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Tú no eliges las pruebas: ellas te eligen a ti.
Daddy Yankee
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Apenas llegó el juez Andrada con el director para proceder al levantamiento de los cadáveres, los informé brevemente de mis primeras valoraciones y de cuanto el inspector jefe de la Científica me había adelantado, salí de la sala después y me dirigí a visitar personalmente los escenarios de los otros crímenes, todos ellos cometidos en los despachos particulares de los otros jueces.
Barajaba distintas opciones sobre el tipo de profesionales que podrían haber perpetrado la ejecución de los miembros del Consejo mientras Juantxo me llevaba al primero de los bufetes en los que se cometieron los otros asesinatos, pero ninguna de las que cotejaba me parecía lo suficiente coherente por no tener claro el móvil. Sin motivo no había justificación para el delito y, desde luego, no estaba yendo en pos de ninguna clase de locos.
Descartada en primera instancia que tales crímenes los hubieran perpetrado cárteles internacionales ni movimientos terroristas debido al sofisticado método empleado, no me resultaba fácil inferir qué organización tendría interés en las muertes de esos letrados y jueces ni cuál podría ser el beneficio que eventualmente obtendría de semejante ataque al corazón judicial del Estado.
Tal vez los asesinatos fueran un castigo, sí; pero ¿de quién a quiénes? ¿Quizá al mismo Estado por su participación en las guerras del Oriente Medio como escoltas de los EEUU? En ese caso, cabría la posibilidad de que hubieran participado los Servicios Secretos de un país de aquellos contra los que había actuado o con los que estaba enfrentado, como Siria o Irán, y con toda seguridad no les faltarían ni recursos ni capacidad operativa.
Sin embargo, algo me decía que esa hipótesis de trabajo era excesiva, al menos considerando los datos disponibles, porque España no debía representar para ellos un enemigo tan de primera línea por más que fuera el más vulnerable de toda la alianza occidental. ¿Qué ganarían con eso, suponiendo una autoría de especialistas sirios o iraníes? Obviamente, nada. El que murieran jueces o no, o aun el que se desarticulara una parte tan insignificante del aparato del Estado no iba a propiciar que el Gobierno variara su actitud.
No, no; era demasiado pronto como para avanzar conjeturas verosímiles o plantear hipótesis plausibles con los escasos datos que tenía, y por más que el asunto hubiera logrado atrapar la totalidad de mis sentidos, comprendí que no tenía más remedio que esperar y reunir datos incontestables. Además, fueran quienes fueren los asesinos seguramente no tardarían en hacer una reivindicación de su hazaña, y esto orientaría mi investigación, si es que era la única y no una paralela a la que estuvieran llevando a cabo otras instituciones, como el CNI, por ejemplo.
En los seis casos anteriores al asesinato múltiple del Consejo, el método parecía haber sido tal cual se describía en los informes que Claudio me había facilitado. Un sicario solitario que entraba sin decir palabra hasta el despacho de la víctima, cometía su crimen, husmeaba en el escritorio y se iba. Ninguno de los testigos tuvo tiempo de reacción para otra cosa que temblar de pánico o, a lo más, para huir en desbandada o esconderse en el rincón que encontrara más a mano, impidiéndole la sorpresa reparar en ninguna clase de detalle. Luego, una vez los testigos se supieron a salvo, avisaron a la policía y, cuando esta llegó, nada anormal encontraron, excepto los cadáveres.
La sorpresa funciona así, especialmente si participa en ella otra alarma adicional como un ruido ensordecedor o un peligro inminente contra la propia vida: bloquea completamente el entendimiento. Los sentidos, y aun la misma mente, en tales situaciones únicamente son capaces de percibir vías de escape o supervivencia, y no siempre porque, si la sorpresa es excesiva, incluso el instinto de supervivencia experimenta una parálisis total. Ante una situación de violencia extrema inesperada, lo normal es que nadie sea capaz de comprender qué ha sucedido hasta mucho después del suceso se haya verificado, y eso es algo que sabemos bien los policías.
