La mañana me trajo la brisa y barrió toda la opresión de la noche anterior.
Al salir del trabajo fui a casa de mi madre. Quería verla y enseñarle la nota. En el bolso metí el papel arrugado y en ese instante me acordé de mi fantasma. Él no hubiera tirado a la basura aquel tesoro, seguro que lo habría puesto entre las hojas de un libro y lo habría custodiado hasta que yo llegara. O no. ¿Por qué idealizamos a los que ya no están? Quizás hubiera hecho lo mismo. Lo hubiera roto antes de poder guardarlo.
Mi cabeza se debate entre un fantasma y su forma de ser, la que le he construido en mi cabeza a lo largo de tantos meses. La idealización al amor, son edulcorantes que uno echa a la sopa de pescado para que esté más sabrosa.
Quizás soy una mujer infiel. Como lo fue mi abuela Anastasia. Quizás estos pensamientos, que de vez en cuando vienen como las olas de una playa a bañarlo todo, son pequeños avisos que alertan que pronto comenzaré a serlo. Quizás tenga que huir antes de hacer daño a Sebastián. Quizás él discute tanto conmigo porque está cansado de mí. Quizás la convivencia es un campo de minas. Quizás pienso demasiado.
Llego al tercero. Y allí está mi madre con un gesto de desconocimiento hacía mí. Me ha vuelto a olvidar. Saludé deprisa y fui hacia el perchero. Me puse mi sombrero marrón y la cogí de la mano. Juntas fuimos a la sala de estar.
—Hola, Belma. Esta tarde voy con tu hermana de compras. Tenías que haberme avisado de que venías. Ella se está acicalando como las ratitas presumidas —reía de forma dulce.
—Solo será un momento. Quiero hablar contigo, mamá.
—Tú dirás. ¿No te habrán echado del trabajo?
—No, sigo haciendo fotos a todos los edificios.
—Tienes un trabajo muy bonito. Es una pena que a mí nunca me interesó la fotografía.
Revolví el bolso y, como quien saca una mariposa disecada con miedo a que se rompan sus alas, mostré el papel.
—Este papel lo he encontrado en el cajón 57 del chifonier —dije con valentía.
—¿Y qué dice?
—Viene en inglés. Era de la abuela. Lo que te voy a decir ahora, no quiero que te trastoque —dije con algo de miedo.
—No te entiendo bien, hija.
—¿La abuela estuvo muy enamorada del abuelo?
—Pues claro. Me tuvieron a mí.
—Acabas de decir, mamá, una tontería. Quiero saber si tú notabas algo extraño. Un alejamiento entre los dos. Algo que te hiciera sospechar que la abuela no estaba feliz en su matrimonio.
En ese momento, Delia entró como un siroco que levanta todos los muebles de una casa vieja.
—¿Tú estás loca, Belma? —Y volvió a repetir—: ¿Tú no estás bien, verdad?
—Espera, Delia. Es importante. Mamá puede saber cosas —le dije increpándola.
Delia, levantándome del chester, me cogió del brazo con fuerza y me llevó a un rincón.
—¿No te das cuenta que estás ahondando en cosas que pueden acabar con todos estos años de tranquilidad?
—¿Me estás diciendo, Delia, que es preferible que mamá no sepa cómo era su madre y que olvide todos sus recuerdos?
—Eres una egoísta, Belma. Te ruego que te largues. No vives aquí, y para ti es más fácil.
—No me iré sin que lea la nota.
—Lee y luego márchate.
Con la voz temblorosa y traduciendo las palabras de nuevo dije:
—«En algún lugar en su sonrisa ella sabe, que yo no necesito ningún otro amor».
Mi madre limpiaba la plata, una bandeja pequeña que se escurría entre sus manos delicadas.
—Es muy bonita —dijo sonriente.
—Mamá. Está en inglés. ¿Recuerdas algún hombre inglés en la casa?
—No cariño. No te atormentes. No había nadie inglés en aquella casa.
—Ya lo tienes, Belma. Ni hombres ingleses ni amantes ingleses.
Cogí mi nota y le di dos besos fuertes. Yo también era consciente de lo que podía significar hurgar en el pasado de mi madre. Pero era la única manera de entender el mío. Sabía que volvería. Y lo haría cuando Delia no nos interrumpiera.
Bajé a la calle y fui a buscar a Sebastián para dar un paseo por el Parque del Oeste. Le había prometido que un día usaríamos las bicicletas eléctricas por Madrid. Y qué mejor día que hoy. Necesitaba escapar del bullicio de coches.
