31

Pa

Eugenia era un lugar terrible para levantar una base de operaciones. No se podía decir que fuese un asteroide, sino más bien un complejo cúmulo de rocas sueltas y gravilla negra que se desplazaban por el vacío. Ni el asteroide ni la pequeña luna alrededor de la que orbitaba habían sufrido la gravedad necesaria para unirlos ni el calor para fundirlos en un solo cuerpo celeste. Eugenia y otros duniyaret parecidos no tenían el espacio suficiente como para construir en ellos ni tampoco para crear estructuras internas. Hasta minar era complicado, ya que la superficie del asteroide era muy inestable. De haber construido una cúpula, el aire se hubiese escapado por debajo. De haber intentado hacerlo rotar, hubiese salido despedido por el espacio. La estación científica que la Tierra había construido en el lugar hacía tres generaciones estaba abandonada y era poco más que unas ruinas de hormigón y cerámica descascarillada. Una ciudad fantasma del Cinturón.

Lo único que convertía el lugar en uno recomendable era que no estaba despoblado y que tenía una órbita no muy alejada de Ceres y la cuestionable protección de la flota conjunta. Y hasta dicha proximidad era temporal. El período orbital de Ceres era un buen porcentaje más rápido que el de Eugenia y la distancia entre ellos crecía a cada día que pasaba, lo que estiraba esa burbuja de seguridad que no tardaría en estallar. Lo cierto era que habían tenido suerte y tanto Eugenia como Ceres se encontraban cerca en lugar de estar uno a cada lado del Sol, algo que hubiese sido mucho más problemático.

En lugar de intentar construir algo en la superficie del asteroide, la pequeña flota de Michio había empezado a ensamblar un pequeño puerto nakliye que orbitaba alrededor del cuerpo celeste más grande que había en Eugenia, contenedores de suministros soldados entre ellos para formar pasillos, almacenes y esclusas. Un pequeño reactor era más que suficiente para mantener circulando y dar el calor necesario para compensar lo que se perdía a causa de la radiación. Era algo temporal. Barato, rápido de montar y hecho con materiales tan estandarizados y habituales que una misma solución se podía aplicar en miles de lugares diferentes en su interior. Se extendía alrededor de tres o cuatro contenedores que se reforzaban y se conectaban con otros en los lugares en los que era necesario tener algo más de espacio; un copo de nieve blanco como espuma selladora podrida.

Se decía que algunos de los cinturianos más pobres vivían en lugares como aquel durante años, pero la mayoría se usaban para lo mismo que para lo que lo necesitaba Michio: estaciones de almacenamiento y de recarga de combustible. Como almacenes flotantes sin aranceles ni impuestos que redujesen el presupuesto operativo de los prospectores. Con agua hiperdestilada para darle a los piratas masa de reacción, algo que beber y también oxígeno. Eran parientes lejanos y más antiguos de la técnica de soltar los suministros al vacío que había usado la Armada Libre. En la pantalla de Pa tenía el aspecto de una vetusta criatura marina que no hubiese decidido la manera en la que recombinar sus células. La Panshin se encontraba junto a ella, compacta y elegante.

La nave había igualado la órbita de la estación con tanta precisión que parecía estar quieta junto al muelle, como si ambas estructuras estuviesen conectadas. Los penachos de los soldadores y las luces de obra moteaban la superficie, y las formas arácnidas de los mechas transportaban suministros hacia la Panshin. La Connaught había apagado el Epstein horas antes de llegar para evitar destruir tanto el muelle como la otra nave, y ahora flotaba en una órbita agradable gracias a los propulsores de maniobra. La desaceleración había sido tan suave que Michio no había sentido más que una ligera presión contra el gel del asiento de colisión.

—Han empezado a bañarnos con los láseres. ¿Debería ponerme en contacto con ellos? —preguntó Evans.

Ahora preguntaba cualquier cosa. Había perdido la confianza en sí mismo desde el susto que se habían llevado en la estación Ceres. Era un problema que no sabía muy bien cómo solucionar, como muchos de los que tenía en la actualidad.

—Sí, por favor —dijo—. Que sepan que nos acercamos.

—Sí, señora —dijo Evans al tiempo que se giraba hacia la pantalla.

