Capítulo 7

 

 

 

 

 

ZANE se había quedado totalmente quieto cuando ella había lanzado el grito. Luego había empezado a moverse suavemente, besándola, acariciándola, volviendo a encender en ella la llama de un ardor y una pasión que ella nunca pensó que pudiera alcanzar.

Su forma de hacer el amor, conteniéndose, esperando, resultó ser la de un amante generoso que ponía el placer de su pareja por delante del suyo propio, que estaba dispuesto a dar más que a recibir.

Y esa vez, a la vez que apasionado, fue tierno y cariñoso, haciéndole saber en todo momento lo atractiva, dulce, y femenina, que la encontraba, lo mucho que le gustaba.

Por último alcanzaron al unísono la cima de un placer que los lanzó al mundo de las estrellas.

Cuando sus cuerpos se relajaron, y su corazón dejó de latir a toda velocidad, en lugar de darse media vuelta como ella hubiera imaginado, fueron sus manos y su lengua las que empezaron a conducirla a un nuevo viaje al éxtasis.

Cada vez que ella pensaba que ya no podía sentir más ardor, él descubría nuevas maneras de llevarla aún más lejos. Finalmente, se tendió junto a ella, y la abrazó.

Gail se quedó dormida casi instantáneamente.

 

 

Cuando se despertó, todo estaba en el más absoluto silencio, y sólo se oía el relajado respirar de Zane. Seguía abrazada a él, y así permaneció inmóvil, casi sin respirar, por miedo a despertarlo.

Su cuerpo seguía allí, adormilado y feliz, pero su mente, más despierta que nunca, y repleta de un mundo de intensas sensaciones, recordó todo lo que había pasado aquella noche.

Aunque Zane la había colmado de placer, se sentía triste y enfadada consigo misma, avergonzada de cómo se había comportado.

Estaba comprometida con Paul, llevaba su anillo de compromiso. ¿Cómo podía haberse entregado a un hombre que no la amaba?

Se había sentido empujada por una fuerza que había resultado ser más fuerte que ella.

Para él, ella era una mujer disponible en ese momento, prácticamente una desconocida que no significaba nada, mientras que para ella él lo había sido todo, durante siete largos años había sido el único ocupante de su corazón.

Y durante todo ese tiempo, nunca se había acostado con ningún otro hombre, nunca había sentido la necesidad de hacerlo. Era casi como si él se hubiera apoderado de ella, de su cuerpo y de su alma, aquella única y lejana vez que habían hecho el amor.

Aunque se había enamorado de Paul, había sido un auténtico alivio para ella descubrir que él no daba muestras de estar interesado en una relación física. Y cuando él finalmente se declaró, cansada de estar sola, y pensando que era hora de tener un hogar y una familia, se había convencido de que no podía perder esa oportunidad, quizás el pasaporte a la felicidad, y de que todo terminaría saliendo bien llegado el momento.

Pero la duda y la inseguridad sobre el tema nunca la habían abandonado.

Hasta esa noche.

Esa noche se había dado cuenta de que de frígida no tenía absolutamente nada, y aunque sólo fuera por eso, todo había merecido la pena. Ahora sabía que podía ser una esposa cariñosa y hacer feliz a Paul.

Si es que él seguía queriendo casarse con ella después de que le contara todo lo que había pasado, claro.

Sólo de pensar que se lo tenía que contar, se le hacía un nudo el corazón. Pero de ninguna manera podía no contarle una cosa así a la persona con la que se iba a casar. Tenía que hacerlo.

Pero ¿cómo decirle que se había acostado con Zane Lorenson?

Si hubiera sido otro, todavía, por muy duro que le hubiera resultado a Paul tenerlo que aceptar, pero el que se tratara de Lorenson, su más odiado rival, le ponía las cosas extremadamente difíciles.

Claro que, si hubiera sido otro, eso no habría sucedido. El único hombre en el mundo capaz de hacerla reaccionar así era Zane Lorenson.

Zane, de quien ella había quedado perdidamente enamorada nada más verlo. Zane, que para ella había sido el único hombre sobre la faz de la tierra desde el momento que hicieron el amor, a pesar de cómo había salido todo.

¿Sería posible amar a dos hombres?

