—¡Un momento! ¡Un momento! ¡Un momento! —gritó Salis por la radio del traje. La base del cañón de riel medía diez metros de largo, tenía más o menos forma de hexágono y una masa superior a la de una nave pequeña. Media docena de propulsores de construcción que había en uno de los costados de la mole se activaron cuando gritó y lanzaron al vacío masa eyectada. El calibrador del mecha de Salis volvió a cero. Y se detuvo el ínfimo movimiento de la gigantesca estructura. Se quedaron flotando juntos, esa arma inhumanamente grande, la estación alienígena con su tenue resplandor, Salis y su mecha de construcción de color amarillo fosforescente.
—¿Was ist los, coyo? —preguntó Jakulski, el supervisor técnico, en su oreja.
—Las lecturas no concuerdan —dijo Salis mientras volvía a pasar los láseres de cálculo por el cañón de riel y la cavidad en la que se suponía que tenía que colocarlo. Había costado mucho rodear la estación alienígena con tres grandes cinchas de cerámica, urdimbre de carbono-silicato y acero. Ahora tenía el aspecto de una enorme pelota azul rodeada por unas bandas de goma colocadas en ángulos de noventa grados la una de la otra. Y en los lugares en los que se cruzaban las cinchas había una torreta de cañón de riel. Lo habían intentado, pero había sido imposible taladrar la estación alienígena. Soldar cosas a su estructura tampoco funcionaba porque la superficie no se fundía. Envolverla con las cinchas había sido la única alternativa para ponerle cosas encima.
—Und jetzt?
—Mueve un minuto y diez segundos el eje relativo z y menos ocho segundos el relativo y.
—Très bien —dijo Jakulski. Los propulsores de construcción que había en los costados del cañón de riel se activaron para impulsar y contraimpulsar. A su alrededor, unas mil trecientas puertas relucientes moteaban el espacio vacío, árido y amenazadoramente regular. La estación Medina era el único objeto y estaba tan alejada que Salis podía cubrir en la distancia el tambor, el motor y el centro de mando con un solo pulgar. Seguían llamándola la zona lenta. El extraño límite de velocidad había desaparecido, pero el nombre se había quedado y seguía ostentando esa sensación de extrañeza y fatalidad. Salis solía trabajar en la estación y tener que salir al vacío no era lo habitual. No le gustaba mucho. Siempre se daba la vuelta para mirar la negrura. Cuando llevaba casi una semana trabajando con los cañones de riel, se dio cuenta de que lo que buscaba al darse la vuelta era la Vía Láctea, y que no había dejado de hacerlo porque no la veía.
—Bist gut? —preguntó Jakulski
—Moment —respondió Salis al tiempo que volvía a comprobar los láseres de cálculo. Alzó la vista hacia el enorme cañón mientras el mecha se afanaba por agarrar tanto la superficie de esa cosa como la de la cavidad. Los pocos cañones de riel que había visto antes estaban hechos de titanio y de cerámica. Estos nuevos materiales que les enviaba Duarte a través del anillo de Laconia eran de tecnología puntera. Tanto la iridiscencia de la urdimbre de carbono-silicato como los núcleos de energía que usaban los cañones y los proyectiles que ignoraban la fricción que les enviaban eran... extraños.
Los diseños eran elegantes, sin duda, pero en el fondo no eran más que rieles magnéticos alimentados por núcleos de fusión como los de cualquier nave. También cumplían su función sin ningún problema, pero había algo en su forma que daba a entender que no habían sido fabricados del todo. Era una belleza inquietante que a Salis le recordaba más a la de las plantas que a la de las máquinas. No le turbaban los nuevos materiales, porque desde que la puerta anular se había formado al escapar de Venus, había visto cosas nuevas por aquí y por allá. Lo que le turbaba era la escala. Y puede que algo más.
Los láseres de cálculo enviaron los resultados.
—Gut —dijo Salis—. Vamos a llevar a casa a este cabronazo.
