—¿Sabes lo que me gustaría? —gritó Alex desde la cabina.
—¿Si salimos de esta? —respondió Holden, también a voz en grito.
—Si salimos de esta, porque a este ritmo esas naves nos van a pillar con los pantalones bajados —dijo Alex—. Son cazas. ¿Es que no saben la velocidad a la que van los cazas?
—La Giambattista es una nave enorme, Alex. Estás así de gruñón porque llevas años sin tener que cuidar de una vaquilla de este tamaño.
—Joder —dijo Alex—. Yo era capaz de virar la Canterbury en mitad de tiempo.
Naomi suspiró, y Holden sabía que ese era el único gesto de conformidad que iba a expresar.
—Sí, se te daba bien tu trabajo.
En la pantalla, la Giambattista empezó a virar poco a poco a un lado para enfilar la puerta anular. Los daños provocados por la primera pasada de las naves atacantes habían afectado al equilibrio de los propulsores, por lo que hacían falta muchas maniobras para hacer rotar la nave y luego era necesario esperar a que los propulsores que funcionaban se recolocaran en la posición adecuada. Los penachos de las naves atacantes ya se divisaban en la distancia. No tardarían mucho en volver a sufrir una andanada de torpedos, a menos que la Armada Libre esperara a tenerlos bien cerca antes de disparar. El enemigo se había separado y luego curvado hacia ellos con una distancia de cien grados entre ambas naves. Podría haber sido mucho peor. De haber atacado desde direcciones opuestas, defender a la Giambattista con la Roci hubiera sido casi imposible. Pero también les hubiese dado tiempo suficiente para aprovechar los vectores y conseguir que la nave descomunal atravesase la puerta antes de que llegaran. Era como si se viesen obligados a encontrar el punto medio de una curva que contemplase la inercia, la aceleración y la cantidad de personas que podían morir.
La Giambattista encendió el motor principal y el penacho hizo que la nave luciera mucho más pequeña. Alex soltó un grito de alegría.
—Ya era hora —dijo Naomi—. Igualando trayectoria. La atravesaremos en unos veinte minutos.
Holden llamó a Bobbie. Los segundos se alargaron tanto que empezó a sentir que se le constreñían las entrañas. Se pusieron en contacto, pero la llamada se desconectó y luego volvió a conectarse, momento en el que habló Naomi:
—Una de las naves ha empezado a acelerar para atravesar la puerta con nosotros.
Ya tendría tiempo de encargarse de eso.
—Tardaremos veinte minutos en atravesar la puerta. ¿Cómo va todo?
Las extrañas interferencias del anillo hicieron que la respuesta de Bobbie sonase brusca e inquietante. La mujer jadeaba, y hasta que la oyó hablar, Holden creyó que había recibido un disparo y quedado a flote. O que caía a la deriva hacia la superficie de la estación alienígena. Estaba a punto de cambiar al canal de comunicación con Amos.
—Amos se está encargando de mantener a raya al enemigo —dijo Bobbie—. Yo estoy casi detrás de ellos. La armadura se ha quedado sin combustible para los propulsores, por lo que he tenido que empezar a andar con las botas magnéticas.
—¿Vas a volver a la batalla?
—Bueno, yo lo llamaría escaramuza —dijo Bobbie entre jadeos—. Pero sí. He encontrado. Un gigantesco camino de metal. Que me lleva directo a ellos.
—Bien. Consigue refuerzos tan pronto como puedas. Que no te maten antes de que lleguemos.
—No prometo nada, señor —dijo Bobbie, con un tono de voz que Holden hubiese jurado que ocultaba una sonrisa.
Se oyó un chasquido de estática, y la llamada se desconectó.
—Venga —dijo Holden—. ¿Qué tenemos?
—Las dos naves han empezado a dispararnos —anunció Naomi.
—Te veo muy tranquila.
Naomi lo miró y le dedicó una sonrisa amplia y repentina que hizo que se le hinchara el pecho.
—Es una bravata. Más que un ataque, se podría decir que es una invitación para que cometamos un error.
—Vale. Nada de preocuparse por eso, entonces. ¿Por qué tenemos que preocuparnos?
