ERA EL día de su boda.
Abbie estaba en su dormitorio, mirándose al espejo, pero no podía creer lo que iba a pasar; iba a casarse con Damon Cyrenci.
De niña siempre había dicho que no iba a casarse. Seguramente el matrimonio de sus padres la había hecho renunciar a tal idea. Desde luego, John y Elizabeth Newland no eran precisamente un buen ejemplo a seguir.
Recordaba haberle dicho a su madre una vez, cuando tenía diez años, que ni siquiera quería tener novio. Ella se había reído.
–Abbie, cuando seas mayor y conozcas a alguien que te quiera de verdad cambiarás de opinión. Y espero que sea un hombre bueno y cariñoso. Con esa clase de amor, podrías conquistar el mundo entero.
¿Por qué estaba pensando en eso ahora? Abbie parpadeó para contener las lágrimas. No podía pensar en su madre aquel día.
Entonces miró hacia abajo. Llevaba un traje de chaqueta color marfil, con falda por la rodilla y una chaqueta a juego que destacaba su estrecha cintura.
Ante la insistencia de Damon, había tenido que ir a la ciudad en la limusina para comprarlo.
–Cómprate ropa interior también –le había dicho él, sacando unos billetes de la cartera.
Pero ella se había dado la vuelta antes de que pudiera poner el dinero en su mano.
–Puedo comprarme mi propia ropa.
–Los dos sabemos que lo que quieres es gastarte mi dinero, ¿no?
–No, Damon, no quiero tu dinero.
Seguía pensando que eso era lo único que le interesaba de él. Y entendía que lo pensara. Desde su punto de vista, siempre había vivido del dinero de su padre sin remordimiento alguno. Era calculadora y mercenaria. Y nada de lo que ella pudiera decir podría cambiar esa opinión. Ni cambiar el pasado. Había hecho lo que había hecho y el padre de Damon había muerto arruinado. Su única esperanza era que, una vez casados, llegase a conocerla de verdad y se diera cuenta de que nunca había querido hacerle daño, que había sido tan víctima como él. Y que no era una mala persona.
Damon no estaba en casa cuando volvió de la ciudad. Había pasado la noche en su apartamento y Elisabetta le dijo que se encontrarían en el Ayuntamiento, donde tendría lugar la boda.
Se preguntó entonces cómo habría pasado su última noche de soltero y cómo se sentiría esa mañana. ¿Qué estaría pensando? ¿Habría dormido con otra mujer?
No quería pensar en eso porque la llenaba de angustia.
Entonces sonó un golpecito en la puerta.
–El coche está esperando –la llamó Elisabetta.
¿Estaría esperándola Damon? A lo mejor había decidido que no merecía la pena casarse sin amor. Y tendría razón, pero la idea de perderlo le dolía tanto que la dejaba sin respiración.
–¿Abbie? Vamos, llegas tarde –Elisabetta asomó la cabeza en la habitación, con Mario en brazos–. ¡Ay, qué guapa estás!
–Gracias –sonrió ella, acariciando la carita del niño–. ¿Se ha portado bien?
–Como un ángel. Y no te preocupes por él, yo lo cuidaré.
Abbie asintió. Habría querido llevar a Mario con ella al Ayuntamiento, pero Damon había insistido en que lo dejara con Elisabetta.
–La ceremonia sólo durará unos minutos y volveremos a casa enseguida –le había dicho–. ¿No tiene que echarse una siesta después de comer?
–Sí, pero…
–Entonces será mejor que se quede en casa. Es un niño, Abbie. No sabrá qué estamos haciendo y se aburrirá durante la ceremonia. Lo único importante para Mario es que, a partir de ahora, tendrá a su padre y a su madre para siempre.
–Voy a meterlo en la cuna en cuanto te vayas –estaba diciendo dijo Elisabetta–. Y encenderé el monitor, por supuesto.
–Sube de vez en cuando para verlo. Por si se siente solo…
–Sí, no te preocupes. No sólo soy madre, también soy abuela.
–¿En serio? –sonrió Abbie.
–En serio. Y soy una abuela estupenda.
–No tengo la menor duda.
Y tampoco tenía la menor duda de que Mario estaría perfectamente en manos de Elisabetta. Era una mujer capaz, amable y al niño parecía gustarle. Lo que la preocupaba era lo que iba a pasar en el Ayuntamiento.
