Lo que más le sorprendió cuando cambió todo fue lo poco que había cambiado en realidad. Al menos al principio. A veces Prax se había pasado días o semanas sin mirar los canales de noticias entre los últimos trabajos de reconstrucción y la nueva hornada de proyectos de investigación. Se había enterado de las últimas novedades de la humanidad gracias a las conversaciones que oía de los demás. Cuando oyó que el consejo directivo iba a anunciar una declaración de neutralidad, pensó que se referían al comercio y a la captura de gases. No supo que había una guerra en ciernes hasta que Karvonides se lo dijo.
Ganímedes ya había sufrido los estragos de ser un campo de batalla. La destrucción era algo demasiado reciente en la memoria colectiva del lugar, y las cicatrices aún estaban en carne viva. Había pasillos bloqueados por el hielo que aún no se habían vuelto a abrir después del estallido de violencia, que había tenido lugar antes de lo de la puerta anular, antes de la apertura de los mil trescientos mundos. Nadie quería que se repitiese algo así. Y por esa razón, a Ganímedes le daba igual quién gobernase mientras pudiese continuar con la investigación, cuidar de la gente que estaba ingresada en sus hospitales y seguir con su vida. Era como un enorme «Estamos ocupados. Arréglatelas solo» al universo en general.
Y luego... nada. Nadie había ido a conquistarlos ni los había amenazado. Nadie les disparó bombas nucleares. O al menos no habían impactado, porque Prax no lo había visto en las noticias. Gran parte de la comida de Ganímedes se obtenía allí mismo, y a nadie le preocupaban las hambrunas. Lo que preocupaba a Prax era la financiación de las investigaciones, pero sacó el tema varias veces y terminaron por ignorarlo, así que no insistió más. Las autoridades estaban como a la espera, con las cabezas gachas y haciendo lo que siempre habían hecho con la esperanza de pasar desapercibidos.
Es por eso por lo que el viaje de Prax desde su hueco a la escuela de Mei y luego a sus oficinas no había cambiado a pesar de la situación, lo que le resultaba muy extraño. Los puestos que había de camino a la estación servían el mismo puré de maíz frito y el mismo té amargo. Las reuniones de gestión de proyectos seguían siendo los lunes antes del almuerzo. Las generaciones de plantas, hongos, levaduras y bacterias vivían, morían y se analizaban como si nadie hubiera dejado incapacitada a la Tierra. Incapacitada o destruida.
Nadie dijo nada cuando cinturianos con el uniforme de la Armada Libre empezaron a aparecer en las esquinas. Sus pagarés se añadieron a la lista de dinero aceptado y se cerraron contratos con ellos cuando empezaron a exigir suministros. Nadie dijo nada cuando los conservadores que llenaban los canales de noticias de mensajes de apoyo a la Tierra y exigían que el consejo directivo eligiera bando de una vez se quedaron en silencio. Se sobreentendía. A Ganímedes se le permitía ser neutral mientras la Armada Libre se lo pudiese permitir. Puede que Marco Inaros, de quien Prax no había oído hablar nunca antes de la caída de las rocas, no controlara la base, pero estaba dispuesto a acabar con todos los que lo hacían hasta podar el organigrama con la forma que a él le viniese mejor. Alaba a la Armada Libre y podrás gobernar como desees. Enfréntate a ella y muere en el intento.
Esa era la razón por la que nada había cambiado, pero las cosas eran muy diferentes al mismo tiempo. La tensión siempre rondaba. En todas las interacciones, por muy mundanas que fuesen. Y estallaba en los momentos más inesperados. Como cuando uno revisaba los datos de los informes de pruebas.
—A la mierda los experimentos con animales —dijo Karvonides con rostro ceñudo e iracundo—. Se acabó. Ya está listo para el siguiente paso.
Khana se cruzó de brazos y la miró. Prax estaba un tanto confundido y sabía que la única explicación estaba en los datos, así que empezó a revisarlos. La cepa de levadura número dieciocho secuencia diez lo estaba haciendo muy bien. La producción de azúcares y proteínas era algo mayor de la esperada. Los lípidos estaban controlados. Había sido una buena tirada. Pero...
