7

Clarissa

El segundo año que pasó en prisión, Clarissa tuvo que participar en un curso de poesía que había montado el capellán. No tenía esperanza de aprender nada, pero era media hora a la semana en la que podía sentarse en las sillas atornilladas al suelo de una habitación de paredes gris verdosas con otra media docena de compañeros presos y hacer algo que no fuese dormir o ver canales de entretenimiento censurados.

Fue un desastre desde la primera sesión.

De los hombres y mujeres que acudían cada semana, ella y el capellán eran los únicos que habían estado en la universidad. Dos de las mujeres estaban tan hasta arriba de antipsicóticos que era casi como si no estuviesen. Uno de los hombres, un violador en serie que había matado a sus hijastras torturándolas con un aerosol de defensa personal hasta que dejaron de respirar, se quedó tan prendado con el Ensayo sobre el hombre de Alexander Pope que compuso epopeyas larguísimas con estructura de pareados que no se podía decir que rimaran mucho. Sus temas favoritos eran la injusticia judicial que no le dejaba ser quien era ni demostrar su destreza sexual. Y también había un chico joven, uno que parecía demasiado pequeño como para merecer pasarse la vida en un agujero, que compuso unos sonetos sobre jardines y la luz del sol que eran más melancólicos que cualquiera de los demás, aunque por razones muy diferentes.

Las primeras contribuciones de Clarissa habían sido mínimas. Había intentado escribir en verso libre sobre la posibilidad de redención, pero su tutor de literatura le había hecho leer a Carlos Pinnani, Anneke Swinehart y Hilda Doolittle, por lo que sabía que lo que había escrito dejaba mucho que desear. Peor aún, sabía la razón por la que no era bueno: no se creía lo que estaba contando. En alguna ocasión pensó en cambiar de tema y hablar sobre padres, arrepentimiento y aflicción, cosas que le resultaban menos catárticas y con las que tenía experiencia. Había arruinado su vida, y que lo dijese en pentámetro yámbico no lo iba a cambiar.

Había dejado el curso por culpa de las pesadillas. Ya no hablaba de ellas con nadie, pero los médicos lo sabían. No compartía el contenido exacto de los sueños, pero los doctores registraban sus pulsaciones y la actividad de su cerebro mientras dormía. La poesía había hecho que los tuviera más a menudo y fueran más vívidos. Lo normal era que se viese en ellos excavando en algo asqueroso como excrementos o carne podrida, intentando liberar a alguien que estaba enterrado antes de que se asfixiara. Volvieron a estabilizarse cuando dejó la poesía. Pasaron a ser más o menos una vez a la semana en lugar de todas las noches.

Aun así, el curso había dado sus frutos. Tres semanas después de que le dijera al capellán que no quería seguir formando parte de su pequeña investigación, se había despertado en mitad de la noche muy descansada, alerta y en calma, con una frase muy vívida que le rondaba la cabeza como si acabase de oírla:

«He matado, pero no soy una asesina porque los asesinos son monstruos, y los monstruos no tienen miedo.»

Nunca había pronunciado las palabras en voz alta. Tampoco las había escrito. Pero habían terminado por convertirse en su mantra, una oración privada demasiado sagrada como para darle forma. La recitaba en su mente cuando lo necesitaba.

«He matado, pero no soy una asesina...»

—Ya hemos activado el ciclo de apertura de la esclusa —dijo, con la boca seca y pastosa. Le dio la impresión de que el corazón se le iba a salir del pecho.

«... porque los asesinos son monstruos...».

—Deséanos suerte.

«... y los monstruos no tienen miedo».

Cortó la transmisión, levantó el fusil sin retroceso y asintió a Amos. El hombre le dedicó una sonrisa apacible y aniñada que quedaba medio oculta por la curva del casco. La puerta exterior de la esclusa se deslizó sin emitir sonido alguno, y Amos se asomó y volvió al interior al instante por si había alguien esperándolos para disparar. Al ver que no era el caso, se aferró a un asidero y se impulsó al exterior rotando para que las botas magnéticas se acoplaran al casco de la nave. Clarissa lo siguió con mucha menos gracilidad. Y también con mucha menos confianza.