El ama de llaves la acompañó abajo y se quedó en la puerta con el niño en brazos, diciéndole adiós mientras ella subía a la limusina.
El intenso calor de la tarde hacía que el paisaje tuviera un aspecto aletargado, silencioso, como si todo a su alrededor estuviera dormido.
Frente a ella pasaban naranjos y limoneros y el mar podía verse detrás de las montañas, bajo el cielo azul.
La limusina llegó a la plaza del pueblo y se detuvo a la sombra de un árbol. Abbie había pensado que se casarían en la ciudad, donde había comprado su traje, pero aquel pueblo era encantador y tenía un aire irreal, casi romántico.
Entonces sonrió, con tristeza. Estaba segura de que Damon no había elegido el sitio por eso.
Las casas estaban pintadas de blanco y las calles, estrechas, eran de adoquines. En alguna parte sonó una campana, pero no había nadie alrededor. Ni un alma. A lo mejor Damon iba a darle plantón…
Cuando el chófer le abrió la puerta de la limusina, Abbie vio un gato negro a la sombra de un árbol, mirándola con sus enormes ojos verdes. Seguramente era un mal augurio, pensó.
Luego, cuando salió del coche, su mirada se encontró con la de Damon y su corazón se puso a galopar.
Estaba en los escalones de un edificio, muy elegante con un traje de chaqueta, su pelo brillando al sol. Abbie se detuvo un momento para grabar en su memoria cada detalle.
Pero cuando Federico cerró la puerta de la limusina, el ruido la devolvió a la realidad.
Los oscuros ojos sicilianos estaban clavados en ella mientras se acercaba, prácticamente desnudándola.
–Hola –sonrió Abbie, sin saber qué decir–. ¿Llego tarde?
–La verdad es que sí –sonrió Damon–. Pero la espera ha merecido la pena.
–Entonces no pasa nada.
–No, supongo que no. ¿Terminamos con esto?
Abbie vaciló un momento antes de dejar que Damon tomase su mano para entrar en el edificio. Dentro estaba oscuro y fresco. Sus altos tacones resonaban sobre el suelo de mármol.
La sala en la que entraron tenía los techos muy altos y una galería superior. El sol entraba a través de una vidriera, cayendo sobre una mesa tras la que había una silla que parecía un trono y dos banderas, una siciliana y otra italiana.
Había asientos como para cincuenta personas, pero allí sólo había un grupo de tres, dos hombres y una mujer, todos con traje de chaqueta.
–Señor Cyrenci –la mujer estrechó su mano, hablando con él en italiano–. Mis disculpas, señorita Newland, no sabía que no hablase italiano. La ceremonia se hará en su idioma, naturalmente. Le presento a los testigos, Luigi Messini y Alfredi Grissillini, funcionarios del Ayuntamiento–. ¿Podemos empezar?
Mientras ellos se sentaban en sendas sillas frente a la mesa, la mujer se sentó en aquella especie de trono. Todo parecía irreal, pensó Abbie mientras la escuchaba hablar sobre la institución del matrimonio.
Damon escuchaba atentamente también y ella aprovechó para admirar su perfil, el firme mentón, la sensual curva de sus labios, la aristocrática nariz. Tenía algunas canas, muy pocas, en las sienes. Y llevaba el pelo apartado de la cara, un poco alborotado, como siempre. Le encantaba su pelo ondulado, le encantaba pasar los dedos por él mientras la besaba…
La idea de que la besara hizo que su estómago diera un saltito, pero apartó la mirada cuando la mujer les pidió que se levantasen.
–Abigail Newland, ¿aceptas a este hombre, Damon Allessio Cyrenci, como marido? ¿Prometes amarlo y respetarlo durante todos los días de tu vida?
Abbie miró a Damon, que estaba mirándola a su vez. Su corazón latía con tal fuerza que casi le hacía daño.
–Sí, lo prometo.
–Damon Allessio Cyrenci, ¿aceptas a esta mujer, Abigail Newland, como esposa? ¿Prometes amarla y respetarla durante todos los días de tu vida?
–Sí, lo prometo –dijo él, poniendo la alianza en su dedo.
–Yo os declaro marido y mujer –la mujer sonrió–. ¿Puedo ser la primera en felicitarlos?
–Gracias –Damon no había dejado de mirar a Abbie y, por un momento, era casi como si estuviera dándole las gracias a ella–. Deberíamos sellar el trato con un beso, ¿no?
