Capítulo 10

 

 

 

 

 

QUÉ… ESTÁS haciendo aquí?

–¿Tú qué crees? ¿O es que de verdad pensaste que te iba a dejar ir así de fácilmente?

–¿Cómo sabías que estaba aquí?

–Estaba cantado. Tampoco había tantos otros sitios. Por cierto, los taxis son caros en Florencia. Espero que tomaras suficiente dinero para el trayecto.

–No era mi intención, pero no tenía alternativa, me sentí fatal…

–Pero como no tenías dinero contigo…

–¿Y tú cómo sabes eso?

–Porque mientras esperaba en tu piso, miré todo lo que llevabas en el bolso.

–Y ya de paso, me robaste el teléfono.

–Digamos que lo puse bajo mi custodia.

–¿Y puede saberse por qué?

–Creo que el porqué resulta evidente.

–A mí no me resulta nada evidente.

–¿Ah, no? Pues piensa, piensa.

–No caigo, no se me ocurre por qué un jefe normal tendría que robar el móvil de una empleada.

–Será porque aquí no hay nada normal. Primero dijiste que estabas muy interesada en el trabajo, y desde que lo conseguiste no has hecho más que intentar irte, a pesar de lo que ha sucedido entre nosotros, o quizás, por ello. Luego, nuestra ducha juntos y lo de mudarte a mi habitación me hizo creer que habías cambiado de opinión. Fue cuando volví a la habitación después de la piscina cuando, al ver la cara de culpable que tenías, me di cuenta de que nada había cambiado. Sólo con mirarte a los ojos se veía a la legua que estabas tramando algo.

–Pues qué raro que me dejaras ir al baño sola…

–No te hubiera dejado si no hubiera sido porque justo antes te acababa de enseñar la zanahoria para que vieras lo cerca que estabas de conseguir lo que querías, y no pensé que después de eso seguirías intentándolo.

Fue como si le hubieran dado una patada en el estómago. Pero no podía ser cierto. No podía estar refiriéndose a lo que ella, con espanto, había creído entender que se estaba refiriendo.

–No sé de qué me estás hablando…

–Lo sabes perfectamente. Y si ya estás preparada para volver a casa, podemos dejar el helicóptero exactamente donde está, y volver en coche.

–El único sitio a donde yo voy a ir es a Londres.

–Me temo que quedan demasiadas cosas por resolver entre nosotros que no se pueden quedar olvidadas alegremente.

–¿Cosas por resolver? ¿Qué cosas por resolver?

–No es que a nadie le guste que le tomen el pelo, pero eso no sería nada comparado con lo otro, un caso extremo de traición deliberada…

–¿Traición? Yo no he… nada…

–Sin duda tu no has… nada, pero sin duda también porque no has tenido la oportunidad. Después de todo, para eso solicitaste el puesto, para sacarme información y pasarla, ¿no?

–No sé de qué me estás hablando…

–Eso ya lo dijiste antes. Y ese aire de víctima inocente no se te da nada bien. ¿Nos vamos ya?

–No me pienso mover de aquí.

–Insisto en que es mejor que nos vayamos a casa. Después de todo, ¿qué va a decir tu prometido si vuelves con las manos vacías después de todas las molestias que se ha tomado con este caso?

Gail no pudo reaccionar. Se quedó mirándole con cara de susto.

–¿O no es Manton tu prometido, ni ese anillo que llevas, suyo?

Inútil negar nada.

–¿Desde cuándo hace que lo sabes?

–Desde el primer instante.

–¿Y por qué me diste el trabajo?

–¿Tu por qué crees?

–Para vengarte de nosotros. Por eso me sedujiste. Para decírselo, para destrozar nuestro compromiso.

–No, en absoluto. No tengo ni la más mínima intención de decírselo. Es más, puedes considerar lo nuestro como un secreto entre los dos. Claro que, si no le llevas lo que te ha pedido, puede ser que el que rompa el compromiso sea él… y te pida que le devuelvas su anillo de prometida.

