, claro. Pero uno, al final, es la suma de sus errores, ¿no?
Simón lo piensa y asiente.
—¿Antes tomabas mucho?
—Hay ciertas cosas de las que no voy a hablar. Ni siquiera contigo que me salvaste. No porque me salvaste significa que puedes hacer lo que quieras conmigo.
—Perdona.
—Nada que perdonar, Roberto. Con perdonarme a mí tengo para toda una vida. Cambiemos de tema, ¿te parece?
Los dos están sentados, frente a frente, en una butaca de un Denny’s de Las Cruces, Nuevo México. Simón pensó que Las Cruces era un pueblito pero es más bien una ciudad chica, que no es lo mismo. Afuera hace calor y las calles están atochadas de autos y camiones. Adriana mira los restos de un pollo a la plancha con verduras, el plato más sano de todo el menú. Simón juega con su papa cocida con crema ácida. Las costillas agridulces estaban demasiado dulces, piensa. El local está prácticamente vacío. En la radio suena un disco de Kenny Rogers.
—No me has contado nada de ti.
—What you see is what you get.
—¿Y ese anillo? ¿Sos casado? ¿Dónde vive ella?
Simón trata de inventar algo sin que se note.
—Soy viudo. Cuando Paula falleció acepté el traslado acá a los Estados Unidos. Ahora vivo en Los Angeles.
—¿Y qué hacés?
—Cosas. Detesto que la gente pregunte por las profesiones de las personas. «¿Y tú qué haces?». Qué importa lo que uno haga. Y si uno no hace nada. ¿Qué implica eso? Lo que uno hace pocas veces tiene que ver con lo que uno es.
—Me lo decís a mí.
—Recibo los aviones de Lan. Ayudo a los trámites de aduana. Mi labor es ver que la carga sea despachada sin demora. En especial, lo que se refiere a comida o perecibles. Salmones, fruta, flores.
—¿Y te gusta tu trabajo?
—No demasiado.
—¿Entonces...?
—Necesitaba estar un tiempo fuera de mi país. Necesitaba tomar distancia.
—No tienes niños, deduzco.
—No —le dice, aunque decir la verdad le parece raro.
—¿No quisieron?
—No pudimos —miente—. Mi mujer tuvo cáncer al útero. Por suerte, fue rápido.
—¿La amaste?
—Al principio.
Una mesera de nombre Lupita le ofrece café y Simón acepta. Adriana le pide ice water. Lupita retira los platos. Simón le cuenta acerca de su infancia. De la infancia de Coné Cruz. Simón siempre ha creído que Coné se transformó en lo que se transformó debido a una infancia demasiado feliz y acomodada. Le cuenta a Adriana de su abuelo embajador y de sus veranos en Kenia y Marruecos y en Nueva Delhi. De su colegio inglés con hiedra y corbatas rayadas. De sus muchas hermanas campeonas de gimnasia rítmica. De cómo metía goles en campeonatos y de cómo las chicas lo acosaban por teléfono y le enviaban cartas de amor. Simón le habla con detalle y sentimiento sobre su madre productora de telenovelas («Ella descubrió a Claudia di Girolamo, no sé si sabes quién es») y de su padre comentarista deportivo («Todos los domingos me llevaba al estadio. Y para mis cumpleaños llegaban todos los futbolistas. Carlos Caszely, Elías Figueroa, hasta el Pato Yáñez cuando era flaco y cool y salía con la Viviana Nunes»).
Simón paga la cuenta. Por un instante, siente que quizá Coné Cruz no es un mal tipo. Afuera el aire está tan cálido y seco que cuesta respirarlo. Se suben al auto. Adriana baja su ventana.
—Tanto aire acondicionado me desacondiciona.
Simón mira el mapa y decide tomar la ruta 70 rumbo al norte.
—¿Adónde vamos?
—No sé. Veamos adonde nos encuentre la noche. Quiero pasar por donde lanzaron la bomba atómica.
—Te gustan los mapas, ¿no?
—Sí.
—Una vez tuve un novio que quiso ser cartógrafo. Pero lo mataron.
—¿Cómo?
—Es una larga historia pero me da pena recordarla. Quizás algún día te la cuente. Por eso me fui a Miami. Para olvidar. Y porque me casé con Jeff, claro.
—¿Jeff?
—Jeff Brink. Pero nunca lo amé. A Jeff lo conocí gracias a Raquel Welch.
—¿Me estás hueveando?
—No.
Simón piensa que sí lo está hueveando. No le gusta que invente tanto. Le parece sospechoso. Cree que se le está pasando la mano. Abusando, incluso.
—O sea, Raquel no es tía-tía mía. Es más bien como prima en novecientos grados. Algo así. Mira, no soy experta en lazos sanguíneos. Pero, al final, todos los Tejada de Bolivia son los mismos Tejada. Y en Bolivia, cualquier pariente es un tío o tía.
—Ya, ¿pero qué tiene que ver una cosa con la otra?
—Raquel Welch se llama Raquel Tejada. Ese es su verdadero nombre: Raquel Tejada. Todo boliviano sabe eso.
