—Buenos días, solete —dijo Sandra Ip.
Alex parpadeó, cerró los ojos y abrió solo uno de ellos. Un momento antes se encontraba en mitad de un sueño en el que el zumo de manzana se había colado en los conductos de refrigeración de una nave que era al mismo tiempo la Rocinante y la primera que había pilotado en la armada de Marte. Aún no había conseguido librarse de la sensación de que tenía que arreglar algo, pero los detalles oníricos empezaron a emborronarse. Sandra estaba desnuda y le sonreía desde arriba, por lo que Alex dejó de intentar recordar el sueño.
—Buenos días, pichurri —gruñó.
El sueño le había dejado la voz grave y ronca. Extendió los brazos contra el cabezal de la cama y luego hizo fuerza para estirar la parte baja de la espalda. Los dedos de los pies le sobresalieron por debajo de la manta, y ella se los pellizcó de broma mientras iba de camino a la ducha. Alex levantó la cabeza para verla marchar, y ella miró por encima del hombro para ver cómo la miraba.
—¿Adónde vas? —preguntó él, en parte porque quería saberlo y en parte para que Sandra se quedase un poco más en la habitación.
—Hoy me toca trabajar un turno en la Jammy Rakshasa —respondió—. Drummer quiere asegurarse de que todos los peces gordos de la APE se sienten protegidos.
—Jammy Rakshasa —repitió Alex al tiempo que descansaba la cabeza sobre la almohada—. Qué nombre tan raro para una nave.
—Creo que es una especie de broma interna de la gente de Goodfortune. Es una nave decente, eso sí. —La voz reverberaba un poco desde el baño—. La nave más extraña en la que he trabajado jamás se llamaba Bucle Invertido. Era una nave minera montada con partes de los restos de un yate de lujo. El capitán estaba obsesionado con los espacios abiertos, así que había eliminado todas las paredes y las cubiertas que no formasen parte de la estructura principal de la nave.
Alex frunció el ceño sin dejar de mirar el techo.
—¿En serio?
—Cuando esa cosa empezaba a acelerar podías soltar un taco en la cabina y oírlo rebotar por todas las cubiertas hasta el reactor. Era como volar dentro de un globo.
—Eso no está bien.
—El capitán era un tipo llamado Yeats Pratkanis. Tenía sus cosas, pero la tripulación lo quería mucho. La gente puede llegar a hacer muchas locuras por un capitán para no tener que fijarse en lo pirado que está.
—Ahí te doy la razón.
El agua empezó a rebotar contra el metal cuando la mujer abrió la ducha, pero lo hizo a un ritmo que evidenciaba que aún no se había metido debajo. Él volvió a levantar la cabeza y vio que estaba en el umbral de la puerta con los brazos levantados y agarrada al marco.
Solo era un par de años más joven que él, una edad que se notaba en los atributos de su cuerpo. Unas estrías plateadas le recorrían los pechos y la tripa. El tatuaje emborronado de una catarata le adornaba la pierna izquierda. Una cicatriz aserrada le retorcía la piel del brazo derecho. De ella no emanaba la belleza de la juventud, sino la de la experiencia, igual que en el caso de Alex. A pesar de todo, veía la mujer que había sido en el pasado gracias a la manera en la que arqueaba las cejas y apoyaba el peso en sus caderas.
—¿Quieres darte una ducha, solete? —preguntó con inocencia impostada.
—Ya te digo —respondió Alex al tiempo que se levantaba de la cama—. Claro que quiero.
Sandra y él pasaban juntos y así muchas de sus horas libres desde aquella primera noche en Ceres. Cuando estaban en la Roci, se dividían entre el camarote de Alex y el de la mujer. En Tycho habían pasado a quedarse siempre en casa de Sandra. Llevaba mucho tiempo trabajando allí y el sindicato le había dado privilegios suficientes para tener un camarote de dos habitaciones, un baño privado y una cama que era mucho más cómoda que compartir un asiento de colisión.