Lo que más llamó mi atención, no obstante, era que todos los testigos coincidieran en que los asesinos perdieron algún tiempo en husmear en los escritorios y que ninguno mencionara ni de refilón que estos abrieran o cerraran cajones, cual si lo que buscaran estuviera siempre en el mismo lugar: sobre ellos.
Estos testimonios se limitaban a los de algunas secretarias y a un par de visitantes ocasionales que se encontraban en la antesala de los despachos cuando se verificaron los hechos. La planificación y metodología de los crímenes, considerando estas manifestaciones, eran una evidencia por sí mismos.
Método y planificación.
Los asesinos sabían lo que se hacían y cómo llevar a cabo su siniestra tarea. No solamente estaban al tanto de que el día de autos libraban en sus juzgados, sino que también sabían dónde desempeñaban sus labores privadas y, según el testimonio de los testigos, dónde se ubicaban exactamente sus despachos. Irrumpieron, se dirigieron a los gabinetes sin musitar palabra, sacaron sus armas y dispararon sin más. Luego, entretanto se producía una desbandada en la antesala, hurgaron en el escritorio, se apropiaron o dejaron lo que fuera y salieron igual que habían entrado, por la misma puerta y con idéntica tranquilidad.
Profesionales, en fin, muy experimentados en ese tipo de golpes.
Inspeccioné minuciosamente los escritorios usando unos guantes de látex y cuidándome de no mover nada del lugar en que se encontraba, por si en los próximos días fuera preciso regresar para ulteriores indagaciones.
Mi instinto se afanaba en hallar algo que indefinidamente ya intuía, pero que no podía precisar aún con exactitud de qué clase de pista se trataba, o si ese algo era algún documento u objeto que pudieran haber dejado o haberse llevado los sicarios.
Comparando lo que tenía ante mis ojos con las fotografías del informe, traté de reparar en qué había de extraño o diferente entre los distintos escritorios, o qué de anormalmente igual; pero en primera instancia no hallé nada fuera de lo común entre ellos: los expedientes que tenían ante sí las víctimas en el instante de sus óbitos, fotografías enmarcadas, teléfonos, lámparas, estilográficas o bolígrafos y algunos artículos de oficina como hojas de papel en blanco, clips, etcétera.
Usando la tecla de rellamada, tanto con los teléfonos de los gabinetes como con los de sus secretarias, pude ver los últimos números con los que las víctimas potencialmente se habían comunicado, y los anoté en mi libreta; pero después de visitar todos los escenarios comprobé que no había coincidencia alguna entre ellos.
Todo lo demás parecía normal, y decidí que no tenía demasiado sentido tomar nuevamente declaración a los testigos, al menos por el momento, a no ser para elaborar unos retratos robot que nos pudieran dar una idea aproximada de a quiénes estábamos buscando, siquiera fuera por la raza.
Había que hacerlo, sin embargo.
Tal vez se les podría citar el día siguiente en la Central, concediéndome así algunas horas más para ir colocando las pocas piezas del rompecabezas que tenía entre manos en algo parecido a su sitio.
Aunque es preceptivo realizar los interrogatorios inmediatamente para evitar que los testigos puedan olvidar detalles importantes, llevarlos a cabo sin saber hacia dónde dirigir las pesquisas, también producir un enredo mayor.
Como no podía ser de otra manera, y tanto más en un caso tan complejo, me sentía confuso. ¿Para qué perder el tiempo en el escenario del crimen quien perpetra un asesinato si no era para dejar una reivindicación o una firma de su delito? O todos los testigos habían supuesto una misma actuación que no se verificó, o realmente los asesinos se habían tomado unos segundos para hacer algo en aquellos despachos, y necesariamente en ese caso entre aquellos objetos ordinarios que había sobre las mesas faltaba o se encontraba una pista capital.
