EL HOTEL era fabuloso y el campo de golf de un verde brillante; algo raro después de un verano tan seco. Pero el riego por aspersión estaba funcionando en ese momento y parecía haber un par de grados menos que en Melbourne.
Antes de la llamada de su hermana, tras la que Lazzaro no había sido capaz de hablar más que en monosílabos, le había explicado que muchos de sus clientes americanos y europeos estaban cansados de alojarse en la ciudad, por lujoso que fuera el hotel, y les gustaba salir los fines de semana. ¿Por qué no asegurarse que el dinero que se gastaban fuera a una de sus cuentas?
El edificio era amplio y muy lujoso. Y en cuanto los llevaron a su suite, Caitlin entendió por qué su jefe había querido ir allí.
Al ver la enorme cama blanca tuvo que hacer un esfuerzo para no tirarse encima. Sentía como si hubiera estado trabajando todo el día y aún no eran las nueve de la mañana. Pero no había tiempo para eso. Lleno de energía, Lazzaro llamó a la puerta ocho segundos después y se puso a trabajar.
Si Caitlin había creído haberlo visto en acción antes, aquel día fue absolutamente formidable; entrevistando a los empleados mientras ella tomaba notas, mirando los libros y haciendo que el administrador titubease bajo la inflexible mirada oscura…
Ni siquiera la comida fue relajante. Apenas se habían sentado cuando Lazzaro decidió dar una vuelta por la cocina y luego procedió a pedir el único plato de la carta que no estaba disponible ese día.
–Pareces muy satisfecho contigo mismo.
–Lo estoy –respondió él, mojando un espárrago en mayonesa antes de comérselo–. Porque, a pesar de las apariencias, este sitio necesita muchos cambios.
–Pero si es estupendo.
–Lo será pronto. Pero he conseguido restarle al precio al menos un par de ceros. Tienen que vender y rápido.
–¿Cómo lo sabes?
–Es mi trabajo saberlo. El día de hoy ha sido muy productivo.
–Estupendo –Caitlin se concentró en su comida mientras hablaba–. ¿Eso significa que acabaremos pronto?
–¿Por qué? ¿Tienes planes para esta noche?
–No, pero puede que tú sí. Podríamos volver a Melbourne y…
–¿Tú sabes lo que cuesta este hotel? –la interrumpió Lazzaro. Y aunque la cifra que citó era impresionante, Caitlin permaneció callada–. No puedo tomar esa decisión antes de haber visto cómo funciona de arriba abajo. Además, tú tienes pendiente un masaje y yo tengo que ir al campo de golf.
–No te imagino jugando al golf.
–No suelo jugar.
–Pero si no sabes jugar…
–¿Quién ha dicho que no sé? –Lazzaro se levantó–. Lo que pasa es que me aburre… no es culpa mía ser tan bueno.
Ser la ayudante personal de Lazzaro Ranaldi tenía ciertas ventajas, pensaba Caitlin, tumbada en la camilla de masaje. Después de ser exfoliada y depilada hasta que no le quedó un pelo o una célula muerta en el cuerpo, había llegado el momento del masaje. Cerrando los ojos, intentó relajarse, apartar de su mente todo pensamiento… y lo consiguió. Pero sólo un momento. Porque cuando estaba más relajada fue como si dos manos la levantaran de un profundo sueño, obligándola a volver a la realidad.
Cuando por fin estaba envuelta en un albornoz, tomando un té de hierbas en su suite, Caitlin se preguntó si tendría fuerzas para cenar con Lazzaro. El hombre cuya compañía había deseado durante dos años era demasiado agotador para ella aquel día.
A lo mejor podía decirle que no se encontraba bien…
No tuvo suerte. Cuando sonó su móvil y miró la pantalla supo que tendría que enfrentarse con Lazzaro quisiera o no.
–Hola, Antonia. ¿Cómo estás?
–Bien… pero quiero hablar con mi hermano. Parece que no tengo suerte con el móvil.
–Está jugando al golf y seguramente no se habrá llevado el móvil –le explicó Caitlin–. Voy a buscarlo ahora mismo, no te preocupes.
Pero cuando abrió la puerta vio a Lazzaro en el pasillo.
–Es tu hermana… –entrando de nuevo en la habitación, siguió tomando su asqueroso té mientras él se ponía el teléfono en la oreja.
–Fantástico –lo oyó decir–. ¿Se lo has contado? Debe de estar encantada.