Las cogimos de la calle del Cordón, solo quedaban dos con luz verde y subimos por toda la calle Mayor. Sebastián, con su pelo revuelto, alargaba el brazo y me daba el paso. Íbamos como dos locos subidos en ellas. Primero él me adelantaba y luego yo a él. Al llegar a la curva del Parque del Oeste se detuvo en seco.
—Belma, he puesto el anuncio en ForoMusicos.es. El chico me ha ayudado a describir lo que quiere para su canción y lo hemos colgado en el foro. «Se busca compositor con influencias de Calamaro, Antonio Vega y Arjona, con voz melódica, que quiera componer una canción. Con conocimientos armonía y teoría musical».
—A ver si tenéis suerte. No es fácil encontrar exactamente lo que buscáis.
—Todo es saber esperar. No hay prisa.
—Y, mientras, tú, ¿sigues buscando más autores, Sebastián?
—Lo intento, pero no es fácil, Belma. Creo que con que llevara dos buenos tendría para vivir.
Puse una cara, novia agobiada, la incertidumbre cuando viene de fuera me aterroriza. Sebastián tenía un trabajo seguro, y ahora andaba como una cometa sin hilo. A veces me enamoraba y a veces me desesperaba. Todo en uno. El pack iba junto y lo tenía en mis manos. No hizo falta hablar.
—¿Qué nos pasa, Belma?
Ahora no era el momento de analizar la relación. Ni yo misma sabía qué me pasaba. Era consciente de que, detrás de una charla así, íbamos a seguir discutiendo en el dúplex. Ya no íbamos cada uno a su casa. Ahora todo estaba revuelto junto a la ropa.
—Sebastián, he estado con mi madre y le he enseñado la nota.
—Te dije que no lo hicieras, Belma.
—Lo sé, pero tengo la necesidad de tirar del hilo. Imagina por un momento que tu abuelo fuera batería y tú nunca lo has sabido. ¿A que te apetecería encontrar sus baquetas?
—Ven aquí, chica lista.
Me tomó del cuello y, allí, en pleno Parque del Oeste, con el sonido de los pájaros de fondo y el olor a caca de perro de los jardines, me dio el beso más largo de todos los meses de convivencia. Olía a tierra mojada. A costumbre reconocida. A él y a mí.
Después de deambular cerca del Templo de Debod, subimos por Rosales y dejamos las bicicletas de vuelta en la calle Cordón. Fuimos andando a casa.
Al llegar, nuestro vecino buscaba en el rellano a su gato. Sebastián se quedó en el buzón mirando a ver si había cartas.
—Tiene manchas grisáceas y una gran mancha blanca en el cuello.
—Si lo vemos, le metemos en casa. Estaremos atentos.
—Él es todo lo que tengo —dijo angustiado.
—¿Quiere un té? —dije con el traspaso de su angustia.
—Por supuesto. Una vez te dije que las damas no deben tomar té solas.
Sebastián apareció con un montón de cartas y con cara de sorpresa al ver a un tipo mayor que no conocía sentado a la mesa de la cocina.
—Es nuestro vecino, cariño. Ha perdido a su gato.
—A Garfield. No es cualquier gato.
—Vaya —dijo Sebastián rascándose la cabeza.
El vecino se arrodilló en el suelo y comenzó a imitar el sonido del maullido del felino.
—Aquí no creo que esté, Belma.
—No estés tan segura. Con los vecinos anteriores se colaba y pasaba las tardes viendo programas de cocina.
—¿Qué tal eran los vecinos anteriores?
—Tengo que decirles que esta casa da muy mala suerte. He conocido dos parejas, y las dos rotas.
—¡Buen ánimo! —dijo Sebastián.
—Según les oí, cuando sacaban las maletas, decían que el habitáculo era tan pequeño que apenas podían respirar. —Y añadió—: De vez en cuando, deberíais ir a vivir lejos el uno del otro. Estuve cuarenta años casados con mi Adelina, y os puedo asegurar que no hay mayor receta que el espacio. Y aquí no lo podéis tener.
—Eso se lo dije a Belma desde el principio.
Resoplaba para mis adentros. Ahora teníamos al chamán del amor con nosotros. Cuando la conversación se ponía más densa, una patita de gato golpeó la puerta. Nuestro vecino se puso a pegar saltos y se fue de allí, absorbiendo el té de pie.
—Me ha encantado estar con vosotros, pero mi Garfield me reclama.
Cuando cerramos la puerta, parecía que se había llevado todo el aire con él. No sé si Sebastián sentía lo mismo, pero me costaba respirar. Abrí el balcón y quité la ropa de la cuerda.
Esa noche no pude pegar ojo. Pensé en mi abuela, quizás le pasaba lo que a mí. Quizás necesitaba aire, y por eso se largó con un inglés. Pero yo no quería estar con nadie que no fuera Sebastián. Solo de pensarlo me dolía.