Miró hacia el cono del motor cuando ya tenían el casco bajo los pies. La superficie de la nave era lisa y compacta, tachonada por aquí y por allá con las rudimentarias torretas de los CDP, las bocas apiñadas de los propulsores y los ojos negros y profundos de las baterías de sensores. Se colocó el fusil en ristre con el dedo cerca del gatillo pero no sobre él, tal y como le había enseñado la exmarine marciana, quien lo llamaba «la disciplina del gatillo». Clarissa deseó intercambiar posiciones con Bobbie Draper: ella atrapada en las esclusas y la exmarine en el casco con Amos.

—Avanzamos, Bombón. Vigila tus seis.

—Recibido —dijo al tiempo que empezaba a caminar hacia atrás muy despacio y pegada a Amos espalda con espalda mientras las botas se aferraban a la nave y solo se levantaban lo necesario para dar otro paso. Daba la impresión de que el propio navío intentaba evitar que ella saliese despedida hacia las estrellas. No vieron enemigos al doblar una de las esquinas del casco, pero sí que apareció a su derecha la Dragón Cerúleo, como una ballena que emerge de las profundidades. Estaba tan cerca de la Roci que podría haber apagado las botas y saltado hacia ella. La luz del sol se proyectaba de arriba abajo y creaba unas sombras densas sobre un casco lleno de marcas y descascarillado en los lugares en los que tantos años de radiación habían desgastado el revestimiento y dejado a la vista el esmalte blanco y delicado. Hacía que la Roci pareciese nueva y resistente en comparación. Algo parpadeó detrás de ella y proyectó tanto su sombra como la de Amos hacia delante. Se sobresaltó y empezó a respirar despacio. Nada los había atacado todavía.

Pero sí que era el enemigo.

—Vaya, joder —dijo Amos.

La voz de Naomi se oyó por el canal general casi al mismo tiempo.

—¿Qué ves, Amos?

En la esquina del visor del casco de Clarissa apareció una pequeña ventana en la que se veía la extensión del casco de la nave que tenía detrás. Las tres arañas de amarillo fosforescente se entreveían entre una nube de chispas. Dos de ellas estaban aferradas al casco y listas para arrancar una sección de cerámica y acero. La tercera se dedicaba a cortarla.

—Bien. Van a penetrar entre los cascos.

—No si Bombón y yo se lo impedimos, ¿verdad, Bombón?

—Verdad —dijo Clarissa al tiempo que se daba la vuelta para ver al enemigo con sus propios ojos. El brillo del soldador hizo que se oscureciera la imagen del visor para protegerle la vista. Le dio la impresión de que los tres mechas se quedaban tal y como estaban y que se apagaban las estrellas que tenían alrededor. Lo único que quedó en su campo de visión fueron la oscuridad y las personas que querían hacerle daño a Amos y a ella.

—¿Estás lista? —preguntó Amos.

—¿Importa?

—No mucho. Veamos qué podemos hacer antes de que nos vean.

Clarissa se agachó junto al casco, levantó el fusil y apuntó. Activó el zoom y vio las siluetas humanas que se encontraban dentro de los mechas: brazos, piernas y cabezas encajadas en un traje que no era muy diferente al que llevaba ella. Dirigió el punto rojo del fusil hasta el casco de uno de ellos, puso el dedo en el gatillo y lo apretó. La cabeza del hombre salió disparada hacia atrás sin desprenderse, como si el atacante se hubiese sobresaltado, y los dos mechas restantes se giraron y los señalaron con patas de metal amarillo fosforescente.

—¡Muévete! —gritó Amos mientras se abalanzaba hacia la oscuridad del cielo. Clarissa desactivó las botas magnéticas y saltó detrás de él, en el momento justo. Una línea blanca apareció en el espacio de la nave en el que se encontraba hacía tan solo unos segundos. Les habían disparado y el traje no había conseguido advertirlos a tiempo. Los propulsores del traje se activaron y empezaron a impulsarla de manera impredecible al tiempo que evitaba unas balas de las que solo veía las líneas de trayectoria que se quedaban marcadas en el visor táctico.

—Mantenlos ocupados, Bombón —dijo Amos—. Vuelvo en un momento.