En lo referente al amor, Alex se había sorprendido un poco al principio y también se lo había tomado con cierta cautela. La sexualidad de Sandra era alegre y descontrolada. Le había costado un poco pillarle el punto para ponerse a su altura. Alex se había acostado con más mujeres antes de casarse, una (por desgracia) mientras estaba casado y también había tenido algún que otro flirteo después de divorciarse, pero no esperaba volver a contar con la atención completa y complaciente de una mujer. Cuando empezó a darse cuenta de que la cosa iba en serio, se enamoró de ella como si volviese a tener dieciséis años.
Después de la ducha, se ayudaron a secarse y él le untó crema hidratante en las partes de la espalda a las que ella no llegaba. Y también un poco en las que seguro que sí podía llegar. Ella se puso el uniforme, se peinó, se recogió el pelo y luego hizo unas gárgaras. Alex volvió a meterse en la cama.
—Otro día haciendo el vago, ¿no? —preguntó Sandra.
—Soy piloto y no tenemos ningún lugar al que volar —respondió Alex al tiempo que estiraba los brazos en un gesto que parecía decir: «Qué le vamos a hacer».
Sandra rio.
—Esa es la razón por la que no me hice piloto —comentó—. Los ingenieros siempre tenemos algo que hacer.
—Tienes que aprender a relajarte un poco.
—Bueno —dijo ella con un ronroneo grave de tono burlesco—. Como sigamos viéndonos así, quizá se me pegue algo de ti.
—¿Te parece si pedimos algo para comer cuando salgas del trabajo?
—Me parece —dijo al tiempo que miraba la hora en el terminal portátil. Soltó un gruñido—. Tengo que irme pitando.
—Yo cierro el salir —dijo Alex.
—Te vas a quedar durmiendo como un lirón en mi cama todo el día.
—O eso.
Sandra le dio un beso antes de marcharse. Alex se hundió entre las almohadas después de que cerrase la puerta, descansó un buen rato y luego se levantó y recogió la ropa que había tirado al suelo. Las habitaciones de Sandra eran apacibles y acogedoras de una manera a la que no estaba acostumbrado. El edredón, que era de un azul pálido y tenía encaje por los extremos, estaba tirado como un fardo a los pies de la cama. Sandra había colocado unas cortinas en las esquinas de la habitación para ocultarlas y también para atenuar la luz. Sobre su escritorio había un pequeño jarrón de vidrio con unas rosas marchitas. El aroma pungente del perfume de la mujer se había impregnado en sus ropas, para que se acordara de ella horas después de improviso e instintivamente mientras se tomaba una cerveza. Las mujeres con las que había vivido los últimos años, Naomi, Bobbie y Clarissa Mao, no eran un buen ejemplo de decoro y dulzura, de agua de rosas y delicadeza. Tener a su alrededor ese tipo feminidad era lo bastante familiar para sentirse cómodo entre ellas, y también lo bastante exótico para que aquel momento, aquella ocasión, aquella relación que mantenía ahora fuese algo único y solo para él. Acababa de darse cuenta de que llevaba mucho tiempo queriendo algo así.
Empezó a ponerse los mismos calcetines que había llevado el día anterior. O quizá no fuese eso. Quizá era que sabía las cosas que la guerra podía arrebatarles a todos, y Sandra Ip era su oportunidad de rellenar una parte de su cuerpo y de su corazón, una para la que no iba a haber tiempo dentro de poco. Dulzura, afecto y placer que se encontraban en el ojo de un huracán. Esperó que la mujer sintiese lo mismo por él, que tanto él como Sandra estuviesen acaparando buenos recuerdos para superar lo que estaba a punto de ocurrirles.