Naomi envió los análisis del motor de sus perseguidores a la pantalla de Holden. La nave más cercana había alterado su trayectoria, y la curva que proyectaban ahora las ponía en la zona lenta solo cinco minutos después que la Roci y la Giambattista. No iban a marcharse. Eso era muy malo.
—¿Tenemos un plan para hacer algo al respecto?
Alex respondió por el canal de comunicaciones de la nave.
—Yo voto por dispararles.
—Lo secundo —añadió Clarissa un momento después.
Holden asintió para sí. Aún le resultaba raro oír a la mujer. Quizá nunca llegara a acostumbrarse.
—Pues venga. Que los sistemas calculen un plan de acción para atacar.
—Lo hice mientras hablabas con Bobbie —dijo Naomi.
Los CDP repiquetearon un momento y luego se quedaron en silencio. Habían dado buena cuenta de la bravata de las naves enemigas. Holden se frotó las manos en los muslos y luego unió las puntas de los dedos. Abrió la pantalla táctica y vio el anillo y la estación alienígena. La estación Medina y también los cazas.
—Podremos defenderlo todo aunque esas dos naves nos sigan al otro lado, ¿verdad?
—Silencio —dijo Naomi.
Visto por las cámaras exteriores, el anillo difuminaba las estrellas cuando se observaban a través de él. Alex hizo una maniobra de desaceleración corta y brusca con la que enfiló el morro de la nave hacia la puerta y al estrecho círculo de vacío que había al otro lado. La Giambattista viró, aceleró y volvió a virar mientras se abrían las escotillas que quedaban cerradas. Varios penachos de motor surgieron del interior y se esparcieron por los alrededores, luciérnagas en comparación con la llamarada enorme y reluciente que emitía el motor Epstein del carguero. Holden vio como un puñado de naves, que no tardó en convertirse en una docena y luego en un centenar, pusieron rumbo en dirección a Medina. La APE iba de camino a terminar el trabajo. Eran las lanzaderas y navíos restantes, que se dispersaron para convertirse en objetivos diseminados por el vacío. Los CDP de Medina no servían de nada a esta distancia, y la Roci podía destruir cualquier torpedo que lanzasen. Pero aunque impactasen, solo conseguirían acabar con unos pocos soldados de todo el ejército que iba a por ellos.
Holden intentó llamar por mensaje láser a las naves atacantes que iban a por la Rocinante, pero había tantas interferencias por culpa del anillo que tuvo que rendirse y ponerse a emitir el mensaje directamente.
—Atención, naves atacantes —dijo. Naomi lo miró con gesto inquisitivo, pero no de preocupación ni de inquietud. Confiaba en él—. Me llamo James Holden, capitán de la Rocinante. Por favor, dejen de seguirnos. No tenemos por qué hacer las cosas así.
Esperó. La pantalla táctica tenía menos elementos que antes. Ahora solo podía enterarse de lo que ocurría en el Sistema Solar con los datos que llegaban a través del anillo. Las naves de la Armada Libre no respondieron, pero siguieron su curso hacia la Rocinante.
—No responden, capi —gritó Alex desde la cabina—. ¿Qué quieres que haga?
—Démosles otra oportunidad —dijo Holden.
—¿Y si no aceptan?
—Pues ellos verán —respondió.
El anillo se hizo más pequeño ahora que se alejaban de él por el otro lado, como si viese la boca de un pozo a medida que se hundía en las aguas. Las naves atacantes estaban en mitad de una maniobra de desaceleración muy brusca en dirección a la estructura. Justo cuando la segunda oleada de la Giambattista estaba a punto de llegar a Medina y a la estación alienígena, la primera de ellas atravesó el anillo, disparó media docena de torpedos y se convirtió en una explosión reluciente debido a la pérdida de contención de la botella magnética del motor cuando Alex le disparó con el cañón de riel de la Roci. Holden contempló en silencio cómo la nube de gas que había sido una nave llena de hombres y mujeres se esparcía hasta desaparecer en la nada.
Intentó sentirse victorioso por lo que acababan de conseguir, pero le resultó absurdo. La zona lenta, las puertas y hasta las naves portentosas que los habían llevado hasta allí eran milagros. El universo estaba lleno de misterios, bellezas y sorpresas, y esa violencia era lo único que ellos eran capaces de conseguir. Perseguirse y ver quién era capaz desenfundar primero.
