8

Dawes

La primera sesión de la reunión espontánea de Marco dio comienzo tras la llegada de Michio Pa, quien parecía agradable e implacable a partes iguales. La nave de la mujer había atracado a mitad de un ciclo de día, por lo que Marco solo los retuvo unas pocas horas más. Los tres días siguientes fueron más agotadores y las reuniones llegaron a durar más de trece horas sin descansos para comer algo. Lo hacían en las mesas mientras Marco les explicaba sus ideas para formar una civilización cinturiana grandiosa y que ocupara todo el sistema planetario.

Estaciones rotatorias libres, fábricas y granjas automatizadas, centrales de energía cerca del Sol que enviaban recursos a los lugares habitados por los humanos y también el expolio de todo lo que pudiesen sacar de la moribunda Tierra. Era una idea grandilocuente y presuntuosa, una que tenía una ambición y una profundidad que dejaba en evidencia el proyecto de terraformación de Marte. Y Marco Inaros la presentó con una brutalidad y una intensidad que hacía que las objeciones del resto luciesen minúsculas e insignificantes.

Sanjrani quería saber el entrenamiento que iba a recibir la mano de obra necesaria para crear las ciudades espaciales que había ideado la megalomanía de Marco, pero él obvió el problema. Los cinturianos ya estaban entrenados para vivir y construir cosas en el espacio. Era un conocimiento que les venía de serie y llevaban grabado en el tuétano. Pa comentó que sería un problema llevar comida y suministros médicos a todas las estaciones, y que las naves ya habían empezado a sufrir las consecuencias causadas por la mengua de las provisiones que venían de la Tierra. Marco reconoció que serían tiempos de vacas flacas, pero le aseguró a Pa que tener tanto miedo no estaba justificado. El resto de las objeciones que le comentaron fueron rechazadas de igual manera. Marco tenía la mirada resplandeciente, la voz intensa como el sonido de una viola y una energía inagotable. Después de que terminase cada una de las reuniones, Dawes volvía a sus habitaciones extenuado, pero Marco se iba a restaurantes, bares y a los lugares de encuentro de los sindicatos para hablar directamente con los ciudadanos de Ceres. Dawes no tenía muy claro que durmiese.

El quinto día se lo tomaron de descanso y se sintió agotado como si acabase de llegar a la meta después de un maratón.

Las palabras de Rosenfeld no le ayudaron nada.

—Ese coyo está loco. Llegará hasta las últimas consecuencias.

—¿Y luego qué? —preguntó Dawes.

El hombre de la cara marcada hizo un gesto de indiferencia con las manos. Su sonrisa no era una que se pudiese relacionar con la dicha.

—Pues veremos cómo están las cosas. Inaros es un gran hombre y justo lo que necesitamos para nuestros propósitos. Es una labor que no podría desempeñar una persona del todo cuerda.

Estaban sentados en los jardines del palacio del gobernador. El olor de las plantas y la tierra se mezclaba con el de la proteína texturizada y los pimientos asados que eran el desayuno favorito de Rosenfeld. Dawes se reclinó y le dio un sorbo a una burbuja de un té blancuzco y caliente. Conocía a Rosenfeld Guoliang desde hacía tres décadas y de los que estaban allí era en quien más confiaba. Aunque no del todo.

—Acabas de decir que está loco. Eso es un problema —comentó Dawes.

—No es un problema. Es uno de los requisitos de su puesto de trabajo —aseguró Rosenfeld, que se quitó de encima la preocupación como si de un mosquito impertinente se tratara—. Ha asesinado a miles de millones de personas y cambiado para siempre la civilización. Nadie es capaz de hacer algo así y seguir considerándose humano. Puede que sea dios o el diablo, pero seguro que no cree ser solo un hombre apuesto con la combinación perfecta de carisma y buena suerte. El ansia que nos ha demostrado terminará por asentarse. Dejará de sonar como si fuésemos a conseguir terminar sus planes la semana que viene y empezará a comentar que serán nuestros tataranietos los que los terminen. Marco está muy acostumbrado a cambiar su retórica sobre la marcha. No te preocupes.

—Es difícil no preocuparse.

