52

Pa

—Aquí estamos. De vuelta al principio —dijo Michio al salir a los muelles de la estación Ceres.

—Ajá —convino Josep a su lado.

Se había marchado de aquel lugar como una traidora que se alzaba contra una rebelión. Ahora que había vuelto, lo admitiera o no, tendría que suplicar a la Tierra y a Marte para conseguir su libertad. Sintió que el lugar también había cambiado, que se había hecho más viejo y que se había desgastado, como su alma. No obstante, el tintineo regular de los mechas y las herramientas, así como el vocerío, eran los mismos de siempre. El olor a lubricante de carbono y a ozono también seguía siendo igual de intenso.

También le habían dado una nueva capa de pintura que hacía que la vieja estación luciera más renovada, luminosa y esperanzadora que la última vez que la había visto. Además, habían reemplazado las señales. Los pasillos y los ascensores eran los mismos, pero ahora contaban con carteles de tipografía más clara y nítida en media docena de alfabetos. Sabía que estaban diseñados para los colonos y los refugiados que abandonaban la Tierra, pero le resultó curioso que ninguno de ellos estuviera en cinturiano. La Tierra había vuelto a hacerse con el control de Ceres, tal y como había ocurrido con Eros, y la estación se había convertido de nuevo en una especie de parque de atracciones. Los guardias eran poco más que testimoniales, pero Michio hubiese apostado cualquier cosa a que llevaban las pistolas cargadas. Recibir a alguien que era aliado y enemigo al mismo tiempo no era nada agradable. No los envidiaba.

Habían pasado seis meses desde la extraordinaria muerte de Marco Inaros y los restos de la Armada Libre. Las facciones restantes habían tardado medio año en sentarse a hablar. Se preguntó cuánto se tardaría en empezar a tomar medidas. Y qué pasaría cuando todos se quedaran sin tiempo. Michio sintió como si tuviera un pequeño Nico Sanjrani dentro de la cabeza que no dejara de contar las horas que quedaban para que el Cinturón (no, toda la humanidad) necesitase las granjas, los centros médicos, las minas y las instalaciones de procesado que no habían construido porque estaban demasiado ocupados batallando. Era un pensamiento que la mantenía despierta algunas noches. Había otras noches en las que lo que no la dejaba dormir eran otras cosas.

Esperaba que la hospedaran en el mismo camarote que le había dado Marco Inaros la primera vez que se había quedado allí para intentar hacer algo por el Cinturón, pero las habitaciones eran diferentes a pesar de que se encontraban en la misma sección de la estación. La escolta se despidió de ellos y les aseguró que si necesitaban algo, llamasen a alguien del servicio para pedirlo. Hicieron una reverencia a medida que se dirigían a la puerta y se marcharon. Michio se dejó caer en el sillón de la habitación principal mientras Josep le echaba un vistazo al resto para evaluar el lugar y buscar los micrófonos ocultos que sin duda estaban instalados, pero de manera demasiado profesional como para encontrarlos.

Nadia, Bertold y Laura estaban en la nueva nave, un carguero reacondicionado que les había prestado uno de los primos de Bertold hasta que encontrasen la manera de pagarlo. Estaban acostumbrados a la elegancia y la potencia de la Connaught, por lo que la nueva les resultaba cochambrosa y endeble. Pero estaba habitada por su familia, lo que significaba que era su hogar. Igual que estaba convencida de que por muchas comodidades que viese a su alrededor, aquel lugar era poco más que una celda.

Josep soltó una carcajada escandalosa. Volvió a la estancia principal con un rectángulo de algo color crema y se lo tendió. No era papel, pero sí una tarjeta de algo parecido al cartón y tan suave como la seda del sillón. La caligrafía del mensaje que había escrito era cuidada y estilizada.

Capitana Pa:

Gracias por acudir a la conferencia y por su coraje en las batallas que hemos librado juntas. La buena fe y la cooperación serán necesarias para afrontar las adversidades que nos esperan.

Estaba firmada por Chrisjen Avasarala. Michio alzó la vista hacia Josep con el ceño fruncido.

Vraiment? No parece ni escrito por ella.

—Lo sé —dijo—. ¡Ven y verás! También hay una cesta de fruta.

Las guerras que empiezan con rabia terminan con agotamiento.

