29

Avasarala

Gorman Le parpadeó, se frotó sus ojos demasiado verdes y esperó a que ella respondiese.

—¿Y no sabes de dónde ha salido? —preguntó Avasarala.

—Bueno, de Ganímedes —dijo—. Los registros de la transmisión no dejan lugar a dudas. Está claro que ha salido de Ganímedes.

—Pero no sabemos quién lo ha enviado desde Ganímedes.

—No —convino el hombre al tiempo que asentía para asegurarle que sí, que tenía razón. Una manera confusa de cojones de expresarse.

Estaban en una pequeña sala de reuniones de las instalaciones Nectaris. Las luces eran frías, y las paredes de una cerámica pulida que llevaba más de tres décadas pasada de moda. Se encontraban en un sistema medioambiental aislado, por lo que aire no tenía ese olor viciado que había en la Luna. Tampoco olió el aroma a pólvora del polvo lunar, pero puede que eso fuera porque ya se había acostumbrado.

Gorman Le estaba sentado e inclinado hacia delante como un estudiante, y parecía haberse olvidado del vaso de agua que tenía en la mano. Llevaba el mismo uniforme que el día anterior y el anterior a ese. Avasarala empezaba a pensar que lo guardaba en un armario y solo se lo ponía cuando tenía que hablar con ella. Estaba agotado como un médico al final de un turno de cuatro días, pero notó algo más, algo que no había visto los últimos días. Puede que emoción. Esperanza.

Muy mal. La esperanza era un veneno en estos tiempos.

—Entonces los esquemas o comoquiera que lo hayas llamado podrían ser reales —dijo Avasarala—. O también la Armada Libre intentando jodernos. ¿Qué más podría ser?

—Es una levadura nutricional con radioplastos avanzados. Hemos intentado averiguar cómo la protomolécula podía crecer gracias únicamente a la radiación ionizante. —Elevó el tono al final como si pretendiera darle modulación de pregunta a sus palabras, como si le pidiese permiso en lugar de informarla—. Bueno, no solo la ionizante, pero el resto ya lo conocemos. La luz no es una radiación ionizante y las plantas llevan toda la vida usándola. Lo que quiero decir es que...

Avasarala levantó la mano con la palma hacia fuera. La boca de Le se detuvo durante unos segundos, pero dio la impresión de que seguía hablando en su interior a pesar de haber conseguido controlar su cuerpo.

—Puede parecer que me importan mucho los detalles, pero lo cierto es que no —aseguró Avasarala—. Hazme un resumen.

—Si los números son correctos, podríamos alimentar a medio millón de personas más en esta base ahora mismo. Las primeras pruebas que hemos hecho han dado unos resultados excelentes. Pero si hay algún problema, podríamos perder varios días para dejarlo todo tal y como está ahora.

—Y la gente se moriría de hambre.

Gorman asintió un poco más. Quizá ese movimiento que hacía con la cabeza no tuviera significado alguno.

—Volver a empezar sin duda retrasaría mucho la producción.

Avasarala se inclinó hacia delante, le quitó el vaso de la mano y lo miró a los ojos.

—Y la gente se moriría de hambre. Somos adultos, puedes decirlo.

—Y la gente se moriría de hambre.

La anciana asintió y se reclinó en el asiento. Lo peor de todo era que empezaba a tener la espalda mucho mejor. Ya llevaba mucho tiempo a un décimo de g y empezaba a acostumbrarse. Tendría que volver a aclimatarse cuando bajase otra vez al pozo de gravedad. «Cuando lo hiciese», no «si llegaba a hacerlo». Gorman la miraba fijamente con los dientes apretados y agitando las fosas nasales como un caballo asustado. Avasarala tuvo que reprimir las ganas de darle unas palmaditas en la parte superior de la cabeza. Qué ganas tenía de comerse unos pistachos.

—¿En qué te sacaste el doctorado? —preguntó ella.

—Pues... En bioquímica estructural.

—¿Sabes en qué me lo saqué yo?

El hombre negó con la cabeza, por cambiar.

—Pues en bioquímica estructural ya te digo yo que no —dijo la anciana con voz amable—. No tengo ni la más remota idea de si esa levadura mágica funciona o no, así que si tú no me lo puedes confirmar, de poco voy a servir yo. Visto lo visto, ¿para qué nos hemos reunido entonces?

