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Pero siempre hay un momento en la historia en el que quien se atreve a decir que dos y dos son cuatro está condenado a muerte.
Albert Camus
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No creen en ningún Dios, pero ensalzan la religión de estos contra la de aquellos y la de aquellos contra la de estos. No buscan el nacionalismo, pero lo promueven con grandes titulares que se aferran a páginas históricas que desentierran muchos fantasmas y abren demasiadas llagas. Y no buscan la libertad, pero alientan independencias, atizando la fiebre a un propio destino que no existe, sino para algunos exaltados que creen poder alzarse con el pan y la limosna y pasar a la historia de su nuevo país.
No han creado ningún medio de difusión: les ha bastado con comprar la voluntad de sus propietarios y de los periodistas más destacados, los que mueven la opinión pública; ni establecido ninguna editorial: ha sido suficiente con subvencionar a la que más les ha interesado para promover a los autores que les convenían y el tipo de literatura que pretendían masificar.
Con tan poco han sido capaces de polarizar la sociedad, dividiéndola.
Para que el reloj funcione, basta con darle cuerda.
Un ultramoderno helicóptero silencioso pintado de negro, sin matrícula ni identificativos, desciende con el sordo estridor de la infinitud de alas de una plaga de langostas y toma tierra en el llano que se abre frente a la casa rural. Varios hombres armados bajan de él tan pronto toca el suelo y se despliegan en torno a la casa, en un movimiento que parece muy estudiado. Por sus uniformes, parecen miembros paramilitares de la Ustaše croata.
Rodean la casa y, tras ponerse mascarillas antigás y lanzar un par de bombas lacrimógenas por algunas ventanas, irrumpen desde varios puntos disparando contra todo. Algunos de los soldados suben apresuradamente las escaleras dando gritos y, sin dejar de vocear mil órdenes y amenazas, sacan a rastras a todos los habitantes al exterior y los hacen arrodillarse en el patio delantero. Se trata de una familia numerosa muy prestigiosa y respetada en toda la zona, aunque no se le conocen actividades políticas.
Dos de los militares toman a un par de mujeres jóvenes, una de ellas casi una niña, y las violan con innecesaria brutalidad allí mismo, ante los demás miembros de su familia. Los soldados que no participan en la barbarie ríen aparatosamente, mientras los niños lloran y uno de los hombres, tratando desesperadamente de evitar el sufrimiento de las suyas, se pone en pie. Uno de los agresores que los custodian le da muerte con mecánica frialdad y sin dejar de reírse, disparándole a la cabeza.
Parece que la indigna tropa disfruta, entretanto los detenidos no comprenden qué está pasando, qué ciego Dios ha abierto de par en par las puertas del infierno y ha permitido que escaparan estos diablos.
Gritos y risas se alean en desafinado concierto hasta casi el alba, mezclándose el semen y las lágrimas en sucesivas violaciones.
Todos los soldados han ido cometiendo la misma atrocidad por riguroso turno.
Cuando aún vistiéndose el último de ellos regresa con sus camaradas, ya todos satisfechos de su animalidad, quien les comanda mira su reloj, saca de su bolsillo un jirón de hombrera con las insignias de la Ustaše, se lo alarga al anciano que parece el patriarca de la familia, y cuando lo ha tomado en su mano temblorosa, le dispara en la frente.
Al instante, todos los demás soldados abren fuego contra sus prisioneros hasta agotar la munición de sus armas. Ponen nuevos cargadores, y los descargan de nuevo en las víctimas, ya todas ellas cadáveres. La nota de salvajismo parece fundamental en su concierto, acaso el objetivo último de su misión. Luego se dirigen al establo, y disparan también a los animales. La nota de muerte no está completa si sobrevive cualquier ser.
Terminada la faena, varios hombres arrojan algunas granadas incendiarias por las ventanas de la casa y, a la vez que el crepitar de las llamas se impone al rumor de alas de langostas del rotor del helicóptero que se ha puesto en marcha, tan silenciosamente como ha llegado suben a él y parten.
Sobre el suelo queda una docena de cadáveres a los que difícilmente se pueden identificar y la monumental columna de humo que se enrosca en las turbulencias de las palas del rotor.
El silencio es tan absoluto que ni los pájaros cantan.
