Epílogo

Anna

De igual manera que en la astronomía la dificultad de identificar el movimiento de la Tierra radica en olvidar la sensación inmediata de que estamos fijados a ella, en la historia la dificultad de identificar el sometimiento de la personalidad de las leyes del tiempo, el espacio y la causalidad radica en renunciar a la sensación directa de la independencia de la propia personalidad. En astronomía hay nuevos puntos de vista que dicen: «Es cierto que no sentimos el movimiento de la Tierra, pero admitir su inmovilidad es un absurdo mientras que admitir su movimiento (que no sentimos) es de ley». En historia también hay nuevos puntos de vista que dicen: «Es cierto que no somos conscientes de nuestra dependencia, pero admitir el libre albedrío es un absurdo mientras que admitir nuestra dependencia del mundo exterior, del tiempo y de la causalidad es de ley».

En el primer caso era necesario renunciar a la percepción de una inmovilidad irreal en el espacio y reconocer un movimiento que no sentíamos. De igual manera, en el caso que nos ocupa es necesario renunciar a una libertad que no existe y reconocer una dependencia de la que no somos conscientes.

Anna saboreó el momento. Luego cerró la ventana de texto e hizo el mismo sonido breve que siempre hacía cuando terminaba el libro. Le encantaba la Biblia y lo que leía en ella siempre la consolaba y la animaba, pero Tolstói sin duda ocupaba el segundo lugar en su clasificación personal.

La etimología aceptada de la palabra «religión» indicaba que venía de religere, que significaba «unir», pero Cicerón había asegurado que su verdadera raíz era relegere, que significaba «releer». Lo cierto era que a Anna le gustaban ambas posibilidades. Para ella, lo que unía a la gente y les hacía amarse y formar una comunidad no era muy diferente del impulso de volver a releer los libros que le gustaban mucho. Tanto una cosa como la otra le dejaban una sensación de calma y rejuvenecimiento. Nono decía que era porque era una mujer introvertida y extrovertida al mismo tiempo, algo que Anna no podía discutirle.

La nave pertenecía a Trachtman Corporation de la Luna y su nombre oficial era la Abdel Rahman Badawi, aunque todos a bordo la llamaban la Abadía. Tenía una historia muy compleja que estaba grabada en sus cuadernas. Los pasillos contaban con formas diferentes dependiendo del estilo predominante de la época en la que se habían añadido o de la nave recuperada de la que se habían sacado. El aire siempre olía al plástico nuevo de los recicladores. La gravedad de la aceleración la mantenía a una décima de g para así ahorrar algo de masa de reacción. Las bodegas que ahora estaban muy por debajo de Anna tenían una altura catedralicia y estaban llenas de los recursos que iba a necesitar la nueva colonia de Eudoxia: refugios, recicladores de comida, dos pequeños reactores de fusión y material biológico y agrícola. Ya había otros dos asentamientos en Eudoxia. Era una de las colonias más pobladas y tenía casi mil personas.

La población se triplicaría cuando llegase la Abadía, y Anna, Nono y Nami formarían parte de ella. Lo normal era que fuesen a vivir el resto de su vida encontrando la manera de cultivar comida y aprendiendo sobre aquel nuevo, amplio y problemático Paraíso. Esperaban llegar a construir los lugares y las instituciones necesarias para dar forma a la presencia de la humanidad en ese mundo por toda la eternidad. La primera universidad, el primer hospital, la primera catedral. Todas esas cosas esperaban en el limbo de la existencia a que Anna y sus compañeros colonos les diesen forma en la realidad.

No era la jubilación que Anna esperaba ni la que anhelaba. Algunas noches tenía pesadillas al respecto. No por ella, sino más bien por su hija. Siempre había pensado que Nami crecería en Abuja con sus primos y que iría a la universidad en San Petersburgo o Moscú. Ahora se sentía muy nostálgica al saber que Nami nunca experimentaría la vida en un gigantesco entorno urbano en expansión. Que Nono y ella no envejecerían en una casita cerca de la roca Zuma. Que cuando falleciera no tirarían sus cenizas en unas aguas conocidas para ella. Ahora Abuja tendría unos pocos menos miles de bocas que alimentar. No era nada si se comparaba con los miles de millones que quedaban en la Tierra, pero había que tener en cuenta que muchas de esas «nadas» podían llegar a significar algo en conjunto.