Simón recuerda el pasaporte. Tejada no es invento. Quizá sea verdad. ¿Pero cuándo miente? ¿Cuándo dice la verdad? ¿Cómo se puede saber?
—Welch fue su primer marido y es un gringo —sigue Adriana—. Pero su padre es tan boliviano como el estaño. Su padre es un paisano que llegó a Chicago buscando mejores horizontes. Su madre, eso sí, es gringa. Nadie es perfecto.
—¿Y conociste a Raquel en Miami?
—No, calma. ¿Acaso no me crees?
—No. Te creo.
—Yo creo que no. Que no me crees.
—Te creo. Lo que pasa es que cuesta creerlo.
—Pero es verdad. Y es simple. Cuando Raquel Welch decidió conocer la tierra de su padre, necesitó una traductora. Yo estudié en el colegio americano. Raquel me eligió por mi apellido. Se fascinó con que yo fuera una Tejada. En Bolivia, Raquel fue recibida como una heroína, como una diosa, porque es una diosa. No te imaginas lo guapa que es. Luego ella me hizo contactos para que trabajara en la industria del espectáculo, pero no resultó. Se desentendió de mí.
—¿Cómo?
Simón la mira de reojo y trata de ver si su cara delata su mentira. Cómo es capaz de inventar y mentir tan rápido, piensa. ¿Cómo lo hace?
—Su agente no me dejó acercarme. Nunca me llamó de vuelta. Pero yo ya estaba en la Florida, así que no me importó tanto. Prefiero acordarme de cuando la conocí. Cuando llegó a Santa Cruz invitada al Festival Iberoamericano de Cine. No me puedo quejar. Se portó diez puntos conmigo. Fue toda una dama. Graciosísima, además. Graciosísima.
Simón y Adriana están en la cumbre de una duna que parece azúcar. Alrededor de ellos no hay más que dunas blancas que refractan con sus granos la luz del sol.
Están en White Sands National Memorial, en Nuevo México.
Hace calor pero está seco. No transpiran. Pronto deberán retornar a la carretera. Deberán encontrar un pueblo donde alojarse. Quizá Roswell, donde aterrizaron los extraterrestres. Quizá Socorro. Simón no tiene muy claro adónde van pero sabe, al menos, que la idea es llegar al mar. Al Pacífico.
Adriana le toma la mano a Simón y se la besa.
—¿Y eso?
—Por todo.
Adriana le toca la cara con sus dedos como si fuera ciega. Adriana lo asusta pero también lo tranquiliza. Le da confianza.
—Vos me ayudaste, me hiciste una gran gauchada.
—No fue a propósito. Ocurrió. ¿Qué iba a hacer?
—Eres un gran tipo. A pesar de todo.
—¿Qué significa «a pesar de todo»?
—Eso: a pesar de todo.
Simón siente que, a pesar de todas las mentiras, las de ella y las de él, ya son algo así como una pareja. Simón le cree a Adriana. Eso le parece extraño.
—Qué bueno que te conocí, Adriana —le dice.
Hace mucho tiempo que Simón no sentía que alguien le decía toda la verdad. Y eso que todo lo que le dice es quizá mentira.
Simón mira el letrero que acaba de iluminar con las luces altas de su auto arrendado. Socorro ya quedó atrás. El pueblo al que desea llegar está bastante más allá. 81 millas más, por el desierto, por la I-25. El reloj del tablero ahora marca las 3.26. Adriana está atrás y duerme. Adriana ronca y, cada tanto, se ha tirado pedos que parecen bombas. Simón decide jugársela. En una hora y media más podrán llegar a Truth or Consequences. La verdad o las consecuencias. Qué nombre más extraño para un pueblo. La verdad o las consecuencias. El dilema de siempre, a menos de 80 millas.
Simón señaliza y toma el desvío. El pueblo está bajo un cerro y la luna refleja el Río Grande que, en esa parte del continente, está en sus primeras etapas, muy lejos de la frontera. Truth or Consequences sólo posee un semáforo, pero no hay ningún auto circulando. Simón llega al final del pueblo; hay un par de bombas de bencina. Se detiene en una y baja. Conversa con un tipo indígena al que le falta un ojo. Le cuenta que todos los moteles convencionales están copados, pues el pueblo ha sido tomado por los Hell’s Angels. Simón se acuerda de una vieja película que vio en la televisión en la cual un grupo de motociclistas comienza a matar y violar a todo el pueblo. El tipo de la bomba de bencina adivina el pensamiento de Simón y le dice que son buena gente. Después le recomienda un hostal. Simón anota la dirección.
—Despierta. Llegamos.
Adriana se restriega los ojos y mira a su alrededor. Ambos se quedan en silencio. Afuera del auto hace frío. El frío del desierto.
—¿Dónde estamos?
—La verdad o las consecuencias —le responde Simón.
—No entiendo.
—Así se llama el pueblo. Aquí nos vamos a quedar.