Después de la batalla que tuvo lugar por todo el sistema y de sus inquietantes consecuencias en el anillo, los partidarios de la Armada Libre habían sentido una abrumadora sensación de injusticia. Era como si la desaparición de la Pella y el resto de las naves hubiera sido una mala decisión en un partido de fútbol y hubiesen empezado a buscar al árbitro para quejarse. Palas, Ganímedes, Ceres, Tycho y docenas de estaciones más empezaron a entender al cabo y poco a poco que la guerra había terminado. Que habían perdido. Un grupo de Palas emitió una declaración para asegurar que eran la Nueva Armada Libre y que habían puesto bombas que estallarían cuando la flota conjunta llegase para hacerse con el control de la estación. Calisto, la luna Europa, Ganímedes y el resto de las bases menores del sistema joviano habían sido los lugares más dedicados a la Armada Libre y también los menos afectados por las batallas. Hubo algún que otro conato de resistencia y la violencia se dilató unas semanas o meses más, pero todo el mundo sabía cómo acabarían las cosas.

El fantasma de la puerta de Laconia y de Winston Duarte seguía hostigando sobre todo a Marte. La identidad marciana, esa que los convertía en el orgulloso engranaje de la máquina de la terraformación, no había tolerado bien el golpe militar ni la deserción en masa. Marte quería respuestas, y Laconia los había ignorado a todos desde el principio. La única comunicación que habían enviado desde la destrucción de la Armada Libre era una en bucle a través de su puerta. Era una voz masculina parecida a la de un presentador que decía:

«Laconia se declara autoridad soberana independiente. Que este mensaje sirva como aviso de que cualquier nave que atraviese la puerta de Laconia estará infringiendo dicha autoridad y no tendrá permitido el paso. Laconia se declara autoridad soberana...».

El mensaje había avivado el debate en el parlamento marciano, mientras que la Tierra había decidido llevar dos de los tres acorazados que le quedaban a la zona lenta y apostarlos con sus antiguos pero efectivos cañones de riel y torpedos nucleares en ambos extremos de la puerta de Laconia, listos para reducir a gas y escombros a cualquier cosa que saliera por ella. Avasarala aseguró que se trataba de una política de contención, y Michio supuso que era lo mejor que podían hacer. La Tierra no estaba preparada para luchar en otra batalla.

Rosenfeld Guoliang se subió al estrado en La Haya para defenderse, acusado por el asesinato de miles de millones de habitantes de la Tierra. Fue un acontecimiento que marcó el final de aquel significativo y complejo punto de inflexión para la humanidad. Y todavía quedaban más juicios. Anderson Dawes había sido capturado. Nico Sanjrani se entregó en la estación Tycho. Michio era la única integrante del petit comité original de Marco Inaros que no estaba muerta o en una celda. De hecho, la habían invitado a un cóctel.

El centro de reuniones del palacio del gobernador constaba de tres pisos conectados por escaleras y tenía mucha vegetación. Los asistentes llevaban uniformes o atuendos formales e iban en pareja, en pequeños grupos o solos con el terminal portátil, mientras los sirvientes llevaban bandejas de canapés y bebidas. Si los asistentes querían algo concreto, como comida, bebida o un par de zapatos nuevos, solo tenían que pedirlo. El lujo era exagerado y propio de los principales círculos de poder e influencia.

Aquel era el verdadero poder, algo que Marco Inaros solo había sido capaz de rozar con la punta de los dedos. Los adoquines del suelo estaban pulidos y las columnas eran de roca sedimentaria traída de la Tierra solo para alardear.

«Somos tan ricos que ni siquiera usamos nuestras propias piedras.»

Michio no se había dado cuenta antes, y ahora que lo hacía no tenía muy claro si le hacía gracia, la enfadaba o la ponía triste.

—Michio —saludó la voz de una mujer—. Aquí está. ¿Qué tal Laura?

La anciana ataviada con un sari naranja la cogió del codo y la acompañó tres pasos más antes de que ella se diese cuenta de que se trataba de Avasarala. La terrícola lucía diferente en persona. Era más pequeña y tenía la piel de un tono más oscuro, por lo que el pelo blanco hacía que su rostro destacase aún más.

—Mucho mejor —respondió Michio—. Está en la nave.

—¿Con Nadia y con Bertold? Josep se ha quedado con usted en las habitaciones, ¿verdad? Espero que no tarden en sentirse bienvenidos. Reconozco que el lugar es arquitectónicamente horrible, ¿no cree? —comentó Avasarala—. He visto que se ha quedado mirando las columnas.

