Los guardias lo tiraron en la celda y cerraron la puerta cuando se aburrieron de patearlo.
Se quedó tumbado en la oscuridad un tiempo que bien podrían haber sido cinco minutos o una hora, pero no más. Le dolían las costillas y la espalda al incorporarse, pero no era un dolor profundo e insoportable como el que uno nota cuando tiene algún hueso roto. La única luz del lugar era un led que había en un hueco en la esquina de la pared con el techo. Era tan tenue que robaba el color a todo lo que le rodeaba, por lo que las manchas de sangre que le adornaban la camisa eran de color negro.
No tenía nada mejor que hacer, por lo que empezó a analizar con tranquilidad su cuerpo: tenía las costillas y las mejillas doloridas, un ojo hinchado y abrasiones en las muñecas a la altura de las esposas. No era tan terrible en realidad. Lo había pasado peor, y a veces a manos de sus amigos. Tampoco era la primera vez que lo habían arrestado. De hecho, no era ni la primera vez que lo arrestaban por algo que no había hecho. Siempre era culpa de los interianos.
«Cuanto más cambian las cosas, más siguen igual», pensó.
Había encontrado un lugar cómodo en una esquina, donde podía apoyar la cabeza, cerrar los ojos y ver si la ansiedad que sentía era lo bastante intensa como para mantenerlo despierto. Lo fue, pero consiguió echar alguna cabezada antes de que alguien abriese el sello de la puerta. Eran dos guardias con armadura y pistolas. También uno con una armadura de más calidad. Todas con los colores de la Armada Libre.
Supuso que era una buena señal. La gente no solía vestirse de gala para llevar a cabo un asesinato.
—¿Emil Jacquard Vandercaust?
—Anwesend.
El de la armadura de más calidad era un chico de rostro ancho con piel morena a juego con sus ojos. Era guapo, pero demasiado joven para Vandercaust. Había alcanzado una edad en la que en el sexo le importaba menos con quién se acostaba y más con quién se levantaba a la mañana siguiente. Y los hombres de treinta y tantos aún entraban en su categoría de jóvenes. El guapito frunció el ceño, puede que a él o puede que se debiera a la manera en la que lo estaban tratando. Se hizo un silencio en la estancia que le llevó a pensar que quizá iban a marcharse, cerrar la puerta y volver a abandonarlo en la oscuridad. Pensar en ello le recordó lo sediento que estaba.
—Acqua, bitte?
—Commst —dijo el joven.
Vandercaust intentó ponerse en pie. Tenía los músculos agarrotados y maltratados, pero no lo suficiente como para dejarlo tirado. Los guardias se colocaron uno delante y otro detrás de él, mientras el joven los guiaba al exterior. Parecía un desfile muy triste y escueto. La estancia en la que entraron estaba mucho mejor iluminada y era más cómoda, aunque no mucho más. Había un taburete bajo de metal soldado al suelo, a una altura que al sentarse le hizo sentir como si se encontrara en un aula para niños. A lo largo de su vida había estado en interrogatorios suficientes para saber a ciencia cierta que se trataba de una táctica con la que pretendían humillarlo. Un guardia le trajo una burbuja de agua tibia, miró cómo se la bebía y luego se la volvió a llevar.
Los guardias salieron del lugar y cerraron la puerta. El joven estaba en un escritorio y le miraba desde detrás una pantalla que Vandercaust veía desde abajo. Desde esa posición era como observarle a través de una niebla reluciente.
Vandercaust esperó. El chico se sacó una pastilla amarilla y plana del bolsillo. Drogas de concentración, o eso le parecieron. Luego se la puso bajo la lengua y la chupó con gesto pensativo durante un rato. Se estremeció.
—Ayer no acudió a la alerta de batalla —dijo.
—Cierto.
—¿Podría explicar la razón?
Vandercaust hizo un gesto de indiferencia con las manos.
—Duermo muy profundo cuando estoy borracho, moi. No la oí. No me enteré hasta que todo había terminado, sa sa?
—¿Y ahora sabe lo que ocurrió?
—Algo he oído.
—Cuénteme qué ha oído.