Sin esperar respuesta, se inclinó para rozar sus labios tiernamente y ella le devolvió el beso. Pero quería más, quería que aquel sitio y aquellos extraños desaparecieran y la dejaran sola con él para terminar lo que habían empezado tanto tiempo atrás.
Mientras firmaban en el registro, la vidriera teñía el libro de colores… rojo, naranja, azul. Era una sensación irreal, como si no fuera ella quien acabara de casarse.
Unos minutos después estaban en la calle otra vez, bajo un sol de plomo.
¿Había ocurrido de verdad? ¿Se habían casado? Abbie miró al guapo siciliano a su lado. Era un extraño para ella en muchos sentidos y, sin embargo, tremendamente familiar.
–¿Cómo se encuentra, señora Cyrenci?
Abbie no sabía cómo se sentía.
–Sorprendida –admitió.
Cuando el chófer abrió la puerta de la limusina fue un alivio entrar en un sitio con aire acondicionado.
Había una botella de champán en un cubo de hielo y Damon la descorchó mientras el vehículo salía del pueblo.
Después de pulsar un botón para subir el cristal que los separaba del conductor, le sirvió una copa y se arrellanó en el asiento para mirarla.
¿Cómo era posible que con una simple mirada pudiese acelerar el ritmo de su corazón? ¿Eran sus ojos? Tenía los ojos más bonitos que había visto nunca, desde luego. ¿O era ese aire de poder, de masculinidad? Damon Cyrenci irradiaba un poderoso magnetismo. Y fuera lo que fuera, la afectaba como nadie.
Estuvieron tanto rato en silencio que, al final, Abbie sintió que debía decir algo para romper la tensión.
–No me puedo creer que estemos casados de verdad.
–Pues lo estamos –sonrió él–. Y eres una novia muy sexy. Me gusta ese traje.
–Gracias.
–Y el pelo también. Te queda estupendo recogido así.
Damon se fijó en la piel perfecta, en el rubor en sus mejillas, en el brillo de sus labios.
Lo había dejado sin aliento cuando salió del coche. Nunca había deseado a nadie como la había deseado a ella en ese momento. El traje era perfecto; elegante y sofisticado al mismo tiempo. Pero los mechones que escapaban del recogido alrededor de su cara le daban un aire juvenil, vulnerable que lo turbaba de una forma extraña.
Ojalá pudiera librarse de esa sensación. Quería sentir deseo por ella, nada más…
–¿Dónde vamos?
–A mi apartamento de la ciudad. Allí habrá un almuerzo preparado para nosotros… y luego nos iremos a la cama –contestó él, observando que se ponía colorada–. ¿Tienes hambre?
Abbie apartó la mirada. No quería comer. No sabía lo que quería…
La idea de pasar la tarde en la cama con Damon era infinitamente excitante y aterradora al mismo tiempo.
–No, la verdad es que no. ¿No crees que deberíamos volver a la casa? Quiero comprobar si Mario está bien.
–Mario estará dormido –Damon volvió a llenar su copa–. Y puedes confiar en Elisabetta, sabe lo que hace.
No podía discutir eso.
¿Le pediría que se desnudara como había hecho el día anterior? ¿Sería dulce con ella? En el pasado, Damon siempre había sido un amante tierno y sensible, además de apasionado.
Nerviosa, tomó un sorbo de champán y empezó a juguetear con los botones de la chaqueta.
Damon la observaba, sonriendo.
–Deberías quitártela.
–No, gracias.
–¿Ya estás incumpliendo tus promesas? –replicó él, burlón–. Eso no puede ser, Abbie.
–Puede que sea tu esposa, pero yo tomo mis propias decisiones. Y hay ciertas cosas que no pienso hacer.
–¿Qué cosas, por ejemplo? –Damon parecía estar disfrutando de su incomodidad.
–No vas a decirme qué tengo que ponerme, qué debo hacer… y, sobre todo, no vas a decirme cómo educar a Mario.
–Todo lo que concierna a Mario lo decidiremos juntos. Eres su madre y yo respeto eso. Pero en cuanto a lo que te pongas y lo que hagas, especialmente en el dormitorio… en ese aspecto yo tomo las decisiones.
Su arrogancia la indignó, pero el brillo de sus ojos oscuros hizo que la recorriese un escalofrío de deseo.
Abbie apartó la mirada, enfadada consigo misma.