Si cerrase los ojos, si sólo escuchase su voz, también ella podría creerlo. Pero Caitlin no tenía los ojos cerrados y podía verlo apoyado en la pared, los hombros caídos, el perfil rígido mientras escuchaba la «buena noticia».
–Lo siento Antonia… es que tengo muchísimo trabajo. Tenemos que quedarnos esta noche, pero volveremos mañana. Deberías estar con Malvolio de todas formas… sí, bueno, si voy a comprar este campo de golf, lo más prudente es que lo pruebe. Pero iré a verte en cuanto pueda y…
Caitlin vio que apretaba los puños.
–¿Cómo está mamá? Pues claro que pienso verla. Claro que depende de cuándo tenga que irme a Roma… no, me alegro de que vayas a ponerle ese nombre. De verdad…
Por un segundo su voz se rompió y su dolor era tan evidente que Caitlin tuvo que hacer un esfuerzo para no acercarse a consolarlo.
Pero Lazzaro se recuperó enseguida.
–Luca estaría muy orgulloso. Te veo mañana, Antonia. Sí… adiós.
–¿Un chico? –preguntó Caitlin.
Él no la miró. No quería mirarla, evidentemente. Ésa era una parte de sí mismo que no había querido que viera.
–Van a ponerle de nombre Luca.
Lo normal sería felicitarlo, pero algo le decía que no sería buena idea.
–Por mi hermano… mi gemelo –Lazzaro se volvió para mirarla entonces con ojos acusadores–. ¿Lo conociste?
–¿Cómo iba a conocerlo? –Caitlin se había puesto colorada, pero no sabía por qué.
–Cuando estabas haciendo prácticas en el hotel…
¿Sabría que Roxanne era su prima? Su frente se había cubierto de sudor y, a pesar del masaje que prácticamente la había dejado inconsciente, todos los músculos de su cuerpo estaban en tensión.
–No, nunca me encontré con él. ¿Quieres que me encargue de organizar el viaje de vuelta? –le preguntó, volviendo a su papel de ayudante personal–. Puedo alquilar un helicóptero…
–Mañana –la interrumpió Lazzaro–. Aún tengo mucho que hacer.
No dijo nada más porque, Caitlin se dio cuenta, no podía hacerlo. Las mentiras que le había contado a Antonia dejaban bien claro que no estaban allí sólo para comprobar la viabilidad del hotel. Aquel día estaban allí con un propósito.
Escapar.
Luego le pidió que sacara la agenda y, a pesar de su menos que apropiado atuendo, procediese a leerle lo que tenían pendiente.
–Se supone que tenemos que ir a Roma la semana que viene, pero es mejor que nos vayamos mañana.
–Pero Antonia… ¿no quieres ir a verla?
–No necesito que organices mi vida privada, Caitlin, de eso me encargo yo –la interrumpió Lazzaro–. Pero podrías comprar un regalo para el niño… ah, y flores, por supuesto.
–¿Quieres que yo le compre un regalo al niño? –replicó ella, irónica. Y acababa de decirle que él podía organizar su vida privada–. ¿Sabes lo que quieres comprarle?
–No –contestó Lazzaro–. Eso es todo.
–Perdona, una cosa…
–¿Quieres hacer una sugerencia? ¿Vas a decir que sea yo quien compre el regalo? ¿O que en lugar de ir Roma vuelva a Melbourne para estar con mi familia? No necesito tus consejos, Caitlin.
–No iba a darte ningún consejo. Iba a pedirte que me devolvieras el teléfono.
Pero él, con ese exabrupto, acababa de contestar a todas las preguntas que no se había atrevido a hacer. Y, al ver a aquel hombre orgulloso avergonzado mientras le devolvía el teléfono, deseó poder ayudarlo.
–Sé que debe de sonar un poco… pero tú no lo entiendes.
–Desde luego que no, pero no es asunto mío –los dos estaban sujetando el teléfono, los dos mirándolo–. Pero me gustaría poder hacer algo…
–No puedes –soltando el móvil, Lazzaro se pasó una mano por el pelo.
Caitlin esperaba que saliera de la habitación sin decir una palabra más, pero asintió con la cabeza cuando le preguntó si podía usar el baño.
Lazzaro se sentía enfermo mientras recordaba una y otra su conversación con Antonia. Esperaba haberse mostrado contento por la noticia. Su madre llegaría pronto… con su último novio del brazo, sin duda.