Simón calcula que por el Riverbend Hotel deambulan unos veinte europeos, todos rubios. La mayoría son hombres. Hay noruegos, alemanes, suecos y daneses. También hay un par de chicas holandesas que se ríen por cualquier cosa. Y unas suizas pecosas que hablan italiano. Los noruegos son tres y se parecen al desaparecido grupo A-Ha. Andan con pantalones de cuero y botas. Los daneses tienen barba y el pelo a lo rasta. Son todos muy jóvenes, universitarios, y hablan el inglés como lo pronuncian en MTV Europe.
Simón abre una cerveza y se sienta al lado de la fogata que está rodeada de escaños de cemento. El fuego se ve azul. Unos suecos insertan marshmallows en unos palitos y los colocan en las llamas. Simón camina hasta la terraza, que humea por el vapor. El cielo está saturado de estrellas. Adriana está dentro de una tina, desnuda. A pesar del ataque, se ve fibrosa, fuerte, segura.
Una holandesa termina de enrollar un pito junto a una chica que parece hopi o navajo. La holandesa también está desnuda y carga unos senos demasiados grandes y resbalosos. Dentro de las otras tinas hay una media docena de europeos sin ropa. Uno de ellos se sale de la tina y cambia la cinta a algo semejante a Morphine. Son muy delgados y lampiños y cuesta diferenciar a un chico de una chica.
Adriana mira a Simón y le hace una seña.
—Ven.
Simón se acerca. Siente el vapor del agua. Simón se fija que el sol ya se ha puesto. La luz que permanece en la atmósfera tiene un tinte rojizo.
—Entra.
—Me voy a mojar.
—Yo después te seco.
Adriana lo mira mientras se despoja de su ropa. Lo hace lento y no le es fácil, pero, una vez que ya casi no le queda nada, se apura. Sonríe. Su piel siente el viento helado. Simón ingresa a la tina. Una de sus piernas roza una de las piernas de Adriana.
Las tinas son más hondas de lo que Simón pensaba. Son como piscinas de niños. El único ruido es el agua que burbujea. Entre el vapor, Simón alcanza a divisar las estrellas. Estira la cabeza muy atrás mientras el resto de su cuerpo se pierde bajo el agua. El fondo de la madera es resbaloso. Siente cómo la mano de Adriana recorre sus piernas y acaricia su único testículo.
—Ya me contarás que pasó acá, Simón. Simón Rivas.
Uno de los vaqueros toca una campana y pone una olla de porotos sobre la fogata. Huele a barbacoa.
—Antes este pueblo se llamaba Hot Springs, pero hubo un plebiscito y decidieron cambiarle el nombre.
Adriana lo escucha con los ojos cerrados.
—Fue por un concurso de la televisión. Le pusieron el nombre del programa. No estaban contentos con el nombre, así que partieron de nuevo.
Del cerro desciende una brisa que diluye todo el vapor que emerge del agua. Simón mira las constelaciones y busca infructuosamente la Cruz del Sur. Simón cree que un grupo de estrellas forman una figura que se parece a un boomerang.
—Me gusta más Simón que Roberto. ¿Te puedo decir Simón?
Adriana se acerca y lo besa. Simón la besa de vuelta. Le cuesta imaginarse que se llama Cecilia. Ni Ana. Adriana tiene cara de Adriana, piensa.
—Pero yo prefiero Adriana.
—Como quieras.
—Adriana, entonces.
—Adriana.
Simón se sumerge en el líquido caldeado. Mientras baja, abre los ojos, pero sólo ve la efervescencia del agua agitada.
Simón despierta con el sol en la cara. Está transpirando. Dentro de la barraca de metal el calor es global, paralizante. Simón salta del camarote superior y ve que Adriana continúa durmiendo. En el camarote de enfrente un tipo muy flaco y muy rubio apesta a calcetines sucios.
Simón se pone sus jeans y sale al aire libre. El frío es montañoso y el viento le corta la cara. El hostal da al río y está sobre unas napas subterráneas de aguas calientes. Simón huele el tocino y el humo del fuego. Simón piensa en lo distinto que se ve todo de día. Quizá sea cierto que es mejor llegar a un sitio de noche. Así hay más sorpresa. El sol y el nuevo día cambian toda la perspectiva. Truth or Consequences ya no le parece tan misterioso ni abandonado. De día incluso le parece acogedor.
Simón baja al río. El paisaje le recuerda el Cajón del Maipo. Y Siete Tazas. Las Siete Tazas le gustaba a Natalia, piensa, aunque cuando intenta pensar en la cara de Natalia, sus contornos se diluyen. A Simón esto lo alegra. Lo alegra tanto que se saca la argolla y la deja caer a una poza. La argolla brilla bajo el agua. Simón piensa en aquel verano en Vichuquén en que leyó todos los tomos de El señor de los anillos.
Después decide salir al pueblo a recorrer sus calles. Hay mucho que conocer. Aunque tampoco tiene apuro. Simón cree que se quedarán aquí unos días. Después, se verá. Por ahora no hay apuro. No hay ningún apuro.
Simón mira cómo pasan frente a él 200 motociclistas enfundados en cuero arriba de sus Harleys. Siente el viento de las motos en su cara. Simón no puede dejar de sonreír.