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Ni siquiera el mejor explorador del mundo hace viajes tan largos como aquel que desciende a las profundidades de su corazón.
Julien Green
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¿Qué soy? ¿Cuándo empecé a serlo?
Soy lo que soy: eso lo sé. Un hombre únicamente es la suma de su pasado, y mi pasado es una bala de hielo en un país remoto, una cuchillada en una calleja, un suministro de armas a un grupo insurgente, un coche-bomba en un mercado o la captación de un grupo radical para una causa que no es mi causa. Sé lo que soy, pero ignoro lo que soy. Si sumo todos mis actos, solamente arrojan como saldo la sombra de la muerte; y si sumo todas mis esperanzas, nada.
Ninguno de mis camaradas sabe tampoco qué o quién es, aunque saben perfectamente lo que son. En ocasiones, mis compañeros son los mismos; otras, no. No tienen pasado, como yo, no existen, nadie nos reclamará si desaparecemos ni nadie nos llorará si morimos. Ni siquiera dejaremos un rastro de hijos conocidos, a no ser como fruto de alguna violación o del recreo con carnes alquiladas. Estamos solos con nosotros mismos, pero no podemos confiar en los demás, ni siquiera en los nuestros.
Ellos, quienes nos mandan, se cuidan de que no estrechemos lazos con nadie, de que no surja una amistad que pudiera crear conciencia de grupo o sencillamente un compañerismo más o menos rudimentario. Uno a uno, individualmente, nos informan de lo que nos interesa saber para llevar nuestra misión a buen término con eficacia, nos desplazan, la ejecutamos y volvemos a nuestros lugares de origen. Tenemos prohibido hablar de ellas con nadie, ni siquiera con los otros miembros del equipo; también tenemos vetado tener pareja, porque tenemos negado ser normales, personas como las que combatimos.
Nuestra labor siempre va dirigida contra ellos, y no conviene parecérseles.
No nos lo recriminarían, no nos dirían que esto o aquello no se hace; si habláramos de nuestras misiones, si llegaran a saber que nos hemos enamorado o que tenemos un amigo para ir al fútbol o jugar al billar, nos eliminarían sin más, tan mecánicamente como nosotros suprimimos a nuestros objetivos. Moriríamos como lo que somos, nadie, gentes que aparecen baleadas en un callejón después de un asalto o una víctima más de uno de tantos accidentes de tráfico.
Tienen muchos recursos, menos el de la piedad. La piedad, más que ninguna otra cosa, nos está y les está prohibida: estas son las reglas para vivir en el orden en el que lo hacemos.
Una vez, sin embargo, tuve identidad, fui alguien con nombre y apellidos propios. No; ya no sé cuáles eran o no me importan. Hoy soy muchos y tengo tantas identidades que solo sé que ninguna de ellas es mía; pero recuerdo que fui un chico más en aquel orfanato que se pierde en la memoria, allá lejos, en los pliegues de la infancia, tal vez de la primera juventud, que tuve amigos y que, con uno de ellos, el más especial de todos, me enrolé en el Ejército.
Encajábamos, nos gustó.
Cuando uno como nosotros es repudiado por la vida busca el afecto en criaturas que no mueren, como la patria, como Dios o como utopías ideológicas. La patria nos sirvió a ambos y fuimos buenos soldados. Nos complacían las armas y no le temíamos a una muerte sin significado. Los amigos fuimos más amigos que nunca, más uno. Dos tablones inclinados no caen si el uno se recuesta sobre el otro, y ambos nos apoyábamos en todo. Mentiría si no jurara que cualquiera de los dos hubiera dado la vida por el otro. La vida, más allá de nuestra realidad inmediata, no era nada: orfanatos, indiferencia, cero. Estábamos de más en el mundo, de no ser el uno por el otro.
Pero —cosas de la vida, supongo— mi amigo me abandonó, conoció a una hermosa muchacha, se licenció y se casó. Me dio la espalda, me traicionó como mi propia madre hizo un día cuando me alumbrara. Me fue borrando en su corazón a medida que se pintaba en él un halagüeño porvenir de susurros y besos con aquella mujer.
Le deseé suerte, pero le odié; le odié tanto como pude y supe.
Hice cuanto estuvo en mi mano por olvidarme de él, y me reenganché. Nada me ligaba al mundo, estaba más solo que nunca y únicamente en aquella uniformidad de hombres iguales en su nada prescindible me consolaba.