–He decidido devolvérselo tan pronto como tenga ocasión de hacerlo.

–¿Puedo preguntar a qué se debe esa decisión? ¿A la culpabilidad de haber tomado parte tan activa en esa seducción, quizás? Pues eres tonta si de verdad te sientes culpable por haberle hecho eso a Manton, precisamente a Manton…

–Puede ser que tú no tengas escrúpulos cuando se trata de relaciones personales, pero no tienes por qué acusar a los demás de ser como tú.

–¿Me podrías explicar que has querido decir exactamente con eso?

–No creo que sea necesaria ninguna explicación. ¡Pobre Andrea!

–¿Pobre Andrea? ¿Por qué pobre?

–Porque está locamente enamorada de ti, y tiene que ser terrible para ella encontrar al hombre con el que se va a casar tonteando con otra mujer.

Zane se quedó repentinamente callado.

–Absolutamente terrible –dijo finalmente.

–¿Cómo puedes ser tan cínico? Puede que Paul no sea un santo, pero es mil veces más hombre que tú.

–¿En qué sentido?

–Él nunca me trataría como tú tratas a Andrea.

–O sea, que como te ha dado un anillo de compromiso, crees que te es fiel.

–Por supuesto que lo creo.

–No es mi intención romperte el corazón, pero estás muy equivocada. Ahora mismo, por ejemplo, apostaría todo lo que tengo a que está en la cama con otra mujer. No, no me mires así. No pretendo que me creas porque lo digo yo. ¿Por qué no lo llamas tú, a ver qué te parece su reacción?

–Porque me quitaste el teléfono.

–Aquí tienes el mío. ¿Qué pasa? ¿No te atreves?

–Todo esto me parece… vulgar… innecesario…

–También podría ser que me hayan informado mal, pero claro, hasta que no lo compruebes por ti misma, no podrás estar segura. No tiene que ser sólo para pillarlo in fraganti. Puedes aprovechar la llamada para contarle cómo te van las cosas por aquí. Igual toma su caballo blanco, y viene al galope a rescatarte.

Gail tomó el teléfono y marcó el número.

–¿Dígame? –dijo una voz femenina al otro lado.

–¿Puedo hablar con Paul?

–Ahora mismo está durmiendo. ¿No puede esperar hasta mañana? Ah, un momento. Paul… Paul despierta, hay una mujer que quiere hablar contigo.

Gail colgó.

–¿Cómo lo sabías?

–Me lo dijo el detective que contraté. Me dijo que llevaba tiempo viviendo con una mujer. Al principio creí que serías tú, pero un día me enseñó una foto que les había sacado saliendo de casa por la mañana a primera hora. Siento que te tengas que enterar de todo esto, pero no podía permitir que siguieras en la inopia.

Gail se sintió herida y enfadada. Herida de que Paul la hubiera usado de aquella manera. Enfadada consigo misma por haber picado de una forma tan estúpida. Su único consuelo era que lo que tenía herido era su orgullo, no su corazón. Y que ahora que sabía la verdad detrás de todo aquello, se sentía mucho menos culpable por lo que ella había hecho.

Se había salvado por los pelos.

¿O no?

Todavía quedaba Zane, que no era el tipo de hombre que se tomaría a la ligera lo que él mismo había descrito como traición deliberada.

Pero ¿qué podía hacerle él si se negaba a volver a Severo con él?

Nada.

¿Nada?

Lo único que quería en ese momento era estar sola. Estaba cansada, de tanto viaje, tanta tensión, tantas emociones. Quería poner los brazos encima de la mesa, tumbar la cabeza sobre ellos, y ponerse a dormir. Eso era todo.

–Ha sido un día muy largo, y estás agotada. Deberíamos ir a casa para que te acostaras a descansar.

–No me voy a mover de aquí.

