Prólogo

Namono

Habían pasado tres meses desde la caída de las rocas, y Namono empezaba a ver que el cielo había recuperado parte de su tono azulado. El impacto en Laghouat, el primero de los tres que habían hecho el mundo pedazos, había levantado tanta arena del Sáhara que se habían pasado semanas sin ver la Luna ni las estrellas. Hasta el rubicundo disco solar parecía tener que esforzarse para atravesar las nubes de arena. La ceniza y el polvo que había caído sobre Gran Abuya se empezó a amontonar e hizo que la ciudad adquiriera el mismo tono gris y amarillento que el cielo. Pero al ayudar a los equipos de voluntarios a limpiar los escombros y a cuidar de los heridos, Namono no tardó en darse cuenta de que la fuerte tos y la flema oscura que le provocaba se debía a respirar toda esa muerte.

Había tres mil quinientos kilómetros entre el cráter en el que antes se encontraba Laghouat y Abuya. La onda expansiva había reventado ventanas y derrumbado edificios. Las noticias decían que había unos doscientos muertos y cuatro mil heridos. Los hospitales estaban a rebosar. Quedarse en casa era lo mejor si no tenías una urgencia muy grave.

La red eléctrica no tardó en sufrir las consecuencias. No había Sol que alimentara los paneles solares, y la arena del ambiente atascaba los parques eólicos a pesar de los esfuerzos por limpiar los aerogeneradores. Consiguieron enviar un reactor de fusión en un camión desde Kinsasa, que se encontraba al sur, pero media ciudad ya llevaba quince días a oscuras cuando llegó. Los centros hidropónicos, los hospitales y los edificios del gobierno tenían preferencia frente al resto en la red eléctrica, y las bajadas de tensión ocurrían muy a menudo. El acceso a la red a través de los terminales portátiles de la población era irregular y poco fiable. A veces se quedaban aislados del mundo durante días. Namono sabía que era normal. Les acababa de ocurrir algo impredecible.

A pesar de todo, los cielos vastos y encapotados empezaron a despejarse tres meses después. Y cuando el Sol se empezaba a poner por el oeste, las luces de las ciudades de la Luna aparecían por el este, como gemas en un tapiz azul. Sí, un tapiz sucio, contaminado e incompleto, pero azul. Nono se regocijó al contemplarlo mientras caminaba.

Se podía decir que el distrito internacional era reciente a nivel histórico. Eran pocos los edificios que tenían más de cien años. Los barrios se habían visto afectados por la debilidad que tenía la generación anterior por las avenidas amplias, las calles laberínticas y las formas arquitectónicas curvadas y casi orgánicas. La roca Zuma seguía alzándose en el lugar, un punto de referencia permanente. La ceniza y el polvo podían llegar a ensuciar la roca, pero nunca a cambiarla. Era la ciudad natal de Nono. El lugar en el que había crecido y el lugar al que había traído a su pequeña familia al terminar sus aventuras. El lugar donde tenía pensado pasar una tranquila jubilación.

Se le escapó una risa amarga y luego empezó a toser.

El centro de asistencia médica era una furgoneta aparcada al borde de un parque público. Tenía un trébol frondoso en un costado, el logo de una granja hidropónica. No era de la ONU y tampoco de la administración de la zona. La burocracia había resultado ser insuficiente dada la urgencia de la situación. Sabía que tenía que sentirse afortunada, porque seguro que había lugares a los que no había llegado furgoneta alguna.

El polvo y la ceniza habían formado una costra sobre las cuestas inclinadas que antes estaban cubiertas de hierba. Había huecos y surcos serpenteantes que evidenciaban los lugares donde los niños se habían puesto a jugar a pesar de todo, pero ahora no había ninguno a la vista. Lo que sí había era una cola de personas. Nono se colocó en último lugar. Los que esperaban delante de ella tenían la misma mirada vacía propia del agotamiento y de la conmoción. Y de la sed. El distrito internacional tenía enclaves vietnamitas y noruegos, pero la ceniza y la tristeza los había convertido en una sola tribu independientemente del color de su piel y la textura de su pelo.