—Sí que las he visto, sí —dijo ella.

Avasarala se inclinó hacia ella con ojos relucientes como los de una colegiala.

—Son falsas. La piedra se ha formado con una arena centrifugada y coloreada. Conozco al que la fabrica. Él también es un fraude, aunque bastante guapo. Que Dios nos salve de todos los hombres apuestos.

Michio se sorprendió al darse cuenta de que se había empezado a reír. La anciana era encantadora, pero sabía que dicha hospitalidad era impostada. Aunque funcionaba. Ahora se sentía mucho más tranquila. No quedaba mucho para que tuviese que rogar a esa terrícola para conseguir una amnistía, para que no la acusase ni a ella ni a su familia de los crímenes cometidos por Marco. Al verla así, tenía muy claro que la respuesta iba a ser que sí. La esperanza era algo horrible. No quería sentirla, pero era inevitable.

—Lo siento —dijo sin pretenderlo.

Pero lo que en realidad había querido decir era: «Siento no haber detenido el ataque que mató a su marido» y «Siento no haberme dado cuenta antes de la verdadera naturaleza de Inaros» y «Lo haría todo de manera diferente de poder dar marcha atrás y tener otra oportunidad de hacer las cosas».

Avasarala hizo una pausa para mirar con fijeza los ojos de Michio, y ella vio a la anciana a través de la máscara. La profundidad de sus ojos la sorprendió y, cuando le respondió a la breve disculpa, le dio la impresión de que en realidad había oído todo lo que se le había pasado por la cabeza.

—La política es el arte de lo posible, capitana Pa. Cuando se está a nuestro nivel, el rencor cuesta vidas.

Vio que al otro lado de la estancia James Holden se daba la vuelta y empezaba a trotar hacia ella. Al menos él sí que era de la misma altura que recordaba. Parecía algo más viejo que cuando se habían enfrentado a Ashford en la Bégimo. En aquellos viejos tiempos que ninguno de ellos esperaba que terminaran desembocando en esto. Vio el gesto de sorpresa y afabilidad en su rostro al reconocerla.

—Capitán Holden —saludó Michio—. Me sigue resultando muy raro verle aquí.

—¿Verdad que sí? —comentó él con tono juvenil que parecía del todo sincero. Se giró hacia Avasarala—. ¿Puedo hablar contigo un minuto? Tengo que decirte algo.

Avasarala apretó el brazo de Michio y luego lo soltó.

—Perdone. Holden sigue necesitando que alguien le ayude a encontrarse la polla para hacer pipí.

Se marcharon juntos, con la cabeza gacha mientras hablaban. Michio vio a una mujer alta y de piel negra agachada detrás de una hiedra hablando con la primera ministra de Marte. Naomi Nagata. Ahora que la veía en persona, le resultó... ¿Normal? Nada destacable. Michio sabía quién era, pero podría haberla visto pasar por un pasillo o en el metro sin llegar a reconocerla. Era la mujer que Marco había secuestrado antes de atacar la Tierra, solo para que le viese blandir el poder que había conseguido. La mujer que lo había abandonado cuando ambos eran poco más que niños. Michio nunca llegaría a saber si la decisión de llevar las naves restantes de la Armada Libre hasta Medina había sido por razones puramente estratégicas o porque era el lugar en el que se encontraba Naomi Nagata. De ser así, habría sido una decisión mezquina e infantil, pero factible tratándose de Marco.

«Cuando se está a nuestro nivel, el rencor cuesta vidas.»

Carlos Walker atravesó una arcada, la vio y le sonrió. Su reputación le precedía, y Michio sabía de su existencia desde que ella había formado parte de la APE del puto Fred Johnson. Era famoso por sus modales de gigolo y por su cháchara religiosa, que nadie sabía en realidad si era sincera o no. Cogió dos copas de champán de una bandeja que pasaba junto a él y se acercó a Michio.

—La veo pensativa, capitana Pa.

—¿Ah, sí? —dijo ella al tiempo que cogía la copa—. Bueno, supongo que tiene razón. ¿Y usted? ¿Qué siente uno al convertirse en el representante no electo del Cinturón?

Walker sonrió.

—Podría preguntarle lo mismo a usted.