No daba con ella, pese a mis esfuerzos, y traté de retener en mi memoria la distribución exacta de cada objeto sobre los escritorios. Seguramente, además de las dos o tres fotografías de cada bufete que tenía en mi informe, los técnicos habrían tomado otras muchas de todo, aunque siempre he confiado más en mi instinto y en lo que me susurran los escenarios de los crímenes que en las cuestiones estrictamente periciales, extremadamente útiles, pero frías y sin conciencia.
No dejé de confrontar mentalmente los datos recabados hasta el momento mientras ya de noche me dirigía al laboratorio para encontrarme con Fermín, el jefe de la brigada de la Policía Científica, porque intuía que había tenido frente a mí la firma de los asesinos, pero no había conseguido identificarla.
¿Qué de interesante podrían llevarse unos asesinos que operaban con idéntico método de disímiles despachos de diferentes jueces que estaban a cargo de multitud de procedimientos judiciales que no tenían nada que ver unos con otros, entre otras cuestiones porque todas las víctimas eran titulares de distintos juzgados? O, todavía, ¿con qué fin dejar una firma si esta le podía pasar desapercibida al investigador? ¿O es que no era para eso que los criminales firmaban sus atrocidades, para que se supiera quién había sido el autor y qué le impulsaba a perpetrar tan terrible acto?
Algo se me escapaba, definitivamente.
Entré ensimismado en los laboratorios de la Brigada, apenas identificándome con mi placa en la entrada. Mil ideas dispares me bullían en la cabeza produciendo un estrépito ensordecedor, y como un autómata me dirigí al despacho de Fermín. Al no encontrarlo en él, fui a la sala adyacente y allí le hallé, ante la pantalla de un ordenador que no cesaba de dibujar líneas de colores en un gráfico, sin duda como resultado de algún análisis que estaba realizando.
Toqué con los nudillos el marco de la puerta para advertirle de mi presencia, y enseguida se giró hacia mí.
—Pasa, Antonio: te esperaba. Si tardas un poco más, ni me encuentras.
—Buenas noches, Fermín. ¿Lograste avanzar algo? —le pregunté, yendo directamente al grano.
—Mucho; pero aún es pronto para otra cosa que meras suposiciones. Hay pruebas y análisis que requieren muchas horas, incluso días. Por ahora te diré que, como te podrás imaginar, el número de muestras orgánicas que hemos recopilado en los escenarios es enorme, y que los resultados de los análisis de ADN precisarán un par de días más por lo menos. Lo más probable es que la mayoría de ellas pertenezcan a las propias víctimas, al personal, a simples visitantes o a personas de paso; pero confío que algunas puedan pertenecer a los asesinos y te sirvan. ¡Si los criminales supieran la cantidad de restos de nuestro cuerpo que vamos perdiendo por ahí, sin duda se lo pensarían bien antes de meterse en estos enjuagues! Oye, ¿no te sientas?
—No estoy cansado, gracias. ¿Y de lo demás, los cuerpos de los jueces y los gases del Consejo?
—Las autopsias las practicarán mañana por la mañana, de modo que respecto a eso tendrás que esperar —me contestó poniéndose en pie—. De todos modos no te esperes mucho más que una confirmación de lo que ya suponemos, al menos en los cuerpos de los del Consejo. En lo que sí hemos podido avanzar ha sido en lo de ese mecanismo y los gases que emplearon en la sala de juntas del Consejo.
Al decirlo, señaló precisamente a los gráficos que serpenteaban en la pantalla del ordenador.
—¿Y bien? Te imaginarás que eso para mí es chino mandarín.