La puerta de la furgoneta se deslizó a un lado, y la gente de la cola se agitó. Estaban a punto de darles raciones para otra semana, por muy escasas que fueran. Nono sintió una punzada de vergüenza a medida que se acercaba su turno. Jamás en la vida había necesitado la ayuda básica. Era una de esas personas que siempre había ayudado a los demás, no una que necesitara ayuda. Pero ahora habían cambiado las tornas.

Llegó junto a la furgoneta. Había visto antes al hombre que repartía los paquetes. Tenía un rostro amplio, marrón y salpicado de pecas negras. Le pidió su dirección, y Nono se la dio. Rebuscó un poco y, un momento después, le tendió un paquete de plástico blanco con la eficiencia de un autómata. Nono lo cogió, pero era demasiado ligero. El hombre solo se dignó a mirarla al ver que no se marchaba.

—Tengo una esposa —dijo Namono—. Y una hija.

La rabia se apoderó del gesto del hombre, como si le hubiese dado un tortazo inesperado.

—Pues si pueden hacer que la avena crezca más rápido o crear arroz de la nada, diles que se pasen por aquí. Si no, estás tardando en marcharte.

Namono sintió cómo las lágrimas empezaban a nublarle la vista y a irritarle los ojos.

—Una ración para cada familia —espetó el hombre—. Andando.

—Pero...

—¡Andando! —gritó, y chasqueó los dedos frente a su cara—. Hay gente esperando.

Namono se apartó y le oyó murmurar varios tacos mientras se alejaba. Las lágrimas no eran muy densas y podía enjugárselas, pero picaban mucho.

Se colocó el paquete de raciones debajo del brazo y, cuando recuperó la vista, agachó la cabeza y empezó a caminar hacia su casa. No podía retrasarse. Había gente más desesperada o con menos principios que ella que acechaban en las esquinas y las puertas con la intención de robar filtros de agua y comida a los desprevenidos. Puede que la confundiesen con una víctima fácil si no caminaba con decisión. Su exhausta y hambrienta mente se entretuvo con fantasías en las que les daba una buena paliza a los ladrones durante unas cuantas manzanas. Desconocía la razón, pero la catarsis de la violencia la tranquilizaba.

Al marcharse de casa le había prometido a Anna que solo se detendría en la del viejo Gino para asegurarse de que el hombre iba a pasar por la furgoneta de las raciones, pero siguió de largo cuando llegó a la esquina que tenía que doblar. Estaba cansada hasta la extenuación, y la idea de acompañar al anciano hasta la furgoneta y volver a hacer la cola con él se le antojaba demasiado agotadora. Diría que se había olvidado. No era del todo mentira.

Las violentas fantasías de su imaginación cambiaron cuando llegó a la curva de la amplia avenida que llevaba hasta la calle sin salida donde se encontraba su hogar. El hombre al que se había imaginado dando una paliza hasta que le pedía perdón y le suplicaba no era un ladrón, sino el pecoso que repartía las raciones. ¿Cómo que si no podían hacer crecer más rápido la avena? ¿A qué había venido eso? ¿Había insinuado de broma que podía usar los cadáveres de su familia como fertilizante? ¿Se había atrevido a amenazarlas? ¿Quién coño se creía que era?

«No —oyó decir a una voz en su mente, con la misma claridad con la que lo habría dicho Anna de estar junto a ella—. No. Estaba enfadado porque le hubiese gustado ayudar más, pero no podía. Saber que no puedes dar todo lo necesario es una carga. Eso es todo. Perdónale.»

Namono sabía que debería perdonarlo, pero era incapaz.

La casa en la que vivían era pequeña. Media docena de estancias hacinadas como un niño que comprime un puñado de arena húmeda. El lugar no tenía ángulos rectos ni esquinas, lo que más bien lo hacía parecer una gruta o una caverna en lugar de algo que había sido construido. Hizo una pausa para intentar despejar la mente antes de abrir la puerta. La puesta de sol ya se había perdido detrás de la roca Zuma, y el humo y la tierra del aire se recortaban contra los haces de luz que surgían desde detrás del montículo. Era como si la piedra tuviese una aureola. Y en el cielo nocturno destacaba un punto de luz. Venus. Puede que esa noche se fuesen a ver las estrellas. Se aferró a la idea con la misma fuerza que lo haría a un bote salvavidas en mar abierto. Puede que se fuesen a ver las estrellas.