Michio rio.

—Yo solo me represento a mí misma.

—¿Sí? ¿Y entonces qué hace aquí?

Michio parpadeó, pero no supo qué responder.

Poco menos de una hora después, una alarma tenue y el discreto discurrir de los asistentes personales y secretarios anunció que la reunión estaba a punto de empezar. Pa comenzó a sentirse cada vez más fuera de lugar. La sala de reuniones era más pequeña de lo que esperaba y estaba dispuesta en un triángulo irregular. En una esquina se sentaban Avasarala, un hombre de rostro enjuto con chaqueta de vestir y dos hombres con uniforme militar. Emily Richards, la primera ministra de Marte, estaba sentada con media docena de personas trajeadas que parecían polillas alrededor de una llama. Y en la tercera de las esquinas se encontraban Carlos Walker, Naomi Nagata, James Holden y Michio.

Había una segunda fila de sillas en las que se sentaban personas cuya labor Michio desconocía. Senadores. Hombres de negocios. Banqueros. Soldados. Se le ocurrió pensar que, de haber tenido una bomba y hacerla estallar en aquella estancia, habría dejado sin gobiernos a la mayor parte de la humanidad.

—Bueno —empezó a decir Avasarala con voz nítida y potente como una sirena—. Me gustaría empezar dándoles las gracias a todos por estar aquí. Las cosas no están como para tirar cohetes, pero las previsiones son buenas y tenemos mucho de lo que hablar. Tengo una proposición... —Hizo una pausa para tocar un comando en su terminal portátil, y tanto el de Michio como el de todos los que se encontraban en la sala sonaron al recibir un mensaje—. Una proposición sobre lo que vamos a hacer a continuación para intentar salir de esta montaña de mierda en la que nos hemos metido. Es algo preliminar, pero por algo hay que empezar.

Michio abrió el documento. Tenía una extensión de unas mil páginas y las primeras diez eran un índice con anotaciones y subdivisiones en cada capítulo. Sintió vértigo solo de verlo.

—Les haré un pequeño resumen —continuó Avasarala—. Tenemos una lista de problemas más larga que un día sin pan, pero el capitán Holden cree que ha encontrado la manera de usar algunos de esos problemas para resolver otros. ¿Capitán?

Holden, que estaba junto a la anciana, se levantó, se dio cuenta de que él era el único que lo iba a hacer y luego se encogió de hombros y empezó a hablar.

—La idea que me gustaría transmitir es que la Armada Libre no se equivocaba. Ahora que se habían abierto el resto de los sistemas, los cinturianos sin duda iban a perder el escaso poder económico que tenían antes. También hay que tener en cuenta que debido a las reservas presentes en esos planetas, ya no se iba a requerir que el Cinturón vendiera aire ni materiales y que perdería su esencia. Además de que la situación de los cinturianos de por sí ya no era la mejor.

»Una significante cantidad de población del Cinturón no iba a ser capaz de descender a un pozo de gravedad y serían olvidados y abandonados a su suerte. Inaros encontró apoyó político gracias a que era una situación que no se diferenciaba mucho de cómo habían sido tratados siempre los habitantes del Cinturón.

—Yo no creo que eso sea lo único que lo catapultó a esa posición —dijo la primera ministra Richards con acento marcado—. También hay que tener en cuenta las naves marcianas que consiguió.

Todos los que se encontraban en la estancia rieron entre dientes.

—Bueno, lo que quería decir es que tenemos que replantearnos la vida en el espacio —continuó Holden—. Ahora mismo hay un problema de tráfico entre mundos del que no teníamos constancia antes. Gracias a la desaparición de muchas naves, hemos terminado por descubrir que atravesar las puertas puede llegar a ser muy peligroso bajo ciertas circunstancias. Y seguirán desapareciendo si dejamos que cualquiera las cruce cuando le apetezca. Tiene que haber alguien que lo regule. Gracias a Naomi Nagata ahora sabemos cuál es el límite de energía que puede soportar la red de puertas.

Hizo una pausa para mirar a su alrededor, como si esperase aplausos antes de continuar.