Michio se estiró para obligar a su sangre a circular mejor. No sabía por qué se sentía tan nerviosa de volver a ver a Ezio Rodriguez. Lo conocía desde hacía años, aunque no fuese una relación muy directa. Era un compañero más de la lucha en pos de convertir el Cinturón en un lugar que no fuese un pañuelo de usar y tirar para los interianos y sus aliados. El problema era que ahora Pa había desertado de la Armada Libre. Iba a ser la primera vez que respirase el mismo aire que él desde que había tomado las riendas de la operación de reabastecimiento en contra de las órdenes de Marco. ¿Qué detalle le puedes llevar a un hombre que ha accedido a hablar contigo a riesgo de poner en peligro su vida y la de su tripulación? ¿Una tarjeta de agradecimiento?

Michio rio, y Oksana se la quedó mirando. Agitó la cabeza. En voz alta no sonaría tan gracioso.

—La Panshin nos saluda, señora —anunció Evans—. El capitán Rodriguez está en el muelle.

—Pues vamos allá —dijo Michio mientras se desamarraba—. Oksana, la nave es suya.

—Señora —dijo Oksana, no sin cierta decepción en su tono de voz. Ella también quería salir, pero alguien tenía que cuidar de Evans, quien últimamente estaba un poco raro. Quizá si dedicaba algo de tiempo a solas con ella, Evans le comentase lo que le pasaba por la cabeza. Lo mejor era no forzar las cosas y que saliese de él. Ordenar a alguien confesar sus miedos más privados no era propio de un buen líder. Y aunque fuese su esposa, Michio también era su capitana.

La Connaught se colocó en posición: a menos de un kilómetro de la Panshin y del muelle de Eugenia. Michio sabía que Oksana estaba fanfarroneando un poco al acercarse tanto, pero se lo permitió. Además, le acortó mucho el camino. El traje espacial que se había puesto era marciano, blindado pero sin llegar a ser una servoarmadura. De factura impecable, como todo lo que Marco había conseguido de manos de los separatistas. Bertold y Nadia iban con ella, con sendas armas de mano. Atravesaron la esclusa de aire de la Connaught y el hueco que los separaba del muelle y la otra nave, despacio para conservar combustible, surcando las estrellas mientras conversaban sobre a quién le tocaba cocinar esa noche. Michio sintió un acceso inesperado de felicidad. Le resultaba impensable que hubiese gente que viviera toda su vida sobre la superficie de un planeta y nunca fuera a experimentar un instante como aquel, la intimidad de su familia y la amplitud del vacío que rivalizaba con la del mismísimo Dios.

La esclusa de aire estaba montada en mitad de los contenedores de suministros, y las paredes de la estructura ocultaron la galaxia que se extendía detrás. Los tres entraron en el mismo ciclo de la esclusa. Tan pronto como el indicador pasó a verde, Michio comprobó su traje para confirmar que había apagado el suministro de oxígeno y luego abrió los sellos.

El aire del interior del muelle apestaba a metal sobrecalentado y a oxicombustible usado. De fondo se oía la percusión de una melodía que se perdía en la distancia y que hacía que el muelle vibrase un poco, como el latido regular de un corazón mecánico. Las luces surgían de unos leds sin plafón que proyectaban sombras afiladas que se extendían por las paredes de cerámica mientras ellos avanzaban por los largos pasillos. Había palés magnéticos por todas las superficies, independientemente de si eran pared, suelo o techo. En ellos se habían anclado unos viejos terminales portátiles en los que se indicaba lo que había en el interior y de dónde provenía la mercancía.

Una mujer subida a un mecha de transporte pasó junto a ellos, y los brazos del vehículo se recogieron como las patas de una araña para dejarles paso. Saludó a Michio, Bertold y Nadia con los mismos gestos, unos que denotaban que no sabía quiénes eran y que tampoco es que le importase demasiado mientras estuviesen en el mismo bando.