Amos se impulsó hacia la Dragón Cerúleo mientras Clarissa dejaba que el traje la impulsara en la dirección opuesta y colocara el horizonte de la Rocinante entre ella y los mechas. Su corazón resonaba como un reloj en sus oídos y estaba muy nerviosa. El punto rojo del arma se colocó sobre uno de los mechas y volvió a apretar el gatillo, pero falló el primer tiro. El segundo sí que impactó, y el mecha se empezó a agitar un poco debido al inesperado estallido de un escape de gas. El traje le informó de una alerta, y Clarissa pensó que se había estropeado algo, pero luego se miró la pierna y vio sangre. Le habían disparado. Era algo de lo que preocuparse.

—¡Informad! —gritó Naomi. Clarissa quiso decir algo, pero los mechas habían empezado a reptar por el casco de la Roci hacia ella y tuvo que dedicar toda su atención a retirarse sin dejar de disparar.

—He encontrado a un grupo de abordaje que estaba esperando la señal de los mechas —comentó Amos.

—¿Cuántos son? —bramó Naomi.

—Cinco —respondió Amos. Luego añadió—: Ahora cuatro. No, tres.

Clarissa empezó a ver las estrellas de nuevo, pero ya no le parecían tan relucientes como antes. El casco brillaba a causa de la luz del sol que ahora se encontraba justo sobre ella. Los mechas empezaron a reptar más rápido, una imagen que parecía sacada de una pesadilla. Uno pasó por encima del cañón de un CDP y desapareció al momento.

—Le he dado a uno —anunció Alex.

Clarissa rio, pero eso la hizo despistarse y alejarse demasiado del casco. Tenía que volver para cubrirse. Se impulsó hacia la Roci, pero no controló la velocidad y tuvo que hacer una voltereta para reducir el impacto, tal y como había aprendido de pequeña en las clases de defensa personal. Perdió por completo la orientación y, por un momento, se vio cayendo hacia las estrellas.

—¿Cómo te va, Bombón? —preguntó Amos, pero Clarissa no podía dejar de moverse.

Empezó a andar a toda prisa hacia atrás para alejarse del mecha. La muerte inesperada de otro de los tres a manos del CDP había retrasado y vuelto más cauto al restante. Clarissa rodeó la Roci y se detuvo a esperar al enemigo mientras preparaba el disparo. Pero era complicado. El sol le daba en la cara, y el casco hacía todo lo posible para que la luz no la encandilara. Le molestaba la pierna, pero no llegaba a sentir dolor. Se preguntó si eso era normal. El mecha apareció frente a ella, disparó y consiguió hacerlo retroceder. ¿Cuántas balas había usado? Sabía que se podía consultar en algún lugar del visor táctico, pero no recordaba bien dónde. Volvió a disparar y vio que un pequeño seis verde pasaba a convertirse en un cinco. Vale. Le quedaban cinco balas. Esperó como una cazadora cegada. El punto rojo no dejó de moverse y agitarse. Clarissa intentó volver a tenerlo a tiro. Podía hacerlo...

—¡Bombón! —gritó Amos—. ¡A tus seis!

Clarissa se giró al momento. La Dragón Cerúleo se extendía detrás de ella, y el Sol brillaba encima. Había corrido tanto hacia atrás que había dado la vuelta. Vio también que sobre la nave enemiga se movían dos figuras resplandecientes. La tripulación de la Dragón Cerúleo había aceptado que no iban a poder entrar en la Rocinante, pero habían decidido hacer todo el daño posible ahí fuera. No tenía lugar alguno en el que cubrirse. Lo único que podía hacer era quedarse allí y encarar al resto del grupo de abordaje que descendía hacia ella o cargar hacia el mecha restante a sabiendas de que podía dispararle.

—¿Amos? —llamó Clarissa.

—¡Vete a la esclusa! ¡Vuelve dentro!

Levantó el arma para apuntar a una de las figuras que se acercaban, pero todas se apartaron de la trayectoria de la bala cuando disparó. El visor táctico le informó de que habían disparado. Se giró hacia el cono del motor, que le dio la impresión de que estaba más lejos de lo que esperaba. Se activaron los propulsores del traje y empezó a flotar a un metro del casco como un pajarillo que vuela sobre la superficie de un lago. Algo le explotó en el brazo y la hizo rotar. El visor le indicó lo que ya sabía: otra herida. El traje había empezado a hacerle presión en el hombro para que perdiese la menor cantidad de sangre posible. Vio un resplandor amarillo a su izquierda. El mecha se acercaba entre los penachos de sus propulsores. Soltó el fusil, que empezó a flotar junto a ella. No podía apuntar con un solo brazo, y menos masa significaba más velocidad.