No tenía ni sentido hacerse aquella pregunta. Gail sabía ahora que lo que ella había sentido por Paul no tenía nada que ver con el amor.

Debería sentirse agradecida de que Zane le hubiera abierto los ojos a tiempo de impedir que se casara con un hombre al que no quería. Un hombre por el que, por primera vez se atrevía a reconocer, ni siquiera sentía respeto tras ver cómo había tratado a David Randall.

Se dio cuenta de que su deseo de «formar un hogar y vivir felices para siempre» la había cegado de tal forma que había sido incapaz de reconocer sus propios sentimientos, y desde luego, las carencias y defectos de él.

Se veía atrapada en una situación irresoluble, sin esperanza alguna de futuro con un hombre del que estaba locamente enamorada, y del que no podría nunca dejar de estarlo.

Tendría que optar por la soledad, la única compañía que nunca nos abandona…

Si por lo menos sus caminos no se hubieran vuelto a cruzar, todo sería más sencillo. Pero ahora, después de haberse acostado con él, después de haber probado las mieles de cómo sería sentirse amada por él, ¿cómo podría seguir adelante?, ¿cómo iba a ser capaz de vivir el resto de su vida sin él?

Como había vivido los últimos siete años. Si había podido hacerlo hasta ese momento, podría seguirlo haciendo igualmente de ahora en adelante.

Lo que no podía hacer, lo que nunca haría, sería convertirse en un juguete para él, dejar que la usara a su gusto y placer durante las vacaciones, y después, si te he visto, no me acuerdo. Eso sí que no.

Pero si se quedaba allí, tenía tantas posibilidades de ser capaz de resistirse a él como de que le tocara la lotería sin comprar un billete.

Y él no la iba a dejar irse así, alegremente. Ya se lo había dicho, que la quería con él.

O sea, tenía que escaparse de allí, y a toda velocidad. Antes de que él se despertara.

Si supiera dónde estaban las llaves del coche, lo tomaría prestado para ir a… ¿adónde?

A casa del comandante Giardino, descartado. Crearía una situación comprometida para todos.

Al aeropuerto. Compraría el billete con la tarjeta de crédito.

Decidido.

Con mucho cuidado, empezó a zafarse de los brazos y las piernas de Zane. Cuando logró levantarse de la cama, agarró su ropa y, a toda velocidad, empezó a vestirse, casi sin respirar para no hacer ruido.

Estaba poniéndose los zapatos, cuando Zane dio una especie de suspiro y se dio media vuelta.

Gail se quedó clavada en el sitio, mirándolo. El hombre de mundo, el temido hombre de negocios, había desaparecido. En su lugar había un chiquillo de pelo revuelto que dormía apaciblemente.

Viéndolo así, le entraron unas ganas inmensas de besarlo y acariciarlo por última vez.

¿De verdad iba a rechazar la oportunidad de pasar dos semanas allí con él, viviendo con él, escuchándolo, mirándolo, haciendo el amor con él?

Tenía que hacerlo. Su sentido de la dignidad y autorrespeto le decía que nunca se lo perdonaría si no lo hiciera.

Cuando llegara a Londres, llamaría a la oficina y diría que lo había pensado mejor, y que no iba a aceptar el puesto.

Él nunca se enteraría de quién era ella, ni de por qué había solicitado el trabajo. Encontraría a otra secretaria personal, y se olvidaría de ella.

Ya había alcanzado las escaleras cuando se dio cuenta de que se dejaba el anillo de Paul. De ninguna manera podía dejarlo allí. Había costado una fortuna, y en cualquier caso, se lo quería devolver a Paul en el momento de terminar con él.

Volvió a entrar sigilosamente en la habitación, y buscó los pantalones que Zane había lanzado por los aires la noche anterior. Cuando metió la mano en el bolsillo, se oyó el repiqueteo de las monedas que había en el mismo, y Gail se quedó inmóvil mirando fijamente a Zane. Ni un movimiento, ni tan siquiera un cambio en la respiración.

Aliviada, agarró el anillo y la cadena, y salió silenciosamente de la habitación.

No había tiempo que perder. Ni lavarse, ni peinarse, ni recoger sus cosas, salvo un par de zapatos bajos para poder salir a toda velocidad.

Sólo necesitaba las llaves del coche y su pasaporte.