El capitán Rodriguez se encontraba en una de las estancias más amplias. A su alrededor había nueve contenedores que se abrían en cada una de las seis direcciones, cincuenta y cuatro en total. Se suponía que estaban llenos de suministros, pero Michio vio a simple vista que no era el caso. Ezio Rodriguez era un hombre de rostro enjuto con una barba bien cuidada y moteada de blanco, aunque el resto de su cara lucía joven. Llevaba el pelo rapado. Y el traje, al igual que el de Michio, era de manufactura marciana. Lo que los diferenciaba era que el de él estaba personalizado: tenía un blasón en forma de brote estelar en mitad de la espalda y el círculo dividido de la APE en el brazo, a la altura en la que se pondría un brazalete. A su alrededor había media docena de personas sacando palés de los contenedores que los rodeaban, comunicándose a voz en grito en lugar de usar las radios. Las voces reverberaban por el lugar.

—Capitana Pa —saludó Rodriguez—. Sono contento di vederti. Hace mucho ya.

—Capitán —saludó Michio—. La Connaught está aquí para ayudar. Nos sumaremos a los turnos de construcción y los de guardia, sa sa?

—Bienvenida sea —dijo Rodriguez al tiempo que abría los brazos—. Toda ayuda es poca.

Cada uno de los integrantes de la pequeña flota de Michio, solos o en parejas, hicieron turnos para construir o hacer guardia en el puerto mientras los demás cazaban colonos o recuperaban los suministros que flotaban desperdigados por el espacio, siempre siendo conscientes de evitar las naves de Marco. La Solano se hizo con el control de otra de las naves coloniales, la Iris Reluciente de la Luna, y la escoltó hasta Ceres para rendir tributo al césar. El puerto de Eugenia le quedaba demasiado pequeño a una de tal envergadura, de igual manera. La Serrio Mal, por otra parte, empezó a recoger los contenedores que habían lanzado desde Palas y Ceres. Esos sí que acabarían en Eugenia, y de allí se repartirían por los lugares más necesitados. Enviar suministros a Kelso y Jápeto era lo más complicado, una misión que Michio se reservaba para su nave.

No ir sería mucho peor.

—Estáis muy mal, ou non?

—Qué le vamos a hacer —dijo Rodriguez—. Los suministros son spärlich últimamente. Ya no tenemos tantos como antes, pero algo hay.

—¿Suficientes?

Rodriguez rio como si Pa hubiese hecho un chiste.

—Bueno, hay cosas interesantes. Y tengo algo para ti.

Michio sintió que se le erizaba el vello de la nuca. Algo iba mal. Sonrió.

—No tenías por qué hacerlo.

—No he podido evitarlo —dijo Rodriguez al tiempo que activaba el propulsor del traje para impulsarse hacia un pasillo de acceso—. Por aquí. Te lo enseñaré.

No la obligó a separarse de Bertold y Nadia. Una buena señal, aunque nunca los hubiera dejado atrás. Ahora que lo pensaba fríamente, no tenía muy claro si el hecho de que el hombre no le hubiera dado importancia a que Pa lo siguiera acompañada por sus guardias era algo de lo que preocuparse.

—Bertold —llamó Michio mientras seguían al otro capitán.

Ich weiss —dijo él con la mano apoyada con una naturalidad pasmosa en la empuñadura del arma. Nadia estaba igual. Se colocaron en formación sin llamar la atención. Cuando Rodriguez alcanzó las paredes del muelle, aterrizó en ellas con un golpe seco, encendió las botas magnéticas y absorbió el impulso con las rodillas. Los ruidos acompasados que había oído hacía tan solo un momento desaparecieron, y Rodriguez miró detrás de ellos para asegurarse de que nadie más los seguía. O para comprobar que estaban ahí.

—Me estás poniendo un poco nerviosa, coyo —dijo Michio al llegar a su lado—. ¿Hay algo que quieras decirme?

Ja, aber aquí no —respondió él, con una voz cargada de tensión en la que ya no había ni rastro de la alegría de antes—. Hay que anticiparse a los que pretenden anticiparse.

—Eso no me hace sentir mejor.

—No hay alternativa. Venid alles la.

El contenedor al que los llevó tenía un pequeño despacho construido en una de las paredes exteriores. Los muebles estaban soldados y hasta contaba con una esclusa de aire. Rodriguez introdujo la contraseña a mano. Bertold extendió los brazos y soltó aire, como un halterófilo que intenta levantar más peso del que está acostumbrado.