—Porque no sé qué hacer —respondió. Parecía mucho más joven, y también perdido.

Avasarala sintió ganas de abrazarlo, pero también de darle una buena torta. Cerró los ojos, qué bien se sentía con los ojos cerrados. Había pasado la mañana metida en una reunión de coordinación con las estaciones Lagrange para hablar de refugiados y luego con el equipo de seguridad y de suministros para perfilar las normas que tenían que respetar las personas que aún seguían subiendo desde el pozo de gravedad. Después se había pasado el almuerzo revisando informes de una revuelta armada que había tenido lugar en lo que quedaba de Sebastopol, gente que había entrado en pánico cuando empezó a escasear la comida y el agua. Eran situaciones que habían creado poco a poco una sensación creciente de urgencia en su mente.

Quería enfadarse con Le, pero o conocía muy bien el pánico paralizante que sentía el hombre, o bien no le quedaban fuerzas para plantarle cara.

—¿Lo ves factible?

—Yo diría que sí —respondió él, casi de inmediato—. Los datos parecen...

—Pues implementa la levadura. Te dejo que cargues las culpas en mí si no funciona.

—Eso no es lo que... O sea... Si la producción a gran escala sale bien, deberíamos empezar a plantearnos seriamente enviar los datos a la Tierra.

«La Tierra, donde había muchísima más gente hambrienta.»

Avasarala abrió los ojos, y algo en ellos hizo que Gorman apartase la mirada.

—Sí, señora. Me pondré a ello ahora mismo.

La anciana se levantó del asiento. La reunión había terminado. Cuando ya había salido por la puerta e iba de camino al carrito por el pavimento amarillo grisáceo, pensó que debería haber animado un poco a Le. Pronunciar unas palabras de aliento. Darle una palmadita en el hombro. Ser amable. Le había tratado mal por costumbre, no porque tuviese nada que achacarle a su comportamiento. Antes el trabajo se le daba mucho mejor.

Envió una solicitud de llamada a Said mientras el carrito arrancaba y empezaba a avanzar. El hombre apareció en una ventana que ocupaba la mitad de la pantalla y le dejaba espacio para mirar el calendario y las notas. El rostro lucía muy pequeño y casi no se apreciaba la forma de V y el pelo rizado que flotaba sobre una camisa azul sin cuello.

—¿Señora?

—¿Cómo va todo?

—Tiene a la espera un informe del almirante Pycior sobre la situación en Encélado.

—Dice «La Armada Libre la cagó bien antes de que llegásemos y ahora tenemos más personas a las que alimentar», ¿no es así?

—Así es. Hemos sufrido algunas bajas. La Edward Carr también va a necesitar todo tipo de reparaciones.

Asintió. Otra puta batalla que era como intentar sostener agua con el puño cerrado sin que se le derramase entre los dedos. El carrito giró y se internó por un túnel de acceso. Dos guardias de seguridad la saludaron al pasar. Luego empezó a bajar por una rampa, aceleró hacia los centros administrativos y gubernamentales de Aldrin y giró para dejarla frente a la entrada de un enorme pasillo. Tenía paredes grises con arcos blancos que llegaban hasta el techo. El ambiente era el de una exhalación eterna. Los elementos arquitectónicos lucían pequeños cuando los miraba en contexto, insignificantes contra la amplitud de la Luna y de la Tierra. Se aferró a ellos como lo haría a una cuerda salvavidas.

—Los informes de Ceres dicen que la Rocinante ha sido emboscada, pero ha conseguido escapar. Sigue de camino hacia la estación Tycho.

—Por los pelos —dijo.

—También tiene programada una reunión personal, señora.

¿Una reunión personal? Se quedó un rato pensando en quién podía ser, y recordó que Ashanti llevaba tiempo intentando hablar con ella mientras el carrito subía a una cinta de alta velocidad y volvía a enfilar una recta. Su hija había conseguido de alguna manera que Said la colara en su agenda.

—Cancélala —dijo Avasarala.

—¿Está segura, señora?

—No me apetece pasar media hora oyendo cómo una mujer a la que le cambié los pañales me sermonea para que me cuide más. Dile que estaba cansada y me he ido a echar la siesta.

—Sí, señora.

—¿Tiene algo más que decir, señor Said?

Said carraspeó.

—Es su hija, señora.