El último estaría en la cartera de Zane, probablemente en su despacho, adonde él se había dirigido nada más llegar a la villa.

¿Y las llaves?

Ni idea.

Si no las veía en el despacho, sólo cabía esperar que las hubiera dejado puestas en el coche. Si no era así, las cosas se le iban a poner bastante feas, por decirlo suavemente.

Primer paso, el despacho. Allí estaba la cartera de Zane, y afortunadamente, sin cerrar con llave. El corazón se le salía literalmente por la boca, pero intentó mantener la calma, y se hizo con su pasaporte, que metió rápidamente en su bolso.

Ni rastro de las llaves en todo el despacho.

Salió apresuradamente, con tal mala fortuna que, al cerrar la puerta, calculó mal el peso de la misma y pegó un portazo.

Nuevo revés al salir a la entrada. ¡El coche no estaba allí!

Habría un garaje por algún lado, naturalmente, y Angelo lo habría guardado allí.

Dio la vuelta a la casa y, efectivamente, al final del inmenso patio pudo ver dos grandes portones, donde sin duda encontraría el coche.

¡Por todos los santos, que no estuvieran cerrados con llave!

No, no lo estaban.

Corrió hacia el coche. Horror. Ni rastro de las llaves.

¿Qué podía hacer ahora? Tenía que pensar en algo rápidamente.

Oyó un ruido y se volvió.

Allí, de pie, en el umbral de la puerta estaba Zane.

–¿Es esto lo que buscas? –preguntó con las llaves del coche en la mano.

–¿Cuándo… cómo…? –fue lo único que logró balbucear.

–¿Que cuándo me di cuenta de tus andanzas? Te oí salir de la habitación la primera vez, y cuando oí que volvías a entrar estuve a punto de levantarme para tomarte en brazos y llevarte de nuevo a la cama, hasta que te vi revolviendo en el interior del bolsillo de mis pantalones. Francamente, siempre había creído que ésa era una prerrogativa de las mujeres casadas, exclusivamente.

–No es precisamente mi estilo, pero se da la circunstancia de que fuiste tu quien me quitó el anillo, y tenía que recuperarlo.

–Mira, ahí llevas toda la razón. Y claro, no te ibas a ir sin él, ¿no?

Gail se quedó en silencio.

–Y aunque hayas dejado todas tus cosas aquí, el hecho de que te hayas tomado la molestia de agarrar tu pasaporte, me imagino que podría ser interpretado como que tenías intención de marcharte… ¿o no?

Gail no hizo señal de tener intención de contestar.

–Y, sólo por pura curiosidad, concretamente, ¿cuáles eran tus planes? –decidió continuar él–: Debo deducir entonces, a la vista de tu silencio, que simplemente te arrepentiste de todo lo que pasó anoche.

–Así es.

–O sea, que pensabas ir a casa de Carlo a decirle que yo me había convertido en el lobo feroz, y…

–Eso no es para nada lo que pensaba hacer…

–¿Ah, no?

–¡No!

–¿Y eso?

–Porque no es verdad… Tú…, tú no me obligaste a hacer nada…

–Gracias. ¿Pero sí estabas pensando ir a casa de Carlo?

–¡Para nada en absoluto!

–Entonces, ¿qué pensabas hacer?

–Ir al aeropuerto, y tomar el primer avión que saliera para Londres.

–¿No me digas que ya lo echas de menos? Y yo que pensé que te gustaría venir a la Toscana.

–Yo no quería venir a la Toscana, yo no quería ir a ningún sitio contigo, para ser exactos… –contestó llena de furia.

–Pero sí sabías que el puesto de secretaria personal implicaba viajar conmigo.

–Nunca debí haber aceptado ese puesto, nunca, todo esto ha sido un enorme error desde el principio – respondió a la vista de que él llevaba toda la razón.

–¿Por qué? No será el tipo de trabajo en sí lo que no te gusta porque todavía ni hemos empezado a trabajar… Y en cuanto a lo de anoche, tú misma has tenido la honestidad de decir que yo no te obligué a hacer nada… Es más, siendo realmente honestos, incluso deberíamos decir que tú admitiste que querías acostarte conmigo tanto como yo contigo…

Hubiera querido chillar y jurar que no era cierto, pero hubiera sido la mayor mentira del mundo.