Vandercaust asintió, más para sí que para el joven. Era hora de aferrarse con cuidado a sus asideros. Todo podía torcerse mucho si usaba las palabras incorrectas.
—Por lo que he oído, fueron un grupo de naves de las colonias. Catorce o quince que atravesaron los anillos al mismo tiempo. Veloce, como si intentasen llegar a Medina antes de que los cañones de riel las destruyeran, ou non? Pero no lo consiguieron. Las defensas de la estación se encargaron de rematar lo que sobrevivió a los cañones. Algunos restos chocaron contra el casco del tambor, aber nada que no pueda arreglarse.
El chico asintió e hizo unas anotaciones.
—¿Catorce o quince?
—Oui.
La mirada del joven se endureció.
—¿Oyó que habían sido catorce o que habían sido quince?
Vandercaust frunció el ceño. Algo en la reacción del chico le hizo sospechar que las cosas no iban bien. De haber estado jugando al póquer habría esperado para comprobar si la mano del chico era buena o mala y luego pasado el resto de la noche desplumándolo, sabiendo a qué atenerse cada vez que pusiese el mismo gesto. Pero no había carta alguna sobre la mesa.
—Oí catorce o quince, pero era una expresión. Podrían haber sido ocho o diez. Seis o siete. No era un número concreto.
—¿Qué anillos cruzaron para venir?
—No lo sé.
—Míreme —dijo el joven. Vandercaust levantó la vista a los ojos marrones y relucientes del chico—. ¿Qué anillos cruzaron para venir?
—Je ne sais pas. No lo sé.
Los ojos del chico titubearon y apartó la mirada. Vandercaust se rascó un brazo aunque no le picaba. Por hacer algo.
—Fueron apareciendo una a una con una diferencia de quince segundos —dijo el joven—. E iban rápido. ¿No le resulta muy curioso, señor Vandercaust?
—Estaban coordinadas —respondió—. Da la impresión de que hablaban entre ellas, sa sa? Que estaba planeado.
Claro, eso significaba que habían encontrado la manera de superar la velocidad de la luz, de curvar el tiempo y así localizarse en la vastedad de la galaxia. También podía ser sinónimo de que la conversación se había llevado a cabo a través de los anillos, y eso daba a entender que la estación Medina había formado parte de ella, que alguno de sus trabajadores había traicionado a la Armada Libre. Sabía que el arresto no podía haber sido solo por perderse un turno de emergencia. Ahora tenía un poco más claro qué información necesitaba aquel joven.
—¿Quién le habló sobre el ataque?
—Lo oí en mi grupo de trabajo. Jakulski. Salis. Roberts. Conversaciones sin importancia.
Hizo otra anotación.
—¿Hay alguna cosa que quiera decirme sobre ellos?
Vandercaust sintió un escalofrío que no estaba para nada relacionado con la temperatura del lugar, se extendió por su espalda y le puso la piel de gallina. Quizá él no había sido el único que se había dejado dormir durante la alarma. Estaba borracho y era normal que un borracho se durmiese en cualquier situación. Puede que lo hubieran tachado de sospechoso porque era cercano a alguien que sí tenía razones para ocultar algo...
Salis tenía amigos en el departamento de comunicación. No dejaba de fardar de ellos. Le había dicho que sabía lo que ocurría entre Duarte e Inaros, y los lloriqueos y los problemas de los mensajes que se enviaban a través de los anillos. Si alguien había coordinado un ataque contra Medina, ¿no era lógico que perteneciese al equipo de comunicaciones? Tenía que ser así, ou non? Y Roberts no dejaba de hablar de Calisto y las guerras subsidiarias. Comentaba que los de Duarte quizá los estuviesen usando a ellos para enfrentarse a la Tierra y a Marte, y lo mucho que odiaba verse entre la espada y la pared con unas facciones como esas. Había sido la primera en sospechar de los asesores de Laconia cuando estos habían preparado defensas para vigilar la estación alienígena donde estaban los cañones de riel. Es posible que estuviese de parte de las colonias si el cometido de estas era librarse de Laconia y mantener la estación Medina como un lugar independiente. Luego también tenía que tener en cuenta a Jakulski. ¿No había estado presente durante la llegada de esos mismos asesores? Le había dicho que se trataba de un favor que le había hecho a otro de los supervisores, pero ¿y si su verdadera intención era encontrar la manera de verse cara a cara con sus enemigos?