—Bueno, pues preocúpate un poco. —Rosenfeld les dio un buen mordisco a las proteínas con pimientos y bajó levemente los párpados como si se hubiese quedado dormido—. Estamos aquí porque nos necesita. Yo tengo la única fuerza militar lo bastante grande como para poder causarle problemas, aparte de Fred Johnson. Sanjrani es un imbécil, pero es el responsable de la economía artificial de la luna Europa y todo el mundo cree que es un genio porque no lo ha hecho nada mal. ¿Quién sabe? Quizá lo sea. Tú controlas la ciudad portuaria del Cinturón. Pa es un símbolo de la disidencia a la APE por razones morales y una buena manera de redistribuir la riqueza entre la gente y atraer a los que le son más leales a Johnson. Ninguno de los integrantes de estas reuniones está aquí por su cara bonita. Marco es quien ha montado este equipo, y mientras nos mantengamos unidos podremos evitar que se deje llevar por su grandilocuencia.

—Espero que tengas razón.

Rosenfeld masticó y sonrió al mismo tiempo.

—Yo también lo espero.

Anderson Dawes había sido parte de la APE incluso antes de nacer. Sus padres le habían puesto el nombre de una empresa minera para intentar granjearse el favor de los jefes corporativos. Más tarde, la carnicería de Fred Johnson había conseguido que ese mismo nombre formase parte de uno de los acontecimientos más horribles contra la gente del Cinturón. Dawes se había criado en el Cinturón. Era su hogar; y sus habitantes, su pueblo. Su padre era coordinador y su madre abogada laboralista. Había aprendido que la negociación está en el ADN de la humanidad incluso antes de aprender a leer. Su vida había estado regida por unas ideas básicas: no ceder y nunca dejar pasar una oportunidad.

Su intención siempre había sido poner al Cinturón a la altura que merece y acabar con la explotación de sus gentes y el expolio de sus riquezas, pero el cómo conseguirlo era algo que había dejado en manos del universo. Había trabajado con la Zona de Interés Colectivo del Golfo Pérsico para reconstruir la estación L-4 y hecho contactos con la comunidad de expatriados que habitaba la zona. Se había forjado un nombre dentro de la APE de Ceres acudiendo antes a todas las reuniones, escuchando con interés antes de hablar y asegurándose de que las personas adecuadas se quedaran con su nombre.

La violencia siempre había formado parte de la ecuación. Si tenía que matar a alguien, lo mataba. Cuando se topaba con un joven técnico muy prometedor, hacía todo lo posible para reclutarlo. También sabía cómo hacer frente a sus enemigos. Había conseguido adoptar a Fred Johnson, el Carnicero de la Estación Anderson, cuando todo el mundo lo consideraba un loco; y luego aceptado los elogios de esos mismos incrédulos cuando la decisión había hecho temblar los cimientos de la Organización de las Naciones Unidas. Al cabo, cuando quedó claro que Johnson no tenía intención de colaborar con el nuevo régimen, Dawes había aceptado dejarlo fuera. Ver cómo su nombre había pasado de ser una estación minera cinturiana de éxito a abanderar una revolución le había enseñado algo: que las cosas cambian y que aferrarse demasiado al pasado puede llegar a matarte.

Por eso, cuando Marco consiguió firmar el trato con el mercado negro más negro de los que había en Marte para crear a la sucesora de la APE, Dawes solo tuvo dos opciones: rendirse a la nueva realidad o morir con el pasado. Había elegido lo mismo de siempre, y esa era la razón por la que se encontraba sentado en aquella mesa, sentado durante trece horas mientras Inaros divagaba sobre la lógica de su utopía, pero sentado al fin y al cabo.

Aun así, una parte de él deseaba que Winston Duarte hubiese elegido a otra persona para ese acuerdo armamentístico tan mefistofélico.

Le dio otro bocado al desayuno, pero los pimientos se habían enfriado y puesto blanduzcos y la proteína había empezado a endurecerse. Soltó el tenedor.

—¿Se sabe algo de Medina? —preguntó.

Rosenfeld se encogió de hombros.

—¿De la estación en sí o de los anillos?

—De lo que sea.

