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Roberts

Sabía lo que estaba a punto de ocurrir. Sabía que iba a pasar algo desde antes incluso de que le hubieran sonsacado la información a Jakulski. Era como una pesadilla acechante de la que no podía librarse. Una premonición o ese miedo que siempre sentía cada vez que tenía algo importante y sabía que tarde o temprano terminaría perdiéndolo. Saber que la guerra no tardaría en llegar a Medina era casi un alivio. Al menos podía tener una ligera idea de a qué tenerle miedo.

Ese miedo conseguía que los pequeños cambios pareciesen mucho mayores. Cuando Jakulski les comentó que iban a cambiar el horario de trabajo, Roberts no pudo evitar interpretar cada uno de esos cambios como si de cartas de tarot se tratase. Retrasaron durante un mes la búsqueda del traidor que había dentro de la estación. Quizá la capitana Samuels no creyese que algo así era importante para defenderse de la invasión. La actualización del suministro de agua para compatibilizarlo con una cantidad menor de g se aceleró, por lo que quizá querían disponer de una capacidad adicional en caso de que los sistemas medioambientales quedaran dañados. Pasaron todo un día instalando láseres de comunicaciones redundantes para que siempre hubiese uno preparado y en línea con Montemayor, los asesores de Duarte y los guardias que había apostados en la estación alienígena. Todo lo que hacían en pos de fortificarse contra un ataque justificaba poco a poco su miedo. Cada vez le resultaba más sencillo encontrar pruebas de que algo no iba bien.

No era solo cosa suya. El resto de los integrantes de su equipo de trabajo estaban igual de atemorizados. Jakulski estaba más ausente de lo normal y solo los supervisaba para decirles qué hacer al principio y preguntarles si lo habían hecho al final. Al terminar el turno se marchaba pronto con la única excusa de que «tenía que hacer cosas». Salis había empezado a beber más. Tenía resaca al principio del turno y se enfadaba porque no quería volver a su camarote al final del día. Vandercaust... Bueno, desde la falsa alarma con el topo, Vandercaust había pasado a ser una persona mucho más ausente en general. Se había convertido en alguien más cuidadoso, más dispuesto y también en una persona que no dudaba en encerrarse en sí mismo. En una ocasión, cuando estaban en el bar después de enterarse de que había un carguero de hielo acelerando en dirección a la puerta del Sistema Solar, una joven coya borracha como una cuba había empezado a gritar que los planetas coloniales no merecían ayuda ni atención.

«Si no quieren que se los trate así, a lo mejor no deberían habernos hecho lo que nos hicieron» o «Son tan malos como Marte, pero no tienen un ejército» o «Que vuelvan dentro de cinco generaciones y quizá los perdonemos».

Vandercaust había apurado la copa para luego marcharse sin despedirse. Cualquier tema relacionado con la política le afectaba más de lo habitual, aunque fuese algo con lo que todos estaban de acuerdo.

Roberts se dio cuenta de que necesitaba la compañía de sus colegas a pesar de todo. Las filtraciones y los rumores llegaron a tal punto que la capitana Samuels tuvo que emitir un comunicado:

«Unas naves enemigas relacionadas con las facciones de la APE que no forman parte de la Armada Libre han enviado hacia aquí un carguero enorme con una nave de escolta. No sabemos qué pretenden. La Armada Libre ha mandado unos cazas para ayudar a Medina, pero las cosas están tan mal en el Sistema Solar que es una fuerza irrisoria.»

Roberts se sintió aliviada. Al menos ahora podrían hablar al respecto sin poner a Jakulski en un aprieto.

El trabajo en Medina se detuvo por completo cuando el enemigo se encontraba justo al otro lado del Anillo. Siguió habiendo horarios, listas e informes de trabajo, pero también enemigos cerca. Una mañana, Jakulski no apareció para encargarles las tareas diarias, una libertad que también le resultó ominosa. Fueron a un bar en el que las pantallas de pared mostraban un canal de noticias de seguridad local y que se jactaba de emitir antes que nadie la información sobre el asedio de Medina.