Avasarala sonrió. Era la primera vez que Said le replicaba. Quizá el cabroncete aún tuviese futuro en ese puesto de trabajo.

—Bueno. Dale el primer hueco para la cena que tenga libre.

—Es dentro de tres días.

—Pues que sean tres días —zanjó Avasarala.

La cinta de alta velocidad dejó de acelerar y la inercia hizo que el carrito siguiese recorriendo el túnel a varios cientos de kilómetros por hora, lo suficiente para surcar la mitad de la superficie del satélite en treinta minutos. Un cuerpo en movimiento seguía en movimiento. Era una metáfora muy válida en aquel momento. Avasarala prefería seguir en movimiento en lugar de parar, porque no sabía si tendría fuerzas para volver a empezar a moverse.

No recordaba cuándo era la última vez que había meditado. Era algo que solía hacer a menudo cuando las cosas le iban mal en la oficina, porque pasaba más tiempo sentada. Le gustaba pararse a escuchar el sonido de su respiración al atravesar las complejas cavidades de la parte de atrás de su nariz, conectarse completa y profundamente con su cuerpo para relajarse. De haber estado bien, seguro que se hubiese acordado de animar a Gorman Le, por ejemplo. Odiaba la sensación de saber que seguro que había muchas otras cosas que estaba haciendo mal y no se estaba dando cuenta.

El túnel de alta velocidad empezó a curvarse, lo que la hizo caer un poco hacia una de las puertas del carrito. Empezó a pensar en todo lo que tenía que hacer entre la guerra y el rescate de la Tierra. Era demasiado. Lo de la meditación no hubiese estado mal, pero conocía su mente lo bastante bien como para saber a ciencia cierta que no serviría de nada. Solía usar la meditación para estar a solas consigo misma, para experimentar mejor lo que significaba ser Chrisjen Avasarala. Y en aquellos momentos, ser Chrisjen Avasarala era sinónimo de ser un cúmulo de aflicción y cristales rotos, así que a la mierda. Meditar para sentir aún más la rabia, la soledad, el dolor y el miedo no iba a ser mejor que beberse un gin-tonic bien cargado y seguir trabajando una hora más.

Ya tendría tiempo de convertirse en un despojo cuando todo hubiese terminado. Cuando las cosas estuviesen bajo control. El carrito empezó a frenar justo en el momento en el que le sonó el terminal portátil. Said parecía arrepentido, pero seguro que no lo estaba tanto, porque si no la hubiera dejado en paz.

—Tiene un mensaje prioritario de la Rocinante, señora.

—¿Qué coño quiere ahora Johnson?

—No es del coronel Johnson. Lo envía el capitán Holden.

Avasarala titubeó. Said se quedó esperando frente a la cámara.

—Envíamelo —dijo ella al fin.

Said asintió mientras Avasarala cerraba la ventana y conectaba el terminal a la pantalla del carrito. Quería ver lo que quiera que estuviese pasando sin tener que entornar los ojos. Vio cómo aparecía un mensaje urgente rodeado por unas franjas rojas. Lo supo tan pronto como el rostro de Holden apareció en pantalla. El gesto de su cara evidenciaba que había ocurrido algo relacionado con la muerte. Habló con tono cauteloso y controlado, uno propio de un hospital. De un funeral.

Le contó por encima lo que había ocurrido, sin perderse en detalles innecesarios. La Pella había liderado el ataque. Habían conseguido eludirla. Fred Johnson había muerto. Luego Holden se había quedado mirando a la cámara en silencio como si hubiese tenido otro derrame. Miraba a los ojos de Avasarala sin verlos en realidad.

—Todos los grupos de la APE a los que Fred consiguió convencer le esperan en Tycho. Estamos de camino y a punto de comenzar la maniobra de desaceleración, pero no estoy seguro de si deberíamos acudir a la cita. A lo mejor quieres enviar a alguien de los tuyos. Tampoco sé cuánto están dispuestos a esperar. No tengo ni idea de qué hacer.

Holden agitó la cabeza. Parecía más joven. Siempre parecía más joven, pero puede que se debiese a lo impulsivo que era. La expresión de desconcierto de su mirada sí que era nueva. Avasarala no tenía muy claro si era eso lo que veía en sus ojos, quizá se lo estuviese imaginando porque era lo que ella sentía en el corazón, en las entrañas.