Abrió el grifo para mojarse la cara, apartando las cosas que había sobre la encimera del lavabo: pasta de dientes, cosméticos, pastillas anticonceptivas… cosas normales, pero tan fuera de lugar en aquel momento extraño…
Había llegado el pequeño Luca… con el nombre que lo hacía sudar cada noche, con el nombre que lo acosaba en sus pesadillas. Ese nombre con el que se atragantaba y que tendría que usar a partir de aquel momento.
A pesar de haberse mojado la cara tenía la frente cubierta de sudor. ¿Debía cancelar la cena? Por primera vez no sabía si podría soportar una conversación normal… pero, al mismo tiempo, no sabía si quería estar solo.
–Ojalá pudiera ayudarte –dijo Caitlin en la puerta del baño, mirándolo a través del espejo. Y él le devolvió la mirada. Era más fácil concentrarse en su bonita cara que lidiar con sus propios demonios.
Lazzaro levantó su barbilla con un dedo mientras, como si fuera una cajita de terciopelo, sus pestañas se levantaron para mostrar dos brillantes zafiros… turbadores, embrujadores.
Los mismos ojos de Roxanne. Idéntico tono de azul. A veces se le olvidaba por completo que estaba utilizándolo, olvidaba su conversación con Malvolio, olvidaba que había mentido y manipulado para conseguir aquel puesto.
Seguramente estaba mintiendo en aquel momento, intentando llegar a su corazón, intentando meterse en su cabeza. En aquel momento, cuando era tan difícil estar solo.
Cuando Luca murió había jurado no dejar que ninguna mujer lo engatusara como le había pasado a su hermano. Pero, cegado por la belleza de Caitlin, era muy fácil cambiar de opinión. Muy tentador aceptar el consuelo que le ofrecía, perderse a sí mismo en el deseo que había resistido desde el momento que apareció en su vida.
Sus ojos eran exactamente del mismo tono azul, pero tenía un círculo negro alrededor de cada iris que lo intrigaba. Nunca había mirado los ojos de Roxanne tan cerca… nunca se había sentido atraído por ella, nunca había querido bajar la cabeza como ahora…
Pero había jurado no hacerlo.
Su atractivo físico le aseguraba todo tipo de compañeras de cama y su conciencia raras veces lo molestaba.
Nunca se había prometido nada a sí mismo en ese aspecto.
Entonces, ¿dónde estaba el dilema? ¿Por qué, cuando nunca había deseado más olvidarse de todo, estaba vacilando?
Caitlin lo hacía sentir algo, alteraba su tranquilidad. Aquella preciosa cara aparecía en su cabeza continuamente y el aroma de su perfume le llegaba incluso cuando no estaba cerca… abrumándolo, como Roxanne había abrumado a Luca.
Aquélla era una mujer que se le podía meter bajo la piel.
Sus labios estaban tan cerca que, si se movía un centímetro, estarían tocándose. Lazzaro vaciló. Pero si la vida era una serie de decisiones, en ese segundo él tomó la suya: se perdería en ella, ahogaría sus oscuros pensamientos haciendo el amor con Caitlin… pero en sus términos. Sabía que él era lo bastante fuerte como para contenerse, para tomar sólo lo que necesitaba esa noche y nada más.
–No voy a morderte.
Unas palabras tontas, quizá, pero le pusieron las cosas más fáciles, recordándole quién era la mujer con la que estaba tratando. Por muy dulce que fuera el exterior, por dentro era dura como una piedra y, sin el menor escrúpulo, lo utilizaría como medio para llegar a un fin.
Como él la usaría a ella.
–¿Cómo que no? –sonrió Lazzaro.
Caitlin cerró los ojos cuando él bajó la cabeza para buscar sus labios; el momento con el que había soñado tantas y tantas veces. Si alguna vez había habido un beso de libro, era aquél. Sus labios eran tiernos, medidos, expertos, su lengua deslizándose sobre la suya…
Pero, por perfecto que fuera, aunque no pudiera encontrarle ningún fallo, aquél no era su beso perfecto.
Los sueños eran algo peligroso. Los sueños te dejaban habitar un mundo irreal, saborear lo que nunca habías tenido, lo que no podía existir. Porque, por experto que fuera el beso, por emocionante que resultase para ella y por mucho que cerrase los ojos, la realidad no podía compararse con sus sueños.
–Lazzaro… –Caitlin se apartó–. Esto no es…
Él había sentido que se apartaba antes de que lo hiciera. Pero su sabor, el olor de su piel, habían despertado su apetito y un fiero deseo recorría sus venas, todo su cuerpo deseando aquello. Y podía hacerlo, se dijo, volviendo a abrazarla. Él era fuerte. Podía darle un poquito más de sí mismo y apartarse después.