Vieron diagramas de las posiciones que habían tomado las naves enemigas y sus defensores de la Armada Libre. Se analizaron las figuras de Aimee Ostman y Carlos Walker y se explicó por qué no habían apoyado a la Armada Libre. Se confirmó que la nave que escoltaba al carguero era la Rocinante de James Holden. Cerveza. Tofu deshidratado con wasabi en polvo. La camaradería de la multitud. Daba la impresión de que se habían reunido para ver un partido de fútbol, pero en este caso el lugar en el que vivían era el campo de juego y una derrota podía llegar a significar la muerte de personas y de algo más. La autonomía y la libertad que les había prometido la Armada Libre pendían de un hilo.

—¿Los han destruido ya? —preguntó Salis sin aliento—. ¿Hemos acabado con ellos de una vez?

Roberts se inclinó sobre la mesa para cogerle la mano, se la apretó y esperó a que se actualizara el canal de noticias, a que recibieran información más reciente. El gesto no tenía nada de romántico ni tampoco se trataba de una invitación sexual, pero era la mejor manera que se le había ocurrido para expresar esperanza, miedo y «madre mía» al mismo tiempo. Las tres docenas de personas o puede que más que había en el bar no apartaban la mirada de las imágenes confusas y saturadas que llegaban de la puerta. La extraña distorsión del Anillo emborronaba todo, y no se podía tratar de mejorar la calidad porque se emitía en directo, pero verlas así de aserradas y distorsionadas ahora era mejor que verlas mucho más claras pero después.

Vieron un resplandor que iluminaba la Rocinante, y toda la estancia contuvo el aliento. Esperaron. Pero el brillo desapareció y el enemigo seguía allí. Salis espetó un taco y soltó la mano de Roberts. Las naves de la Armada Libre ya se habían alejado en el vacío arrastradas por el impulso de la gran aceleración que habían tenido que soportar para llegar hasta la Giambattista y la Rocinante antes de que entrasen por la puerta. No había servido de nada.

Ist gut. Ist gut. Ou non? —dijo Vandercaust—. Les hemos dado y tienen daños. Seguro que ahora se precipitan más. Así evitaremos que vayan despacio y con cuidado.

—No sabemos lo que hay dentro de esa nave —dijo Roberts—. Podría ser cualquier cosa.

Vandercaust asintió, dio un bocado al tofu que había cogido con la mano y luego lo aplastó hasta partirlo.

—Sea lo que sea, solo tenemos que pegarle unos tiros con el cañón de riel hasta reducirlo a cenizas. —Levantó los dedos llenos de polvo verde como si intentase poner en valor sus palabras, y ella asintió con tanta brusquedad que más bien pareció un balanceo.

Dui —dijo.

Quería creérselo. Necesitaba creérselo. En las noticias, la mole acechante del carguero de hielo había apagado los motores al otro lado de la puerta y se había colocado por el lado donde los cañones de riel no llegaban a darle. Eso indicaba que el enemigo sabía dónde estaban las defensas y cómo evitarlas. Malas noticias.

—¿Qué hacen? —preguntó Salis, que no esperaba respuesta alguna.

Cientos de nuevas estrellas relucieron alrededor del carguero, titilantes e irregulares. Luego mil. Luego el doble. Roberts sintió que se echaba hacia atrás por inercia, como si la impresión le hubiera dado un empujón.

Mé scopar —dijo entre dientes—. ¿Eso son penachos de motores?

Los puntos de luz se abalanzaron hacia la puerta al mismo tiempo. Un enjambre de avispas relucientes que se arremolinaban y curvaban para atravesar la puerta anular hacia donde ellos se encontraban. Su espacio. Algunas luces titilaron y se apagaron en el amasijo de naves, unas pocas entre miles, pero la mayoría seguía su curso mientras sus sistemas de vuelo cotejaban los alrededores: su posición actual, la de la estación alienígena, la de Medina y la del resto de las puertas.