El mensaje terminó. El terminal quedó a la espera de que ella enviase una respuesta, pero Avasarala se limitó a quedarse mirando la pantalla mientras la cinta de alta velocidad se detenía del todo y el carrito volvía a recorrer unos pasillos mucho más familiares. Se miró las manos y sintió que pertenecían a otra mujer. Intentó sollozar, pero le pareció forzado y no era lo que sentía en realidad. Era más una pose que verdadera aflicción. De haber tenido el control del carrito, seguro que lo habría chocado contra la pared o metido por el primer pasillo con el que se topara, pero el vehículo sabía por dónde ir y ella ni se había planteado ponerlo en conducción manual.

Fred Johnson. El Carnicero de la Estación Anderson. El héroe de la armada de la ONU y el traidor que se había convertido en portavoz de la APE. Lo había conocido en persona y por la fama que le precedía desde hacía décadas. Habían sido enemigos y antagonistas, pero también aliados ocasionales que no llegaban a confiar del todo el uno en el otro. La parte de ella que aún podía permitirse pensar se dio cuenta de lo extraño e inverosímil que resultaba que la muerte de Johnson fuese la gota que había colmado su vaso. Ella había perdido su mundo. Su hogar. A su marido. De haber conservado algunas de esas cosas, quizá la situación no hubiera acabado por superarla.

Le dolía el esternón. Mucho. Como si tuviese una herida de verdad y no fuese solo un cúmulo de emociones. Se lo tocó con la punta de los dedos por la zona dolorida, como una niña fascinada al ver un insecto muerto. No se dio cuenta de que el carrito se había detenido hasta que Said le abrió la puerta.

—¿Señora? —preguntó.

Avasarala se puso en pie. La gravedad lunar no daba la impresión de ser una fuerza de la naturaleza, sino poco más que un ligero indicio. Le dio la impresión de que podía sobreponerse a ella con su fuerza de voluntad o con los latidos de su corazón. Volvió a mirar a Said. Se había vuelto a olvidar de que el hombre estaba junto a ella. Parecía angustiado, de manera extraoficial. Era un encanto.

—Cancélalo todo, por favor —dijo—. Estaré en mi habitación.

—¿Necesita algo, señora? ¿Quiere que llame a un médico?

Avasarala frunció el ceño y sintió los músculos de las mejillas en la lejanía. Era como si su cuerpo se hubiese convertido en un mecha al que le empezaban a fallar los controles.

—¿De qué serviría eso?

Cuando llegó a su habitación, se sentó en el diván y colocó las manos sobre el regazo con las palmas hacia arriba, como si sostuviese algo. El ventilador del reciclador de aire hacía un poco de ruido, uno reverberante e inestable que parecía el silbido de una brisa al pasar por el cuello de una botella. Era una melodía mecánica y absurda. Se preguntó si era la primera vez que la oía, pero no tardó en olvidarlo. No podía pensar en nada. También se le ocurrió cuestionarse si sentiría algo más, una emoción arrolladora e ineludible. O si había terminado por convertirse en lo que estaba demostrando ser. Una mujer vacía.

Ignoró la llamada en la puerta. Ya se terminaría yendo, fuera quien fuese. Pero no fue el caso en esta ocasión. La puerta se abrió unos centímetros. Después unos pocos más. Avasarala pensó que era Said. O uno de los almirantes. Que tendría visita de uno de los funcionarios del gobierno, como Gorman Le, que conseguiría soltar en ella todo el lastre de la sensación de pérdida e inseguridad. Pero no.

Kiki ya no era una niña. Su nieta era una mujer hecha y derecha, aunque joven. Tenía la piel del mismo tono marrón oscuro que su padre, pero los ojos y la nariz de Ashanti. También había cierto atisbo de Arjun en el color de sus ojos. Kiki no era su nieta favorita por mucho que Avasarala intentase ocultarlo. Siempre tenía una actitud prejuiciosa que complicaba estar con ella. Kiki carraspeó, y se quedaron mirando un buen rato.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Avasarala. Lo dijo para echarla, pero no lo consiguió. Kiki entró en la estancia y cerró la puerta.

—Mamá se ha quedado muy dolida al comprobar que has vuelto a cambiar nuestra reunión —respondió.