Jakulski no respondió, pero los propulsores se activaron. Salis siguió pasando los láseres por la cavidad y por el cañón, haciendo lectura manual tras lectura manual. Era algo que solía dejar en manos de los sistemas automáticos del mecha, pero a veces los nuevos materiales provocaban errores y era mejor asegurarse. La estación llevaba años inerte como una roca, desde que se habían abierto las puertas, pero eso no significaba que embutir en ella una maquina grande de cojones no fuese a provocar una respuesta.
Tardó la mayor parte de un turno de trabajo en colocar la enorme estructura, pero consiguió fijarla en su lugar. La torreta se estabilizó y perdió el poco impulso que le quedaba. La cavidad se cerró sobre ella, y Salis se imaginó la incómoda imagen de unos labios enormes cerrándose poco a poco alrededor de una pajita gigante.
—Retrocedo —anunció Salis.
—Clar à test, du?
—Moment —dijo Salis mientras se impulsaba lejos de la estación. Flotó hacia el vacío en el que le esperaban Roberts y Vandercaust amarrados en sus mechas. Los propulsores del artilugio consiguieron detenerlo al lado de sus compañeros y luego le dieron la vuelta para que pudiese contemplar su trabajo. Roberts gruñó en el canal general.
—Víse ca bácter —dijo la mujer. Era cierto. Con las armas amarradas en la parte superior e inferior de los tres ejes, la estación parecía algo salido de un microscopio. Puede que un macrovirus. O un estreptococo minimalista.
—En posición —dijo Salis—. Clar à test.
—Tres —empezó a contar Jakulski—. Dos. Uno.
El cañón de riel que tenían debajo se agitó en la cavidad como si acabase de despertar de una pesadilla. Lo hizo durante unos instantes como un junco arrastrado por una corriente de éter. Luego empezó a desplazarse, rápido como la sacudida de la pata de un insecto, tanto que Salis fue incapaz de ver el movimiento. Apuntó de una en una hacia todas las puertas que se encontraban en su campo de visión. Con la disposición en la que habían colocado los cañones, al menos dos de ellos serían capaces de apuntar al mismo tiempo a una puerta concreta de todas y cada una de ellas, y gran parte del resto se encontraban en el campo de visión de los tres cañones. Salis había visto imágenes de las fortificaciones desde las que se vigilaban los mares de la Tierra. Eran imágenes que hasta ahora nunca habían tenido sentido para él porque no estaba acostumbrado a la gravedad, pero sabía que lo que estaban haciendo allí era algo parecido. Los cañones se encargarían de proteger la estación Medina de las naves invasoras. Sintió cómo la emoción le constreñía el pecho, una sensación que bien podría haber sido tanto orgullo como pavor.
—Gut —dijo Jakulski. Sonó casi sorprendido, como si esperase que el cañón fuese a saltar por los aires y a quedarse rotando en la nada que los rodeaba—. Retroceded para la prueba de fuego.
—Retrocedemos, nous —anunció Vandercaust—. Apunta bien, a ver si nos vas a dar. Sa sa?
—Bueno, si os doy avisad, ¿eh?
Jakulski soltó una carcajada. Para él era una situación rutinaria, porque no era quien estaba ahí fuera y tampoco es que un cañón así pudiese destruir la estación Medina. Salis y los demás se alejaron unos cincuenta klicks, giraron y desaceleraron durante cincuenta más. La oscuridad era inquietante. Al otro lado de la puerta nunca estaba tan oscuro. Siempre se veían el Sol y las estrellas.
—Parados y estabilizados —dijo Roberts—. ¿Hast du dui marcado como amigos?
—Hecho. Si os alcanza a vosotros es que algo ha salido mal. Fijando objetivo —dijo Jakulski, y Salis amplió la imagen en el visor del mecha. Vio la estación alienígena en falso color, y a la distancia a la que se encontraban se distinguían tres de los seis cañones—. Las baterías de sensores bist gut. Disparando en tres, dos, uno...