–O sea, que teniendo en cuenta todo esto, lo mejor sería mantener la calma, y reconsiderar tu decisión. Después de todo no llevamos ni veinticuatro horas aquí, no has tenido tiempo ni de adaptarte… Y si lo que no te apetece es acostarte conmigo, todo lo que tienes que hacer es decírmelo… y llevarlo a la práctica. En los temas personales, desde luego decides tú.

Gail estaba intentando asimilar sus palabras, cuando, con una sonrisa picarona, él continuó:

–Lo que sí me reservo es el derecho a ejercer un poquito de persuasión cariñosa.

Demasiado seductor, demasiado irresistible, su sonrisa, sus palabras, todo en él.

¿Qué hacer? ¿Quedarse y disfrutar de su compañía y nada más dado que sería la última vez en su vida? Una tentación demasiado peligrosa. Ella nunca tendría la fuera suficiente para resistirse a su encanto.

Si quería mantener su orgullo y su dignidad intactos, sólo le quedaba marcharse.

Pero ¿seguro que ése era el mejor momento para poner su dignidad y su orgullo por encima de todo lo demás?

Todo lo que quería en la vida era estar con él, sentir sus brazos alrededor de su cuerpo desnudo, volver a vivir la pasión que había sentido aquella noche. Aunque sólo fueran dos cortas semanas, sería su única posibilidad de experimentar la auténtica felicidad.

Pero ¿sería ella capaz de aceptar que para él ella no significaba nada, que su relación era algo circunstancial y sin transcendencia? ¿Podría soportar después el dolor de la separación cuando él desapareciera de su vida dispuesto a encontrar un poco de diversión en otra parte?

–No quiero ningún tiempo para adaptarme –respondió finalmente–. Me vuelvo a Londres.

–Me da la impresión de que sola no va a ser posible. Tendrás que esperar hasta que te lleve yo.

–No puedes retenerme aquí contra mi voluntad.

–¿Quieres apostar algo? Y lo primero, ¿podríamos entrar en casa, y sentarnos a discutir esto civilizadamente?

–¿Civilizadamente? ¿Es que esto de retenerme aquí prisionera te parece ni medianamente civilizado? –gritó ella.

–Hay que reconocer que tienes condiciones naturales para el melodrama –contestó él como si todo aquello le estuviera resultando divertido.

–¿Melodrama? Entonces, ¿tú cómo le llamas a esto?

–Cualquier cosa menos «retenerte aquí prisionera». Y si lo que estás esperando es que te ponga un par de cadenas y te meta en el torreón, lamento informarte de que te vas a llevar un chasco. Yo estaba pensando en algo mucho más mundano, como ducharnos y sentarnos a desayunar un café con unos deliciosos cruasanes.

Por más que una ducha y un café con cruasanes era lo que más deseaba Gail en ese momento, se quedó callada.

¿Tenía algún sentido seguir resistiéndose?

–Por otra parte, tampoco es mi intención decepcionar a una joven damisela, así que, si lo que realmente tenías en mente era un poco de melodrama… veamos qué te parece esto… –continuó él.

Poniendo una ridícula cara de malo malísimo, y con un exagerado tono teatral, lanzó una carcajada:

–Ja, ja, ja, oh, linda jovencita, por fin te tengo entre mis garras, y haré contigo todo lo que siempre quise hacer…

Bien a su pesar, Gail tuvo que reírse, lo que le ayudó a relajarse.

–Eso está mejor –respondió él.

No. No tenía ningún sentido seguir resistiéndose. Simplemente, no podía. Él tenía una fuerza y un poder tan intenso sobre ella que resultaba inútil siquiera intentar resistirse.

Zane le había hablado con claridad, había puesto las cartas sobre el tapete. Había dejado claro que la decisión era suya. Si no quería una relación personal, tendría que mantenerse firme y llevarlo a la práctica.

Y ella, sencillamente, no se veía capaz de hacerlo.

Como si hubiera seguido una vez más paso a paso todos y cada uno de sus pensamientos, Zane se acercó a ella, y echándole el brazo por la cintura, con intención de empezar a volver hacia la casa, le dijo:

–Entonces, ¿qué?, ¿hace esa ducha y el cafetito?

Sin la más mínima gota de resistencia dentro de ella, por lo menos por el momento, Gail le dejó que la devolviera a la casa y a la habitación de las que sólo un rato antes había intentado escapar.