Avasarala se retorció las manos, los dedos estirados y las palmas hacia arriba. Era exasperación, pero estaba demasiado agotada.

—¿Te ha enviado para que me des un sermón?

—No —aseguró Kiki.

—¿Qué haces aquí, entonces?

—Estaba preocupada por ti.

La anciana soltó un resoplido de mofa.

—¿Por qué ibas a preocuparte por mí? Ahora mismo, soy la persona más poderosa del sistema.

—Eso es justo lo que me preocupa.

Estuvo a punto de soltar un «Pues no es asunto tuyo, joder», pero no fue capaz. Sintió cómo se intensificaba el dolor del esternón, atravesando el hueso y el cartílago. Se le nubló la vista, y unas lágrimas que no tenían suficiente gravedad para caer empezaron a acumulársele en los ojos. Kiki se quedó junto a la puerta, con gesto impertérrito, como una estudiante que va al despacho del director y espera una reprimenda. Sin decir nada, se abalanzó hacia el interior en la escasa gravedad de la luna, se sentó junto a Avasarala y apoyó la cabeza en el regazo de su abuela.

—Mamá te quiere —aseguró Kiki—, pero no sabe cómo decirlo.

—No tiene por qué hacerlo —aseguró Avasarala mientras empezaba a atusar el pelo de su nieta con los dedos, tal y como hacía cuando era mucho más joven. En otra época, antes de que el mundo quedase destruido—. El amor siempre fue cosa de tu abuelo. Yo le quería... —Se le quebró la voz—. Yo le quería mucho.

—Era un buen hombre —aseguró Kiki.

—Sí —dijo Avasarala sin dejar de acariciarla, ahora por el nacimiento del pelo.

Pasaron unos minutos. Kiki se movió un poco, pero solo un poco. Abuela y nieta se habían quedado en silencio. En los ojos de Avasarala no se habían acumulado suficientes lágrimas como para empezar a caer. Tampoco se le derramaron al parpadear. Palpó la curva de la oreja de Kiki de la misma manera que se lo hacía a Ashanti cuando su hija era muy pequeña. Y también a Charnapal cuando era muy pequeño. Antes de que muriese.

—Lo hago lo mejor que puedo —dijo Avasarala.

—Lo sé.

—Pero no es suficiente.

—También lo sé.

Empezó a sentir por fuera y por dentro una paz un tanto extraña. Por un momento, fue como si Arjun estuviese allí con ella, como si hubiese recitado un poema perfecto para la situación en lugar de haber recibido la visita inquisitiva y reprobatoria de la menos favorita de sus nietas. Todos eran bellos a su manera y lo expresaban de formas diferentes. A ella le costaba querer a Kiki porque se parecían mucho. Eran iguales, en realidad. Eso hacía que a veces quererla fuera muy peligroso. Avasarala sabía lo que costaba ser como ella, y verse reflejada en Kiki le hacía sentir un miedo atroz por la niña. Soltó un gran suspiro y le dio una palmada en el hombro a su nieta.

—Dile a tu madre que tuve un imprevisto, pero que deberíamos comer juntas. Díselo a Said también.

—Fue él quien me dejó entrar —aseguró Kiki mientras se ponía en pie.

—Es un entrometido de los cojones y debería dejar de meterse donde no le llaman —dijo Avasarala—. Pero me alegra que lo haya hecho.

—¿No lo vas a castigar, entonces?

—Claro que lo voy a castigar, joder —respondió. Luego se sorprendió al darle un beso a la frente lisa y sin arrugas de Kiki—. Pero en esta ocasión será sin razón. Márchate. Tengo cosas que hacer.

Creyó que se le había estropeado el maquillaje, pero lo cierto era que le había aguantado. Un poco de lápiz de ojos y un mechón de pelo suelto y volvería a ser ella misma. Volvió a abrir el mensaje de Holden y lo reprodujo mientras se maquillaba en el reflejo de la pantalla del terminal.

El aparato volvió a preguntarle si iba a responder, momento en el que cuadró los hombros, se imaginó que estaba mirando a Holden a los ojos y empezó a grabar.

—Lo siento mucho por Fred. Era un buen hombre. Perfecto no, claro, pero ¿quién es perfecto? Le echaré de menos. Lo que vamos a hacer ahora es muy simple. Mueve ese culo apenado hasta la estación Tycho y haz lo que hubiese hecho él.