Con una mano la tomó por la cintura mientras enredaba la otra en su pelo, apretándola hasta que no había ningún otro sitio al que pudiera ir. Besándola como debería ser besada, como había querido besarla desde que puso los ojos en ella, su lengua devorándola…
El calor de su cuerpo quemándola a través del albornoz, Caitlin no podía evitar derretirse contra el torso masculino. Su beso, aquel beso, era todo lo que había imaginado… todo lo que debería ser.
Aplastaba su boca con besos urgentes que la quemaban por dentro, pero que ofrecían sólo una satisfacción temporal. Cada uno la hacía desear más. Las manos de Lazzaro estaban en su trasero, apretando su entrepierna contra la suya en un gesto casi innecesario porque también ella hacía lo mismo. Caitlin cerró los ojos mientras besaba su frente, sus párpados, temblando de placer y casi de miedo mientras exploraba su cuello con la lengua.
Esta vez cuando se apartó fue por una razón bien diferente… la inexperiencia y la estupidez eran dos cosas bien distintas y Caitlin sabía dónde iba aquello. Lo sabía porque su cuerpo estaba diciéndoselo… sabía que, por primera vez, era lo que buscaba, que aquello era lo que los besos de otros hombres no habían tenido. Y Lazzaro tenía que saberlo también.
–No lo he hecho nunca…
–¿A qué te refieres?
Podía sentir el calor de su aliento en el cuello, un calor que se extendió por todo su cuerpo.
–Esto.
–¿Qué?
Él había dejado de besarla y estaba mirándola, sorprendido. El aceite del masaje hacía que su pelo pareciese mojado, como si acabara de salir de la ducha, y el albornoz se había abierto lo suficiente como para revelar el nacimiento de sus pechos.
–Nunca he hecho el amor.
Lazzaro arrugó el ceño. ¿Lo tomaba por tonto?
Pero vio que le temblaban los labios y tuvo la tentación de silenciarla con un beso. ¿A qué estaba jugando? Había visto las pastillas anticonceptivas en el baño y ella misma le contó que había roto con su novio seis meses antes… ¿y ahora le decía que era virgen?
Estuvo a punto de decir algo irónico, a soltarla, pero no lo hizo.
Si quería hacerse la virgen, ¿quién era él para detenerla? De hecho, eso hacía más fácil buscar sus labios, seguirle el juego y perder la cabeza.
–Entonces será mejor que vayamos despacio.
Tan despacio… el roce de su boca era menos urgente ahora, más lento, tan íntimo como apasionado, excitándola mientras, a la vez, la tranquilizaba, como diciéndole que no había prisa.
De modo que Caitlin se tomó su tiempo para explorarlo, respirando el aroma de su colonia… que no podía enmascarar su propio aroma masculino, sintiendo el roce de su barba, dura, deliciosa y luego, porque sabía dónde iba, porque no había nada que la detuviese, permitiéndole concentrarse en el delicioso roce de esa lengua que jugaba con la suya, acariciando no sólo por fuera, sino algo dentro de ella.
Lazzaro metió las manos en el albornoz y emitió un gemido ronco al encontrar el peso de sus pechos, que sujetó como si fueran dos frutas maduras, pellizcando los pezones con dos dedos.
El albornoz cayó al suelo mientras la tumbaba en la cama y Caitlin sintió que el corazón se le ponía en la garganta.
Él no parecía tener prisa por desnudarla del todo, pero estaba besando su estómago como había besado su boca y, mientras deslizaba la lengua por su piel, jugaba perversamente con el borde de las braguitas. El roce de su lengua por encima de la tela hacía que Caitlin se moviera de un lado a otro, impaciente. No podía relajarse, no podía dejarse ir y disfrutar porque si no paraba pronto, si no le dejaba un segundo para calmarse…
Y no lo hizo. Apretando su trasero con las dos manos, presionaba el triángulo de rizos contra su boca. Su lengua estaba dentro de las braguitas ahora, saboreándola, haciendo que perdiese la cabeza… y Caitlin se dio cuenta de que su imaginación había sido un pobre sustituto de la realidad.
Sus sueños no eran nada comparado con aquello. Lazzaro seguía besándola y ella tuvo que contener un gemido de placer.
–No… –empezó a decir. Y Lazzaro levantó la mirada.
¿No qué?