Había miles de personas viviendo y trabajando en Medina. Todos cinturianos, más o menos. La mayoría de la APE en el pasado y ahora de la Armada Libre. Y, entre ellos, algunos que no sabían lo que iba a ocurrir. Quizá parte de ellos tuviesen aún familia en la Tierra, familia que ahora estaba muerta debido a las rocas. Él no sabía nada sobre la madre de Jakulski, los hermanos de Salis o las exparejas de Roberts. Cualquiera de ellos podría estar fingiendo que era fiel a la causa de la Armada Libre, simplemente porque la alternativa era mucho peor.
El joven ladeó la cabeza y siguió chupando las drogas de concentración. Vandercaust entrelazó los dedos y soltó una risilla.
—Hay que ver con qué facilidad se ponen paranoicos los coyos.
—¿Por qué no empezamos desde el principio? —preguntó el chico.
Le dio la impresión de pasar horas allí. Sin terminal portátil ni pantallas, al menos que él pudiese ver. Todo lo que Vandercaust tenía para sentir el paso del tiempo eran los ritmos animales de su cuerpo. Cuánto había tardado en volver a tener sed. Hambre. Cuándo había empezado a volver a tener sueño. Cuándo necesitó hacer una visita al tigre. Le contó al joven con pelos y señales lo que había hecho la noche anterior al ataque. Dónde había estado. Con quién. Lo que había bebido. Cómo había vuelto a su camarote. El chico le insistió una y otra vez, y le cuestionaba cada vez que decía algo diferente. También le obligó a recordar cosas que era incapaz de recordar y se enfadaba cada vez que repetía mal alguno de los detalles. Le preguntó sobre Roberts, Salis y Jakulski. Sobre las personas que conocía en Medina. Sobre todos los que conocía en el Sistema Solar. También qué sabía sobre Michio Pa, Susanna Foyle y Ezio Rodriguez. Cuándo había estado en la estación Tycho. En Ceres. En Rhea. En Ganímedes.
Le enseñó imágenes de los ataques. Cómo las naves surgían de algunas de las puertas de la gran red esférica. Las vio quedar destruidas en las imágenes de las pantallas tácticas. También con imágenes de los telescopios, vio cómo explotaban. Luego hablaron un poco más, y el joven volvió a enseñarle las imágenes después. Le dio la impresión de que la segunda vez las lecturas de la pantalla táctica eran un tanto diferentes, otro intento de pillarle con la guardia baja, pero no fue capaz de desentrañar cuáles eran los cambios.
Fue agotador. Estaba pensado para serlo. Un buen rato después, dejó de intentar dar las respuestas correctas a todo. Había estado en los interrogatorios suficientes para saber que lo que le estaban haciendo, por muy agotador, duro y tosco que fuese, era en realidad bastante amable. No tenía razón para proteger a sus amigos, quitando el tribalismo de pertenecer al mismo grupo de trabajo. Si eran inocentes, la verdad debería ser más que suficiente. Para ellos y para él.
Lo volvieron a llevar a la celda. Esta vez no le golpearon, pero sí que le dieron un fuerte empujón en el umbral que lo tiró al suelo y le hizo golpearse la mejilla contra la pared con la fuerza suficiente para abrirle una herida. Durmió un buen rato, se despertó en la oscuridad y volvió a dormirse. La segunda vez que se despertó había un cuenco de alubias con champiñones espesándose junto a la puerta. Se lo comió de igual manera. No tenía forma alguna de saber cuánto tiempo llevaba allí la comida ni cuánto le quedaba a él en la celda. Tampoco de saber si las cosas se iban a poner peor.
Cuando se volvió a abrir la puerta, entraron cinco personas con uniforme de la Armada Libre. El chico de ojos marrones no estaba entre ellos, algo que puso muy nervioso a Vandercaust por un instante. Se sintió como si buscase a un amigo y no lo encontrara. La líder del nuevo grupo rio con uno de sus subalternos, miró el terminal portátil, lo levantó, se lo puso a Vandercaust a la altura de la cara y tocó la pantalla sin prestarle demasiada atención.