Entonces, así acababa. Había llegado su fin. Era una sensación que a pesar de todo le resultó reconfortante. Morir ahí fuera, bajo miles de millones de estrellas. Desprotegida frente a la eterna luz del sol y luchando por sus amigos. Le pareció una muerte digna, propia de una heroína y muy alejada del frío desvanecimiento en la enfermería de la prisión que había esperado en el pasado. Era extraño que algo así le supiese a victoria. Sintió cómo el tiempo se ralentizaba y se preguntó si no habría activado por error sus implantes. Eso habría sido una estupidez. Estimular su sistema nervioso no le serviría de nada cuando lo único que podía hacer en el espacio era confiar en los chorros de los propulsores. Pero no. Lo que sentía era miedo y la certeza de estar abalanzándose hacia la muerte.

Naomi y Alex no dejaban de gritarle por el canal. También Amos. Pero era incapaz de discernir las palabras. Llegó a la conclusión de que Amos podría llegar a echarla de menos, pero era una conclusión que llegó a su mente como si la hubiese pensado otra persona. Debería haberle comentado al mecánico lo agradecida que estaba por todos los días que había pasado con él fuera de aquel agujero. Sonó una alarma en el casco. Tenía que empezar a frenar o saldría despedida lejos de la nave. Apagó los propulsores y se giró, más por obligación que porque en realidad tuviese esperanzas de vivir. Uno de los dos abordadores había empezado a rotar sin control en dirección al Sol y no dejaba de agitar los brazos y las piernas. El otro estaba sobre ella y de espaldas, encarando a otra figura que se dirigía a toda velocidad hacia la Roci y que tenía que ser Amos. El mecha volvió a parpadear a medida que se acercaba. Ahora que había empezado a frenar le dio la impresión de que lo hacía más rápido, una ilusión provocada por la velocidad relativa cuyas consecuencias eran igual de funestas.

Pero el conductor del mecha se empotró contra los amarres sin venir a cuento, y la máquina empezó a agitar los brazos como si se hubiese descontrolado. Uno chocó contra el casco de la Rocinante y la gigantesca mole amarilla se alejó rotando en la distancia hacia las estrellas. Clarissa se quedó mirando, desconcertada, hasta que una mano la agarró por el hombro herido y un brazo la rodeó por la cintura. El casco del otro traje que apareció junto a ella estaba oscuro debido a la reluciente luz del sol. No entendió lo que había ocurrido hasta que oyó una voz por la radio.

—Tranquila —dijo Holden—. Te tengo.

Fue Amos quien la despertó. Su cara rechoncha y su cabeza rapada parecían formar parte de una visión onírica, pero seguro que eran las drogas, que le habían afectado la percepción.

El cóctel regenerador de tejidos le nublaba la mente más que los analgésicos. Si tenía que elegir entre sentirse atontada e imbécil o despierta y dolorida, lo cierto era que prefería el dolor. Unas amplias bandas elásticas la mantenían sujeta a la camilla de la enfermería. El automédico le inyectaba lo que necesitaba su cuerpo y, solo de vez en cuando, informaba de algún error, debido a la confusión que provocaba en las estructuras el sistema endocrino modificado de Clarissa. Tenía el húmero astillado, pero ya se le empezaba a soldar. La primera bala le había abierto un agujero de unos diez centímetros de diámetro en los músculos del muslo y rebotado en el hueso, pero en ese caso no se lo había roto.

—¿Estás bien, Bombón? Te he traído algo de comida, pero estaba a punto de llevármela porque te he visto... Estabas... —Hizo un gesto brusco con la mano.

—Estoy bien —dijo ella—. Me han dado una buena tunda, pero estoy bien.

Amos se sentó en la camilla a un lado, y Clarissa se dio cuenta de la gravedad de la aceleración de la nave. El olor del cobbler de melocotón era tentador y repugnante al mismo tiempo. Se desabrochó los amarres y se incorporó en el codo ileso.

—¿Hemos ganado? —preguntó.