Cada vez le costaba más olvidarse del miedo que sentía cuando estaba en la Rocinante. Los días que había pasado en Tycho, Holden salía de una reunión para meterse en otra. Cuando no estaba peleando con Carlos Walker para calcular los suministros y el apoyo que les podía dar la APE, intercambiaba largos mensajes grabados con Michio Pa sobre la cadencia de fuego de la artillería de cañones de riel de la Armada Libre en la zona lenta. Cuando no estaba escribiendo y leyendo informes de Avasarala, Naomi, Bobbie y él se pasaban las horas comparando mapeados perceptuales del sistema con Aimee Ostman y Micah al-Dujaili. Holden no descansaba ni parecía perder nunca la paciencia. Siempre que Alex lo veía, el capitán le dedicaba una sonrisa agradable y optimista. De no conocerle tan bien después de tantos años, habría conseguido engañarle para hacerle pensar que todo iba bien.
Pero el hombre que iba a las reuniones, el que recorría los pasillos de la Rocinante o los muelles del exterior y el que se sentaba encorvado sobre las luces parpadeantes de su terminal portátil no era James Holden. Era como si Holden se hubiera convertido en un actor e interpretase el papel de James Holden. Se adaptaba a las circunstancias de cada momento. No era el hombre que Alex conocía, y el piloto notaba el vacío aullido de desesperación del capitán en todas y cada una de las palabras que pronunciaba.
Al resto le había pasado lo mismo. Naomi estaba más tranquila, más centrada, como si siempre intentase desentrañar un problema imposible. Hasta Amos parecía diferente, aunque en su caso era algo tan sutil que Alex no podía afirmar a ciencia cierta que fuese así. Puede que no fuesen más que sus miedos proyectados en la página en blanco que era Amos. Bobbie y Clarissa parecían inmunes a lo que ocurría, pero solo era porque eran relativamente nuevas en la nave. No conocían tan bien el ritmo y las sensaciones de la Rocinante para discernir los ligeros cambios de tono.
Y cada noticia relacionada con la Armada Libre, cada nave capturada o destruida, cada espía de la Tierra al que secuestraban o ejecutaban en Palas, Ganímedes o la estación Hall, cada roca interceptada antes de que cayese en el planeta apretaba un poco más las tuercas. La flota conjunta iba a tener que hacer algo. Y pronto.
Estaba en el pequeño restaurante que había cerca del pasillo principal. Tenía unas luces resplandecientes de un espectro algo más rojizo que el del Sol. Sonaba una música sincopada con harpa y dulcémele que al parecer se había puesto de moda. Unos taburetes altos rodeaban una barra de cerámica blanca. Había pedido un plato de algo que no era del todo pollo aderezado con un vindaloo que era mucho mejor de lo que esperaba. Sandra lo había llevado allí la primera noche que habían pasado en Tycho, y desde aquel momento se había convertido en cliente habitual.
Le sonó el terminal portátil cuando le llegó una solicitud de llamada y la aceptó con el pulgar. Holden apareció en la pantalla. Puede que se debiera a las luces tenues del centro de mando o al azul del monitor frente al que el capitán estaba sentado, pero la piel le lucía grasienta y tenía la mirada perdida y agotada.
—¿Qué tal? —saludó—. No interrumpo nada, ¿verdad?
—Gracias por preguntar —dijo Alex con demasiado entusiasmo. Llevaba unos días sintiendo que era él quien tenía que llevar el peso de la conversación cuando hablaba con Holden, como si responderle con ánimo fuese a insuflarle algo de energía—. Estoy terminando de desayunar. ¿Qué ha pasado?
—Pues... —dijo Holden al tiempo que parpadeaba. Parecía haberse quedado sorprendido, como si lo que estaba a punto de decir le resultara un tanto inverosímil—. La idea es zarpar en unas treinta horas. Clarissa y Amos están durmiendo ahora mismo, pero me gustaría convocar una reunión para dentro de unas cuatro horas y así asegurarnos de que está todo en orden.