—Bueno, te diré que el mecanismo de activación por control remoto del artefacto es casero. Muy sofisticado, eso sí; pero casero. No son componentes demasiado difíciles de encontrar en una tienda de material electrónico, pero lo que es extraordinariamente curioso es el sistema que utiliza. Nunca habíamos visto algo parecido, y si te puedo ofrecer alguna certeza, es que eso no lo ha diseñado un aficionado. Es ingeniosísimo. Funciona en una frecuencia racionalmente común, pero en una banda inusualmente estrecha, además de que cuenta con un filtro finísimo que evita posibles interferencias. A los técnicos les pareció algo así como la cuadratura del círculo por su simplicidad y, al mismo tiempo, su prodigiosa eficacia. Un portento de técnica, ya te digo, sin duda diseñado por alguien que sabe mucho de electrónica y que no quería correr riesgos de ninguna clase.
—¿Y los gases?
—Eso es otra cosa bien distinta. Hemos sometido las bombonas a diferentes pruebas. ¿Sabías que no liberaron toda su carga? No tenemos ni idea aún sobre si ha sido así por un fallo del mecanismo o si porque lo desactivaron cuando dosificó la cantidad suficiente; pero por lo especializado del asunto nos tememos que lo segundo: liberaron exactamente la dosis que querían. En todo caso, es muy raro porque esperábamos hallar apenas unos residuos y nos hemos encontrado casi con media carga en cada bombona. ¡Imagina que hubieran liberado eso de segundas estando nosotros allí!
—¿No sería que ese era su propósito?
—Pudiera ser, pero qué suerte tuvimos entonces, ¿no? Lo estamos estudiando, y creo que, si todo va bien, mañana o pasado lo sabremos con total seguridad. Ingeniería inversa, ya sabes. Si quieres mi opinión de experto, pero nada más que eso, una opinión, te diré que los asesinos querían que supiéramos qué contienen las bombonas.
—¿Tú crees?
—Bueno, si consideras que parecían saber la dosis exacta necesaria, no tiene mucho sentido dejar restos como para que pudiéramos analizarlos. A priori parece un contrasentido tanta sofisticación para la mitad del trabajo y que la otra mitad sea una chapuza. No; creo que estaba pensado de esta manera, y sin duda es un mensaje para ti, para el investigador, aunque no puedo imaginar cuál.
—Bueno, ya veremos. ¿Sabes ya de qué gases se tratan?
—Después de someterlos al cromatógrafo de flujo capilar y a falta de otras pruebas que requieren un poquito más de tiempo, te puedo adelantar que por una parte tenemos un gas anestesiante (narcotizante, sería más correcto decir) de efecto inmediato y con claros componentes opiáceos; y por otra un gas letal que, adelantándome a un par de ensayos que estamos realizando, me atrevería a determinar que es del tipo GD, de cuarta generación: militar, por si no me sigues, y no en poder de cualquier ejército, precisamente.
—¿Lo tiene el español?
—No oficialmente, que sepa. En realidad, oficialmente no lo tiene ninguno. Ya sabes cómo funciona eso; pero vete a saber qué tienen en verdad y qué no. Es algo extremadamente raro, y esto sí que no se encuentra en la tienda de la esquina. Ninguno de esos dos gases es de empleo común o siquiera sea avanzado, y mucho menos para cuestiones civiles. Dudo que ni siquiera el CNI sepa algo de este tipo de tecnología, y ya un ciudadano común o una banda de maleantes, ni te cuento: ni en sueños podrían tener idea de su simple existencia. Demasiado especializado, excesivamente caro y casi imposible de conseguir. Estos gases pertenecen a los arsenales químicos de algunos ejércitos, y ya te puedes imaginar que estos dan poca publicidad a lo que tienen o dejan de tener en sus santabárbaras. En cuanto al gas narcótico, para mí que también es militar. Hazte una idea de su eficacia si te digo que, con una dosis minúscula, de apenas unas partes por millón, un ratón de laboratorio tardó en quedar inmovilizado, en algo parecido a un coma inducido, menos de un cuarto de segundo. Respecto de la mortalidad del gas letal, a otro ratón al que se le sometió a una dosis parecida, murió de forma prácticamente instantánea.
—¿Qué quiere decir de cuarta generación?