—Te quiero —dijo Nadia con voz tranquila y mucha naturalidad, como si no lo hiciese por si esas eran sus últimas palabras.

La esclusa de aire se abrió, y había un hombre en el interior. Era de complexión delgada y tenía el pelo negro y rizado.

—¿Está aquí? —preguntó. Luego añadió—: Vaya. Aquí estás.

Michio se sorprendió ante la duda de si esas palabras habían sido una amenaza o algo más interesante.

—Sanjrani.

—Nico, Nico, Nico —dijo Rodriguez, que volvió a empujar a Sanjrani al interior de la esclusa—. Aquí no. Nada de sacar tu cul de ahí y ponerse a ondearlo como una bandera. Dentro estás a salvo. —Cuando Sanjrani volvió a entrar, Rodriguez se giró hacia Michio y le hizo señas para que lo siguiese al interior. Ella titubeó, y al verlo él levantó los brazos en cruz—. No tengo armas, moi. Si la cosa va mal, du puedes dispararme.

—Claro que puedo —convino Bertold. Había desenfundado el arma, pero todavía no apuntaba a nadie con ella.

—Muy bien —dijo Michio mientras avanzaba a trompicones con las botas magnéticas activadas. Los imanes tiraban de ella con fuerza cada vez que levantaba un poco el pie para dar un paso.

Sanjrani se encontraba amarrado a uno de los taburetes que había en el pequeño despacho, delante de una mesa no muy amplia. Había otra persona esperando junto a él. Michio no vio trampa alguna, pero tampoco tenía muy claro qué hacían ahí esas personas.

—¿Vais a cambiar de bando? —preguntó.

Sanjrani soltó un carraspeó grave de impaciencia.

—He venido para hacerte ver que estás matando a todos los putos habitantes del Cinturón. Tanto tú como Marco. Deberíais uniros a mi bando.

—¿Marco sabe que estás aquí?

—Si lo supiese, estaría muerto. Así que no, no lo sabe. Estoy muy desesperado. He intentado hablar con Rosenfeld, pero él solo habla con Marco. Nadie sabe dónde ha ido Dawes. Está claro que con esos dos no hay nada que hacer.

Su voz tenía un tono desesperado, agudo y quebradizo como la tensión en la cuerda de un arco.

—Muy bien —dijo ella al tiempo que se acercaba a un asiento y se amarraba por la cintura—. Te escucho.

Sanjrani se relajó y abrió un diagrama en la pantalla del escritorio. Era una compleja serie de curvas que recorrían el eje horizontal y el vertical.

—Hicimos alguna que otra conjetura cuando desarrollamos los planes —dijo—. Creo que son muy buenos, pero aún no los hemos terminado.

Dui —convino Michio.

—Lo primero que hicimos —explicó el hombre— fue destruir la mayor fuente de recursos orgánicos del sistema. Al menos la única que funcionaba con nuestro metabolismo. Los mundos que están al otro lado de los anillos tienen una química y unos códigos genéticos diferentes. No son cosas que podamos importar para comer. Pero no pasa nada, las predicciones están dentro de lo esperable. Podríamos crear una nueva economía, fabricar una nueva infraestructura y hacer una red sostenible de microecologías en una matriz competitiva-cooperativa. Si nos basamos...

—Nico —dijo Michio.

—Vale. Vale. Lo ideal hubiese sido empezar con todo esto tan pronto como cayeron las rocas.

—Lo sé —dijo ella.

—No, no lo sabes —aseguró él. Tenía lágrimas alrededor de los ojos, adheridas a la piel—. No hay ningún proceso de reciclaje que sea perfecto. Todo se degrada. ¿Las naves coloniales? ¿Los suministros? Son recursos temporales. Es una cuenta atrás que mide el tiempo que podremos vivir en el Cinturón. Mira esto. ¿Ves esta curva verde? Es la producción prevista para estos nuevos modelos económicos. Esos que aún no hemos empezado a usar. ¿Y esta de aquí? —Señaló una curva roja y descendente—. Es lo que ocurrirá si seguimos con los que usamos ahora y aprovechamos al máximo los recursos. Aún estamos a tiempo. Nos quedan cinco años.

—Muy bien.

—Esta línea de aquí son los suministros mínimos que necesitaríamos para mantener viva a la población actual del Cinturón.