Uno no se da cuenta de que cae hasta que intenta parar y no puede. Entonces supe que caía; sí, caía por una pendiente de odio que me entregaba cada vez más irremediablemente en los brazos de la muerte. Nunca me había sentido más herido, y, aunque trataba de olvidarle, no podía apartarle de mí. Me hería saberle abrazado, besado, querido. Nosotros, que habíamos sido despreciados por nuestras propias madres; nosotros, que solo podíamos confiar en quienes habían sido expulsados de la vida por la puerta trasera del orfanato o del desprecio social; y nosotros, que no éramos sino lo que los normales despreciaban, no deberíamos habernos traicionado jamás ni tener más aliados que quienes eran nuestros semejantes.
Mi odio por él me hizo odiar al mundo: a todos los amores, a todos los futuros y a todas las mujeres.
Algún tiempo después salí del Ejército, pero no lo hice para integrarme en la sociedad civil, sino para irme lejos, muy lejos, lo más lejos.
No sé por qué al odiar a mi amigo sentí rencor por mi patria; tal vez fue así porque mi patria le contenía sin señalarlo con el dedo como un traidor. Todo, hasta lo más insignificante de la vida se fundamenta en el amor, y yo era la antítesis del amor. Cualquier cosa que amara mi amigo era mi enemigo: él, la vida; yo, la muerte. La distancia era necesaria para alejarme de él, de mí, de su identidad y de la mía, y poder crecer escupiendo, siendo lo que quería ser: un enemigo, el enemigo.
En los Estados Unidos ingresé, no mucho después, en mi primera compañía. Dark Side fue mi casa, y allí me reencontré con otros muchos como yo, quienes también odiaban la vida y al mundo y no esperaban nada de ella o de él. Éramos los justicieros, los que hacíamos pagar al orbe sus culpas, los que llevaban el dolor allá donde la risa nos exiliaba de la realidad. Si las sociedades habían sido nuestro Calvario, nosotros éramos su cruz y sus clavos. El planeta mismo era un erial de dolor y todos, en las cuatro esquinas, deberían saberlo por sus hijos más avanzados: aquellos a los que despreciaron seríamos su suplicio.
Éramos buenos, muy buenos, ya que no con la vida, con la muerte. Ella era miembro de nuestro equipo y con ella íbamos a todas las partes, rodábamos y rodábamos por el globo.
¡Cuánta gente odia la vida y cuántos relojes hay que poner en marcha!
No todos llevábamos uniforme, sino que muchos se travisten como normales, aunque son de los nuestros. Hoy sé identificar a los nuestros sin necesidad de que se enfunden en un uniforme. Hay una mueca, un estigma o un leve rictus de rencor en estado puro que nos unifica. No; no es una marca fea, sino de vacío, de imposibilidad de sentir emociones como los demás o de saber qué o cómo sienten los otros.
Los otros siempre son el enemigo.
He visto ese estigma en banqueros muy respetados y en presidentes, en políticos y en hombres de la calle. El odio tiene criaturas de todas las edades, y de vez en cuando echa el lazo a quienes se desbarrancan por su pendiente. El odio, para hacer suyos a sus hijos, primero les vacía el alma. Poco importa que tengan pareja, hijos, anhelos: solo son «sus» parejas, «sus» hijos o «sus» anhelos, y nada importa si sienten o no. Deben hacerlos suyos a cualquier precio o por cualquier precio se desprenden de ellos.
Yo era un excelente soldado: odiaba lo bastante.
Entonces el sueldo era bueno, muy bueno. No daba para una mujer y una casa, pero daba para muchas casas y muchas mujeres, aunque no las necesitaba. Podía hacer lo que quisiera allá donde quisiera, y si tomaba una, bueno, y si diez, también, con o sin su consentimiento. La ley no iba con nosotros, estábamos a salvo de ella porque eran nuestros dioses quienes la hacían y quienes la tejían con bordados falsos y hermosos orillos de mentiras a través de otros empleados.
