47

Filip

—¿Cómo fue? —preguntó Filip, que pretendió que su tono sonara natural.

Se llamaba Marta. Tenía un rostro grande con lunares a lo largo de la barbilla que más bien parecían salpicaduras de una sustancia desconocida. Su pelo era algo más claro que su piel. De todas las personas que se encontraban en el bar, era la que parecía tener mayor paciencia con el nuevo. Le había ofrecido el micrófono cuando todos cantaban en el karaoke, aunque él no lo había aceptado. Cuando el sitio se había llenado de gente, le había dejado sentarse al borde de su mesa. No con ella, pero tampoco sin ella. La joven había crecido en Calisto, había nacido allí. Trabajaba en uno de los almacenes haciendo inspecciones laborales. Tenía dieciséis años cuando ocurrió la desgracia.

Entornó los ojos y ladeó la cabeza.

—¿Que cómo fue el ataque? ¿Para qué sirvió?

—No lo sé —dijo él, haciendo un gesto de indiferencia con las manos. El lugar estaba oscuro y lo más probable era que no se hubiese percatado de que Filip se había ruborizado—. Me enteré de que había ocurrido cuando llegué a Calisto.

Marta agitó la cabeza y apartó la mirada. Alguien empujó a Filip por la espalda de camino a la barra. Estuvo a punto de pedir perdón y, mientras rumiaba las palabras, la chica volvió a hablar.

—Fue eine día, ou non? Me levanté por la mañana, como siempre. Me preparé para el instituto. Mama preparaba el guiso y el café para el desayuno. Era eine día, como cualquier otro. Estaba hablando con unos amigos en la sala común y todo empezó a temblar, sa sa? Una vez. Fue breve, aber todos lo sentimos. Nos preguntamos y nos dimos cuenta de que todos lo habíamos sentido. Luego el profesor entró rapiutamine y dijo que teníamos que ir a los refugios, que estaba ocurriendo algo en los astilleros marcianos, sa sa? Creí que había explotado un reactor, pero sabía que era algo mucho peor. Cuando estábamos a punto de entrar al refugio sentí el segundo, y fue peor. Mucho peor.

—Pero todos los impactos tuvieron lugar en los astilleros marcianos —dijo Filip.

—Ya, claro —dijo Marta al tiempo que reía y hacía un gesto de indiferencia con las manos—. Tampoco es que supiéramos qué iba a pasar. Sea como fuere, empezaron a sonar las alarmas y todos nos pusimos a llorar. Y, cuando salimos, ya no estaban. Los astilleros marcianos habían delenda y también la mitad de nosotros. Fue... Je ne sais pas. Como un antes y un después.

—Pero estás bien —dijo Filip.

Marta agitó la cabeza, solo un poco.

—Mi madre murió —dijo con tranquilidad impostada—. El refugio en el que se encontraba se derrumbó.

Filip sintió las palabras como un golpe en las entrañas.

—Lo siento.

—Dicen que fue rápido. Que seguro que ni se enteró.

—Sí —dijo Filip. Su terminal portátil sonó por cuarta vez en una hora.

—¿Seguro que no quieres responder? —preguntó Marta—. Tu novia se está poniendo pesadita.

—No. No pasa nada —dijo él. Luego añadió—: Yo también perdí a mi madre.

—¿Qué le pasó?

—Se separó de mi padre cuando yo no era más que un bebé. Papa siempre dice que me ocultó porque estaba loca, pero lo cierto es que no lo sé. La conocí hace unos pocos meses, pero he vuelto a perderle el rastro.

—¿Te pareció que estaba loca?

—Sí —respondió Filip—. No. En realidad parecía que no quería estar en aquel lugar.

—Tuvo que ser duro.

—Me dijo que el único derecho que tenemos respecto a otras personas es el derecho a marcharnos.

Marta soltó una carcajada de incredulidad.

—¿Qué clase de zorra le dice algo así a su hijo?