Era un despacho simple e íntimo, el mismo en el que se había asentado cuando había traído a Mei de la Luna. El primero como miembro del Comité de Reconstrucción. El resto de los integrantes del comité se había mudado a lugares mayores con paneles de bambú y luces de amplio espectro, pero a Prax le gustaba ese lugar. Siempre se había sentido mucho más cómodo en los sitios que le resultaban familiares. De haber trabajado en cualquier otro departamento, Khana y Karvonides habrían tenido al menos unas sillas cómodas en las que sentarse, pero los taburetes del laboratorio de Prax también eran los mismos que habían estado ahí el día que volvió a Ganímedes.
—Yo... —empezó a decir Prax, que luego tosió y agachó la cabeza—. No veo razón para romper el protocolo. Eso sería... Mmm...
—¿Una irresponsabilidad? —preguntó Khana—. Creo que esas son las palabras que busca. «Una irresponsabilidad.»
—Lo irresponsable sería quedarnos de brazos cruzados —comentó Karvonides—. Dos incorporaciones al genoma, cincuenta generaciones de crecimiento, lo que viene a ser menos de tres días, y ya tenemos una especie que sintetiza glucosa mejor que los cloroplastos, de la luz y casi de los rayos gamma. Además de las proteínas y los micronutrientes. Si usamos esto con los reactores podríamos olvidarnos de los recicladores.
—Tampoco te pases —aseguró Khana—. Además, es tecnología protomolecular. Si crees que...
—¡No lo es! No hay absolutamente nada que venga de una muestra alienígena en el Hy1810. Lo que hicimos fue fijarnos en la protomolécula y preguntarnos: «Si ellos pueden hacer algo así, ¿podríamos hacerlo nosotros?». Y luego encontramos la manera. Son nuestras proteínas. Nuestro ADN. Nuestros catalizadores. No hay nada de Febe ni del anillo ni tampoco rastro de Ilo, Rho o Nueva Londres.
—Pero eso... —dijo Prax—. Eso no quiere decir que sea seguro. El protocolo con animales...
—¿Seguro? —repitió Karvonides—. Ahora mismo hay gente muriéndose de hambre en la Tierra. ¿Ellos están seguros acaso?
«Vaya. No es rabia. Es dolor», pensó Prax. Comprendía el dolor.
Khana se inclinó hacia delante con los puños cerrados, pero antes de que dijera nada Prax levantó las manos con las palmas hacia fuera. Al fin y al cabo, él estaba al mando. De vez en cuando no le venía mal ejercer esa autoridad.
—Continuaremos con el protocolo animal —dijo—. Es el proceso científico habitual.
—Podríamos salvar vidas —aseguró Karvonides, ahora en voz más baja—. Solo una cosa: tengo una amiga en el complejo de Cantón. Podría reproducir lo que hemos hecho aquí.
—No pienso hablar más del tema —dijo Khana.
La puerta se cerró de un portazo detrás de él, con tanta fuerza que rebotó y no llegó a cerrarse. Se abrió sola, como si alguien estuviera a punto de entrar para ocupar el lugar del científico.
Karvonides se sentó y apoyó las manos sobre el escritorio de Prax.
—Doctor Meng, me gustaría que me acompañase antes de que diga que no. Esta noche hay una reunión. Seremos pocos. Escuche lo que tenemos que decir. Y si de verdad no quiere ayudar, le prometo que nunca lo volveré a comentar.
Tenía los ojos tan negros que era difícil distinguir entre el iris y la pupila. Prax volvió a mirar los datos. Lo más probable era que la mujer tuviese razón, a su manera. El Hy1810 no era la primera levadura que se había modificado con radioplastos, y tanto el Hy1808 como la mayoría de los Hy17 se habían probado en animales durante meses sin que produjeran ninguna enfermedad estadísticamente relevante. Teniendo en cuenta lo mal que estaban las cosas en la Tierra, el riesgo de que el Hy1810 tuviese efectos secundarios era mucho menos importante que los peligros que provocaría la hambruna. Sintió ansiedad y un nudo en el estómago. Quería marcharse de allí.