En Dark Side nos formaron como a hijos. Si éramos fieles y cumplíamos bien nuestras misiones, podíamos hacer cuanto nos placiera, sabiéndonos a salvo de todas las leyes de los hombres. Y esto se acrecentó cuando me transfirieron a la Legión Negra, como nosotros la llamábamos, aunque su nombre es Apollyon. Borraron mi pasado, no dejando ningún vestigio en ningún registro que pudiera conducir hasta mí. Como en los ritos de iniciación —que los hubo— morí para nacer, o para renacer, más propiamente dicho, a esa muerte de la que ya no podré escapar. Me hicieron morir ficticiamente para nacer como un ejecutor, un ser con mil identidades y otras tantas nacionalidades cuya función era poner en marcha muchos relojes, manteniendo vivo el tictac del progreso.
Desde entonces fui un hombre completamente libre, sin pasado, sin futuro, sin ser. El no-ser era lo importante, precisamente. Incluso con avanzados programas de formación y mucho sufrimiento, borraron de mi mente muchas cosas de lo que fui, casi todo, excepto que alguna vez, en un orfanato, tuve un amigo de veras.
Logré no-ser.
Apollyon fue desde entonces mi familia, mi madre y mi amigo. Mi familia, porque tanto le daba si moría o vivía, si la era útil; mi madre, porque no le importaba si sufría o no, sino la utilidad que podía reportarle; y mi amigo, porque sabía que, en cualquier momento, cuando le conviniera, también podía traicionarme y cambiarme por cualquier ventaja.
Como los escorpiones, cada uno de nosotros era una cría que iba sobre las espaldas de Apollyon, y si cualquiera de nosotros caía, era devorado por su madre. Así son las madres: bestias horribles que devoran impiadosamente a sus hijos si les conviene, igualito que las patrias. Todos nosotros odiábamos a nuestra madre, y nuestra madre nos odiaba lo suficiente como para enviarnos una y otra vez a la muerte, para poner en marcha algún reloj en algún lugar perdido o distante donde convenía que latiera el macabro tictac del progreso. Era un amor correspondido: ella nos pagaba bien nuestros riesgos, y nosotros moríamos si debíamos hacerlo.
Era obligatorio sellar cada misión con un pacto de sangre. El que en cualquier acción se abstenía de derramarla por pudor o por misericordia, desaparecía para siempre al regresar a casa o durante el camino. No sé si fue difícil al principio. No; no lo recuerdo. Sé que siempre lo hice, que siempre cumplí con mi parte. Nos enseñaron cómo deshumanizar lo humano, cómo convertir la muerte en un trabajo mecánico, sistemático, sin dolores propios ni cargos de conciencia. La conciencia solamente perturba cuando se la tiene, y lo primero que aprendimos fue a desprendernos de ella.
Ahora que lo pienso, ya no sé qué es la conciencia, a no ser una malicia inculcada por las religiones; pero quienes somos así como nosotros, nunca creímos en ningún Dios: habitábamos el mundo, le movíamos, poníamos en marcha muchos relojes. Nuestro trabajo era lo fundamental para que las fábricas funcionaran, para que incluso los países avanzaran. Nosotros éramos el ángel del abismo, la destrucción encarnada y creábamos las condiciones para la vida o la muerte. El progreso mismo nos debía su potencia, las gentes de las calles sus ahorros, los empleados sus puestos de trabajo y hasta los niños sus esperanzas, porque el sistema en el que vivían éramos nosotros: nosotros éramos los relojeros. De saberlo, seguro que muchos habrían sentido repugnancia, pero la mayoría, la inmensa mayoría, terminaría aceptando que nosotros éramos el sistema y, por ello mismo, imprescindibles.
Pero para nosotros nadie merece vivir en un mundo de odio. La muerte que regalábamos era una liberación para quienes elegíamos, y los redimíamos de sus penas y sus preocupaciones porque otros se beneficiarían de ese tictac que poníamos en marcha. No me costó mucho emplearme a fondo en mi tarea, porque odiaba a mi amigo y a cada víctima le ponía su rostro.
¡He matado tantas veces a mi amigo!
El único enemigo verdadero que se tiene en mi oficio es sentir; lo demás es mecánico. Todo está permitido, sin límites. Pensar es una cosa mala, humana y te puede convertir en persona; y si te haces persona no puedes hacer tu trabajo y pasas de ser del ejecutor al ejecutado.
No pensar: esta es la clave.