El camarote en el que viajaban era más pequeño que su antigua casa. Tenía dos habitaciones diminutas, un pequeño salón descuidado y el espacio justo para guardar sus objetos personales. Había unos veinte iguales en el pasillo en el que se encontraba, con un baño compartido en un extremo y una cafetería en el otro. Cuatro pasillos como ese conformaban la cubierta en la que estaban, y la nave contaba con diez de esas cubiertas. En aquel momento, Nono estaba en la cocina de la cubierta tres cantando con un cuarteto de bluegrass. El músico más joven, un hombre pelirrojo y muy enjuto llamado Jacques Harbinger, usaba casi todo el espacio personal que tenía en el escenario para colocar su dulcémele. Nami estaría volviendo de la escuela que había en la cubierta ocho, donde Kerr Ackerman usaba los tutoriales de la nave para enseñar a unos doscientos niños sobre biología y técnicas de supervivencias adaptadas a Eudoxia. Cuando ambas volviesen a casa y cenaran en la cocina de su camarote, Anna acudiría a una reunión de la Sociedad Humanista en la cubierta dos, donde ya se había granjeado el rol de ser la oposición de George y Tanja Li, la joven pareja de ateos que dirigía el grupo. No era tan ingenua como para pensar que iba a conseguir convencer a nadie de nada, pero era un viaje largo y una buena conversación filosófica siempre ayudaba a que las horas pasasen más rápido. Luego volvería a casa para trabajar en el sermón de la próxima semana.

Anna recordó algo que había leído no sabía dónde sobre la Antigua Grecia. Allí el espacio privado también había sido escaso, y la gente pasaba la mayoría del tiempo en las calles y los patios de Atenas, Corinto y Tebas. Era un mundo en el que los hogares no eran castillos, sino los dormitorios de sus pequeñas casas. Era agotador, pero también estimulante. Le permitía ir viendo las formas básicas de la comunidad y cómo podía llegar a desarrollarse. Y sabía que los esfuerzos que hiciese ahora se verían reflejados en lo que ocurriese cuando llegasen al planeta que se iba a convertir en su nuevo hogar. Las decisiones que tomaran a la hora de construir el nuevo municipio se convertirían en la semilla que luego germinaría hasta formar una gran ciudad. Anna esperaba que dentro de unos cientos de años sus esfuerzos por convertir aquel grupo de personas en una población amable, reflexiva y centrada llegasen a dar lugar a todo un mundo que tuviera las mismas características.

Merecía la pena hacer un esfuerzo adicional para conseguirlo.

Oyó la voz de Nami antes de que se abriese la puerta, seria y grave, que era como hablaba cuando estaba muy concentrada en algo. No era una niña que soliese hablar sola, por lo que Anna supuso que había traído a casa a algún compañero de la escuela. Vio que estaba en lo cierto cuando se abrió la puerta.

Nami entró en el pequeño salón y obligó a entrar casi a rastras a un niño taciturno de ascendencia árabe. Se sobresaltó un poco al ver a su madre. Sonrió sin enseñar los dientes y tampoco hizo contacto visual ni se movió. En los últimos años, Anna había aprendido más sobre personas traumatizadas de lo que jamás hubiese querido saber, y había llegado a comprender que los humanos eran animales de costumbres, como los perros y los gatos. No respondían muy bien a las amenazas, pero sí a las muestras paulatinas de confianza. No había falta ser ingeniero para darse cuenta de algo así, pero era fácil de olvidar.

—Se llama Saladin —dijo Nami—. Tenemos que hacer un trabajo en grupo.

—Encantada de conocerte, Saladin —dijo Anna—. Me alegro de que hayas podido venir.

El chico asintió una vez y apartó la mirada. Anna tuvo que resistir la tentación de interrogarlo, preguntarle dónde vivía, quiénes eran sus padres y si le gustaban las clases. Siempre estaba impaciente por ayudar a los demás, aunque ellos no estuviesen listos para recibir ayuda. Quizá incluso más en esas circunstancias.

Nami fue a su habitación y salió con la tableta de la escuela, todo sin dejar de hablar con el chico sobre la teoría del Gran Hombre, avances tecnológicos y el tiempo que requerían. Anna arqueó una ceja.