Había lugares seguros a los que los cañones de riel no iban a disparar. No había lugar en el que resguardarse, ya que la estación Medina era el único objeto detrás del que era posible ocultarse de toda la zona lenta, pero los proyectiles no se detenían después de atravesar los objetivos. Cualquiera de esas naves enemigas que fuese capaz de colocarse entre uno de los cañones de riel y cualquier otro anillo o la estación estaría a salvo, al menos hasta que la estación Medina empezara a disparar los CDP y los torpedos. El enjambre aceleró y se desplazó a través de las líneas determinadas por la geometría y por la táctica que fuesen a seguir, como esquirlas de metal desplazadas por un campo magnético. Al menos la mayoría. Las pocas que habían fallado empezaron a rotar en el vacío sin esperanza y sin suponer amenaza alguna. Y otras...

—Eso de ahí no son naves —dijo Salis—. Son torpedos.

El terminal portátil de Roberts sonó al mismo tiempo que el de Vandercaust y el de Salis. Ella fue la primera en sacarlo del bolsillo. La pantalla tenía unas franjas rojas. Alerta de batalla. La aceptó y envió su ubicación. El encargo que le había llegado la derivaba a un equipo de control de daños que se encontraría a flote. Jakulski y el resto de los mandamases de los equipos técnicos aún no sabían dónde iban a acabar, ya que los llevarían a los lugares que resultaran dañados. Era peor que un encargo difícil, ya que le bullía la sangre debido a los nervios que le provocaban las ganas de escapar o las de luchar, y no podía hacer nada para evadir su responsabilidad. De haberse encontrado en una nave, podría haber salido corriendo a su puesto y ponerse a fingir que hacía algo para evitar la oleada de destrucción que se avecinaba.

—¡Vaya! —dijo Vandercaust—. ¡Ahí vienen!

Vieron en la pantalla de pared que los cañones de riel habían empezado a disparar. Lo único que distinguieron fue el movimiento de los cañones, los mismos cañones que habían colocado en los bastidores hacía no mucho tiempo. Luego se superpuso la imagen de una pantalla táctica en la que se apreciaba la trayectoria de los proyectiles, unas líneas relucientes que desaparecieron al momento. Vieron que una nave quedaba destruida con cada uno de esos destellos. Roberts empezó a sentir que le dolía la mandíbula por mantener los dientes apretados. Era incapaz de relajarse. Salis gruñó, con gesto consternado.

Quoi? —preguntó Roberts.

—Ojalá no estuviéramos haciendo esto. Nada más —dijo.

—¿Haciendo qué?

Cabeceó hacia la pantalla de pared.

—Disparando cosas entre las puertas. A saber dónde.

Sabía a qué se refería. A esa nada sin estrellas que ni siquiera se podía considerar espacio y que estaba detrás de las puertas. Era un lugar muy inquietante cuando uno se paraba a pensarlo. La materia y la energía eran intercambiables, pero no se podían destruir. Eso llevaba a pensar que cuando algo salía de la esfera de la zona lenta sin atravesar ninguna de las puertas, tenía que ir a algún lado o transformarse en algo. Pero nadie sabía adónde ni en qué.

—No hay opción —dijo ella—. Esos coyos vienen a por nosotros.

—Sí, pero...

Los minutos le parecieron horas. Roberts empezó a entrar en pánico y en una especie de trance. Las líneas no dejaban de relucir en el canal de noticias. Otra nave enemiga destruida. Otro proyectil de wolframio acelerado que salía despedido fuera de la realidad hacia esa negrura más extraña que el espacio. Ahora que lo veía a través de los ojos de Salis, ella también había empezado a ponerse nerviosa. Era muy fácil olvidar la gran extrañeza que los rodeaba. Vivían allí y era su hogar, por lo que tenían que defenderlo, pero también había que tener en cuenta que vivían dentro de todo un misterio.

La sensación de atemporalidad en la que estaba sumida se rompió cuando vio que el enjambre de naves empezaba a agitarse. El corazón le latió desbocado. Los penachos de los motores empezaron a encenderse y apagarse como un remolino. Los murmullos de la estancia se incrementaron.

—¿A qué velocidad van? —preguntó Vandercaust con tono sorprendido. Cambió los datos del terminal portátil de la pantalla de alerta a un programa de seguimiento en el que empezó a meter datos—. No pueden estar tripuladas, ou non? Estarían hechos papilla ahí dentro, con zumo o sin él.