Hay veces, sin embargo, en que me pregunto quién fui o qué hubiera sido si no hubiera seguido siendo quien era. En las pequeñas cosas está la clave de las grandes. Me pregunto qué habría sido de mí si hubiera encajado de otra manera el que mi amigo conociera a aquella muchacha y abandonara el Ejército. Tal vez, si le hubiera felicitado y hubiéramos seguido viéndonos, también yo habría conocido a una muchacha hermosa y mi vida sería otra. Tal vez ahora tendría hijos, un empleo como muchas personas, una vida.
La vida que tengo no es mía. Nunca, en realidad, tuve una vida. Únicamente un amigo en la vida no es tener muchos amigos, ni es tampoco dejar un vestigio de que una vez existiera. Ni siquiera esas mujeres con las que yazco de tanto en tanto tendrán un recuerdo grato o ingrato de mí porque ellas son profesionales como yo, más que de la vida, de la muerte: amor muerto, besos gastados, cuerpos sobados, muerte viva que sofoca vidas en la muerte.
La muerte del amor es la muerte de la vida.
Nunca estuve con una mujer a la que amara, con alguien a la que le haya susurrado un te quiero. Mi vida, me temo, se extinguirá sin que haya pronunciado jamás esas palabras.
Creí en Dios cuando estaba en el orfanato, seguramente porque así me lo impusieron; pero hoy sé con certeza que Dios no es más que un invento para contener la vacuidad de la vida de los esclavos, o una excusa de los ingratos para darse prórrogas de esperanza o imaginar una imposible compensación a sus sufrimientos de siervos.
Solamente hay dos clases de hombres: los amos y los esclavos. Sé que soy un esclavo, pero un esclavo que libera a otros cautivos, porque matarlos es darles no la libertad de ser, sino precisamente la de no-ser.
La vida, para la mayoría, más que un beneficio es una condena. Se aferran a ella, pero pagan demasiadas lágrimas por cada sonrisa. Los dioses, cuando fabricaron al hombre, le pusieron un mecanismo de seguridad para evitar que se destruyera a sí mismo su juguete. Los dioses no existen, pero si existieran, serían extremadamente crueles por haber inventado la vida.
El oficio de la muerte es antipático, pero tiene sus compensaciones. Sabes que van a morir, que en realidad ya están muertos, y puedes entretenerte con ellos cuanto quieras. Los buenos profesionales siempre buscamos el lado positivo de nuestras obligaciones, y procuramos convertir en divertido lo tedioso y en interesante lo aburrido. No es una profesión tan mala, sino únicamente que está menos disimulada. Hoy mata casi todo aquel que quiere hacerlo, porque pocos ignoran ya que no hay ningún Dios justiciero que vaya a castigar a ningún malo por malo que sea, ni a compensar con gozos a ningún bueno martirizado por santo que haya sido.
Dios, si lo hubiera, abandonó a su suerte este rincón del paraíso.
He oído gritar su nombre a muchos desesperados que han muerto en la misma soledad que si le hubieran negado; he sentido cómo clamaban por Él en esa África donde ensayamos lo mortífero de las nuevas armas químicas o bacteriológicas, y donde los laboratorios ensayan las bonanzas mortíferas de sus nuevas pócimas o medicamentos, y han muerto igual de solos. No; no estaba allí ni está en ningún otro lugar.
El tiempo corre y pronto concluirá. Todos los relojes se detendrán a la misma hora, y no habrá relojeros que puedan evitarlo. No tengo tiempo de averiguar quién fui o qué hubiera sido, sino solamente para actuar con lo que soy y, tal vez, para poder decir aún esas dos palabras que jamás pronuncié: «Te quiero.» Y se las he de decir a mi amigo o mi enemigo, a mí o a ese que fui o pudiera haber sido, de la única forma que sé, que es dando aliento a la muerte. Después de todo, ¿qué importa ya? Hay pasos que se dan y que no tienen marcha atrás, y no hace tanto que di el paso definitivo.
¿Matar? Hace algún tiempo que todos, todos los hombres, están sentenciados, que lo único que les resta es una horrible agonía. En realidad, desde hace ya bastantes años únicamente estuve matando cadáveres, tal vez aliviándoles de una exterminación peor y más dolorosa.
Todo mal encierra un bien, y todo bien un mal.
Tal vez, únicamente tal vez, este sea el único acto de piedad de mi vida, el que me convierta en el humano que fui o que pude ser, o quizá en el hombre que aún puede pronunciar dos palabras que le reconcilien con su propia nada.