—Está patentado —dijo, con tono de voz quejumbroso—. Aunque sea ético usarlo, las consecuencias legales, no solo para nosotros, sino para los laboratorios, serían...
—Venga y escúchenos —repitió Karvonides—. No tendrá que decir nada. Ni una palabra.
Prax gruñó, un sonido grave que surgía desde detrás de su nariz. Como el que emitiría una rata enfadada.
—Tengo una hija —comentó.
Se hizo el silencio por un instante. Luego otro.
—Claro, señor. Lo entiendo —dijo al fin Karvonides.
La mujer se levantó. El taburete barato chirrió contra el suelo. Le empezó a doler el pecho y sintió la necesidad de decir algo, pero no sabía qué y, antes de encontrar las palabras, la mujer ya se había marchado. Cerró la puerta con más suavidad que Khana, pero también con más rotundidad. Prax se sentó y se empezó a rascar el brazo a pesar de que no le picaba. Luego cerró el informe.
Pasó el resto del día dedicado a su trabajo en el laboratorio de hidroponía. Su nuevo proyecto era un helecho modificado que servía tanto para purificar el agua como el aire. Los tenía dispuestos en largas hileras, y las frondas no dejaban de agitarse a causa de la brisa constante y bien regulada. Las hojas, tan verdes que lucían negras, tenían un olor familiar y acogedor. Los sensores integrados habían estado recopilando datos desde el día anterior, y los repasó como quien se sienta con un viejo amigo. Las plantas eran mucho más fáciles de tratar que las personas.
Pasó por su despacho al terminar, respondió media docena de mensajes y revisó las reuniones que tenía programadas para la mañana siguiente. Era la rutina de siempre. Lo mismo que llevaba haciendo desde que las rocas habían impactado contra la Tierra. Era como un ritual.
Pero ese día hizo algo más: añadió una capa de seguridad en los datos del Hy1810. Intentó no pensar demasiado en el porqué. Empezó a buscar la manera de explicar que había hecho todo lo posible por evitarlo. No tenía muy claro ante quién tendría que defenderse y justificar lo que había pasado, pero tampoco quería pensar mucho en ello.
Se puso muy nervioso de camino a la estación de metro. Las paredes de baldosas blancas y el techo abovedado sobre el andén, todo estaba tal y como lo veía siempre desde que lo habían reconstruido. La sensación ominosa solo estaba en su cabeza. Se compró un cono de papel encerado de tofu frito con aceite de oliva y sal mientras esperaba el tren. Se lo vendió un terrícola, y Prax se dio cuenta de que el hombre se había dejado el pelo y la barba largos para que la cabeza le luciera más alargada, como la de los auténticos cinturianos. El hombre tenía la piel negra, por lo que los tatuajes de la APE que tenía en el cuello y las manos no destacaban tanto como deberían.
«Mimetismo», pensó Prax mientras un repiqueteo anunciaba la llegada del tren. Es una buena idea. Era interesante ver cómo la humanidad adoptaba estrategias que estaban presentes en la naturaleza. Los humanos forman parte de la naturaleza, al fin y al cabo. La ley de la selva.
Mei ya estaba en casa cuando llegó. Parloteaba y su voz predominaba sobre la más aguda de Natalia. Ambas venían del cuarto de juegos y sonaban como música para sus oídos. Prax cerró la puerta detrás de él y se dirigió a la cocina. Djuna, que preparaba ensalada para cenar y leía algo en su terminal portátil al mismo tiempo, hizo una pausa para dedicarle una amplia sonrisa de bienvenida. Prax le dio un beso en el hombro antes de dirigirse a la nevera y sacar una cerveza.
—¿No me tocaba a mí hacer la cena? —preguntó.
—Quedamos en que la harías mañana porque yo tengo reunión hasta tarde... —empezó a decir Djuna, que se quedó en silencio al verle la cerveza en la mano—. ¿Un día complicado?