—Deberías irte, pampaw —dijo la mujer mientras salía de la celda poco después—. Se te va a hacer tarde para el trabajo, du.
Dejaron la puerta abierta al irse, y Vandercaust no tardó en salir de la celda a la estación de seguridad para luego perderse por los amplios pasillos del tambor. Sentía el cuerpo como un trapo muy usado. Estaba seguro de que olía a mono enfermo y a sudor rancio. La guardia tenía razón, era casi la hora de su turno, pero aun así le dio tiempo de volver a su hueco, darse una ducha, afeitarse y cambiarse de ropa. Pasó unos minutos contemplando las cicatrices de su rostro y sus costados. Alguien más joven seguro que las hubiese llevado con orgullo, como un emblema que premiara su resistencia. En él lucían como marcas de un anciano que había vivido demasiado. Había llegado tarde. Tenía buenas razones, pero menudo rebelde estaba hecho, sa sa?
Encontró a Salis y a Roberts en las profundidades de los pasillos de servicio comprobando una cañería de aguas residuales de la potabilizadora de agua. Los ojos de Roberts se iluminaron al verle y le dio un fuerte abrazo.
—Perdu —le dijo al oído—. ¿Estás bien? Estábamos preocupados.
—Ist dui? —preguntó Salis al tiempo que se inclinaba sobre la mesa para coger algunos frutos secos con sabor a wasabi—. ¿Te dieron una paliza sin razón?
El turno acababa de terminar, y los tres se habían ido al bar de siempre. La brisa rotatoria era la de siempre. La delgada línea de luz del sol artificial se extendía sobre ellos. Vandercaust empujó el cuenco un poco hacia los dedos de Salis.
—Los de seguridad son como policías, y la policía es igual en todas partes.
—Oui —dijo Roberts—. ¿Por qué molestarse en acosar a los interianos si puede ponernos un pie en el cuello a nosotros?
—No siempre —dijo Vandercaust. Luego dio un sorbo a la bebida. Esta noche había pedido agua. Puede que pasara mucho tiempo antes de cogerse otra buena cogorza—. Estamos pasando por una época complicada, nous.
—Ist mi opinión —dijo Roberts, aunque sin usar un tono acusatorio.
Se sumió en la pantalla de su terminal portátil. Vandercaust vio el verde y plateado del canal de la estación, los mismos colores que había tenido antes de que pasase a estar bajo el control de la Armada Libre. Se preguntó por qué no lo habían cambiado. Puede que para darle una sensación de continuidad. Tenían el control de la información que aparecía en el canal igualmente. Lo mejor de la estación Medina era que no formaba parte de ninguno de los sistemas que había al otro lado de los anillos. El precio a pagar a cambio era que la información siempre venía de una única fuente. En el Sistema Solar había canales de información infinitos. Algunos emitían y otros grababan información que luego se podía solicitar. Era difícil controlarlo. Imposible, incluso. En Medina se podía usar un inhibidor para bloquear todos los receptores y transmisores sin licencia al mismo tiempo.
El camarero llegó con champiñones y cuajada de brotes de soja a la brasa, en lugar de cordero o ternera. También un yogur de pepino. Con un ramito de menta. Extendió la mano para cogerlo y soltó un gruñido a causa del dolor repentino que sintió. No era la peor paliza que le habían dado, pero le iba a seguir doliendo durante días.
—¿Por qué te han soltado? —preguntó Salis—. Sprecht la?
—No, no me dijeron la razón —respondió Vandercaust—. Tampoco sé si van a volver a por mí. Puede que necesitasen a alguien que os mantuviese a raya a vosotros dos.