Las puertas del bar eran como una esclusa de aire con puertas interiores y exteriores a ambos lados de un pasillo corto, pero lo bastante diáfanas como para que entrase la luz del pasillo exterior. Vio unos resplandores y luego unas figuras que abrieron ambas puertas al mismo tiempo. Filip se preguntó si debía de contarle algo más a la chica.

«Creí que la había visto suicidarse, pero resultó que no había muerto. Que se había marchado otra vez.»

Era cierto, pero no lo parecía. Hay cosas que solo se pueden comentar con las personas que también lo han vivido. Le volvió a sonar el terminal portátil.

Alguien lo empujó, muy fuerte. El taburete en el que estaba sentado se tambaleó, y tuvo que agarrarse a la mesa para no caerse. Marta gritó, se levantó y volvió a gritar.

—¡Berman! Cosa c’è?

Filip se giró despacio. El hombre que lo había empujado era de su edad, quizá uno o dos años mayor. Iba ataviado con un mono verde oscuro con el logo de una compañía de transportes en la manga. Le temblaba la barbilla. Había sacado pecho y echado los brazos hacia atrás. Todos sus gestos irradiaban violencia, pero aún no había golpeado a Filip.

Comment tu t’apelles? —exigió saber.

—Filip —respondió él.

Tenía muy presente el bulto del arma que llevaba en el bolsillo. Se llevó una mano a la empuñadura de la pistola, muy despacio y con calma. Marta se colocó entre ellos con los brazos abiertos. Empezó a gritarle a ese tal Berman que si se había vuelto loco. Que era un imbécil. Que solo estaba hablando con un coyo y él se había puesto celoso y sacado las cosas de quicio. Berman no dejaba de mover la cabeza para mirar a Filip por los huecos que dejaba ella. Filip sintió que la rabia empezaba a abrirse paso en su interior, como lava en un volcán. Le dieron ganas de sacar el arma y levantarla solo un poco, para que el coyo supiese lo que estaba a punto de ocurrirle. De oír la explosión y sentir el retroceso en la muñeca. Era Filip Inaros y había matado a miles de millones de personas. También a la madre de Marta.

—No pasa nada —dijo Filip al tiempo que se ponía en pie—. Ha sido un malentendido. Tranquilo, sa sa?

—Será mejor que corras, pinche cabronazo —gritó Berman mientras Filip se marchaba. Luego oyó que Marta gritaba algo más y Berman le empezaba a gritar a ella, pero él ya estaba en la esclusa de aire falsa y salía al pasillo exterior. Estaba muy iluminado. El olor a licor y a humo rancio lo acompañó unos segundos antes de que se lo llevara la suave brisa de los recicladores. Había empezado a temblar. Mucho. Sintió la necesidad de golpear algo o a alguien. Empezó a caminar sin rumbo. Tenía que hacerlo, tenía que aplacar a la bestia que le corría por las venas. Cansarla.

Calisto se abrió a su alrededor. Unos pasillos blanquecinos y más amplios que los de la mayoría de las estaciones y naves en las que había estado, con un patrón de panal en las paredes que le recordaba a los parches de una pelota de fútbol. Los paneles de los calefactores emitían chasquidos irregulares desde el techo, calentado la parte alta mientras el frío de la piedra lunar se extendía por los suelos. La gente iba a pie, en bicicleta o en carrito. Se preguntó cuántos de ellos habían perdido a su familia en el ataque de Calisto. Él siempre se había dicho a sí mismo que los únicos que habían muerto eran arenosos, soldados cuyo trabajo era oprimir a los cinturianos hasta matarlos. Siempre se había convencido de que su padre era el líder que uniría al Cinturón, el que se enfrentaría a todas las injusticias que pretendían destruir sus futuros y borrar sus pasados.

Y era algo que aún pensaba. Aunque puede que ahora lo dudase en algunas ocasiones. Era como si todo tuviese dos versiones en su mente. Un Calisto había sido el objetivo de su incursión, la victoria crucial con la que luego habían conseguido bombardear la Tierra y liberar al Cinturón. Otro Calisto era el lugar por el que caminaba ahora, en el que la gente normal había perdido a su madre, hijos, pareja y amigos en el desastre. Dos lugares tan diferentes que era imposible que fuesen el mismo, como dos naves con el mismo nombre pero planos y misiones diferentes.