—Más o menos —dijo con tono poco convincente. Parte de él quería contarle lo que había pasado, pero eso sería egoísta. Djuna tenía sus problemas y su trabajo. No podría hacer nada con Karvonides ni con el Hy1810, por lo que no tenía mucho sentido preocuparla. Además, así diría la verdad en caso de que alguien la interrogara y dijese que no sabía nada.
En la cena, hablaron de cosas de trabajo más habituales. Las plantas de él, los biofilms de ella. Mei y Natalia estaban teniendo uno de sus días buenos y parecían amigas en lugar de hermanastras. Se turnaron para comentar qué tal les había ido en la escuela. David Gutmansdottir había enfermado a causa de la nueva comida y lo habían llevado a la enfermería, lo que había retrasado el examen de matemáticas, en el que ambas habían sacado la misma nota. Y no había pasado nada porque se habían equivocado en preguntas diferentes, por lo que el señor Seth no pensó que se habían copiado. También les contaron que al día siguiente era el Día de Vestir de Rojo y ambas tenían que asegurarse de preparar bien la ropa antes de ir a dormir y...
Prax oyó como los sujetos, los verbos y los predicados se sucedían uno detrás de otro. Natalia tenía el tono de piel oscuro, los pómulos marcados y la nariz ancha de Djuna. A su lado, el rostro de Mei lucía rechoncho y pálido como las fotos antiguas de la Luna. Le tocaba a ella recoger después de la cena, y Prax la ayudó un poco. Lo cierto era que no lo necesitaba, pero a él le gustaba su compañía y ella no tardaría en crecer y empezar a distanciarse de la unidad familiar. Al terminar, todos se pusieron a hacer deberes, se bañaron y luego fueron a la cama. Mei y Natalia se quedaron despiertas de charla, y oyeron sus voces hasta que Djuna cerró la puerta que conectaba los dormitorios. Pero las niñas siguieron hablando como si tuviesen que quemar toda la mecha antes de poder dormirse al fin.
Prax se encontraba tumbado junto a Djuna con la cabeza sobre el brazo y sin dejar de preguntarse dónde estaba Karvonides y si la reunión había ido bien, también si él quería que fuese bien o no. Quizá debería de haber aceptado la invitación. Aunque solo fuese para enterarse de qué pasaba...
No se dio cuenta de que empezaba a quedarse dormido hasta que lo despertó el timbre de la puerta. Prax se incorporó, desorientado. Djuna se había quedado mirándolo, con los ojos abiertos como platos y cara de asustada. Volvió a sonar el timbre, y el primer pensamiento lógico que llegó a la mente de Prax fue abrir antes de que se despertasen las niñas.
—No vayas —dijo Djuna, pero él ya había empezado a cruzar el dormitorio. Cogió la bata, se hizo el nudo del cinturón y se sumió en la oscuridad de la casa. Los sistemas decían que era poco después de medianoche. Volvió a sonar el timbre, y luego un golpe grave y breve de un puño enorme que usara solo una fracción de su fuerza. Oyó la voz de Mei, y supo por experiencia que eso solo podía significar que aún no se había dormido. No tardaría en hacerlo, de todas formas. A Prax se le puso la piel de gallina, pero se dio cuenta de que no era del todo culpa del frío.
—¿Quién anda ahí? —preguntó a través de la puerta cerrada.
—¿Doctor Praxidike Meng? —oyó preguntar a una voz amortiguada por la puerta.
—Sí —respondió Prax—. ¿Quién es usted?
—Soy de seguridad —dijo la voz—. Abra la puerta, por favor.
«¿Seguridad de qué?», quiso preguntar Prax. ¿De la estación de Ganímedes o de la Armada libre? Pero ya era demasiado tarde. Si era de la estación, no pasaba nada por abrir la puerta. Y si era de la Armada Libre, la puerta no serviría para protegerlos. Hiciera lo que hiciese a continuación, daba igual.
—Claro —dijo. Luego tragó saliva.
El uniforme de los dos hombres que estaban en el pasillo era gris y azul. Seguridad de la estación. El alivio que sintió al verlos estaba a la par del miedo que había sentido hacía un momento. Uno al que empezaba a acostumbrarse últimamente.