—La estación está bien —comentó Rosenfeld—. Las defensas están intactas, así que no creo que haya pasado nada. Sobre los anillos... Pues a saber, sa sa? Duarte ha cumplido con su parte y sigue enviando cargamentos de armas y equipamiento desde Laconia. El resto de las colonias...

—Problemas —interrumpió Dawes, más como una afirmación que como una pregunta.

Rosenfeld miró el plato y frunció el ceño. Era la primera vez que dejaba de mirar a Dawes desde que había dado comienzo esa reunión extraoficial.

—Las fronteras son lugares peligrosos en los que ocurren cosas que no pasarían en lugares más civilizados. Wakefield no da señales de vida. Algunos dicen que puede que hayan despertado algo al otro lado del anillo, pero nadie quiere enviar una nave para investigar. Será que no tienen tiempo porque hay una guerra que librar por aquí. Ya lo investigaremos más adelante.

—¿Y la Barkeith?

Rosenfeld fijó la mirada en los pimientos.

—Los de Duarte dicen que han empezado a investigar. No es algo de lo que preocuparse. No nos culpan a nosotros.

Los gestos de Rosenfeld indicaron a Dawes que lo mejor era no seguir presionándole. Lo hizo a medias, porque decidió seguir atacando pero por otro de los frentes.

—¿Por qué el resto de las colonias tienen problemas de abastecimiento alimenticio y se afanan por no perder los cultivos hidropónicos, como Welker, pero Laconia ya tiene todo un complejo industrial?

—Supongo que porque se lo han montado mejor. Tenían más dinero. Lo que no entiendes sobre ese pinche de Duarte es que...

Empezó a sonar una alarma en el terminal portátil de Dawes. Una solicitud de llamada de prioridad alta. El canal que usaba para las emergencias de la estación. Era la capitana Shaddid. Levantó un dedo para disculparse frente a Rosenfeld y aceptó la llamada.

—¿Qué ha ocurrido? —dijo a modo de saludo.

Shaddid estaba sentada en su escritorio. Reconoció la pared que tenía detrás.

—Le necesito aquí. Uno de mis hombres está en el hospital. Los médicos dicen que puede que no sobreviva. Tengo en custodia al que le disparó.

—Me alegro de que lo hayáis capturado.

—Se llama Filip Inaros.

Dawes sintió cómo el estómago le daba un vuelco.

—Voy para allá.

Shaddid había metido al chico en una celda individual. Muy inteligente. Dawes sintió la rabia y la estupefacción en el ambiente nada más entrar en la comisaría. Disparar a un agente de seguridad de Ceres era una forma muy sencilla de que te lanzaran por una esclusa de aire. Al menos para casi todo el mundo.

—Le he puesto una cámara y la he conectado a mi sistema —comentó Shaddid—. Soy la única que tiene acceso a ella.

—¿Y eso por? —preguntó Dawes. Estaba sentado frente a ella. La mujer era la jefa de seguridad, pero él era el gobernador de la estación.

—Porque cualquiera podría desconectarla de no ser así —respondió la mujer—. Y no volverías a ver con vida a ese mierdecilla. Algo que, por otra parte y que quede entre nosotros, sería muy positivo para el universo.

Dawes vio en la pantalla que Filip Inaros estaba sentado con la espalda apoyada en la pared de la celda y tenía los ojos cerrados. Era joven. Un niño obligado a convertirse en adulto. El niño estiró los brazos, se rodeó con ellos y se acomodó sin echar siquiera un vistazo a su alrededor. Dawes no estaba seguro si emanaba de él la certeza de alguien que se considera intocable o el miedo ante la posibilidad de no serlo. Se parecía a Marco, pero mientras que su padre irradiaba encanto y confianza, él solo exteriorizaba una rabia y vulnerabilidad que a Dawes le recordaban a heridas abiertas y abrasiones. Habría sentido pena por el prisionero en cualquier otra circunstancia.

—¿Qué ha pasado?