El interior de la casa estaba limpio. Alguien había sacudido las alfombras y barrido los ladrillos del suelo. Olía a lilas gracias a las pequeñas bolsitas de ambientador que les había regalado uno de los parroquianos de Anna. Namono se enjugó la última de sus lágrimas. Podría mentir y decir que los tenía rojos debido a la tierra que había en el ambiente. Puede que no la creyesen, pero a lo mejor ellas también fingían.

—¿Hola? —llamó—. ¿Hay alguien en casa?

Nami salió disparada del dormitorio del fondo. Los pies descalzos restallaron en los ladrillos mientras corría hacia la puerta. La pequeña ya no era tan pequeña. Ya le llegaba a las axilas a Nono. Y a los hombros a Anna. La dulce inocencia de la juventud había desaparecido para dejar paso a la complicada y revoltosa belleza de la adolescencia, que empezaba a abrirse camino a través de su voz. Tenía la piel algo más clara que la de Nono y el pelo frondoso y encrespado, pero su sonrisa era inconfundiblemente rusa.

—¡Has vuelto!

—Claro que he vuelto —dijo Nono.

—¿Qué has traído?

Namono sacó el paquete blanco y se lo dio a su hija. Luego le dedicó una sonrisa de la que rezumaba complicidad y se acercó aún más a ella.

—¿Por qué no vas a ver qué hay dentro y luego me lo cuentas?

Nami le devolvió la sonrisa y se dirigió a la cocina, como si los recicladores de agua y la avena de crecimiento rápido fuesen el mejor de los regalos. El entusiasmo de la niña era enorme y, en gran medida, también sincero. La parte falsa de su comportamiento era para demostrar a sus madres que no tenían por qué preocuparse por ella. Eran una familia muy unida porque siempre intentaban protegerse entre ellas, algo que Namono no tenía muy claro si era bueno o malo.

Anna estaba tumbada entre los cojines en la cama del dormitorio. Tenía un enorme volumen de Tolstói junto a ella, con el lomo arrugado debido a que se trataba de una relectura. Guerra y paz. Tenía la piel grisácea y demacrada. Nono se sentó junto a ella con cuidado y le puso una mano sobre la piel de su muslo derecho que quedaba al descubierto, justo sobre la rodilla que se había roto. Ya no la tenía caliente, ni tampoco estirada como la de un tambor debido a la hinchazón. Era buena señal.

—Hoy el cielo estaba azul —dijo Nono—. Puede que esta noche hasta salgan las estrellas.

Anna le dedicó su sonrisa rusa, la misma que los genes de su esposa le habían dado a Nami.

—Pues genial. Parece que la cosa mejora.

—Sí, y ya va tocando —dijo Namono, que se arrepintió al momento del tono desanimado de su voz. Intentó salvar la papeleta cogiendo la mano de Anna—. Tienes mejor aspecto.

—Hoy no me ha dado fiebre —anunció Anna.

—¿Nada?

—Bueno, solo un poco.

—¿Han venido muchos invitados?

Namono intentó mantener un tono ligero y conversacional. Después del accidente, los parroquianos habían armado un buen escándalo para traer regalos y ofrecer su ayuda, lo que no le dejaba tiempo libre para descansar. Namono se había puesto muy seria y había intentado echarlos. Anna lo había permitido en parte, porque sabía que así evitaba que sus feligreses le diesen parte de las raciones que necesitaban para sobrevivir.

—Se ha pasado Amiri —dijo Anna.

—¿Ah, sí? ¿Y qué quería mi prima?

—Es que hemos acordado hacer un círculo de oración para mañana. Solo será una docena de personas. Nami me ha ayudado a limpiar la habitación principal. Sé que debería habértelo preguntado antes, pero...

Anna cabeceó hacia su pierna dolorida y extendida, como si su incapacidad para ponerse en pie detrás de un púlpito fuera lo peor que le había pasado jamás. Y quizá lo fuese.

—Si te ves con fuerzas... —accedió Namono.

—Lo siento.