Lo pronunció con un tono que más bien parecía una disculpa. Alex sintió que las palabras le sentaban como si acabara de beber algo muy frío con el estómago vacío.
—Allí estaré —aseguró.
—¿Todo bien?
—Capi —dijo Alex—, es la Roci. Me aseguré de que todo estaba listo para zarpar justo después de que los cepos de atraque se cerraron sobre ella. Podríamos zarpar dentro de cinco minutos y no habría problema.
La sonrisa de Holden le indicó a Alex que el capitán había entendido todos los matices de sus palabras.
—Aun así, me gustaría que nos reuniésemos para revisarlo todo.
—Sin problema —dijo Alex—. ¿Cuatro horas?
—Cuatro y algo —respondió Holden—. Si Amos se queda dormido un poco más tampoco quiero despertarlo.
—Pues nos vemos a bordo —dijo Alex justo antes de desconectarse.
Le dio otro bocado al vindaloo. No sabía tan bien. Tiró el tenedor y el cuenco al reciclador, se levantó y esperó un poco aunque sabía que Sandra aún no iba a aparecer por allí.
Decidió ir a buscarla.
La Jammy Rakshasa era una nave de aspecto anodino a pesar de su nombre. Era ancha por delante, con forma de caja, tenía bastidores de los CDP y de los propulsores desperdigados por el casco sin ton ni son y de una manera que evidenciaba generaciones de uso y modificaciones y también contaba con un diseño creciente, cambiante y que dejaba artefactos de sus anteriores encarnaciones como una casa que cambiara poco a poco con cada inquilino hasta perder por completo su arquitectura original. Era una nave cinturiana en toda regla. De no haber sido por los agentes de seguridad que había tanto en el muelle como flotando alrededor, Alex se habría preguntado si no se había equivocado de embarcadero.
Esperó por fuera de la esclusa de aire, apoyado en la pared con una mano mientras flotaba. Vio a Sandra antes de que ella le viese a él. Un grupo de ingenieros y técnicos mecánicos con trajes espaciales flotaba junto a una pantalla de pared y cuatro conversaciones diferentes tenían lugar entre los siete. La mujer tenía el pelo recogido en una coleta que ondeaba como una bandera cuando agitaba la cabeza, ofuscada por lo que comentaba el hombre que estaba junto a ella. Se sorprendió y tuvo que mirar dos veces cuando giró la cabeza en dirección a Alex. El piloto vio la sonrisa que se perfilaba en los labios de Sandra, y también cómo no tardaba en languidecer. Terminó la conversación, se impulsó y empezó a flotar hacia él. Para cuando llegó a su lado y se aferró a un asidero para detenerse, su mirada ya reflejaba que sabía lo que le iba a decir.
—Órdenes, ¿no? —dijo.
—Sí.
La expresión se le relajó un poco y empezó a recorrer las curvas del rostro de Alex con la mirada. Él se limitó a mirar para memorizar la forma de sus ojos, de su boca, la pequeña cicatriz de su sien y el lunar que tenía casi detrás de la oreja. Todos los detalles de su cuerpo. Una mala e irrefrenable costumbre le trajo a la mente palabras que no debería decir: «Podrías embarcar con nosotros», «Puedo dimitir y quedarme aquí contigo» o «Volveré si me esperas». Todo lo que le haría sentirse mucho mejor en aquel momento pero solo serviría para socavar la confianza entre ambos más adelante. Todas las cosas que Alex le había dicho en el pasado a la mujer que amaba. Ella soltó una ligera carcajada, como si le hubiese leído los pensamientos.
—Nunca he querido un marido —dijo—. Ya los he tenido y nunca cumplen mis expectativas.
—Mi historial no me deja en muy buen lugar al respecto —dijo Alex.
—Me alegro de tenerte como amigo —dijo ella—. Eres uno de los mejores.
—Tú eres una gran amante —comentó Alex.
—Sí —dijo Sandra—. Tú también. ¿Cuánto tiempo será?