–Eso lo veremos.

Tomándola por los brazos, la puso de pie.

–Si no me sueltas, me pongo a chillar en este momento.

Cuando abrió la boca para empezar a chillar, él la sujetó entre sus brazos y, atrayéndola hacía sí, la besó en los labios larga y apasionadamente.

Cuando por fin separó su boca de la de ella, preguntó:

–¿Te rindes?

Tras dudar unos instantes, Gail finalmente suplicó:

–Zane, por favor, no me obligues a volver.

–Manton te metió en esto, de acuerdo, pero la que está en el lío ahora eres tú, y yo quiero…

–Venganza –susurró ella.

–Digamos que quiero que se me compense –respondió.

Entregándole el bolso, y tomándola por el brazo, comenzó a dirigirse hacia el coche.

Por mucho que Gail pensara que se estaba portando como un bruto y un desalmado, se encontraba tan cansada y se sentía tan derrotada, que no pudo hacer otra cosa que seguirle sin oponer resistencia.

Para cuando entraron en la autopista a la salida del aeropuerto, Gail ya se había quedado dormida. De repente, entre tinieblas, oyó la voz de Zane que le decía:

–Ya hemos llegado.

Sintió que él la ayudaba a salir del coche, a cruzar el porche, y a entrar en casa. Después la tomaba en sus brazos, y… ya no sintió nada más.

Se había quedado profundamente dormida.

 

 

Cuando abrió los ojos, hacía un sol espléndido, y estaba en la cama grande sola. Todavía adormilada, sintió un malestar, una ansiedad que la invadía. Su memoria empezó a abrir una pequeña rendija entre los grandes cortinones que la bloqueaban.

Zane se iba a casar, y ella no lo había podido soportar y se había escapado.

Pero, si se había escapado, ¿qué estaba haciendo allí en su cama?

Los cortinones empezaron a abrirse.

Zane la había pillado en el aeropuerto. Lo sabía todo. Sabía que ella había intentado espiarle para Paul. Y para castigarla, la había obligado a volver con él.

Luego la había llevado a casa, y subido a la habitación. La habría desvestido también, porque estaba desnuda. Y dormido con ella, porque la cama y la almohada no dejaban lugar a dudas de haber sido usadas.

Ahora tendría que enfrentarse a él, y pagar por lo que le había hecho. No es que le hubiera hecho nada, pero Zane sin duda consideraría que intentaba hacérselo.

Pero no era cierto. Aunque Zane no la hubiera descubierto, nunca le hubiera pasado ninguna información a Paul. Claro que ni en un millón de años conseguiría convencer a Zane de que ésa era la verdad.

Miró el reloj. ¡Las doce!

Llevaba durmiendo por lo menos doce horas. Tenía que ducharse y vestirse.

Temiéndose lo peor, nada más terminar de arreglarse bajó a la cocina, donde Zane parecía la viva imagen de la vitalidad y la energía. Más despierto y más alerta que nunca, y peligrosamente atractivo y seductor.

–Iba a subir ahora mismo a ver si te habías despertado. He servido el almuerzo en la terraza. Debes de estar muerta de hambre.

–Sí, bastante.

–Lo he cocinado todo yo solo, porque le he dado a María el día libre para que tuviéramos más intimidad.

–Lo dices para asustarme –dijo en tono tembloroso Gail.

–Pues parece que lo he conseguido. Tampoco tienes que poner esa cara de conejo acorralado.

–Zane, lo siento…

–¿Qué te parece si comemos primero, y dejamos las disculpas y demás para después?

Un silencio tenso reinó durante toda la comida.

–Tomaremos el café allí en la sombra, si te parece, porque el sol está empezando a calentar.

Terminado el café, y a sabiendas de que Zane estaba esperando que ella hablara, Gail no sólo permaneció callada, sino que hizo gala de no tener ni intención de iniciar ninguna conversación.