—Te perdono. Otra vez. Siempre.

—Eres muy buena conmigo, Nono. —Luego se acercó un poco a ella y habló en voz baja para que Nami no la oyera—: Hubo una alerta mientras estabas fuera.

A Namono se le heló la sangre.

—¿Dónde va a caer?

—No va a caer. Han conseguido detenerla, pero...

Anna fue incapaz de seguir. Habían tirado otra roca. Otra roca hacia las ruinas en las que se había convertido el pozo de gravedad que era la Tierra.

—No se lo he dicho a Nami —dijo Anna, como si querer evitar que su hija se asustase fuera otro pecado por el que tuviera que arrepentirse.

—No pasa nada —dijo Namono—. Yo se lo diré si es necesario.

—¿Cómo está Gino?

Namono estuvo a punto de pronunciar el «me he olvidado» que tenía preparado, pero fue incapaz de mentir. Quizá podía mentirse a sí misma, pero no a Anna.

—Voy a ir ahora.

—Es importante —insistió su esposa.

—Lo sé, pero es que estoy muy cansada...

—Por eso es importante —dijo Anna—. Cuando hay una crisis siempre nos unimos, y lo hacemos por naturaleza. Nos sale de dentro. Pero cuando la cosa empieza a alargarse, tenemos que empezar a hacer el esfuerzo. Tenemos que asegurarnos de que todo el mundo tiene claro que nos apoyamos.

Ya podía caer otra roca y que la armada no la detectase a tiempo. Ya podía fallar la hidroponía por las malas condiciones y dar lugar a una hambruna. Ya podían estropearse las purificadoras de agua. Ya podía pasar una de los cientos de cosas que podían ocurrir y acabar con ellos.

Pero en ningún caso algo así significaría un fracaso para Anna mientras todos estuviesen bien y fuesen amables entre ellos. Anna sentiría que había cumplido con su cometido en la vida mientras todos hiciesen lo posible para que la muerte no fuera algo tan traumático. Y quizá tuviera razón.

—Claro —dijo Namono—. Solo quería traerte los suministros primero a ti.

Nami entró a la carrera un instante después con una purificadora de agua en cada mano.

—¡Mirad! ¡Otra maravillosa semana en la que beberemos pipí filtrado y agua de lluvia sucia! —dijo con una sonrisa en el rostro. Namono se sorprendió al comprobar por enésima vez que la hija de ambas se pareciese tanto a sus madres.

El resto del paquete contenía discos de avena listos para cocinar, cajas de algo que en chino e hindi ponía que era pollo en salsa strogonoff y varias pastillas. Vitaminas para todas. Analgésicos para Anna. Algo era algo.

Namono se sentó con su mujer y le sostuvo la mano hasta que los párpados de Anna empezaron a cerrarse y sus mejillas adquirieron el color propio de alguien que está a punto de dormirse. A través de la ventana, los últimos rayos del sol del ocaso se proyectaban en el cielo enrojecido y empezaban a desaparecer. El cuerpo de Anna se terminó de relajar. La tensión desapareció de sus hombros y de su frente. Anna no se quejaba, pero el dolor de la herida y el estrés de haberse quedado discapacitada de improviso se habían mezclado con el miedo que todos compartían en aquella situación. Era muy placentero ver cómo todo desaparecía de su gesto, aunque solo fuese mientras dormía. Anna siempre había sido una mujer guapa, pero cuando dormía era preciosa.

Nono esperó hasta que la respiración de su pareja se tornó profunda y regular antes de levantarse de la cama. Cuando estaba a punto de llegar a la puerta, Anna habló con la voz abotargada propia del sueño.

—No te olvides de Gino.

—Voy ahora mismo —dijo Nono en voz baja, y la respiración de Anna volvió al ritmo lento y pausado de antes.

—¿Puedo ir yo también? —preguntó Nami mientras Nono se acercaba a la puerta de la calle—. Los terminales han vuelto a dejar de funcionar y no tengo nada que hacer.

Nono pensó en decirle: «Es muy peligroso salir al exterior» o «Puede que tu madre te necesite», pero su hija le dedicó una mirada llena de ilusión.

—Venga, vale. Pero ponte los zapatos.