Salió una nubecilla de vapor de la punta del arma, un gas que parecía una pequeña extensión del cañón y que servía para acelerar un poco más el proyectil. El mecha de Salis se estremeció debido a que la energía magnética de los rieles llegó a afectar los sistemas a pesar de estar tan lejos. No vio la bala. El proyectil de wolframio ya había atravesado la puerta hacia la que apuntaba el cañón cuando él oyó por la radio el chasquido de estática que había provocado el disparo. Atravesado la puerta o el extraño espacio que en realidad no era espacio que había entre ellas. En la pantalla de falso color, Salis vio que una onda recorría la estación alienígena; era una muy parecida a las que había visto en las esferas flotantes de agua al tocarlas. La onda desapareció antes incluso de llegar a dar una vuelta completa a la estructura.
—¿La qué vist? —preguntó Jakulski.
—Nada —respondió Salis—. Todo bien. Du?
—Nur el brillo de la estación —dijo Jakulski. De todas las pruebas que habían realizado, lo único que había provocado el impulso del cañón de riel al ser disparado era una lluvia de fotones.
—¿Nada más?
—Nein.
—¿Movimiento?
—Kein movimiento.
Era la única comprobación que necesitaban. Aquellos cañones de riel eran tan grandes y potentes que hasta montados en la quilla de una nave hubiese costado dispararlos. Montados en torretas como estaban, también habrían servido de propulsores además de como arma. Deberían de haber salido disparados hacia atrás a mucha velocidad.
Pero eso no ocurría con la estación.
No estaba muy claro qué habían hecho los alienígenas para compensar el movimiento, ya que lo único que generaba era energía suficiente para brillar un poco, que a ellos no les afectaba para nada. Aun así, Salis no tenía intención de volver para revisar las cavidades y las bases.
—¿Sabéis lo que ha dicho Casil? —preguntó Vandercaust—. La explicación de por qué no se mueve cuando dispara.
—No —respondió Roberts.
—Dice que en realidad sí que se mueve, pero que el espacio de los anillos se mueve al mismo tiempo y no lo notamos.
—Casil está loco.
—Oui, ya.
—¿Volvemos a entrar? —preguntó Salis por la radio.
—Moment —dijo Jakulski. Luego añadió—: Gut. Vía libre. Mantened los Augen bien abiertos por si veis algo raro.
Raro como grietas en los armazones, como fugas en los tanques de líquidos o errores en los reactores o en los alimentadores de munición.
Raro como los ojos de un dios ancestral mirándolos directamente. O algo peor.
—Très bien —dijo Salis mientras comprobaba los propulsores—. Vamos a entrar.
Los tres conductores de los mechas empezaron a moverse y se impulsaron hacia la estación. Medina flotaba a su derecha: el cono del motor estaba inerte y el tambor no dejaba de girar. Salis miró detrás por si veía alguna imagen familiar, pero no había estrella alguna al otro lado.
La sección interna del tambor de la estación Medina tenía una hilera de luces en línea recta que emulaba al Sol y relucía en mitad del centro del rotación, desde el centro de mando hasta las cubiertas de ingeniería. La luz de espectro completo se proyectaba sobre la tierra de labranza y sobre el lago inclinado que en el pasado habían estado a punto de convertirse en una ciudad estelar de mormones. Salis estaba sentado en el bar al aire libre con Vandercaust y Roberts, bebiendo cerveza y comiendo pienso blanco que sabía a queso en polvo y setas. Detrás y delante de ellos el paisaje se curvaba hasta perderse en la intensa línea de luz del Sol. A la izquierda y a la derecha, el tambor rotaba y creaba una gravedad similar a la de la Luna. La suave brisa que notaba en la nuca iba en dirección rotatoria, como siempre.
Cuando era un crío, Salis había visto las Grandes Cavernas de Jápeto. Había caminado bajo los cielos falsos de Ceres. El tambor de Medina era lo más cercano que podía imaginarse a estar sentado en la Tierra antes de que hubiesen caído las rocas, ese lugar con una atmósfera sin regular y una delgada corteza y manto que permitían caminar sobre un núcleo de piedra fundida. Había estado en aquel bar muchas veces, pero nunca había dejado de parecerle un lugar exótico.
—Ya están otra vez los voladores —repitió Roberts, que entornó los ojos al mirar hacia la luz.