–Vaya, un conejo acorralado pero con carácter. Si recuerdo correctamente, estabas a punto de pedirme disculpas.

«Tu tía te va a pedir disculpas», pensó Gail.

E inmediatamente respondió:

–Así es.

–¿Y quieres que te perdone?

–No. Sólo quiero que me creas cuando te digo que nunca le hubiera pasado a Paul ninguna información.

–Te creo.

Oírle contestar eso la tranquilizó y, tras soltar un suspiro de alivio, continuó en tono mucho más suelto y sincero:

–Yo me negué desde el principio, y no quería ni ir a pedir el trabajo…

–Eso quedó patente desde el principio. Se te notó en la cara de satisfacción que pusiste cuando creíste que no te lo iba a dar. Pero claro, no querías decepcionar a Manton, así que lo aceptaste. Y luego decidiste que le dirías a Manton que yo era un impresentable, para que te dejara marchar de mis garras.

¡Por eso le había robado el móvil!

–Lo que hubiera sido una total pérdida de tiempo, dado que a Manton le hubiera dado igual, y te hubiera ordenado que siguieras adelante. Bastantes molestias se había tomado él al respecto.

–¿Cómo es que lo sabes todo?

–Moira, mi ex secretaria personal, me puso sobre la pista hace ya tiempo. Ella iba a un gimnasio donde una tal Julia se había hecho muy amiga de ella. Pero Moira es muy lista, y en nada de tiempo se dio cuenta de que la amiga en cuestión la estaba usando para sacarle información sobre mí. Luego se enteró de que se trataba de la hermana de Manton, y me lo dijo. Manton ya había intentado espiarme anteriormente, pero su agente resultó ser un inútil. Por eso esta vez recurrió a alguien de mayor confianza, su hermana. Yo contraté a un detective que me mantenía informado de sus idas y venidas. Cuando me enteré de su plan, decidí pasar al contraataque dándole facilidades…

–¿Facilidades?

–Le dije a la señora Rogers, que tan pronto como Manton se dirigiera a ella, le diera vía libre a lo que pidiera. Por ejemplo, poner a la señorita North la primera en la lista de candidatas al puesto de trabajo.

–¿O sea, que tú ya sabías quién era yo antes incluso de que yo me presentara a la entrevista?

–Exactamente.

–Si sabías que era una trampa, ¿por qué aceptaste entrevistarme, y mucho menos, darme el trabajo?

–Eso ya te lo contestaste tú sola antes cuando me dijiste que para vengarme rompiendo tu compromiso.

–Pero eso no tiene sentido si tú ya sabías que tenía otra mujer, y que se estaba aprovechando de mí.

–Una pregunta. ¿Cómo logró convencerte si tú tenías tan claro que no querías hacerlo?

Gail no contestó.

–Supongo que te lo pidió como prueba de tu amor.

–Sí.

–Lo tienes que haber querido mucho.

–En ese momento pensaba que de verdad lo quería.

Zane permaneció callado durante una eternidad, o al menos eso le pareció a Gail.

–¿Y ahora?

–Ahora me he dado cuenta de que me he estado engañando a mí misma.

–Lo sabes desde ayer, imagino, cuando descubriste que te engañaba.

–No. Lo supe antes de eso, que nunca lo había querido y que ni siquiera me había gustado. Todo había sido una entupida chiquillada.

–Pues no tienes aspecto de estar destrozada.

–Porque no lo estoy.

–¡Qué mala suerte tienes con los hombres!

–Lo dices como si hubiera tenido cientos.

–Que yo sepa Jason y Manton… ¿o más?

De ninguna manera le iba a dejar saber lo sola que había estado al respecto.

–Unos cuantos…

–¿De acostarse?

–De amigos.

–¿De amigos con los que te acuestas?

–No. No me suelo acostar con mis amigos.

–Por lo menos con Jason sí.

–Tampoco.

–¿No me digas que no te acostaste con él?

–No.