—¿En qué puedo ayudarles? —preguntó.
La morgue olía a laboratorio. El hedor a productos químicos del jabón carbólico le irritaba las fosas nasales. Oyó el zumbido regular de los filtros de aire estropeados por el uso. Las luces parecían las de una consulta médica. Todo le recordaba a sus años en la universidad superior. Había elegido Medicina Forense y tenido que diseccionar un cadáver al que habían conservado con productos químicos. Y aquel cadáver estaba mejor que el que ahora tenía delante.
—La identificación es correcta —dijo uno de los de seguridad—. La métrica y los marcadores concuerdan. También la documentación. Pero ya sabe cómo va esto. No tiene familiares en la estación y el sindicato tiene sus normas.
—¿Ah, sí? —preguntó Prax.
Era una pregunta sincera, pero al formularla en voz alta su voz adquirió matices que no pretendía expresar. ¿De qué valía un sindicato cuando ya casi ni había gobierno? ¿Seguía habiendo normas? El hombre de seguridad hizo un mohín.
—Siempre lo hemos hecho así —respondió, y Prax notó en su tono de voz que se ponía a la defensiva. También un atisbo de rabia. Como si Prax fuese responsable de todos los cambios que estaban sufriendo.
El cuerpo de Karvonides estaba tumbado sobre la mesa, y sus partes pudendas estaban cubiertas con una esterilla de goma negra. Tenía un gesto tranquilo en el rostro y unas heridas muy feas en el cuello y en un lado de la cabeza, pero al no estar manchadas de sangre parecían menos graves. Le habían pegado cuatro tiros. Prax se preguntó si los cadáveres del resto de las participantes de la reunión estarían en las habitaciones contiguas, en otras mesas, a la espera de ser identificados.
—Testificaré —dijo.
—Gracias —dijo el otro guardia de seguridad antes de sacar un terminal portátil.
Prax lo cogió y pegó la palma de la mano a la pantalla. Emitió un sonido cuando terminó el registro, un sonido extrañamente alegre dadas las circunstancias. Prax le devolvió el aparato y contempló el rostro de la fallecida con la esperanza de descubrir qué sentía por ella en realidad. Le daba la impresión de que debería echarse a llorar, pero no le salió de dentro. Para él, el cadáver no era la prueba de un crimen, sino más bien del estado actual del mundo. Su muerte no era el pistoletazo de salida de una investigación, sino la conclusión de otra. Los datos eran inequívocos. ¿Qué pasa cuando llamas la atención? Que acaban contigo.
—¿Podemos hacerle algunas preguntas sobre la fallecida, doctor Meng?
—Claro.
—¿Cuánto hace que la conocía?
—Dos años y medio.
—¿Qué era ella para usted?
—Era una investigadora de mi laboratorio. Mmm. Tengo que asegurarme de recopilar sus datos. ¿Me dejarían escribirme una nota para recordarlo más tarde o tengo que esperar a que termine el interrogatorio?
—Esto no es un interrogatorio, señor. Adelante.
—Gracias. —Prax sacó el terminal portátil y lo apuntó para tenerlo en cuenta por la mañana. Al principio creyó que le pasaba algo a la pantalla, pero luego se dio cuenta de que la veía borrosa por el temblor de sus manos. Volvió a metérselo en el bolsillo—. Gracias —repitió.
—¿Tiene idea de quién podría haberle hecho algo así? ¿O por qué?
«Fue la Armada Libre —pensó—. Lo hicieron porque planeaba oponerse a ellos. Y ella lo hizo porque la gente está sufriendo y muriéndose de hambre y sabía cómo marcar la diferencia. La descubrieron y la mataron. Igual que me matarían a mí si hiciese algo que les afectara.»
Contempló los ojos inquisitivos del guardia de seguridad.
«Igual que también te matarían a ti», pensó.
—¿Algo que añadir, señor? Cualquier cosa sería de ayuda.
—No —dijo Prax—. La verdad es que no tengo ni idea.