—¿Eso lleva ahí todo el día?

—Me la olvidé —respondió Nami con naturalidad—. Adiós, mamá —añadió antes de salir por la puerta.

Saladin titubeó, como si se sorprendiese porque su amiga lo acababa de dejar solo con un adulto. Anna lo miró mejor, pero intentó no resultar intimidante. Él volvió a asentir y salió por la puerta detrás de su hija. Anna esperó un instante, luego otro y después, a sabiendas de que era mala idea, se acercó a la puerta cerrada, la abrió y echó un vistazo. Nami y Saladin se perdían al fondo del pasillo estrecho de la nave, uno muy cerca del otro. La mano derecha del chico cogía la mano izquierda de su hija, quien no había dejado de hablar con tono muy animado sobre lo que quiera que estuviese hablando mientras Saladin la escuchaba, cautivado.

—¿De qué era ese trabajo en grupo? —preguntó Anna.

La cena de esa noche eran judías picantes con arroz, un plato tan bien conseguido que casi parecía que los ingredientes eran esos de verdad. Nono estaba muy cansada después del ensayo, y Anna esperaba que la reunión de los Humanistas fuese muy intensa y agotadora, por lo que se habían llevado la comida a una habitación en lugar de quedarse en la cocina. Nami estaba sentada con las piernas cruzadas y la espalda apoyada en la pared mientras que Anna y Nono se encontraban en dos de las sillas abatibles que salían de la de enfrente. Casi se tocaban las rodillas a pesar de que estaban en paredes opuestas. Ya llevaban viviendo casi un año en la Abadía, y puede que cuando llegaran a Eudoxia ya ni recordaran cómo era vivir al aire libre.

—De Historia —respondió Nami.

—Una asignatura muy amplia —dijo Anna—. ¿Alguna época en particular?

Nono alzó la vista al darse cuenta de que Anna no estaba siendo tan natural ni sonaba tan calmada como creía. Aunque Nami tampoco parecía haberse dado cuenta.

—No. La historia en general. No hablamos de acontecimientos concretos, sino de lo que es la historia en sí. —Hizo un círculo en el aire con la cuchara—. Es una manera de reflexionar sobre si lo importante de la historia son las personas que hicieron las cosas o si dichas cosas hubiesen ocurrido de la misma forma en general en caso de que esas mismas personas no hubieran estado vivas. ¿Las habría llevado a cabo alguien diferente? Es como las matemáticas.

—¿Matemáticas? —preguntó Anna.

—Claro —dijo Nami—. Es como si dos personas diferentes encontraran la solución a un problema al mismo tiempo. Quizá sea igual en el resto de las disciplinas. Quizá no importe quien lidere una guerra porque los líderes no son los culpables de que ocurran esas guerras. Quizá el dinero del que dispone la gente o lo adecuada para plantar comida que es la tierra en la que viven sean causas más importantes a tener en cuenta. Esa es la sección que estoy escribiendo. Saladin escribe sobre la teoría del Gran Hombre, pero está muy desactualizada, porque solo se habla de hombres.

—Vaya —dijo Anna, que hizo un mohín al darse cuenta de lo mal que estaba disimulando—. Entonces ¿Saladin está escribiendo sobre esa teoría?

—Sí. Trata la idea de que sin César no habría habido Imperio romano. O que sin Jesús no hubiese existido el cristianismo.

—Es difícil no estar de acuerdo con una afirmación así —comentó Nono.

—Es una clase de Historia. Tratamos de ignorar la parte religiosa. Después tenemos a Liliana, que se encarga de los avances tecnológicos, reflexiona sobre cosas como medicinas, bombas nucleares y motores Epstein teniendo en cuenta que eso es lo único que cambia mientras que todos los demás aspectos de la historia en sí son cíclicos. Tienen lugar los mismos acontecimientos una y otra vez, pero nos da la impresión de que son diferentes porque las herramientas con las que contamos sí que son diferentes. —Nami frunció el ceño—. Esa parte aún no la entiendo, pero tampoco hace falta porque no es la mía.

—¿Y qué opinas al respecto? —preguntó Anna.

Nami agitó la cabeza y se metió en la boca la última cucharada de lo que casi parecían judías de verdad.

