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África

Dios ya se fue de África.

Lágrimas del sol

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Otros miembros de Apollyon lo hicieron antes que nosotros, cuando prepararon lo de Palestina y lo de Afganistán al crear a Al Qaeda, pero hemos tenido que volver y recodárselo, adiestrarlos de nuevo en cómo quien no tiene armas puede convertirse en un arma.

El héroe, en realidad, no es quien sobrevive, sino quien sacrifica su vida para beneficio de los demás. El premio que obtiene es su permanencia en la memoria de sus semejantes, además de un lugar de privilegio en el paraíso con muchas huríes y un gozo inenarrable. La religión tiene sus ventajas; siempre las ha tenido.

La tensión social es preciso mantenerla.

Tal vez el hombre de la calle no lo entienda, pero las sociedades funcionan porque hay productos que se fabrican, se venden y alguien precisa comprarlos, para lo cual es fundamental que los compradores tengan esas necesidades. Cuando la necesidad no existe, para que el ciclo se mantenga y el trabajo ocupe a los ciudadanos, se crea. Y no hay mayor necesidad que la supervivencia: es el primer mecanismo de la maquinaria de la existencia, aunque hay muchos más. Con el fútbol no basta, no es suficiente con el espectáculo ni se tiene bastante con la socialización del sexo para contener a las masas y que sean útiles a los dioses; es imprescindible, para que les sean fieles, que dispongan también de un horizonte al que dirigirse, un bien que desear, máquinas u objetos que fabricar para obtener un salario que les mantenga en la cadena de producción social, y, lo más importante de todo, que haya muchos que no tengan nada de todo eso para que los precios no se disparen y se cree la tensión social indispensable que faculte la existencia de los pastores.

El mundo nunca debe ser el paraíso, y han de estar siempre disponibles cuatro o cinco pánicos que llamen a cada puerta. Los pastores están para que los rebaños se sientan protegidos e ignorantes de que son ellos mismos los que, cuando convenga, los llevarán mansamente al matadero.

El mayoral es el peor de todos los traidores.

Entretanto eso sucede, todo el mundo requiere un horizonte artificial que le haga creer que su vida tiene sentido y unos ingresos con los que sostenerse y caminar hacia ese destino plástico, y para lograrlo es indispensable crear necesidades que no existen.

Sí; hemos enseñado a los enemigos de nuestro dios a atacarnos y a producirnos daño; pero es un mal conveniente. En Apollyon nos han adiestrado para convertir en arma cualquier cosa, incluso a uno mismo. Sabemos construir un artefacto explosivo con los productos de limpieza que hay en cualquier cocina y servirnos de una herramienta aparentemente inofensiva como arma mortal; pero no son las únicas armas de la modernidad. Las hay de una naturaleza tal que son difícilmente imaginables por el ciudadano común, métodos que ni sospecha lo peligrosos que son, aunque prácticamente a diario los usa y los maneja sin saberlo. Un arma es cualquier cosa que mata, incluso los mismos pensamientos.

En África saben mucho de esto.

Las técnicas suicidas nos han sido de gran utilidad para conseguir esa tensión social tan esencial. Sirve tanto para los que mueren como para los que sobreviven. Los hombres han de latir con cierta dosis de miedo acechándoles, a fin de que cuando no lo sientan vivo e inmediato se consideren felices. La felicidad es creerse a salvo, aunque uno viva en el infierno.

Si no fuera así, si los hombres no sintieran miedo de los demás, de sus vecinos, de sus prójimos o incluso de sus amigos, buscarían la verdadera felicidad en otras cosas y eso produciría la muerte del sistema. El Sistema es una criatura viva, como un golem de esos en los que creen los judíos, una bestia de barro al que si se le pone en la boca un papel con la palabra emeth (verdad) escrita, actúa y obedece sin cuestionamientos como un esclavo; pero al que si le borra la primera letra del papel (alef) y queda reducido el texto a palabra meth (muerte), vuelve a convertirse en barro. Sí; está vivo y precisa alimentarse: todo mal acarrea un bien y todo bien un mal, ya lo he dicho antes.

Es malo que esos suicidas a los que hemos adiestrado, al principio con la amenaza de liquidar a su propia familia si no obedecían y no dejaban una nota escrita de su puño y letra ensalzando su sacrificio, atenten contra los intereses de nuestro dios, pero los beneficios que obtiene nuestro dios son mucho mayores que los daños que le causan estos actos, porque se pone en marcha un reloj que marcará las horas de muchísimos relojes de lejanos seres que les proporcionarán a los súbditos de mi dios medios y recursos para sobrevivir, gozar e incluso ir al fútbol.