La zona lenta al completo, la Giambattista, su nube de navíos atacantes, la estación Medina y la Rocinante, todo se quedó inerte por unos instantes. Holden vio una solicitud de llamada de Bobbie que interrumpió su hilo mental y la aceptó.
—Lo hemos conseguido —dijo la marciana. No había dejado de jadear—. El enemigo se ha rendido.
—¿Han sobrevivido?
—Algunos —interrumpió Amos.
—No se rindieron a pesar de que no tenían esperanza alguna —continuó Bobbie—. Nosotros también hemos perdido a algunos efectivos.
—Lo siento —dijo Holden. Se sorprendió al darse cuenta de que había sido muy sincero. No era solo la típica frase que se decía cuando ocurría algo así—. Ojalá hubiésemos podido hacerlo de otra manera.
—Sí, señor —dijo Bobbie—. Voy a escoltar a los prisioneros a un transporte, pero hay algo que me gustaría que supiera.
—¿Sí?
—Los que estaban aquí no eran integrantes de la Armada Libre. Los que defendían la red de cañones de riel eran marcianos.
Holden sopesó la información.
—¿Los disidentes? ¿La facción de Duarte?
—No han confirmado nada, pero supongo que sí. Podrían ser muy valiosos.
—Asegúrate de tratarlos bien —dijo Holden.
—Estamos en ello —dijo Bobbie antes de desconectarse.
Holden cambió la pantalla a las cámaras exteriores y las movió hasta que vio la Giambattista, la estación alienígena y la estación Medina, esta última tan lejos que parecía poco más que una esquirla de metal, y eso gracias a que la imagen estaba ampliada. Se llevó una mano a la boca, encendió los identificadores de las lanzaderas y barcazas que habían salido de la Giambattista y vio desaparecer el fondo de la pantalla debajo de una nube de texto verde. Luego los apagó y se quedó mirando la nada. Tenía la vista muy cansada, como si se hubiese esfumado de un plumazo toda la ansiedad y la tensión que se había ido acumulando en su interior desde que habían empezado a acelerar hacia el anillo. Como si se hubiera convertido en algo muy diferente.
—¿Estás bien? —preguntó Naomi.
—Pensaba en Fred —dijo—. Esto es lo que hacía él. Liderar ejércitos. Hacerse con el control de estaciones. Su vida era así.
—Por eso se retiró —dijo Naomi—. Luego decidió intentar hacer que la gente hablase las cosas en lugar de dispararse. Ten en cuenta que esto es lo que decidió dejar atrás.
—Bueno, veamos cómo sale todo —dijo Holden. Preparó la cámara, contempló su imagen en la pantalla y se atuso un poco el pelo hasta que se vio un poco mejor. Seguía teniendo aspecto agotado. Demacrado. Pero estaba mejor. Volvió a emitir un vídeo.
—Estación Medina. Me llamo James Holden, capitán de la Rocinante. Hemos venido a recuperar el control de la estación, de la zona lenta y de las puertas, que actualmente se encuentran en manos de la Armada Libre. Si así lo quieren, podríamos pasarnos un buen rato disparando a sus CDP y baterías de torpedos hasta dejarlos inutilizados y luego atracar con todas estas naves. Tenemos muchos efectivos armados. Supongo que ustedes también. Podríamos matarnos entre nosotros, pero preferiría que decidieran evitar la pérdida de más vidas. Ríndanse. Depongan las armas y les prometo un tratamiento humanitario, tanto a los comandantes de la Armada Libre como a cualquier otro prisionero.
Intentó que se le ocurriese algo más, cualquier cosa. Un discurso grandilocuente en el que dejara claro que todos formaban parte de la misma especie y que podían dejar atrás todas las diferencias que habían tenido a lo largo de la historia. Que aún estaban a tiempo de unirse para crear algo nuevo, y que lo único que hacía falta era voluntad. Pero las palabras que le vinieron a la mente sonaron falsas y poco convincentes, por lo que se limitó a dejar de grabar y a esperar a ver qué ocurría.