Cuando apartó con la boca las empapadas braguitas y su lengua encontró el delicado capullo, se entregó del todo al placer, su trasero arqueándose hacia esa hambrienta boca, los dedos enredados en su pelo. Sus íntimos labios besándolo ahora en un orgasmo que no parecía terminar nunca, que casi la hacía suplicar que parase. Y cuando terminó, cuando lo único que quería era doblar las piernas para recuperarse un poco, él se apoyó en el colchón para mirarla.
–Muy bien… ahora podemos empezar.
¿Empezar? Acababa de tener el orgasmo más asombroso de su vida y Lazzaro ni siquiera se había quitado la camisa…
Él era un amante a quien le gustaba dar placer, no sólo porque lo consideraba su obligación, sino porque amaba a las mujeres y le encantaba hacerlas sentir vivas. Pero con Caitlin había cierta medida de egoísmo en sus supuestamente generosas acciones… el dulce aroma de su piel, su sabor, los gemidos que escapaban de su garganta habían estado a punto de arruinar su formidable reputación.
Inclinándose sobre ella, sintiendo cómo exploraba su torso con manos ansiosas, Lazzaro supo que no aguantaría un solo segundo dentro de ella. Y deseaba tanto estar dentro de ella…
Con la palma de la mano aplastó su monte de Venus mientras introducía un dedo en la húmeda cueva. La erección rozaba su muslo, deslizándose hacia ella, acariciándola, tentándola hasta que fue Caitlin quien no pudo contenerse.
Fue Caitlin quien lo rozó con la mano, como invitándolo. Y Lazzaro no esperó más; entró en ella un poco, apartándose para mirarla a los ojos, tentándola un poco más hasta que se dio cuenta de que estaba suplicándole. Se contenía lo suficiente como para hacerla desear más… hasta que quisiera sentirlo dentro del todo.
Algunos placeres eran demasiado, pensaba Caitlin.
El control que había mantenido en su vida hasta aquel momento, el control que había tenido que ejercer durante aquella semana, se estaba convirtiendo en puro abandono.
–No te contengas.
–¿Como haces tú? –preguntó ella, mirándolo a los ojos. Porque no podía pedirle que se dejara ir si él no lo hacía también y podía sentir que estaba conteniéndose.
Sus ojos se encontraron cuando llegaron juntos y Caitlin dejó escapar un grito mientras clavaba las uñas en sus hombros, sintiendo el alivio de Lazzaro, sus cuerpos cubiertos de sudor, deslizándose uno sobre el otro…
–¿Qué me haces…? –casi le dolía entregarse tanto. Casi lo odiaba por la respuesta que conseguía de ella; lo odiaba por hacer que lo deseara tanto, por ser el hombre al que no se podía resistir.
–Te dije…
Estaban en la cama, Lazzaro jugando con su pelo y Caitlin preguntándose si iba a marcharse a su habitación.
–Te dije esta mañana que sería maravilloso.
¿Lo había sabido o eso era lo que decía siempre?, se preguntó ella. Había sido maravilloso, pero pensar en las bellezas con las que Lazzaro solía acostarse no estaba haciéndole ganar confianza.
–¿Y qué va a pasar ahora? Quiero decir, esto no ha sido muy profesional…
–¿Quién lo dice?
–Todo el mundo.
–Tú sólo debes escucharme a mí. Soy el jefe y yo pongo las reglas –bromeó Lazzaro–. Seremos discretos –dijo luego, al ver que se ponía seria–. Evidentemente, no podemos hacerlo público, eres mi ayudante y sería muy incómodo que la gente supiera que somos…
No terminó la frase aunque Caitlin hubiera querido que lo hiciese. ¿Eran qué?
–Sé discreta –dijo luego, besando la punta de su nariz–. Y ahora, vete a dormir.
–¿Vas a quedarte?
–¿Por qué, tienes otros planes?
–No, es que… –Caitlin parpadeó–. Bueno, la verdad es que tengo hambre. Y me prometí a mí misma quedarme dormida cada noche con los auriculares… estoy haciendo un curso de italiano.
Sin decir nada, Lazzaro tomó el móvil de la mesilla. Aunque maldijo por el triste estado de la carta a esas horas, nunca un sándwich de jamón y queso y una copa de champán le habían sabido mejor.
¿Y quién necesitaba unos auriculares cuando tenía un tutor particular?, pensó Caitlin después. Su propio amante latino, susurrándole al oído durante toda la noche y enseñándole palabras que, estaba segura, no podría usar durante ninguna reunión.