—Que son productos médicos, obtenidos aplicando los conocimientos que se lograron después de secuenciar el genoma humano. Lo último de lo último, vaya. Los que se dedican al negocio de la muerte son así de modernos, chico. No actúan sobre los pulmones o el sistema nervioso central como otros gases, el sarín, el mostaza y todos esos, sino que bloquean cada célula del organismo actuando sobre el propio ADN. Tanto da respirarlo o estar en contacto con él, porque con que alcance la piel es suficiente. Mañana, seguramente, te podré facilitar más datos; pero el informe final me llevará un poco más de tiempo.
—Puedo esperar. Con lo que me cuentas creo que tengo suficiente por ahora.
—Pues ya es tener, amigo mío. Antonio, me temo que aquí hay manos muy poderosas y que no te enfrentas a un caso ordinario, nada más considerando con qué herramientas trabajan y qué pistas te dejan para que te entretengas dándole vueltas a la cabeza. ¡A saber, de ser verdad, si siquiera esas pistas que parecen dejarte son falsas y lo han hecho para confundirte! De lo que no hay duda es de que querían matar y han matado limpiamente, y sin sufrimiento.
—¡Qué considerados!
—Lo que tú quieras, pero, según lo veo, querían el resultado...
—Y lo han obtenido.
—Y lo han obtenido, sí. Bueno, en cuanto tenga más datos te los hago llegar.
Era tarde y se hacía evidente que Fermín tenía prisa por regresar a su casa.
También yo estaba cansado y quería dormir.
A menudo sueño y, a veces, en esos sueños se me presentan ideas que puedo utilizar en la investigación que tengo entre manos, como si soñando mi cerebro fuera capaz de funcionar de forma independiente, sin las distracciones de la vigilia. Unos sueños que no solamente me han servido en las cuestiones profesionales de mi vida, sino en cualquier aspecto de ella. Ellos fueron los primeros en advertirme bastantes años atrás del embarazo de quien entonces era mi esposa, antes de que dieran positivas los resultados de las pruebas, y me avisaron con mucha antelación a que ningún síntoma lo delatara que ella tenía un amante.
Le pedí a Juantxo que me acercara hasta mi casa, obviando pasar por la Central para redactar el informe que me había pedido el juez Andrada.
Mañana sería otro día.
Vivía solo, casado con mi profesión. Siendo inspector de policía y una vez divorciado, me era ya imposible tener otra pareja que esta o muchos cuernos, y esto segundo dolía más que un disparo a quemarropa. La recaída es siempre peor que la enfermedad, y ya había pasado lo suficiente como para aproximarme a otro punto de infección. Prefería la soledad, el trabajo y que en mi casa me recibiera el gato, quien nunca afearía mi proceder por llegar a las tantas o me sería infiel fuera de sus épocas de celo.
Mi gato y mis sueños, desde mi divorcio, eran para mí suficiente compañía.
Mientras me calentaba en el microondas un plato de comida precocinada, puse en el plato de Pitufo, mi gato, el contenido de una lata de pescado para no cenar solo, coloqué un mantel individual en la mesita baja que había entre el sofá y el televisor, y prendí el aparato.
Entretanto cenábamos pude ver cómo el país estaba convulsionado por la enorme delincuencia de cada día y los crímenes que se habían cometido ese. La relevancia de los personajes asesinados había ganado prácticamente el espacio a las demás noticias y casi todos los canales hablaban de lo mismo, aunque cada uno de ellos tratando de imprimir un toque más amarillo que los demás a los sucesos. Poco les parecían importar a los noticieros que más de cuarenta personas dejaran cada jornada su vida en crímenes propios de la delincuencia común, en asaltos violentos o en atracos a mano armada.