–Y, por cierto, cuando he dicho que te quitaras la chaqueta lo he dicho porque parecías incómoda –añadió Damon–. No iba a decirte que te quitaras todo lo demás. Bueno, aún no.
–Muy gracioso.
Poco después la limusina se detenía en el puerto. Había yates de lujo meciéndose en las tranquilas aguas del Mediterráneo, rodeados por elegantes boutiques y restaurantes de cinco tenedores. Evidentemente, aquél era un sitio para los más ricos, pero había retenido parte de su encanto y su carácter porque los edificios nuevos se mezclaban con los antiguos y, frente al malecón, había pescadores tejiendo sus redes.
–Mi apartamento está ahí –dijo Damon, señalando un moderno edificio.
Era un ático y, en contraste con la casa, ultra moderno hasta parecer minimalista. La guarida de un soltero, pensó Abbie.
Damon abrió las puertas de la terraza, ofreciéndole una espectacular vista del puerto y el mar Mediterráneo.
Alguien había puesto la mesa para el almuerzo, con un mantel de lino blanco, cubiertos de plata y copas de fino cristal. Además, había una botella de champán metida en un cubo de hielo y… globos atados a la balaustrada.
–Cometí el error de decirle a mis empleados que me iba a casar… han debido pensar que los globos serían un toque especial.
–Lo son –sonrió Abbie–. A mí me gustan.
–Hay algo que seguramente te gustará más esperando sobre la mesa –dijo él, señalando una cajita de terciopelo.
–¿Qué es?
–Ábrela.
Antes de que Abbie pudiera hacer nada el móvil de Damon los interrumpió. Él miró la pantalla y, después de hacerle un gesto de disculpa, desapareció en el salón.
Lo oyó hablar en italiano, pero no estaba prestando atención. ¿Por qué no podía entender que ella no quería sus regalos? Abbie abrió la caja y dentro, sobre una cama de terciopelo negro, encontró un colgante que seguramente valdría una fortuna. Era un diamante de gran tamaño sujeto por una cadena de oro.
Entonces recordó la conversación que habían mantenido cuando él sugirió que se casaran:
«¿Crees que me ataría a ti en un matrimonio sin amor?»
«Por dinero, seguridad y los lujos a los que estás acostumbrada, sí, lo creo».
Dejando la caja sobre la mesa como si quemara, Abbie se acercó a la balaustrada para mirar el puerto, con los ojos llenos de lágrimas.
–¿Te ha gustado el colgante? –preguntó Damon.
Ella no contestó.
–Es de verdad –bromeó él.
Abbie cerró los ojos. Entendía que la creyese una mercenaria y no sabía cómo iba a poder convencerlo de que no lo era.
–Bueno, ¿quieres que comamos?
–No tengo hambre. Y no sé qué estamos haciendo aquí. Deberíamos estar de vuelta en la casa.
–Tú sabes lo que estamos haciendo aquí.
–Mario despertará dentro de nada…
–Mario estará dormido ahora mismo.
Abbie no dijo nada. Sabía que era verdad, pero le gustaría que Damon no le hubiese comprado ese collar, que las cosas fueran diferentes. Que esos globos significaran algo para él.
¿Qué le pasaba? ¿Cómo podía pensar esa tontería?
–Elisabetta me ha contado lo de tu padre –dijo por fin.
–¿Qué te ha contado?
–Que se puso enfermo después de perder el negocio y… lo siento, Damon. Yo no quería que eso pasara.
La sinceridad que había en su voz lo dejó perplejo.
–Bueno, sugiero que nos olvidemos del pasado y del resto del mundo por un momento.
–Pero tú no puedes olvidar el pasado, ¿verdad? Y tu padre murió por culpa de lo que pasó…
–Mi padre murió porque había fumado mucho durante toda su vida –Damon arrugó el ceño.
–Ah. Pensé que perder su negocio…
Parecía genuinamente angustiada, pero sólo tenía que recordar lo fría que había sido en el pasado para saber que aquello no era más que una artimaña. Una persona que no quería aprovecharse de los demás no iba por ahí engañándolos, no usaba deliberadamente su cuerpo para conseguir lo que quería.
–Abbie, tú no contribuiste a su muerte, pero tienes razón sobre una cosa… yo no puedo olvidar el pasado ni lo que eres. Porque sería un tonto si lo hiciera.
–Si piensas eso, me sorprende que hayas insistido en casarte conmigo.