—Aun así, seguimos por encima.

—Seguiríamos por encima de haber seguido el plan a rajatabla. Así es como estamos ahora.

Apareció otra línea verde. Michio sintió cómo se le formaba un nudo en la garganta al darse cuenta de lo que veía.

—Ahora estamos bien —aseguró Sanjrani—. Y lo estaremos durante tres años. Quizá tres y medio. Pero luego los sistemas de reciclado empezarán a ser incapaces de suplir la demanda. No tendremos la infraestructura necesaria para llegar a los mínimos y empezaremos a morirnos de hambre. No solo la Tierra. No solo Marte. También el Cinturón. Y cuando llegue el momento, no podremos hacer nada para evitarlo.

—Muy bien —comentó Michio—. ¿Y cómo lo solucionamos?

—No lo sé —respondió Sanjrani.

La Panshin zarpó un día después y se llevó con ella a Sanjrani y la poca paz mental que le quedaba a Michio. Su tripulación ayudó en las tareas de construcción en el muelle. Llegaron mensajes a las antenas de la Connaught, y algunos eran para Michio. Jápeto necesitaba más magnesio alimenticio. Un grupo de naves prospectoras se habían quedado sin filtros de aire y necesitaban repuestos. La Armada Libre había estado enviando noticias falsas en las que comentaban cuánto material cinturiano había cedido Pa a sus enemigos.

Una sensación de desasosiego se apoderaba de ella cada vez que intentaba dormir. No quedaba mucho tiempo para pasar una época difícil, una hambruna. Era complicado construir una nueva y resplandeciente ciudad en el vacío cuando la gente que tenía pensado diseñarla, construirla o vivir en ella pasaba penurias. Penurias que eran el resultado del enfrentamiento entre Marco y ella, y que podrían haberse evitado de haberse ceñido al plan.

No dejaba de recordarse a sí misma que no era quien había cambiado las cosas. Marco se había salido del guion mucho antes que ella, y Michio había hecho lo que había hecho para contrarrestarle. Solo intentaba ayudar. Cuando cerraba los ojos solo veía esa línea roja y descendente y nunca una verde y ascendente que la compensara. Tres años. Tres y medio quizá. Y tenían que empezar ya mismo para conseguir cambiar las cosas. Deberían haber empezado hace ya tiempo.

Era eso o idear un plan del todo nuevo en el que ni ella ni Sanjrani habían pensado.

Los demás empezaron a evitarla. Le daban comida, agua y también tiempo para pensar. Se despertaba sola, trabajaba en su turno, dormía sola y no sentía que le hiciese falta compañía. Por eso se sorprendió tanto cuando Laura fue a visitarla al gimnasio.

—Tiene un mensaje, capitana —dijo. No Michi, sino capitana. Era la evidencia que indicaba que en aquel momento Laura no era su esposa, sino la oficial de comunicaciones de la nave.

Michio dejó que la tensión de las cintas de goma las devolviese a su lugar inicial y luego se limpió el sudor con una toalla.

—¿De quién?

—Es un mensaje láser enviado desde Ceres —explicó Laura—. De la Rocinante, que va camino a la estación Tycho. De capitán a capitana.

Michio estuvo a punto de decirle a Laura que lo reprodujese. Eran familia y no tenían secretos, pero también era un impulso peligroso que consiguió reprimir.

—Lo veré en mi camarote —dijo.

Vio a James Holden mirándola desde la pantalla cuando abrió el mensaje. Lo primero que pensó fue que el hombre tenía un aspecto terrible. Lo segundo, que lo más seguro que ella también. Tiró la toalla empapada de sudor en el reciclador.

«Ningún proceso de reciclado es perfecto.»

Se estremeció, pero Holden ya había empezado a hablar.

—Capitana Pa —dijo—. Espero que no tarde en ver este mensaje. Y que le vaya muy bien a su nave, a su tripulación y... Bueno, no quiero irme por las ramas. Estoy en una situación un tanto complicada y, para serle sincero, me gustaría pedirle un favor.

Holden intentó sonreír, pero fue incapaz de borrar la aflicción de su gesto.

—No la voy a engañar —continuó—. Estoy un tanto desesperado.