Una vez dentro, la condujo por un ancho pasillo hasta una preciosa habitación justo al lado de la cocina, con una magnífica terraza desde la que se podía ver la espléndida vista.

Mientras él se dirigió a la cocina al preparar el café, Gail intentó ordenar los miles de pensamientos que revoloteaban por su cabeza.

Demasiados pensamientos, demasiadas sensaciones, demasiadas emociones. Tendría que dejar que sus pensamientos deambularan libremente.

Si hubiera encontrado las llaves del coche esa mañana, todo eso que estaba viviendo en ese momento nunca habría tenido lugar. Ella no estaría ahí, y todo el episodio vivido con él estaría terminado y fuera de su vida. Para siempre.

Pero por muy traumático que todo aquello pudiera resultar, tenía que reconocer que una parte de sí misma no había querido en ningún momento que aquello acabara. Y esa parte se encontraba ahora indescriptiblemente contenta de que aquello no hubiera acabado, y de seguir allí junto a él, contemplándolo.

Era guapo, atractivo y seductor. Y verle moverse con aquella relajada y masculina elegancia, ignorante del escrutinio a que ella lo estaba sometiendo, era un auténtico festín para los ojos.

Finalmente, Zane vino hacia donde ella estaba, con la bandeja perfectamente preparada, y se sentó en frente de ella.

Mientras tomaba su café, fuerte y espumoso, Gail evitó mirarle a los ojos. Pero en todo momento pudo sentir que él la miraba contemplativamente, como si tras haber logrado retenerla allí, se estuviera planteando cómo llevar adelante la situación a partir de ese momento.

¿Por qué había insistido tanto en que se quedara? Ningún jefe normal se hubiera tomado tan a pecho que su secretaria se quisiera ir.

Claro que nada en aquella relación había sido normal.

Tampoco podía pensarse que era simplemente por acostarse con ella. Era evidente que con su planta y su carisma, por no mencionar con sus millones, habría podido encontrar a cientos de mujeres más que deseosas de acompañarle en sus vacaciones.

–¿Te apetece otro café? –preguntó cortésmente, interrumpiendo el hilo de los pensamientos de Gail.

–No, gracias –contestó ella con similar cortesía.

Él se levantó de su asiento, tomó la bandeja, y se dirigió a la cocina. Después, se dirigió hacia ella, le tomó las dos manos y la ayudó a ponerse de pie. Tras entregarle su bolso y su chaqueta, le preguntó:

–¿Qué tal una ducha ahora?

Subieron hasta la planta superior, y cuando Gail vio que se dirigían a la habitación de él, intentó resistirse protestando:

–No sé lo que tienes en mente, pero si crees que…

–Creí que habías dicho que sí te apetecía una ducha –dijo él con voz inocente.

–Sí, pero ésta es tu habitación…

–Nuestra habitación –corrigió él.

Aquel «nuestra habitación», se quedó flotando en los oídos de Gail como un eco.

–Hace nada me dijiste que, en lo concerniente a los temas personales, podía decidir hacer exactamente lo que yo quisiera… –dijo mostrando la mayor determinación de que fue capaz.

–Así es. ¿Y?

–Pues no quiero compartir tu habitación. Ni tu cama. En realidad, no quiero quedarme aquí.

Zane la miró con una sonrisa en los ojos.

–Ya veo. Pero también dije que me reservaba el derecho de intentar convencerte amistosamente, si no recuerdo mal… –continuó mientras retiraba su preciosa melena hacia un lado, y empezaba a acariciarle el cuello primero con su mejilla, y después con sus labios.

–No intentes convencerme, porque sólo vas a perder el… –respondió Gail, sin poder terminar la frase ante los pequeños mordiscos que él estaba empezando a darle.

–¿Por qué no nos damos simplemente una ducha juntos, y luego hablamos?

–Porque no quiero darme una ducha contigo.

–¿Por qué no? Es de lo más relajante. Yo te enjabono a ti, y tú a mí, a ver quién se lo pasa mejor.

–Yo no he venido aquí a pasármelo bien, sino a trabajar… –contestó con serias dificultades para controlar el estremecimiento que le recorría todo el cuerpo cada vez que él intensificaba sus besos y sus mordiscos.