El paseo hasta la casa de Gino fue como bailar entre las sombras. Los paneles solares de emergencia habían recibido la luz suficiente como para que la mitad de las casas junto a las que pasaron tuviesen encendidas las luces del interior. Era poco más que el resplandor de una vela, pero mucho más que antes. La ciudad aún seguía envuelta en las sombras. Las farolas no funcionaban y los rascacielos no tenían luz alguna. Solo había algunos puntos de luz en la sinuosa arcología que se extendía por el sur.

Namono tuvo el recuerdo repentino de cuando era más joven de lo que era su hija ahora y había viajado a la Luna por primera vez. Recordó el brillo cegador de las estrellas y la belleza innegable de la Vía Láctea. Había más estrellas ahora a pesar de la tierra que flotaba en el ambiente que las que se veían cuando la ciudad estaba del todo iluminada. La Luna brillaba: creciente, plateada y con un entramado dorado. Cogió la mano de su hija.

Los dedos de la niña eran muy gruesos, mucho más de lo que habían sido hacía no mucho tiempo. No paraba de crecer. Ya no era su pequeña bebé. Todos los planes que tenían para que fuese a la universidad y para viajar juntas habían desaparecido de un plumazo. El mundo en el que creían que la iban a ver crecer se había hecho añicos. Sintió una punzada de dolor al pensar en ello, como si hubiese estado en su mano hacer algo para evitarlo. Como si, en cierta manera, fuese culpa suya.

Se oían voces en la oscuridad cada vez más profunda por la que avanzaban, aunque no tantas como antes. En el pasado había mucha más vida nocturna en el barrio. Los pubs, los artistas callejeros y la música machacona y escandalosa que se había puesto de moda hacía no mucho tiempo adornaban todos los rincones de la calle. Ahora la gente se iba a dormir poco después del atardecer y se levantaba con los primeros rayos de sol. Namono distinguió el olor a comida que salía de una cocina. Le resultó extraño que oler avena hervida pudiese resultarle reconfortante. Tenía la esperanza de que el anciano Gino hubiese ido a la furgoneta o que uno de los parroquianos de Anna le hubiese acompañado a estas alturas. De no ser así, Anna insistiría en darle al hombre parte de sus raciones, y Namono tendría que aceptarlo.

Pero aún no sabía qué iba a pasar y no tenía sentido empezar a darle vueltas a un problema antes de que ocurriese. Ya tenía bastantes cosas de las que preocuparse. Cuando llegaron al cruce que daba a la calle de Gino, el Sol ya había desaparecido por completo del horizonte. La única prueba de que la roca Zuma seguía estando ahí era la oscuridad más profunda que se erigía miles de metros sobre la ciudad, como si la tierra levantara un puño desafiante hacia los cielos.

—Vaya —dijo Nami en voz tan baja que más bien pareció un resoplido—. ¿Lo has visto?

—¿Si he visto el qué?

—La estrella fugaz. ¡Mira, otra!

Y allí estaba, distinguió un breve haz de luz entre el acompasado titilar de las estrellas. Y luego otro. Allí de pie y cogidas de la mano vieron media docena más. Hizo todo lo que pudo para no darse la vuelta y empujar a su hija hacia una puerta donde intentar refugiarla. Había tenido lugar una alerta, pero la armada de la ONU había conseguido evitar el impacto. Puede que esas llamaradas en la atmósfera superior no tuviesen relación alguna. O puede que fuesen los restos de la roca.

Sea como fuere, las estrellas fugaces eran algo bonito en el pasado. Algo inocente que ya nunca volvería a ser lo mismo. Al menos no para ella. Y tampoco para ninguno de los habitantes de la Tierra. Cada haz de luz que divisasen en el espacio podría llegar a convertirse en el anticipo de su muerte. En el silbido de una bala. En una voz que les hablara con claridad para anunciar: «Todo lo que tenéis podría acabar ahora mismo y no podéis hacer nada para evitarlo».

Vieron otra de esas luces, intensa como una antorcha, que llameó como una bola de fuego silenciosa del tamaño de un pulgar.

—Hala, qué grande era esa —dijo Nami.

«No —pensó Namono—. No era tan grande.»