Y también tenía dos padres. El que había liderado la batalla contra los interianos y la persona que Filip amaba con todo su corazón, y también el que escurría el bulto cada vez que las cosas iban mal y siempre echaba la culpa a cualquier persona menos a él mismo. La Armada Libre era la primera esperanza real que había tenido jamás el Cinturón, y había empezado a venirse abajo. Los generales y los líderes se cambiaban más a menudo que los filtros de los recicladores de aire. Sabía que era imposible que existiesen ambas representaciones de su padre, pero al mismo tiempo era incapaz de ignorarlas.

Le volvió a sonar el terminal portátil. Se lo sacó del bolsillo. Era una solicitud de llamada de Karal en la Pella. La duodécima. Filip la aceptó.

—¡Filipito! —dijo Karal—. ¿Dónde coño estabas metido, coyo?

Estaba en el centro de mando y llevaba puesto el uniforme. Abrochado hasta el cuello, algo que no solía hacer. No le daba más aspecto militar. Solo era Karal con uniforme.

—Por ahí.

—Por ahí —repitió Karal al tiempo que agitaba la cabeza—. Tienes que volver a la nave. Ahora mismo.

—¿Para qué?

Karal se inclinó hacia la pantalla como si le fuese a susurrar un secreto.

—Nos han llegado los análisis de la batalla de Medina. Han destruido los cañones de riel y una nave se ha quedado haciendo guardia. Una. La...

—La Rocinante —dijo Filip.

Oui. Marco ha reunido a todas las naves que pueden volar. Vamos a toda máquina hacia Medina para recuperarla, nous.

—Sí —dijo Filip.

—Estamos recargando zumo y también reabasteciendo el combustible. Después zarparemos. Nos reuniremos con el resto de la armada de camino. Y tu padre... Nunca le había visto tan...

Se oyó otra voz por el terminal portátil, y Karal dejó de mirarle.

—¿Lo has encontrado?

Oui —respondió Karal a la voz.

La imagen cambió de una cámara a otra. Un asiento de colisión con una sombra vaga en uno de los extremos de la pantalla. La sombra se reclinó y terminó por convertirse en su padre cuando la imagen ganó resolución. Filip se preparó para los insultos y el desprecio. Para el desdén que llevaba sufriendo desde hacía ya mucho tiempo.

«Dilo como un hombre. Di la cagué.»

Sintió que se le formaba un nudo en el estómago.

Marco lo fulminó con la mirada. Tenía los ojos muy abiertos.

—¿Te has enterado? ¿Te lo ha contado Karal?

—Sí, lo de Medina y esa nave.

Desconocía la razón, pero no podía pronunciar en voz alta el nombre de la Rocinante delante de su padre. Tenía la impresión de que les daría mala suerte.

—Es nuestro momento, Filipito. Todo ha salido a pedir de boca. Los hemos ido diezmando poco a poco, poco a poco, para luego desaparecer en el vacío hasta desesperarlos. Se han extralimitado y ahora podremos caer sobre ellos como un martillo.

«Ellos.» No se refería a la Tierra ni a Marte. No se refería a los gobiernos de los planetas interiores. Lo supiese o no, Filip tenía claro, más claro que cualquier otra cosa, que ese «ellos» hacía referencia a James Holden y a Naomi Nagata.

—Muy bien —dijo él.

—¿Bien? —espetó su padre—. Es grandioso. Es la oportunidad que estábamos esperando. Nuestro gran momento. Esos imbéciles que han acabado siendo leales a la APE y le olían el culo a Fred Johnson, como Pa, Ostman y Walker, han terminado bajo las órdenes de Holden, y se los arrebataremos como también le arrebatamos a Johnson. Los castigaremos por su traición.