–¿Ni siquiera lo intentó?

–Lo intentó demasiado. Me caía bien, pero yo no estaba enamorada de él y no me quería acostar con él. Por eso rompimos.

–¿Es que tú sólo te acuestas con alguien cuando estás enamorada?

Gail se dio cuenta de que ella sola se había metido en la trampa, y se quedó callada.

–¿O sea, que sólo te has acostado con Manton?

–Aparte de unos pocos besos, jamás hizo ni intención de tocarme. Por eso seguí con él.

–Me gustan las mujeres con principios.

–No te rías.

–No me río, lo digo en serio. Me gustaría que la mujer con la me case tenga esos principios.

–Seguro que los tiene.

Con sus ojos verdes clavados en los de ella, Zane dijo suavemente:

–Hay una cosa que no entiendo.

–¿El qué?

–Hace un instante dijiste que sólo podías acostarte con alguien si estabas enamorada de él.

–O que me guste muchísimo.

–O sea, que yo te gusto muchísimo.

–Sí…

–O sea, que según tus palabras, no te has acostado con nadie, sino conmigo. Y sin embargo, no eras virgen.

La furia se apoderó de ella.

–Eso no es para nada asunto tuyo… –empezó a decir.

–O quizás sí –la cortó él, pasando inmediatamente a un tono mucho más íntimo–. Déjame que te cuente una historia. Hace siete años, cuando yo era un joven alocado e inexperto, creí que me había enamorado de una despampanante rubia llamada Rona…

Gail palideció.

–Era divertida, extrovertida y fenomenal en la cama. Cuando estaba a punto de declararme a ella, me enteré que me había estado usando mientras se encontraba un marido millonario. ¿Tú conoces la expresión «matar al mensajero»? Pues eso es exactamente lo que yo hice. Lo pagué con una colegiala inocente que estaba convencida de estar locamente enamorada de mí. Jamás me lo he perdonado. Aquella misma tarde volví al piso donde vivía a pedirle perdón, y decirle cuánto me arrepentía de haberme portado como un salvaje. Sin embargo, las tornas se volvieron contra mí, y ella tuvo la oportunidad de ejercer su pequeña venganza cuando me acusaron de ser una especie de criminal. ¿Sigo?

–Lo siento –murmuró Gail–. No debí haberlo hecho, pero me sentía tan dolida y humillada…

–Y con toda la razón del mundo, sólo que entones yo era demasiado joven para darme cuenta de ello. Al día siguiente volví, y me dijeron que tu madre y tú os habíais ido. El padre de Rona dijo que no sabía ni adónde ni por qué os habíais ido, lo que me hizo pensar todavía más que había sido por mi culpa.

–No fue por ti. Yo quería irme de Nueva York, pero no por ti. Mi madre tenía que irse…

Brevemente le contó cómo habían sucedido los hechos.

–Lo siento, no sabía que las cosas hubieran llegado hasta ese punto. Yo seguí yendo a ver si había noticias vuestras. Rona terminó admitiendo que lo de Chator había sido un desastre y, jurando que me quería, me pidió que siguiéramos como antes. Pero es asombroso cuánto se aprende en la vida cuando te hieren. Me di cuenta de que tenía mucho que agradecerte.

–¿O sea, que no estás enfadado conmigo?

–No. Lo que estoy es arrepentido de haberte hecho lo que te hice. Podía haber arruinado tu relación con los hombres para el resto de tus días… Y quizás lo hice. ¿Has estado realmente enamorada de un hombre alguna vez?

«De uno solamente», contestó Gail en su mente.

–¿Lo has estado? –repitió él.

–¿Cuándo te diste cuenta de que era yo? –preguntó para cambiar de tema.

–Cuando el detective al que había contratado me enseñó una foto tuya. No podía creérmelo. Llevaba siete años buscándote. Aunque hayas crecido y madurado, y te hayas cambiado el color del pelo, nunca hubiera dejado de reconocer tus ojos. Los más preciosos del mundo. Unos ojos que me han obsesionado estos siete años.