Medina se estremeció. La vibración fue breve pero inconfundible. El primero de los enemigos ya se encontraba al alcance. En la pantalla, los barridos de los arcos de los CDP y los resplandores de los torpedos de Medina se unieron al parpadeo de los cañones de riel. Roberts empezó a murmurar tacos como si fuese un mantra, y se dio cuenta de que no sabía cuánto tiempo llevaba haciéndolo. El titileo de los motores de riel del enemigo empezó a volverse más intenso y a fusionarse en un solo rayo reluciente que dibujaba una línea entre la estación alienígena y Medina.

—Se están colocando entre nosotros —dijo Roberts—. Tienen que detenerlos. Se van a colocar entre nosotros y van a llegar hasta aquí. Terminarán por abordarnos.

—No hay nadie en esas naves. No pueden abordarnos —dijo Vandercaust—. No son naves, eux. Son puños con motores. Arietes.

—Seguimos disparándoles —anunció Salis—. Mirad. Los cañones de riel no han dejado de disparar.

Era cierto. Los disparos eran cautelosos, pero también un peligro. Pasaban tan cerca del tambor de Medina que Roberts se imaginaba el siseo que hacían al pasar. Las naves no dejaban de estallar, convertidas en metal y vapor. La oleada de torpedos que habían disparado a Medina ya había quedado destruida, reducida a restos y malas intenciones. Las naves cada vez estaban más cerca, pero eran menos a cada minuto que pasaba.

—Hemos recibido impactos —dijo Vandercaust, que no dejaba de mirar su terminal portátil.

Roberts volvió a mirar el suyo. Había pérdidas de presión en las zonas exteriores del tambor. No en todas partes, pero en muchas. Una estancia por aquí, un almacén por allá. Una reserva de agua había quedado agujereada y lanzaba al vacío un molinete de neblina y hielo mientras el tambor seguía rotando. Los mormones habían construido las partes exteriores del tambor muy resistentes para así hacer frente a la intensa radiación del espacio. Nadie había muerto. Por ahora.

—¿De qué son los impactos?

—Es metralla —dijo Salis—. Los restos de los torpedos. No hay por qué preocuparse.

Puede que fuese cierto que solo era metralla y no pasaba nada. Mientras miraba su terminal, saltó otra alarma, se gestionó y luego se asignó. Aún no habían llamado a su equipo. Pensó que no los iban a llamar hasta que terminase el bombardeo u ocurriese algo tan importante como para arriesgar las vidas de los tres. La gente empezó a vitorear a su alrededor, y Roberts alzó la cabeza para ver cómo una esfera se extendía por el enjambre cada vez más escaso. Habían destruido una grande y la detonación había sido tan potente que se había llevado por delante a las naves que tenía cerca.

Los miles de avispas de antes eran mucho más escasas. Quizá doscientas o trescientas, y cada vez había menos. Las que quedaban se abalanzaron contra Medina y empezaron a esquivar los arcos de proyectiles de los CDP y los torpedos, pero se separaron demasiado y algunas quedaron a tiro de los cañones de riel. A medida que las luces resplandecientes se iban apagando, Roberts sintió algo en las entrañas y en la garganta. Empezó más bien como una risilla, una acogedora que se volvió más intensa cuando las lágrimas empezaron a resbalarle por las mejillas.

Los habían atacado para hacerse con el control de Medina, pero el plan había fracasado. Sí, la estación había recibido algún que otro impacto, pero no caería. Ahora Medina era de la Armada Libre y lo sería para siempre. Salis también había empezado a sonreír. A su alrededor, los vítores empezaron a ir al ritmo de los disparos de los cañones de riel, que seguían destruyendo naves enemigas una a una. El único que no parecía dejarse llevar por la situación era Vandercaust.

Quoi? —preguntó Roberts—. Visé como si intentaras limpiarte el culo con el codo.

Vandercaust agitó la cabeza. Otro parpadeo de los cañones de riel, otra luz que desaparecía.

—No dejan de virar, eux —explicó Vandercaust—. Visé. Están a salvo, ou non? La estación está tan lejos que los cañones podrían darnos si disparasen a las naves, pero... viran y se colocan donde los cañones solo puedan destruirlas sin que nosotros suframos daños. Warum?

—¿Qué más da si las destruimos? —dijo Salis sin dejar de sonreír.