Filip sintió un atisbo de emoción. La idea de conseguir una victoria rotunda, decisiva y triunfal era embriagadora. Se dejó llevar por el júbilo de su padre, que le prometía dejar a un lado toda la rabia y todas las dudas. Pero también había en su mente otro Filip, uno menos emocional al que aquel entusiasmo exagerado solo causaba repulsión.

Ahora el plan había sido hacer que Naomi y su amante acabasen en Medina para acabar con ellos. Según su padre, ese siempre había sido el plan. Claro. Habían matado a Fred Johnson, abandonado Ceres y sufrido los ataques terribles y coordinados de la flota conjunta. Todo porque formaban parte de la magnífica estrategia de su padre para atraerlos hacia el lugar en el que querían estar.

Y si fracasaban, si algo iba mal, eso también habría formado parte del plan desde un principio. Los nuevos generales de su padre cambiarían y mejorarían con cada purga. Y cuando la cosa fuera demasiado lejos y le resultara imposible hacerlo pasar por una victoria, le echaría la culpa a otra persona. Sería el fracaso de otro. Puede que de Filip.

—Será la aceleración más brusca que hayamos hecho jamás, pero merecerá la pena —dijo Marco—. Las recompensas serán mayores que cualquier otra. No hay tiempo que perder. Zarparemos dentro de una hora. Todos los efectivos. Todas las naves. Fundiremos ese puto anillo con nuestras maniobras de desaceleración y luego reduciremos a Holden a cenizas.

Marco aplaudió, encantado ante la expectativa. Filip sonrió y asintió.

—Tan pronto como terminemos de reabastecernos —dijo Marco, que se había puesto un poco más serio—, nos iremos de aquí. Vuelve a la nave en media hora, ¿vale?

—De acuerdo —dijo Filip.

Marco lo miró directo a los ojos a través de la pantalla. Había algo de dulzura en su expresión. Una especie de placer sensual que era casi indistinguible del amor.

—Será glorioso —dijo su padre—. Lo recordarán por siempre.

Y luego se desconectó, como si fuese un actor que acabase de pronunciar su última línea de diálogo.

Filip alzó la vista del terminal portátil y se sintió como si acabara de despertar de un sueño, como si acabase de estar con alguien en un lugar del todo diferente. Y ahora volvía a estar donde antes, en un pasillo. Si se daba la vuelta, podría volver al bar de hacía un rato. Le resultaba extraño que el glorioso plan de batalla de su padre y aquel pasillo de la zona común del astillero de Calisto pudiesen existir en el mismo universo. Quizá fuese porque en cierta manera se encontraran en realidades diferentes.

Los muelles no estaban muy lejos. Había una estación de metro que podría haberle llevado allí en cinco minutos, pero media hora era más que suficiente para recorrer la misma distancia a pie. Se volvió a guardar el terminal portátil en el bolsillo, donde entrechocó con la pistola. Un chasquido casi inaudible que resonaba a cada paso que daba.

Vio miles de señales a medida que recorría los pasillos residenciales hacia los muelles. No había ningún joven por la zona, y muchas de las personas que cruzaban las intersecciones llevaban monos de trabajo y cinturones de herramientas. El aire olía diferente. Aunque usasen los mismos filtros de aire, los muelles siempre olían a soldadores, aceite sintético y frío. Aún le quedaban veinte minutos.

El vestíbulo que dividía los muelles militares y los civiles era gigantesco y tenía forma de Y. Algún responsable de la estación había decidido que era buena idea colocar la estatua de algo parecido a un minotauro ancho y abstracto de metal pulido en el lugar en el que se cruzaban los pasillos. Justo encima de esa escultura tan extraña había una pantalla en la que se anunciaban los embarcaderos y las naves que había en cada uno de ellos. En el lado militar, había siete naves de la Armada Libre, un transporte de la Tierra que habían capturado cuando tomaron el control de la estación y tres embarcaderos vacíos. Se quedó mirando la palabra PELLA durante unos instantes, como si fuese tan obra de arte como el inquietante hombre-toro que tenía debajo. En el lado civil, había casi una docena de naves. Prospectoras, mineras y de transporte. También una de suministros médicos de emergencia. Supuso que habría muchas más de no haber una guerra en ciernes.