Salis alzó la vista. Vio cinco cuerpos flotando con los brazos y las piernas extendidos recortados contra la luz. Parecían haberse impulsado hacia Salis en aquel paisaje curvado de campos de soja y maíz, pero en realidad eran gente inerte. Hacía unos cinco meses, un adolescente idiota había conseguido establecer una ruta capaz de hacer acelerar a la gente en sentido antirrotatorio para igualar la rotación del tambor y así poder lanzarse inertes por los aires. Se suponía que era divertidísimo mientras no te acercaras mucho al Sol artificial ni fallaras a la hora de calcular la aceleración del tambor antes de volver a descender.
Dos volutas de vapor surgieron de la cubierta de ingeniería y se dirigieron hacia ellos. Salis las señaló.
—Los de seguridad los han pillado.
Vandercaust agitó su desgreñada cabeza gris.
—Ils sont morts —dijo.
—Son jóvenes e imbéciles, pero como dijeron los romanos: Fihi m’fihik —comentó Roberts. Sonaba más comprensiva, pero también era cierto que la mujer era casi tan joven como esos voladores ilegales—. ¿Acaso naciste serio y nunca te has emborrachado, ou non?
—Nací con respeto —respondió Vandercaust—. Mis gilipolleces solo me perjudican a mí.
Roberts hizo un gesto de indiferencia con las manos como si se rindiese. En las naves, las de verdad y que se encontraban al otro lado del Anillo, mantener el entorno seguro era siempre una prioridad. Siempre había que volver a comprobar que alguien ya había vuelto a comprobarlo todo y limpiar lo que alguien ya había limpiado. Dejarse llevar por los aires a esa velocidad sin asidero alguno era una forma rápida de morir y también de matar a tu tripulación y tu familia. Las grandes estaciones como Ceres, Higía, Ganímedes y ahora Medina tenían algo que volvía gilipollas a los jóvenes. Gilipollas e imprudentes.
A pesar de todo, una parte de él sentía pena por los voladores al ver que los había pillado la seguridad de la estación. Los niños eran niños. Seguro que tampoco era para tanto. Los jóvenes marcianos eran así. Los terrícolas también. Los cinturianos habían pasado demasiadas generaciones muriendo por su culpa, tampoco les costaría nada dejar a sus niños jugar de vez en cuando.
Entornó los ojos y miró hacia la luz. Los de seguridad y los voladores habían empezado a descender hacia la superficie, y el rastro de vapor de los propulsores creaba espirales de humo que se desplazaban muy despacio a contraluz por la línea del Sol.
—Qué mal —dijo Salis.
Vandercaust gruñó.
—¿Habéis oído lo de las duchas en la sección F? —comentó Roberts—. Vuelven a estar rotas.
—Todo está diseñado para funcionar a un g —explicó Vandercaust—. También las granjas. El agua de la tierra se acumula más de lo que debería. Si el tambor rotase a la velocidad que habían pensado los mormones, no pasarían estas cosas.
Roberts rio.
—No pasarían, pero nosotros estaríamos bien jodidos. Aplastados, nous.
—Hemos hecho gut —dijo Vandercaust mientras masticaba el plato de pienso.
—Hacemos lo que podemos. Funcionará —aseguró Salis—. La nave tiene muchas redundancias. Si no podemos sobrevivir en ella, es que no lo merecemos.
Bebió la cerveza que le quedaba, se puso en pie y levantó una mano para preguntar si alguno de sus compañeros de tripulación quería otra. Vandercaust aceptó. Roberts, no. Salis pisoteó la tierra de camino al bar. El barro era parte de ese lugar. Las plantas, el Sol falso, la brisa que olía a hojas, a podredumbre y césped recién cortado. El tambor de Medina era el único lugar en el que había vivido donde podía caminar sobre barro. No tierra y polvo, que de esos había en todos lados, sino barro de verdad. Salis no sabía la diferencia, pero tenía claro que la había.
El hombre del bar cambió la burbuja de Salis por una llena y le dio otra para Vandercaust. Cuando volvió a la mesa, la conversación había pasado de los voladores a las colonias. No era un cambio muy pronunciado. En ambos se trataba de gente que se había lanzado de cabeza a correr riesgos estúpidos.