Lo que mata, cura; y lo que cura, mata.

Algunas embajadas han pagado ese precio y también algunos de nuestros buques de guerra; pero el dios blanco sabe por qué lo hace. Muchas más embajadas y muchos más buques han cubierto la desaparición de aquellos, y, además, dotados de más y mejores recursos que ha sido imperativo fabricar previamente, se han podido utilizar estos daños para abrir frentes de mucho beneficio y para poder expandir redes de seguridad que incluso cuadriculan el cielo como una red y en él se han establecido ojos que todo lo ven, triangulando la existencia de los mortales.

Todo mal, ya digo, trae aparejado un bien, aunque los males y los bienes no caigan del mismo lado. La realidad misma es asimétrica.

Se ha universalizado la tecnología, y eso ha abierto en muchas esquinas del planeta prósperos negocios. La electrónica es el futuro, la seguridad también y aún más el miedo. Hemos puesto en marcha muchos relojes, y poco a poco se ha ido tendiendo una malla de mecanismos por todo el globo que pueden ser activados en cualquier momento.

«Los negocios se hacen en voz baja y con garrote en la mano», decía Roosevelt.

Para participar en este juego son forzosas siempre por lo menos dos bazas, la de la voz baja y cordial, y la del garrote y el pánico. Sin esas dos bazas solo se juega solamente a perder. Casi todos los países, gracias a este principio elemental, son clientes amigos, fieles devotos de mi dios e incluso algunos de ellos ya han iniciado sus propias industrias. La mayoría de los hombres trabajan afanosamente para cubrir sus pavores, y nuestro dios los ofrece a buen precio lo imprescindible para su seguridad, proporcionándoles gratuitamente las inseguridades.

También en los credos.

Sin embargo, ya digo que no son las únicas armas. Las más temibles no disparan ni hacen ruido. Son silenciosas. Acaso no lo sean sus consecuencias, pero siempre son educadas y muy corteses. No hay nada nuevo en realidad, salvo la electrónica; pero hasta esta tiene su origen verdadero en cuestiones antiguas.

César dijo aquello de «divide et impera», y no sabía nada de electrónica ni de informática.

Lo más peligroso son las ideas, las fes, los credos y las utopías. Ellas son las verdaderas enemigas del tictac del progreso y de la ocupación para las masas trabajadoras, y hay que eliminarlas para que los ciudadanos puedan vivir en paz, ir al fútbol, disfrutar con el sexo o recrearse en Internet. Es inexcusable dividir las fes que existen, crear partidos que disuelvan los credos, aumentar la oferta de entretenimiento para producir consumidores e incluso generar de vez en cuando algún que otro escándalo o producir alguna que otra catástrofe para que la seguridad avance.

La gallina es la herramienta que usa el huevo para tener otro huevo.

Las tragedias domestican a las masas, porque las aferra a las cosas palpables ante lo volátil de la existencia. Dios o el credo no tienen asideros. Por eso otras divisiones de Apollyon han fundado sectas, las han estructurado como sociedades perfectas o imperfectas, han levantado y destruido partidos y potencias, han provocado artificialmente terremotos o tsunamis con técnicas nucleares, electromagnéticas o geológicas, y mil artificios más. Ninguno de ellos cae de nuestro lado.

La División Operativa de Apollyon a la que pertenezco solo tiene fines tácticos militares. A veces, únicamente a veces, bajamos al matadero, pero solemos usar a otros para que empleen el cuchillo. Lo verdaderamente nuestro es la muerte en crudo y en directo, y conocemos todas las técnicas para poner en marcha cualquier reloj, por averiado que esté o por inútil que parezca.

En ocasiones nos dan envidia los colegas de otras divisiones, como la de Inteligencia. Nos hicieron mucha gracia sus técnicas cuando desde un submarino proyectaron sobre la bahía de La Habana un holograma de la Virgen María, suponiendo con mil chascarrillos el efecto que habría causado entre los ateos comunistas cubanos. Nos pareció tan estúpido como inútil a los de la División Operativa de Apollyon; pero otras veces nos han dejado perplejos. En un principio tuvimos la impresión de que era inofensiva su acción cuando organizaron la matanza de los iluminados de David Koresh y sus técnicas de control mental; pero cuando más tarde uno de sus adeptos atentó contra el edificio Murray y causó casi doscientos víctimas, francamente, admitimos que fue cosa de quitarse el sombrero.