—Esos son nuestros dos problemas principales: que el Cinturón ha perdido su razón de ser y que necesitamos una manera de controlar el tráfico que atraviesa las puertas. A eso tenemos que añadirle el hecho de que la Tierra, Marte y todos los que estamos aquí hemos sufrido tanto los últimos años que la misma infraestructura de nuestra civilización no será suficiente para mantenernos con vida. Quizá necesitemos aún un año o dos para encontrar la manera de crear la comida, el agua limpia y el aire puro que todos vamos a necesitar. Y es posible que ni así consigamos salvar la vida de muchos de los habitantes del Sistema Solar. Necesitamos una forma rápida y eficiente de comerciar con los mundos colonizados. Es por ello por lo que me gustaría proponer la creación de una coalición con el objetivo único y específico de coordinar los cargamentos de suministros que atraviesen las puertas. Es algo que también podrían hacer los que habitan en los planetas, pero el Cinturón tiene una gran cantidad de población que está muy preparada para vivir fuera de un pozo de gravedad. Transportar esos suministros y a las personas entre los sistemas planetarios podría llegar a convertirse en su nueva razón de ser. Y es algo que necesitamos poner en marcha cuanto antes. En la propuesta, he llamado a la organización Cofradía Espacial, pero no es más que una sugerencia.

Un hombre de pelo blanco que se sentaba dos filas por detrás de Emily Richards carraspeó y habló:

—¿Acaba de proponer que convirtamos a la totalidad de la población del Cinturón en una única compañía de transportes?

—Sí. Una con una red de naves, estaciones de apoyo y otros servicios necesarios para transportar personas y suministros entre las puertas —comentó Holden—. Tengan en cuenta que ahora hay mil trescientos setenta y tres sistemas planetarios. Habrá mucho trabajo. Bueno, en realidad serán mil trescientos setenta y dos si no tenemos en cuenta la puerta de Laconia.

—¿Y qué propone que hagamos con Laconia? —preguntó una mujer que había detrás de Avasarala.

—No lo sé —respondió Holden—. Aún no me he parado a pensarlo.

Avasarala le indicó con un gesto que volviera a sentarse, y Holden obedeció a regañadientes. Naomi se agitó y murmuró algo al oído de Holden, que asintió.

—La organización propuesta para dicha coalición es muy convencional —continuó Avasarala—. Soberanía limitada a cambio de derechos legislativos por parte de los gobiernos, o sea, Emily y quienquiera que me sustituya a mí cuando toque.

—¿Soberanía limitada? —preguntó Carlos Walker.

—Limitada, sí —respondió Avasarala—. No me pida que me abra de piernas en la primera cita, Walker. No soy de esas. La coalición tendrá que contar con el apoyo del Cinturón, claro. La persona que se designe primer presidente de la coalición tendrá un enorme trabajo por delante, pero creo que todos estaremos de acuerdo en que puede llegar a ser una oportunidad única. Debería ser alguien con buena fama, tanto entre los cinturianos como entre los planetas interiores.

Holden asintió. Michio lo miró y vio sus ojos resplandecientes y la firmeza de su gesto.

—Alguien que esté por encima o que al menos tenga poca relación con las facciones y con la política —continuó Avasarala—. Alguien que haya demostrado que es de confianza, que tenga buena brújula moral y que tenga fama de hacer lo correcto aunque sea una decisión impopular.

Holden sonrió y asintió para sí. Parecía muy satisfecho. Michio no había asistido a una reunión. Aquello parecía un ritual religioso. Empezó a sentirse muy descorazonada. Seguro que acudir mejoraría sus posibilidades de conseguir una amnistía, pero...

—Por esa razón creo que la mejor decisión sería elegir a James Holden.

Holden gritó como si algo le acabase de morder.

—¿Qué? Espera. No, eso no. Es una idea terrible.

Avasarala frunció el ceño.

—Pues...

—Miren —dijo Holden al tiempo que se levantaba—. Ese es justo el problema. No podemos seguir cometiendo el mismo error. No podemos seguir imponiendo normas y líderes a los cinturianos. Tenemos que dejarlos elegir.

Un gruñido se extendió por la estancia, pero Holden siguió hablando.

—Me gustaría aprovechar el momento para elegir una candidata. Alguien que tiene todas las cualidades que acaba de nombrar la señora secretaria Avasarala. Y más. Alguien con honor, integridad, liderazgo y con el añadido de pertenecer a la comunidad de la que será cabecilla.

Michio no estaba segura de cómo había ocurrido, pero se dio cuenta de que Holden había empezado a señalarla.

—La candidata que propongo es Michio Pa.