—El capitán ha convocado una reunión en... —Miró la hora—. Un poco más de tres horas. Dice que zarparemos en menos de treinta.
—¿Sabes hacia dónde?
—Esperaba enterarme en la reunión —respondió Alex. Le cogió la mano enguantada a Sandra. Ella le apretó los dedos con suavidad y luego le soltó la mano.
—Tengo el descanso para comer dentro de hora y media —aseguró. Lo dijo con una naturalidad pasmosa pero muy calculada, como si fuese a romper las palabras de no decirlas con el tono adecuado—. Puedo cogerlo un poco antes. ¿Quieres que nos veamos en mi casa? Podríamos darnos un último revolcón antes de que te vayas.
Alex le puso la mano en la mejilla. Ella apoyó una pierna en la pared para presionar el rostro contra la mano de Alex. ¿Cuántos millones de veces había tenido lugar una conversación así en la historia de la humanidad? ¿Cuántas guerras habían unido a personas durante poco tiempo para luego separarlos para siempre? Seguro que era muy habitual. Toda una crónica de vulnerabilidad, deseo y promesas propias del sexo que solo llegaban a cumplirse en muy pocos casos. Ellos no eran más que otra de esas parejas. Y esta vez le había tocado a Alex.
—Claro —respondió él—. Me encantaría.
La cocina de la Rocinante olía a café y a sirope de arce. Naomi se movió un poco al que ver que Alex entraba en la estancia para hacerle hueco junto a ella. Amos estaba sentado frente a ellos, con la vista fija en la nada y removiendo con dos dedos unos huevos revueltos que tenía en un cuenco frente a él. Tenía los ojos hinchados, como si acabara de despertarse, pero parecía muy despierto a pesar de ello. Clarissa estaba en el umbral de la puerta, insegura pero presente. Alex pensó en coger algo de comer, pero lo cierto era que no tenía hambre. Solo le hubiese servido para hacer algo con las manos mientras hablaban.
Una conversación entre Bobbie y Holden reverberó por el hueco del ascensor a medida que se acercaban, con tono grave, instruido y profesional. Puede que hasta un poco emocionado. Había cierta expectación en el ambiente, una que no tenía nada que ver con el júbilo pero al mismo tiempo tenía algo de parecido.
La melancolía que se había apoderado del pecho y la garganta de Alex se alivió un poco cuando los vio entrar. Bobbie se sentó frente a él, mientras que Holden se dirigió a la máquina de café. Una sensación de pérdida se había apoderado del piloto al salir de las habitaciones de Sandra para marcharse a la nave. Quizá la sintiese durante días, semanas o incluso para siempre, pero era llevadera. Ahora estaba con su familia. Con su tripulación. En su nave. Lo peor ya había pasado y ahora estaba en un lugar que amaba y en el que pasaría mucho tiempo. Esperó que Sandra también llegara a sentirse mejor. Le había encantado pasar un buen rato con una mujer buena de verdad, pero también se alegraba de haber vuelto a casa.
Holden le dio un sorbo al café, tosió y le dio otro. Clarissa entró en la estancia y se sentó detrás de Amos, como si pretendiera esconderse de los demás. Holden empezó a dar vueltas por el lugar con la cabeza gacha y gesto distraído. Bobbie extendió la mano y tocó a Alex en la muñeca.
—¿Todo bien?
—Genial —aseguró Alex—. Me ha dado tiempo a despedirme.
Bobbie asintió una vez. Holden se sentó de lado para encararlos a todos. Tenía el pelo alborotado y miraba con fijeza algo que solo él era capaz de ver. La atención de todos los que estaban en la estancia, de Naomi, de Amos y del propio Alex, se centró en él. Una emoción antigua y familiar se agitó en el pecho de Alex, como si acabara de recordar cómo se sentía de pequeño antes de empezar un curso en la escuela.
—Bueno, capi —dijo—. ¿Cuál es el plan?