Naomi se levantó del asiento de colisión, se impulsó hacia el hueco del ascensor y empezó a flotar hacia abajo. Volvió unos minutos después con una burbuja de té. Se amarró otra vez. Esperó. De continuar así mucho más tiempo, Holden tendría que declarar el ataque. Las naves solo tenían suministros para un corto período de tiempo, y empezarían a quedarse sin aire y sin combustible dentro de poco. Solo unos minutos más...
Al fin llegó la respuesta. Fue una señal de radio clara, sin encriptar y tan tajante como su exigencia de rendición. Una mujer con uniforme de la Armada Libre estaba a flote en una estancia que le resultaba muy familiar. Las imágenes religiosas de la pared que tenía detrás eran como símbolos de un sueño recurrente protagonizado por la violencia y la pérdida.
Aunque puede que en esta ocasión representasen algo diferente.
—Capitán Holden. Soy la capitana Christina Huang Samuels de la Armada Libre. Acepto los términos de la rendición con la condición de que garantice la seguridad y un tratamiento humanitario de mis ciudadanos. Nos reservamos el derecho a grabar y transmitir su abordaje, para asegurarnos de que toda la humanidad sea testigo de su comportamiento. Lo hago por necesidad y por lealtad a los míos. La Armada Libre es el brazo armado del pueblo del Cinturón, y no sacrificaré las vidas de los míos ni la de los civiles ajenos a esta disputa a sabiendas de que no obtendremos beneficio alguno. Pero ahora y siempre me resistiré a la tiranía de los planetas interiores, a su opresión y al paulatino genocidio de los míos.
Hizo un saludo militar a la cámara y el vídeo terminó. Holden suspiró y volvió a activar la grabación.
—Me parece bien —dijo—. Nos dirigimos hacia allí.
Dejó de grabar.
—¿En serio? —gritó Alex desde la cabina—. ¿«Me parece bien. Nos dirigimos hacia allí»?
—Te digo yo que esto se me da fatal —respondió Holden a voz en grito.
—A mí me ha parecido entrañable —dijo Clarissa por el canal de comunicaciones de la nave.
La toma de la estación Medina duró veinte horas desde que las primeras naves de la APE atracaron hasta que el último efectivo de la Armada Libre quedó encerrado en una celda. Los calabozos de la estación no eran ni de lejos lo bastante grandes, por lo que se reservaron únicamente para los oficiales de alto rango: personal de dirección, líderes de departamento, oficiales de seguridad y portavoces. El resto, que en su mayoría eran técnicos y personal de mantenimiento, quedaron confinados en sus camarotes con las puertas cerradas por los sistemas de la estación. O sea, por Holden. No pudo evitar pensar que acababa de enviar a miles de personas castigadas a sus habitaciones para reflexionar sobre lo que acababan de hacer.
Holden estableció su centro de mando en la oficina central de seguridad que había en el tambor. La gravedad de rotación no era tan intensa como para molestar a Naomi, y al fin Holden pudo descansar de verdad en la silla mientras veía los canales de noticias de la Tierra. Bobbie Draper, que ahora era la jefa interina de seguridad de Medina, se tumbó en su puesto con las piernas sobre la mesa y las manos detrás de la cabeza, con el gesto más relajado con el que él la había visto desde que había vuelto a bordo de la Roci con Amos. Tenía arremangada una de las mangas de la camisa, y una quemadura reluciente, llena de ampollas y con la forma de uno de los sellos de la armadura le circundaba el codo. Se la frotó con cuidado. Se la acarició. Había algo turbadoramente postcoital en su manera de relajarse después de la violencia. Alex y Amos estaban en la estancia contigua, donde Naomi le daba un repaso a los registros de la estación con un ingeniero de la APE llamado Costas mientras ellos discutían sobre algo relacionado con judías negras y yogur. Clarissa era la única que no había entrado en la estación, y Holden no le había preguntado la razón. Sus recuerdos de la Bégimo no eran nada buenos, y sabía que los de ella serían aún peores.
Vio en los canales de noticias que La Haya parecía una versión maltrecha y en tonos sepia de lo que había sido en el pasado. El cielo sobre el edificio de la ONU era blanco a causa de la neblina, pero no estaba oscurecido. Avasarala se encontraba de pie en un estrado. Llevaba un sari de un tono naranja muy vívido que parecía un estandarte con el que celebrase la victoria.