—Joder, claro. Tenemos dos prisioneros y los datos del núcleo de la Dragón Cerúleo. Intentaron borrarlos, pero Naomi y la Roci consiguieron recuperarlos. Bobbie se ha enfadado por perderse toda la diversión.

—Bueno, la próxima vez será —dijo Clarissa mientras Holden entraba en la estancia.

Amos y él se saludaron con un cabeceo, y el grandullón salió de la enfermería.

—Deberíamos haber hablado sobre este tema antes —dijo Holden.

El capitán de la Roci se colocó junto a la camilla, como si no supiese muy bien dónde sentarse. Clarissa no tenía muy claro si era por la conmoción de las drogas, pero se sorprendió al darse cuenta de que el hombre no casaba para nada con la imagen mental que se había hecho de él. En su cabeza tenía los pómulos más marcados, la barbilla más pronunciada y el azul de sus ojos era más intenso. El hombre que tenía ahora frente a ella lucía... No mayor, pero sí diferente. Se le habían empezado a marcar las arrugas alrededor de los ojos y en las comisuras de los labios. Aún no estaban del todo definidas, pero empezaban a intuirse. Las canas también adornaban las sienes, pero eso no era lo que lo hacía lucir diferente. El rey Holden que dominaba la mitología personal de Clarissa era una persona segura de sí misma, y aquel hombre parecía preocupado y nada tranquilo.

—Muy bien —dijo Clarissa, quien en realidad no estaba segura de qué decir.

Holden se cruzó de brazos.

—Yo... esto... Sí, la verdad es que no esperaba tenerte en la nave. No es algo que me resulte cómodo.

—Lo sé —dijo ella—. Lo siento.

Holden ignoró la disculpa.

—Eso es lo que me ha llevado a obviar esta conversación, que deberíamos haber tenido hace mucho. Eso es culpa mía. Sé que Amos y tú viajasteis juntos por gran parte de Norteamérica después de que cayesen las rocas y sé que demostraste que eras de fiar. Y también que tienes experiencia con las naves.

«Experiencia como terrorista y como asesina», supuso que había pensado Holden. Luego el hombre siguió hablando:

—Pero no tienes entrenamiento para lo que ha ocurrido hoy. Salir al vacío con un arma en la mano es muy diferente a hacerlo con gravedad. O a ser técnica en una nave. Vale que tienes esos implantes, pero usarlos ahí fuera solo hubiese servido para quedar agotada y ahogarte en tu propio vómito. ¿No crees?

—Lo más probable —aseguró ella.

—Vale. Pues espero que no vuelvas a salir ahí fuera. Amos te llevó porque... porque quiere asegurarse de que te sientas parte de la familia de la nave.

—Pero me estás diciendo que no lo soy, ¿verdad? —preguntó Clarissa.

—Lo que digo es que no deberías estar en todos los lugares en los que Amos sí puede estar —respondió Holden. La miró por primera vez. Parecía triste, incluso. Clarissa no entendía la razón—. Pero mientras estés en mi nave, formas parte de mi tripulación. Y mi trabajo es protegerte. Esto ha sido culpa mía, pero no vas a volver a salir a combatir con un traje espacial. Al menos no hasta que considere que has superado el entrenamiento adecuado. ¿Entendido?

—Entendido —dijo. Luego pronunció otra palabra para paladearla y ver cómo se sentía—. Entendido, señor.

Holden había sido su peor enemigo, la viva imagen de su fracaso. De alguna manera, se había convertido en un símbolo de la vida que Clarissa podría haber tenido si hubiese tomado decisiones diferentes. Solo era un hombre a principios de la mediana edad a quien apenas conocía, aunque tenían algunos amigos en común. El capitán intentó sonreír, y ella se la devolvió. Era poco, pero significativo.

Clarissa terminó el cobbler cuando Holden ya se había marchado. Luego cerró los ojos para descansar y no supo que se había quedado dormida hasta que empezó a soñar.

Excavaba en un barro negro, reluciente y pegajoso para intentar llegar al lugar en el que había personas enterradas. Tenía que darse prisa porque si no se iban a quedar sin aire. En el sueño sintió la humedad fría en las manos y cómo las náuseas empezaban a recorrerle la garganta. Y el miedo. Y la terrible sensación de pérdida que le sobrevino al descubrir que no iba a llegar a tiempo.