—Aldo dice que nos han vuelto a amenazar del anillo de Jerusalén —comentó Roberts—. O les enviamos un núcleo de reactor o vienen a buscarlo.
—Pues menuda sorpresa se van a llevar si vienen —rio Vandercaust al tiempo que le quitaba la burbuja de las manos a Salis—. Un cañonazo, y hasta luego alles la.
—Puede —dijo Roberts. Carraspeó—. También podríamos dárselo, ou non?
Vandercaust frunció el ceño.
—¿Para quoi?
—Porque lo necesitan y nosotros lo tenemos —respondió Roberts.
Vandercaust hizo un gesto desdeñoso con la mano. ¿Qué narices importaba lo que ellos necesitasen? Pero algo en la voz de Roberts había llamado la atención de Salis, como si ocultara algo. Miró sus ojos negros y levantó la barbilla con gesto inquisitivo. Las palabras que antes había sido incapaz de pronunciar la hicieron inclinarse hacia delante.
—Podemos ayudar. Lo normal es hacerlo, ou non? No hay razón para ignorarlos. Ya no somos lo que éramos, nous —dijo. Vandercaust frunció el ceño, pero Roberts continuó—. Lo hemos conseguido. Nous. Heute.
—¿Que hemos conseguido quoi, nous? —preguntó Vandercaust con un tono seco que Roberts pareció ignorar.
Los ojos de la mujer brillaban como si estuviese al borde del llanto. Cuando volvió a hablar, las palabras surgieron como agua que sale a chorro por una tubería picada. Un torrente de voz que solo paraba para coger aire antes de seguir.
—Immer hemos intentado encontrar un lugar. Ceres, Palas o las Lagrange que nunca se construyeron. Mi zia me habló de que hasta llegaron a pensar en una estación para alles los cinturianos. Ciudad Capitol à te el vacío. Pues es esta. La construyeron los cinturianos, está habitada por cinturianos y la mantienen los cinturianos. Und las armas que le hemos puesto nos permitirán defenderla para siempre. Heute este lugar es nuestra casa. Nuestro. Cet es nuestro hogar. Gracias a nosotros tres.
Las lágrimas le caían por las mejillas, lentas debido a la gravedad de un sexto de g. La llama del júbilo ardía tanto en su interior que Salis se ruborizó. Ver a Roberts así era lo mismo que pillarla meando, íntimo e inoportuno. Pero cuando apartó la mirada, vio que el tambor se abría a su alrededor. Vio las plantas, la tierra, y las estructuras que tenía encima, que los contemplaban como si de un cielo se tratase.
Llevaba quince meses en Medina. Más de lo que había estado en cualquier estación a lo largo de toda su vida. Había venido porque Marco Inaros y la Armada Libre necesitaban personal en la estación. No le había dado muchas vueltas al significado de algo así. Solo tenía claro que era más de la APE que la propia APE y que por eso existía la Armada Libre. Quizá ahora hubiese empezado a comprenderlo mucho mejor. No tenían por qué estar en guerra toda la vida. Tenían un lugar.
—Un hogar —dijo, paladeando las palabras, como si estuviesen hechas de cristal y pudiese cortarse la lengua si las pronunciaba con brusquedad—. Gracias a los cañones de riel.
—Gracias a que es nuestro —apuntilló Roberts—. Y porque nadie puede quitárnoslo.
Salis sintió algo en el pecho y dejó que su mente lo tanteara. Llegó a la conclusión de que era orgullo. Sonrió y se giró hacia Roberts, quien le devolvió la sonrisa. La mujer tenía razón. Estaban en el lugar. Su lugar. Pasara lo que pasase, tenían la estación Medina.
Vandercaust se encogió de hombros, le dio un gran trago a su burbuja y eructó.
—Besse para nosotros —dijo—. Pero ¿sabéis una cosa? Tengo muy claro que si consiguen arrebatárnoslo en algún momento, nunca volverá a ser nuestro.