—Opino que dividir así el trabajo es un poco absurdo —respondió con la boca llena—. Como si fuesen cosas separadas que no tienen relación alguna. No funciona así. Las cosas siempre están interrelacionadas. Europa la conquistaron personas, pero también fueron personas las que tuvieron la idea de usar plomo en los acueductos o las que consiguieron coordinar las radiofrecuencias. No se puede separar una cosa de la otra. Es como el debate entre innato o adquirido. Son elementos inseparables.

—Es un punto de vista muy válido —convino Anna—. Entonces ¿cuál sería la mejor forma de dividir el trabajo?

Nami puso los ojos en blanco. Oh, Dios, ya había empezado a poner los ojos en blanco. Anna se dio cuenta de que su hija había aprendido a expresar ese desdén con gestos hacía muy poco tiempo.

—Pues no lo sé, pero así no.

—Pero ¿entonces cómo? Piensa.

—Madre. Saladin no es mi novio. Sus padres murieron en El Cairo y ha venido con sus tíos. Necesita amigos y, además, le gusta a Liliana, por lo que no haría nada aunque me gustase a mí. Hay que ser cuidadosos. Vamos a pasar toda la vida juntos, por lo que tenemos que ser amables. Si hacemos algo mal, las escuelas no serán lo único que se vea afectado.

—Vaya —dijo Anna—. ¿También habláis de esas cosas en clase?

Volvió a poner los ojos en blanco. Dos veces la misma noche.

—No, mamá. Eso me lo has enseñado tú. Es lo que dices siempre.

—Supongo que tienes razón —convino Anna.

Nami se llevó los cuencos, las cucharas y las burbujas a la cocina cuando terminaron, tal y como solía hacer después de cenar cuando vivían en casa. Cuando podían llamar hogar a la Tierra. Luego se marchó a estudiar con Liliana, y Anna supuso que también con Saladin. Nono se quedó sola en el camarote. Anna se dirigió al ascensor y luego a la cubierta dos, donde se encontraba la Sociedad Humanista, siempre tocando las paredes con ambas manos como si lo necesitara para mantener el equilibrio.

«Es necesario renunciar a una libertad que no existe —pensó—. Y reconocer una dependencia de la que no somos conscientes.»

Y era cierto, hasta cierto punto.

Porque también era un error perder de vista las vidas individuales, las elecciones y la suerte que habían llevado a la humanidad hasta aquel punto en el que se encontraba ahora. Quizá fuese mejor considerar la historia como una improvisación a gran escala. Una reflexión inmensa que tenía lugar a lo largo de generaciones. O un ensueño.

El problema de la dicotomía entre innato o adquirido era que planteaba que había que elegir entre dos determinismos. Era algo que Nami parecía haber entendido por instinto, pero en lo que Anna había tenido que pararse a pensar. Quizá la historia funcionase de la misma manera. Quizá hubiese teorías de cómo las cosas tenían que haberse desarrollado de la manera en la que lo habían hecho solo porque, en retrospectiva, se habían desarrollado así.

Tomás Myers, un hombre bajo y de complexión fuerte que llevaba una camisa blanca, le sostuvo la puerta del ascensor, y ella empezó a trotar para no ser una desagradecida. La cabina se estremeció un poco cuando subió.

—¿Va a la reunión de los Humanistas? —preguntó él.

—Sí, me va la marcha —respondió Anna con una sonrisa en el gesto.

Mientras ascendían por la nave, empezó a tener una ligera idea del tema principal del sermón de la semana. Iría sobre la idea que tenía Tolstói sobre esa dependencia de la que no somos conscientes y la elección que todos habían tomado a la hora de subir a la Abadía. También recordó las palabras de Nami: «Vamos a pasar toda la vida juntos, por lo que tenemos que ser amables».

Eso sí que era una verdad imperecedera. La Abadía y Eudoxia eran tan pequeñas que era muy difícil no darse cuenta, pero también era una idea válida para los miles de millones de personas que vivían hacinadas en la Tierra. Tenían que ser amables. Comprensivas. Cuidarse las unas a las otras. Era una verdad que valía tanto para las remotas profundidades de la historia como para la época en la que la Tierra había alcanzado la cúspide de su poder, y que seguiría siendo válida ahora que la humanidad iba a quedar desperdigada a lo largo de más de mil soles.

Quizá las estrellas se portasen mejor con ellos si encontraban la manera de ser amables.