—Quizá es que quieren morir —explicó Roberts. Era una broma. Solo una broma.

Las palabras se quedaron flotando en el ambiente, sobre la mesa, como humo que se acumula cuando está a punto de ocurrir algo. Volvió a mirar la pantalla, y el júbilo y el alivio desaparecieron de su rostro sin dejar rastro. Sintió escalofríos por todo el cuerpo, un miedo muy diferente al provocado por la ansiedad y la expectación. Otra de las naves que debería haber muerto presa de los CDP o los torpedos de Medina acababa de estallar a causa de un disparo de los cañones de riel.

—¿Qué está pasando, Vandercaust? —preguntó Roberts, con voz seria pero quebrada. Vandercaust no le respondió, pero se inclinó sobre un terminal portátil y empezó a tocar la pantalla sin parar con sus rechonchos dedos de obrero.

Otra nave. Y otra. Quedaban menos de cien y no dejaban de abrirse como una flor en primavera. Ni siquiera siguieron intentando acercarse a Medina. La estancia en la que se encontraban volvió a estallar en vítores y gritos de celebración. Oyó que Vandercaust decía algo como «mierda» a pesar del estruendo.

Hizo la pregunta con unos gestos, y él le pasó su terminal portátil. El principio de la batalla ya había quedado muy atrás. Los miles de penachos de los motores que habían atravesado el anillo y empezado a acelerar hacia Medina. Casi todos.

Casi todas las naves. Unas pocas no lo habían hecho, ya que habían empezado a titilar hasta apagarse. Los propulsores de maniobra habían relucido y empezado a hacerlas rotar. Recordó verlas y olvidarse de ellas. Había tantos enemigos e iban tan juntos que le había parecido normal que fallaran unas pocas entre los miles. Solo habían sido naves de las que ya no tenía que preocuparse.

Pero Vandercaust había marcado una. Brillaba verde en su pantalla a medida que continuaba el enfrentamiento. Los cañones de riel se giraron hacia los torpedos que amenazaban Medina. Los proyectiles salieron despedidos de los cañones. Los enemigos no dejaban de explotar. Pero no esa pequeña nave verde estropeada, que rotaba a la deriva. Inerte.

Hasta que dejó de estarlo.

Cuando el motor volvió a activarse, Roberts vio que no aceleraba hacia Medina ni se volvía a retirar hacia la puerta del Sistema Solar, sino hacia la esfera alienígena. Ese artefacto azul de resplandor tenue que había en el centro de la zona lenta y en el que habían colocado todos los cañones. Roberts empezó a temblar, tanto que le dio la impresión de que el punto verde le bailaba en la mano y dejaba un rastro de luz al moverse. Un fosfeno inquietante que era la prueba inequívoca de que los habían engañado. Miles de naves y torpedos que recorrían el vacío como un truco de magia barato solo para llamar la atención. Y vaya si había funcionado.

Le devolvió el terminal a Vandercaust, sacó el suyo e hizo una solicitud de llamada de emergencia a Jakulski. Cada segundo que pasaba sin responder era como una palada de tierra fría que sentía caer sobre su ataúd. Cuando la aceptó, Roberts vio que estaba en las oficinas de administración, fuera del tambor y a flote. Tenía una sonrisa de satisfacción en el rostro, prueba de que ni la capitana Samuels se había dado cuenta aún de lo que ocurría.

—¿Qué hast, Roberts? —saludó Jakulski.

Ella se quedó muda por un instante. Era añoranza por formar parte del mismo mundo en el que se encontraban Jakulski y todos los que la rodeaban, ese en el que habían vencido. Sintió un nudo en la garganta. No fue capaz de pronunciar palabra en ese momento.

Luego lo consiguió.

—Envía una solicitud de llamada a Mondragon —dijo.

—¿A quién?

—No, coño. A Montemayor. Al coyo ese, comoquiera que se llame. El de Duarte. Avisa. Avísalos a todos.

Jakulski frunció el ceño. Se inclinó hacia la cámara, aunque en el lugar en el que se encontraba no había gravedad.

Je ne comprends pas —dijo.

—La scheisse flota conjunta acaba de atracar en la otra estación. No iban a por Medina. Iban a por los cañones de riel.