Solamente unas horas después se quiebra esta paz de cementerio. El viejo lechero que cada día hace esta ruta recogiendo el fruto del primer ordeño, ha llegado a toda prisa alertado por la humareda, se ha encontrado con el macabro linchamiento y ha corrido tanto como le han dado de sí sus ancianas piernas hasta el pueblo próximo para dar la voz de alarma.
Muchos han subido hasta la granja corriendo o en caballos. Entre ellos hay casi a partes iguales vecinos y parientes, y todos aúllan de dolor, no sabiendo por dónde comenzar a recoger los cuerpos para que no se les desmoronen entre las manos.
Los asesinos no han respetado a nadie, ni al pequeño Shalibor, quien apenas si contaba con dos años de vida, ni a los ancianos, y queda claro qué han hecho con las dos mujeres más jóvenes de la familia. La crueldad que han mostrado los criminales es a todas luces excesiva, no se entiende por qué. Sin embargo, todos callan cuando entra en el patio el joven y arrogante Željko. Escoltado por sus inseparables amigos Mlajo y Slavko, se dirige hacia los cadáveres, hinca rodilla en tierra y los mira detenidamente.
Esa mujer es su esposa, y ese niño, Shalibor, su hijo. Él debería haber estado con ellos, pero se encontraba en el pueblo con sus amigos, organizando a los hombres más jóvenes para defenderse de la violencia que la mayoría croata está ejerciendo contra la minoría serbia de Krajina.
Baja la cabeza, y después de un momento en el que intenta sin éxito contener las lágrimas, ruge como un tigre a la vez que estrecha contra sí el desgajado cuerpo de su joven esposa. Ya comprende que ha sido violada, y supone por quién. Mientras piensa en esto, ve el jirón de tela que asoma en el puño del cadáver de su padre, tiende con mimo el cuerpo de su esposa en el suelo, abre la mano del anciano y, al poner ante sus ojos llorosos la hombrera con las insignias de la Ustaše, la identifica enseguida.
Puesto en pie, gritando como un poseso, blande la prueba que identifica a los asesinos y exige un pacto de venganza que enseguida todos corean.
«Cien por cada uno, sin piedad», se juramentan.
La paz se ha alejado definitivamente. Los muertos no podrán descansar hasta que no sean vengados, y los rictus de horror de sus rostros de muñecos rotos se han marcado para siempre en las almas de todos los presentes.
Un ultramoderno helicóptero silencioso pintado de negro, sin matrícula ni identificativos, desciende con el sordo estridor de la infinitud de alas de una plaga de langostas y toma tierra en el llano que se abre frente a la casa rural. Varios hombres armados bajan de él tan pronto toca el suelo y se despliegan en torno a la casa, en un movimiento que parece muy estudiado. Por sus uniformes parecen paramilitares miembros de los Tigres de Arkan.
Rodean la casa y, tras ponerse mascarillas antigás y lanzar un par de bombas lacrimógenas por algunas ventanas, irrumpen desde varios puntos disparando contra todo. Algunos de los uniformados suben las escaleras y, entre gritos y consignas imperiosas, sacan a rastras a todos los habitantes fuera y los hacen arrodillarse en el patio delantero.
Se trata de una familia numerosa muy prestigiosa y respetada en toda la zona, aunque no se le conocen actividades políticas.
Sorbo a sorbo, los tigres beben el licor de la venganza, multiplicando el dolor y la saña.
La historia se repite, ahora con la familia del comandante croata Ante Klovina, a quien le saben responsable del cruel asesinato de la familia de Željko y el mismo que relanzó el grito de exterminio contra los chetniks que propició la masacre de los serbios.
El viento llega gélido desde Gog.
El invierno ya es inminente. Huele a nieve fresca, pero tiene un regusto a sangre y a odio que amarga.
El reloj ya camina solo. Por delante le quedan incontables horas negras, hostias tintas de muerte que devorarán los Tigres, los Beli Orlovi, los demonios liberados de todos los infiernos.
En Zagreb, algunos se reúnen en torno a una mesa atestada de vasos y botellas de licor.
Ríen.
Son los relojeros.
Hoy no trabajan, sino que celebran su éxito; pero será por poco tiempo, el justo de recuperar el aliento porque ya les han llegado instrucciones para poner en marcha otros relojes cargados de horas negras.