—La liberación de la estación Medina es mucho más que la liberación de una estación de una violenta tiranía —dijo. Estaba llegando al punto culminante de un discurso que se había alargado durante media hora—. Es la reapertura del camino hacia todas las colonias y todos los mundos que la Armada Libre intentó aislar. Es la reconexión con el resto de nuestra historia, y también la prueba de que el espíritu de la humanidad nunca se achantará ante el miedo y la crueldad. Y sí, como os habéis portado muy bien, aceptaré algunas preguntas. ¿Takeshi?
Un reportero enjuto ataviado con un traje gris se levantó, como un junco entre las hileras de colegas profesionales.
—Joder —dijo Alex desde la puerta—. ¿Quedan reporteros en algún otro lugar de la galaxia o están todos pendientes de ella?
—Silencio —dijo Bobbie.
—Señora secretaria general, ha dicho que el ataque a la Tierra no fue un acto de guerra, sino el fruto de una conspiración criminal. Ahora que han capturado a los prisioneros, ¿qué van a hacer con ellos?
—Los conspiradores viajarán a la Luna, donde se les ofrecerá un abogado de oficio —respondió Avasarala—. Siguiente pre...
—¿Solo los que se encontraban en Medina? ¿O también los de Palas y la luna Europa? ¿Eso no sobrecargará nuestros tribunales? —insistió el hombre del traje gris.
Avasarala le dedicó una sonrisa encantadora.
—Vaya, ese tío la acaba de cagar a lo grande —dijo Bobbie.
—Ya te digo —convino Holden.
—Tardaremos en procesarlos a todos —respondió Avasarala—, pero la Armada Libre tiene parte de la culpa en que todo vaya tan lento. Si querían un juicio rápido, no haber destruido tantos juzgados. Siguiente pregunta. ¿Lindsey?
—No debería alargarlo tanto —dijo Bobbie mientras una rubia tomaba la palabra al del traje gris y preguntaba algo sobre las reconstrucciones y el papel de la APE en ellas—. Le acabará pasando factura.
—Es la mayor victoria incuestionable que hemos conseguido contra Inaros —dijo Holden—. El resto de las ocasiones se ha limitado a saquearlo todo y escapar. O dejarnos a nosotros los restos para que desarmásemos sus trampas. Hasta lo ocurrido en Titán nos ha dado más quebraderos de cabeza que beneficios. La Tierra necesita una victoria. Joder, Marte necesita una victoria. Me alegro de que sea una que también puedan celebrar los cinturianos que luchan de nuestro lado.
—Pero si lo celebra tanto, el golpe será mucho más duro cuando volvamos a perder Medina.
Holden se inclinó hacia delante.
—¿Por qué crees que vamos a perderla?
—Porque tuve que destruir los cañones de riel —respondió Bobbie—. Para mantener este lugar deberíamos de haber tomado el control de las defensas, pero no lo hicimos. Las hicimos estallar. Solo conseguiremos mantener la posición si traemos una docena de navíos de guerra como la Roci o quizá un par de acorazados de clase Donnager. Pero tienen un largo viaje por delante, y estoy segura de que Inaros ya viene de camino con todo lo que le queda para darnos una buena tunda. Y eso sin tener en cuenta que puede que su jefe al otro lado de la puerta de Laconia también se dirija hacia aquí con las naves de la ARCM que robó.
Holden volvió a notar el nudo en la garganta que se le había ido deshaciendo poco a poco desde su llegada a Medina.
—Es cierto, sí —dijo—. Bueno. ¿Tenemos algún plan para atajar la situación?
—Plantar batalla con la esperanza de que tarden mucho en acabar con nosotros. Así Avasarala y Richards tendrán tiempo de enviar refuerzos antes de que los tipos malos terminen de reconstruir las cosas que destruyamos durante nuestro enfrentamiento.
—Qué halagüeño.
—Estamos bien jodidos desde el momento en el que destruí ese reactor, pero eso no quiere decir que tengamos que rendirnos. Me parece una buena colina.
—¿Una qué?
Bobbie lo miró, sorprendida al ver que Holden no había entendido la expresión.
—Una buena colina en la que morir.