En un ataque irrefrenable de masoquismo, Gail comentó:

–Andrea tiene unos ojos increíbles. Bueno, toda ella es guapísima.

–Sin ninguna duda. Cara perfecta, pelo y ojos bellísimos, un cuerpo de ensueño. Una lástima que no sea mi tipo.

–¡Que no sea tu tipo!

–No. A mí me gusta más el tipo de mujer de cara ovalada, melena negra sedosa, ojos grises inmensos, con una anillo negro alrededor del iris, y una boca carnosa y apasionada.

Sin poder refrenar un temblor general, Gail preguntó:

–Entonces… ¿por qué te vas a casar con Andrea?

–Yo no me voy a casar con Andrea –contestó él riéndose suavemente.

–¿Y lo de la boda, el vestido, la iglesia…?

–Efectivamente hay una boda… en la que ella es dama de honor, y yo el padrino.

–¿Entonces quién se casa?

–Moira, mi ex secretaria personal, y Paolo, el hermano de Andrea. Se conocieron hace dos años en Nueva York y se hicieron amigos. Luego se enamoraron, y dentro de un mes se convertirán en marido y mujer. Andrea estuvo encantada desde el principio, y más cuando se enteró de que ella iba a ser dama de honor y yo el padrino. A pesar de la diferencia de edad entre nosotros, y de que yo jamás le he dado pie para ello, está convencida de que está enamorada de mí. No hay duda de que se le pasará tan pronto como encuentre a alguien más receptivo que yo.

Alargando los brazos, levantó a Gail de su asiento y la sentó en sus rodillas. Luego, acercando sus labios a su cara, susurró:

–Una vez me dijiste que me querías. Quiero pensar y esperar que todavía sea así, pero me gustaría oírlo de tus propios labios.

A Gail le hubiera gustado contestarle que lo mismo le pasaba a ella, que llevaba desde que lo conoció esperando oír esas dos palabras mágicas salir de su boca, pero se contuvo y, mirándole a los ojos, le dijo:

–Te quería entonces, y te quiero ahora, nunca dejé de quererte, eres el único hombre al que he querido.

–No sé lo que habría hecho si me hubieras dicho que no estabas enamorada de mí –contestó él casi en un susurro–. He pasado siete años obsesionado contigo, buscándote por todas partes, sin poder pensar en nadie más. Cuando por fin te encontré, creí que estabas enamorada de Manton y casi me vuelvo loco de celos. Nunca podrás hacerte una idea de cuánto he soñado contigo, con tenerte en mis brazos, con besarte en los labios, con poder borrar el pasado, con poder decirte cuánto te quiero, y con pedirte que te cases conmigo.

Una paz y un silencio indescriptibles los invadió a los dos cuando él terminó de hablar.

–¿Lo harás? –preguntó él impacientemente.

–¿El qué? –respondió Gail con ganas de hacerlo sufrir.

–Casarte conmigo.

–Me lo pensaré –contestó en tono de broma.

–¿Es que te lo tienes que pensar? –respondió él siguiéndole el juego.

–Tendré que sopesar primero si me interesas como marido.

–¿Te ayudaría si te digo que seré el mejor marido del mundo?

–Podría ayudar, sí.

–Generoso, cariñoso, amante, fiel…

–No vas mal, no vas mal…

–Prometo también hacerte feliz cada segundo…

–No sé, no sé…

–Incluso se me ocurre, como mínimo, una forma infalible de lograrlo…

–¿Ah, sí? ¿Cuál?

–En la cama.

–Estás empezando a convencerme… pero quizás no me vendría mal una demostración práctica de ese último punto…

–Amor mío, te diría eso de que el gusto es mío –dijo tomándola en sus brazos y besándola–, pero creo que en este caso es mejor que el gusto sea compartido.