Shaddid tocó el terminal portátil y abrió los datos en la pantalla. Apareció un pasillo en el que había un club nocturno y que se encontraba más cerca del centro de rotación. Se abrió una puerta y salieron tres personas, todos cinturianos. Un hombre y una mujer que se acariciaban las manos como si nadie los viera y un joven. La puerta volvió a abrirse un instante después, y el que salió en esta ocasión fue Filip Inaros. No había sonido, por lo que Dawes no supo qué les gritaba Filip a las figuras que se alejaban, pero sí le quedó claro que lo había hecho. El joven que iba solo se giró hacia él, y la pareja se detuvo a mirar. Filip sacó pecho y echó la cabeza hacia atrás. La humanidad llevaba generaciones fuera del pozo de gravedad de los planetas interiores, pero los gestos de los jóvenes que se preparaban para una pelea no habían cambiado.

Apareció una nueva figura en el encuadre. Era un hombre con traje de guardia de seguridad, con las manos alzadas y que parecía dar órdenes. Filip se giró hacia él y gritó. El de seguridad también gritó, señaló la pared y ordenó a Filip que se apoyara en ella. La pareja se dio la vuelta y los ignoró a todos. El joven, que había ido acercándose poco a poco a Filip, dio varios pasos atrás sin girarse, pero con la intención de que sus enemigos se pelearan entre ellos. Filip se quedó muy quieto, y Dawes se obligó a no apartar la vista del monitor.

El hombre de seguridad extendió la mano hacia su arma, y apareció otra en la mano de Filip como por arte de magia, una habilidad que solo se consigue después de cientos de horas de practicar cómo desenfundar así de rápido. Luego se vio el resplandor del cañón con el que culminaba el movimiento.

—Joder —dijo Dawes.

—No es muy sutil —comentó Shaddid—. El de seguridad le dio una orden, pero él la obvió y disparó al agente. Si fuera cualquier otra persona, estaría criando setas.

Dawes presionó la palma de la mano contra la boca y se frotó los labios hasta que empezaron a quemarle. Tenía que haber una manera de sacar al chico de este embrollo.

—¿Cómo está tu hombre?

Hubo un silencio antes de que Shaddid respondiese. Sabía lo que le estaba preguntando en realidad.

—Estabilizado.

—¿No va a morir?

—Todavía no está fuera de peligro —explicó la mujer. Luego añadió—: No puedo hacer mi trabajo si la gente se va de rositas después de haber disparado a un agente. Entiendo que hay motivos diplomáticos, pero con todo el respeto, ese trabajo te corresponde a ti. El mío es evitar que seis millones de personas se maten entre ellos, un día sí y otro también.

«Mi trabajo no es tan diferente», pensó Dawes. No era el momento de decir algo así.

—Ponte en contacto con Marco Inaros. Está en la Pella, en el embarcadero 65-C —dijo al momento—. Dile que lo espero aquí.

Cuando tenía días muy malos, a veces Dawes se servía un whisky y se sentaba con su posesión más preciada: un volumen impreso de Marco Aurelio que había pertenecido a su abuela. Las meditaciones contenía los pensamientos más privados de una persona con un poder atroz, un emperador que podía ordenar la muerte de cualquiera a su elección, crear una ley solo con pronunciarla u obligar a cualquier mujer a acostarse en su lecho. Y también a cualquier hombre, si le apetecía. Las finas páginas del libro estaban llenas de diatribas privadas de Aurelio sobre cómo ser un buen hombre a pesar de la frustración que le hacía sentir el mundo que le rodeaba. Leerlo no reconfortaba a Dawes, pero al menos lo consolaba. Ser una persona con conciencia y no dejarte llevar por el drama ni las malas conductas de los demás había afligido a los individuos inteligentes a lo largo de toda la historia de la humanidad.

Dawes se había pasado décadas haciendo honor a esa filosofía personal suya. Había gente mala en todas partes: estúpidos, avariciosos, arrogantes y orgullosos. Y él tenía que tratar con ellos si tenía la esperanza de conseguir un lugar mejor para los cinturianos. No era que ahora las cosas estuviesen peor que antes, pero tampoco estaban mucho mejor.

Esa noche iba a ser un buen momento para volver a leer a Marco Aurelio.