Desde un tiempo a esta parte la sociedad se había habituado a esta violencia como algo ordinario, y los asesinatos de los seis jueces —tanto más de los miembros del Consejo— habían sido para los medios una nueva veta en la que afilar sus garras periodísticas. O eso, o era que los poderes políticos, sintiendo que les alcanzaba el pánico y que el crimen era ya el dueño indiscutible de las calles desde hacía ya casi dos años, habían decidido mover todas sus fichas y detener el horror en las barricadas de la policía.
Si antes de que estallara la crisis, allá por 2021, nadie juraría que algo así podría pasar en Occidente, ahora, menos de una década después, jamás nadie en su sano juicio juraría que hubo un tiempo en el que un ciudadano podía ir por la calle sin temor a ser asaltado o dormir en su propia casa sin rejas en las ventanas.
Primero la corrupción, luego el desempleo y por fin la violencia gratuita, habían sido las causas de que la sociedad degenerara en la bestia salvaje que era. A pesar de los miles de vidas que costaba cada año una situación económica que mantenía a casi la mitad de la población entre el hambre y la delincuencia, parecía que era transitoriamente ocultada por el curso de algunas guerras lejanas y por el asesinato de algo más de un par de docenas de jueces.
Tertulias, reportajes, entrevistas amañadas que ensalzaban la función judicial, entre alguna que otra tan lírica como falsa elegía sobre alguno de los finados, e informativos especiales sobre los sucesos con los últimos datos obtenidos sobre el caso y angustiosas entrevistas a políticos, eran casi la programación exclusiva. No dejaban de darles vueltas y más vueltas a unos hechos que ninguno de quienes hablaban sabían siquiera cómo encajar, despeñándose por peregrinas conjeturas o por interesadas demagogias.
Por ser el investigador encargado del caso, nadie sabía al respecto más que yo y, sin embargo, ninguno de ellos, ya periodistas o ya políticos, dejaba de hablar y hablar, alcanzando suposiciones tan atrevidas como desquiciadas. ¿Qué extraño mecanismo convertía en tan locuaces a los más ignorantes?
Las ideas bullían en mi cabeza, dándose trompadas contra el cráneo como si fueran insectos atrapados en un tarro.
Me incorporé, fui a la cocina, me preparé un café instantáneo y volví frente al televisor; pero más que estar atento al programa que crepitaba en la pantalla como si fueran las llamas de una hoguera, mi mente se fue deslizando hacia el sueño.
No me interesaba nada de lo que pudieran decir; no tenía el menor interés en los sentimientos de una clase política que despreciaba, por cuanto era la causa del desmadre de sociedad en que se había convertido España, y por otra parte, ya había dado instrucciones precisas a Juantxo para que pidiera a los de Información todo lo que pudieran conseguir sobre las víctimas y que organizara los interrogatorios tanto de los testigos de los primeros crímenes como de todos los empleados de la sede del Consejo.
Nada más podía hacer por el momento, y mi propio cansancio me exigía descansar. Sentía un agotamiento tan terminal que, apenas tumbándome en el sofá vestido como estaba, apuré con la mente en blanco el café y me dejé hundir en el sueño.
Como no podía ser de otro modo, mi delirio onírico, favorecido por la incomodidad, giró en torno a los sucesos de ese día. En él, poderosos criminales pertenecientes a organizaciones terroristas internacionales mataban a diestro y siniestro, y uno de ellos se reía de mí. Al mismo tiempo, los espíritus de las víctimas trataban de decirme algo, pero no les podía comprender porque aquel hombre avieso se carcajeaba tan estrepitosamente que ensordecía sus susurros.
Por virtud del sueño podía estar simultáneamente en los siete escenarios de los crímenes, y podía presenciar como un espectador las ejecuciones; pero en todos los casos también estaba allí aquel hombre que no cesaba de enseñar una placa como de policía y de reírse, entretanto se iba a la mesa de reuniones del Consejo o a cada escritorio y señalaba con el dedo exactamente un lugar muy concreto, burlándose de mi impericia.
Ya casi amanecía cuando desperté sobresaltado y con una idea fija en mi mente: las monedas y los clips, los putos clips.