Había perdido dos turnos completos y llegado a mitad del tercero. Casi tres días perdido en la oscuridad de la celda de seguridad. Sin abogado y sin representante del sindicato. Podría haber pedido uno, debería haberlo hecho en realidad, pero tenía muy claro que eso solo hubiese servido para recibir más golpes y quedarse con más cicatrices. Quizá hasta le hubieran roto algún hueso. Vandercaust sabía lo suficiente de historia y naturaleza humana como para haberse dado cuenta de que las normas ya no eran como antes. Le dio un mordisco al bocadillo y lo soltó mientras masticaba. Al terminar, volvería a casa. Dormiría en su cama. Sonaba como el paraíso. Pasó los dedos por el círculo dividido que tenía en la muñeca. En el pasado había sido toda una declaración de intenciones en pos de una rebelión. Ahora solo le hacía parecer un poco más viejo. Era el bando de la mayor batalla a la que se había enfrentado la generación anterior.
—Mi ami en comunicaciones —comentó Salis—. ¿Sabéis lo que me ha dicho? Que han encontrado datos ocultos en el núcleo. Protegidos. Cree que es lo que usaban para coordinarse con las colonias. Hay confirmaciones de cada una de las puertas de justo antes del ataque. ¿Lo mejor? Zwei naves no las atravesaron.
Salis arqueó las cejas hasta el nacimiento del pelo.
Vandercaust gruñó.
—Me preguntaron cuántas naves habían atravesado las puertas. Querían que les diese un número.
—Sería por eso. Querían comprobar si sabías cuántas las habían atravesado de verdad o cuántas se suponía que las iban a atravesar, sa sa? Jugártela para ver si caías en la trampa.
—Pero yo no sabía nada —comentó Vandercaust al tiempo que se tocaba la frente con dos dedos—. Gut. Besse para mí.
Salis se llevó una mano al brazo. El joven parecía dolorido, pero no parecía una molestia propia de los músculos o las articulaciones. No era igual que el dolor que sentía él.
—Deberías dejar que te invite a una copa, coyo. Has tenido una semana de mierda.
Vandercaust hizo un gesto de indiferencia con las manos. No sabía cómo explicar lo que sentía a Salis o Roberts. Eran jóvenes y no habían pasado por lo mismo que él. No habían hecho lo mismo que él. No los habían capturado los guardias de seguridad para llevarlos a una celda, encerrarlos, darles una paliza e interrogarlo. No le había asustado la situación, sino lo que suponía que le hubiesen hecho algo así. Le asustó el hecho de que la estación Medina no fuese un nuevo comienzo, sino un lugar para plantar banderas que terminaría por convertirse en un baño de sangre.
Roberts se levantó con los ojos abiertos como platos.
—¡Lo han pillado!
—Quoi?
—El topo. El coordinador. Lo han pillado.
Giró el terminal portátil hacia ellos, y vieron a ocho guardias de seguridad de la estación con uniformes de la Armada Libre que rodeaban a un hombre achatado de hombros amplios, pelo negro y barba desaliñada. Vandercaust se dio cuenta de que le sonaba de algo, pero no consiguió identificarlo. La imagen cambió a la capitana Samuels, acompañada de Jon Amash. El representante político y el de seguridad, juntos y sumidos en la oscuridad.
Los labios de Samuels empezaron a moverse.
—Sube el volumen —dijo Salis.
Roberts trasteó con el terminal y se colocó entre ellos para que los tres pudiesen ver lo que ocurría.
—... aliado no solo con los asentamientos que han decidido atacarnos, sino también con las fuerzas más retrógradas del Sistema Solar. Se le realizará un interrogatorio completo antes de la ejecución. Mantengamos los ojos bien abiertos, aunque estoy convencida de que, dadas las circunstancias, ya no tenemos que preocuparnos por ninguna amenaza inmediata en la estación Medina.
—Ejecución —repitió Roberts.
Salis hizo un gesto de indiferencia con las manos.
—Es lo que ocurre cuando uno pone en riesgo la nave. Esos bastardos de las colonias no venían a jugar a los dados y pasar un buen rato.
—Al menos se ha acabado todo —comentó Vandercaust.
—Por eso te dejaron marchar —apuntilló Roberts al tiempo que agitaba el terminal portátil—. Lo encontraron. Vieron que du no tenías nada que ver.
«O decidieron que alguien iba a convertirse en un chivo expiatorio —pensó Vandercaust—. Y tuve mucha suerte de no ser yo.»
Era lo típico que no se decía en voz alta. Y menos en momentos como ese.