Marco entró en la comisaría como si le perteneciera. Con el rostro sonriente, entre carcajadas y con una presencia muy animal que terminó por hacerse con el lugar. Los agentes de seguridad se apartaron inconscientemente hacia las paredes y evitaron mirarle. Dawes salió para llevarlo al despacho de Shaddid y le estrechó la mano delante de todo el mundo a pesar de que no quería hacerlo.

—Es vergonzoso —dijo Marco como si continuara una conversación ya empezada—. Me aseguraré de que no vuelve a ocurrir.

—Tu hijo podría haber matado a uno de los míos —aseguró Dawes.

Marco se reclinó en la silla y extendió los brazos, un gesto expansivo que parecía tener la intención de reducir el efecto de las palabras de cualquiera que se encontrase junto a él.

—Hubo un altercado y se les fue de las manos. No me digas que nunca te ha pasado algo así, Dawes.

—Nunca me ha pasado algo así —explicó Dawes con voz grave e impertérrita.

La expresión jovial de Marco se alteró por primera vez.

—No querrás convertir esto en un problema, ¿verdad? —preguntó Marco con voz cada vez más funesta—. Tenemos mucho trabajo por hacer. Trabajo de verdad. Se dice que la Tierra ha conseguido dejar fuera de juego a la Dragón Cerúleo. Tenemos que reevaluar nuestra estrategia en los planetas interiores.

Dawes no se había enterado de nada, y le dio la sensación de que Marco se había guardado la información para usarla cuando le fuese más conveniente, pero no se dejó achantar por algo así.

—Y lo haremos, pero esa no es la razón por la que te he hecho venir.

Shaddid carraspeó, y Marco se giró hacia ella con el ceño fruncido. Su expresión había cambiado cuando volvió a mirar a Dawes. La sonrisa se le había ensanchado y tenía un gesto alegre y campechano en el rostro, pero algo en su mirada hizo que a Dawes se le revolviese el estómago.

—Muy bien —dijo Marco—. Gut, coyo mis. ¿Por qué me has hecho venir?

—Tu hijo tiene que marcharse de mi estación —espetó Dawes—. Si se queda, tendré que llevarlo a juicio, y lo mejor es protegerlo de cualquiera que se impaciente esperando a que eso ocurra. —Hizo una pausa—. Y también tendría que cumplir la condena, en caso de haberla.

Marco se quedó inerte, la misma reacción que había visto en su hijo por la cámara de seguridad. Dawes se esforzó por no tragar saliva.

—Eso ha sonado a amenaza, Anderson.

—No es más que una explicación. Te intento hacer ver por qué tu hijo tiene que salir de mi estación y no va a poder volver jamás. Te lo hago a modo de favor. Cualquier otro dejaría que las cosas siguiesen su curso habitual.

Marco soltó un suspiro lento y muy largo entre los dientes.

—Ya veo.

—Ha disparado a un agente de seguridad y podría haberlo matado.

—Hemos matado un mundo entero —dijo Marco, como si pretendiera restar importancia a lo que acababa de decir Dawes. Dio la impresión de que había recordado algo en ese mismo momento, y asintió tanto para Dawes y Shaddid como para sí—. Pero aprecio que hagáis la vista gorda por mí. Y por él. No dejaré que el chico vaya por el mal camino. Tendré una conversación muy seria con él.

—De acuerdo —dijo Dawes—. La capitana Shaddid lo sacará del calabozo. Si quieres que venga alguno de tus hombres antes de que lo haga...

—No será necesario —aseguró Marco. No necesitaba guardaespaldas. Nadie del cuerpo de seguridad se atrevería a plantarle cara a Marco Inaros y a la Armada Libre. Y lo que era peor, Dawes sabía que Marco tenía razón—. Habrá una reunión mañana. Sobre la Dragón Cerúleo y la Tierra. Para decidir qué hacemos a continuación.

—De acuerdo —convino Dawes al tiempo que se ponía en pie—. Sabes que esto no es algo temporal, ¿verdad? Filip no podrá volver a poner un pie en Ceres.

Marco le dedicó una sonrisa inesperada y profunda, y Dawes vio cómo le brillaban los ojos oscuros.

—No te preocupes, viejo amigo. Si no quieres que vuelva a la estación, así será. Te lo prometo.