–Al contrario, cuando bajaste del coche supe que estaba haciendo lo que debía hacer.
–¿Por qué?
–Porque tenemos un hijo en común. Mario es lo más importante.
Dadas las circunstancias, Abbie sabía que debería contentarse con eso, pero la frialdad de su respuesta era como una daga en su corazón.
–Es muy noble por tu parte dejar a un lado tus necesidades para pensar en el niño –le dijo, irónica.
–¿Quién ha dicho que he dejado a un lado mis necesidades? No tengo la menor intención de hacer eso –sonrió Damon–. Pero quiero que Mario sea feliz. Yo sé lo que es crecer sintiéndose abandonado. Mi madre se marchó de casa cuando yo tenía ocho años y… en fin, siempre juré que no haría que otro niño tuviera que pasar por eso. Un niño necesita estabilidad. Formar una familia es un gran compromiso.
–¿Es por eso por lo que no te has casado hasta ahora?
–Ser soltero es algo que se me da bien.
–¿Y ahora que estamos casados piensas seguir haciendo vida de soltero?
¿De qué estaba hablando?, se preguntó Damon. A pesar de su fiera expresión, hablaba con voz ronca y sus ojos…
–Pensé que había dejado muy claras mis intenciones. Quiero un hogar estable para Mario, así que pienso divertirme contigo a partir de ahora. Cero que conseguirás satisfacerme. Eres muy atractiva, guapísima… pero, claro, eso ya lo sabes.
Abbie apartó la mirada de nuevo. Algo en su expresión lo hacía desear olvidar lo que era y abrazarla tiernamente. Había pasado lo mismo cuando salió del coche y también cuando lo miró mientras hacían las promesas en el Ayuntamiento.
Pero no iba a dejar que le robase el corazón otra vez. Cuando la tocase sería para tomarla, para poseerla, para usarla como ella lo había usado una vez.
–¿Brindamos por el futuro? ¿O por nuestro nuevo acuerdo?
–¿Qué tal por una nueva adquisición? –sugirió ella, sus ojos brillando con esa mezcla de desafío y dolor.
–¿O por Mario? –sugirió Damon–. La única cosa que hemos hecho bien.
–Sí, claro –asintió Abbie, mirando alrededor–. ¿Dónde están tus empleados?
–Se han ido. Tenemos un acuerdo que me ofrece máxima intimidad.
–Ah, claro, aquí todo el mundo es muy obediente.
–Aparte de una persona… –Damon clavó una mirada posesiva en sus labios–. Mi esposa. La mujer que ya me ha advertido que no piensa cumplir lo que ha prometido. Pero eres mía, Abbie. Y eso significa que debes cumplir las promesas que has hecho.
–Mantendré las que son importantes, no te preocupes.
Algo en su forma de decirlo, en su manera de mirarlo, lo perturbó. Sin embargo, Abbie dejó su copa sobre la mesa y empezó a quitarse la chaqueta. Debajo llevaba una camisola de satén de color melocotón que destacaba la curva de sus pechos…
Cuando levantó la mirada, vio un brillo de deseo en los ojos de Damon. Le gustaba cómo la miraba, pero sabía que no la quería. Y sabía lo que pensaba de ella.
Aun así, la deseaba. Y ella necesitaba que la desease. Necesitaba llenar el vacío que había en su interior. Era el único hombre de su vida. No entendía por qué y no quería hacerse demasiadas preguntas al respecto. Lo único que sabía era lo que Damon podía hacerla sentir. Y quería sentirlo otra vez.
–¿Por qué no te pones el regalo que he comprado para ti… y te quitas todo lo demás?
La seductora sugerencia inflamó sus sentidos.
–No quiero tu regalo.
Damon alargó una mano para acariciar su cuello.
–Pues yo sí quiero el tuyo… y lo quiero ahora mismo –murmuró, tocando el escote de la camisola.
El roce de sus dedos era tan sensual. Abbie sabía lo que quería y no se molestó en fingir. No tenía sentido cuando su cuerpo deseaba obedecer la orden.
–¿Alguien puede vernos desde aquí?
–Absolutamente nadie.
–¿Esto es lo que quieres que haga? –murmuró, desabrochando su falda y dejándola caer al suelo. Llevaba un liguero y estaba tan sexy que Damon sintió que estaba a punto de explotar–. ¿Hasta dónde quieres llegar?
–Tú sabes dónde quiero llegar –contestó él–. Hasta el final.