–Qué manía te ha entrado con lo de trabajar. Aquí hemos venido fundamentalmente de vacaciones –contestó, mientras le daba diminutos besos en las mejillas, en los labios, y finalmente, en los párpados, cuando ella cerró los ojos–. Intenta relajarte. No tienes novio, ni compromiso que te ate…

Ahora que ya se había dado cuenta de que no quería a Paul, y que le devolvería su anillo de compromiso, lo que él acababa de decir era totalmente cierto.

Pero mientras Paul pensara que ella era su prometida, y que le estaba siendo fiel, era una infidelidad en toda regla que ella estuviera haciendo lo que estaba haciendo con un hombre al que Paul odiaba.

¿Cómo podía hacer una cosa así?

En principio no podía, pero una vez más, Zane la estaba dejando desarmada.

–Y que conste que no se me escapa que debajo de esa apariencia de jovenzuela inexperta, existe una mujer apasionada, que necesita a un hombre y que sabe cómo hacerlo feliz en la cama…

–A mí no me va lo de tener un lío, o lo de acostarme con el jefe, ya te lo he dicho. Prefiero preservar mi dignidad y mi orgullo personal –contestó Gail, consciente de que se estaba quedando sin recursos a todas luces.

–Tu dignidad y tu orgullo personal están perfectamente bajo mi custodia. ¿De verdad te resulta tan terrible quedarte aquí, y compartir conmigo mi habitación y mi cama? –preguntó él cambiando, muy astutamente, el ángulo de la conversación.

No, en absoluto. No le resultaba nada terrible. Incluso sabiendo que él no estaba enamorado de ella, seguir allí con él, compartir su habitación y su cama, era lo más cercano que estaría nunca de alcanzar la felicidad.

Zane notó cómo su cuerpo empezaba a ceder, y aprovechó para levantar su cara hacia la de él y besarla apasionadamente.

Cuando finalmente separó su boca de la de ella, y la condujo de la mano hacia el baño, el corazón de Gail latía furiosamente, y la sangre le corría por las venas como lava incandescente.

Zane abrió el grifo de la ducha, y comenzó a quitarle la ropa. Después se desnudo él, y tomados de la mano, se metieron en la bañera, debajo del chorro de agua. Zane se quedó relajadamente esperando a que ella tomara la iniciativa. Luego, pasándole un bote de gel de ducha, le dijo:

–Tú primero.

Gail se quedó mirándolo. Con el pelo empapado y hacía atrás, el agua corriéndole por el musculoso vientre, y los brazos colgando a los lados del cuerpo, era la imagen viva de la seducción irresistible.

Gail se echó jabón en las manos, y empezó a enjabonarlo suavemente, primero sus hombros, luego su pecho, después su cintura…

Viendo su titubeo antes de seguir más abajo, rió suavemente:

–Si quieres dejarlo ahí, no hay problema.

Mil cosas se le pasaron a Gail por la cabeza, mientras se ponía como un pimiento.

¿Por qué no iba a seguir? Estaba deseando verlo, tocarlo, mirarlo. ¿Era ella incapaz de acabar con aquellas inhibiciones?

Aunque fuera una relación destinada a sobrevivir sólo esas dos semanas, él era el hombre de su vida, su único amor, el único hombre al que había deseado locamente, el único al que desearía siempre.

Bajando por primera vez la mirada, demostró que por lo que a las inhibiciones se refería, podía considerarse que había logrado vencerlas, por lo menos, temporalmente.

Sentir las manos de ella descubriendo sus zonas más íntimas tuvo un poderoso e inmediato efecto en Zane, que tomándole suavemente las manos, dijo:

–Mi turno.

–Vaya, vaya, cómo se pone –dijo Gail, dando muestras por primera vez de ser capaz de reaccionar con naturalidad.

–Un auténtico descaro –respondió él sorprendido ante la reacción de ella.

Bajando la cabeza, comenzó a saborear sus pezones mientras enjabonaba su delicado cuerpo con una intensidad y un detalle que lanzó a Gail de nuevo hacia los mundos siderales.

–Ponme los brazos alrededor del cuello, y las piernas alrededor de mi cintura –le dijo al oído mientras sujetaba sus nalgas firmemente y empezaba a levantarla hacia él.