Vio en la pared otra pantalla en la que se informaba sobre los tipos de cambio de unas cincuenta o sesenta divisas: corporativas, gubernamentales, cooperativas o para productos básicos. Una pequeña rata gris se precipitó a toda prisa por el suelo debajo de la pantalla y se deslizó como una sombra hacia el interior de un agujero que Filip no había visto hasta ese mismo momento. Le sonó el terminal portátil, pero lo ignoró. Estaba justo delante de los muelles.

En el pasillo de los muelles civiles había una sala de espera con seis hileras de sillas de cerámica nada cómodas que estaban colocadas una frente a la otra, y también un reciclador color naranja chillón al final de cada una de esas filas. Un anciano con una chaqueta de cuero falso y pantalones mugrientos observaba impertérrito en dirección a Filip, con la mirada perdida. En una pared se abría una fila de quioscos cochambrosos. Un puesto de fideos. Un terminal público. Dos oficinas de los sindicatos. Una de los servicios de empleo y otra de corredores de bolsa de bienes inmuebles. Filip las miró todas con la misma indiferencia que había sentido mirando la pantalla de los embarcaderos.

Le volvió a sonar el terminal portátil. Lo sacó sin mirarlo, se lo pasó a la mano izquierda y sacó la pistola. El anciano centró un poco la vista. Miró cómo Filip caminaba hacia las sillas y luego tiraba primero el arma y luego el terminal a uno de los recicladores. Filip lo saludó con un cabeceo, y el hombre se lo devolvió un rato después.

El puesto de los servicios de empleo tenía unas marcas por los bordes del mostrador, grabadas en el metal por millones de codos de personas agotadas. El cristal blindado tenía huecos, pequeños como estrellas. La mujer que había detrás tenía el pelo gris y rapado. El lugar olía un poco a orín. Filip se acercó al mostrador y descansó los codos en el borde.

—Necesito trabajo —dijo, como si fuera un cualquiera.

La mujer de pelo gris parpadeó al verlo y luego bajó la vista.

—¿Qué sabes hacer?

—Mantenimiento medioambiental. Maquinaria.

—¿Quieres trabajo de ambas cosas o solo de una?

—De lo que sea. Lo necesito.

El mostrador se iluminó. Apareció un teclado virtual y un formulario. Lo miró mientras el desasosiego se apoderaba de él.

—Escriba su número de identificación profesional.

—No tengo número de identificación profesional.

El parpadeo duró más en esa ocasión.

—¿Eres liberado sindical?

—No estoy en ningún sindicato.

—No tienes número, no eres liberado. La llevas clara, chaval.

Aún tenía tiempo. Podría haber corrido para subirse a la Pella antes de que la nave zarpara. Seguro que su padre esperaría por él. Acelerarían en dirección a Medina, volverían a recuperar el Cinturón para entregárselo a los cinturianos y todo sería glorioso. El corazón le empezó a latir desbocado, pero posó ambas manos sobre el mostrador. Se agarró con fuerza, como si algo tirase de él para marcharse.

—Por favor. Necesito trabajo.

—Tengo cosas que hacer, chico.

—Por favor.

La mujer no volvió a alzar la vista, y él no se movió. Después ella le dedicó una sonrisa asimétrica, como si esos centímetros de su rostro fuesen del todo independientes del resto. El mostrador parpadeó, y apareció un formulario más corto. PRÉNOM. NOM DE FAMILLE. RÉSIDENCE. ÂGE. COORDONNÉES.

—Veré lo que puedo hacer —dijo ella sin levantar la cabeza.

Colocó el dedo encima de COORDONNÉES.

—No tengo terminal portátil.

—Puedes volver mañana —dijo ella como si fuese un problema muy común.

PRÉNOM: FILIP

NOM DE FAMILLE:

—¿Estás bien, chico?

La mujer lo fulminó con la mirada. Él asintió.

NOM DE FAMILLE: NAGATA