Hilan muy fino, sin duda porque su dios les inspira.

Ocasionalmente preferiría formar parte de una División como esas; pero cada quién tiene sus habilidades y yo tengo las mías, más brutales, pero igual de eficaces. Nuestro juego, después de todo, se realiza con varias técnicas, y a menudo, combinadas.

Soy muy bueno en mi especialidad, y ya me han dicho que, en unos años, no muchos, me retirarán del servicio activo y me pasarán a Inteligencia, en la Central. Idaho no es un mal lugar para vivir cuando llegue esa hora del retiro; quizá demasiado tranquilo, especialmente después de una vida dedicada a la acción. No sé si sabré adaptarme, pero siempre es preferible a correr otras suertes, y me consta que a algunos de los camaradas de Apollyon les dieron un retiro definitivo, definitivo. Me he ganado la confianza de mis superiores, y nada más que me quedan unas cuantas misiones, dos o tres, para obtener lo que todos consideran un premio. En no más de unos pocos años estaré listo para el merecido retiro. Entonces comenzaré una nueva vida, pero entretanto debo continuar y terminar la misión en la que me encuentro.

Conozco bien África.

No son pocas las operaciones que hemos realizado en esta tierra de condenados. Creo que el cuarto caballo del Apocalipsis que muchos consideran que se refiere a la Muerte, en realidad escenifica a África. Aquí, casi todas las farmacéuticas del dios blanco vienen a hacer sus pruebas para evitar los procedimientos clínicos a los que les fuerzan las legislaciones de sus países, aquí ensayamos la mortalidad de nuevas armas químicas y bacteriológicas que sería imposible fabricar en masa sin haberlas experimentado antes, y aquí se almacenan los residuos que pudieran envenenar el ámbito del dios blanco.

Es una tierra de condenados.

Fue en Ghana, a primeros de los setenta, donde inoculamos el virus de lo que se llamó después Sida. La inmensa mayoría de los virus no son naturales; casi todos ellos son productos fabricados para activar enfermedades convenientes para algún dios. Aquella de Ghana, en realidad, no era más que una bomba genética semejante a las que desarrollaron en Sudáfrica para exterminar a los negros si se veían muy apurados, o en Israel para exterminar a los árabes.

Los virus precisan de una célula viva para replicarse; son criaturas que están justo en la frontera entre la vida y la muerte, los cuales no están formados por células, sino por una proteína que envuelve un ácido nucleico, ya sea ADN o ARN. Se les puede preparar para que al invadir las células huéspedes que usan para replicarse busquen un gen muy determinado —el que define al enemigo—, y si lo encuentran, se reproducen, que es decir que matan a la víctima; y si no lo encontraran, morirían o permanecerían en estado latente hasta encontrar ese gen en otra criatura.

El ARN no es natural.

Es un ingenio molecular desarrollado en instalaciones militares para alterar el genoma de un virus.

O de un humano.

De hecho, en las futuras pandemias que provocará Apollyon se usará en las vacunas para insertar en la población los generes que los identifiquen... o que los eliminen, al menos a los que no se plieguen a los deseos de los dioses.

Los virus, en eso, son como las fuerzas de Apollyon: no se rinden jamás y siempre obedecen.

Son implacables, y, una vez insertados, estarán activos siempre.

Nuestro virus en este caso del Sida debía ser selectivo únicamente con los homosexuales masculinos, y entre los habitantes de esa región se daba entre la población masculina esta práctica de forma tan natural como ancestral. El dios blanco es masculino y heterosexual. Muchos hombres ghaneses, por el contrario, eran mucho más que homosexuales. Podría decirse que eran todo-sexuales, dándoles tanto así que fueran mujeres, hombres, niños o monos. Todo parecía valerles para ese fin, e incluso entre sus credos estaba afianzado que cualquier enfermedad era producida por los espíritus y que, manteniendo relaciones sexuales con otros, transmitían su mal a aquel con quien yacían y se libraban de él.

En principio, nuestro dios determinó que era el tipo de población idónea para probar la nueva arma, y lo hicimos. Total, solo se eliminarían a los homosexuales masculinos. Los beneficios eran enormes, porque de funcionar podrían seleccionarse a los distintos grupos y liquidarlos con seguridad absoluta, y sin pegar un tiro o romper nada que tuviera algún valor.

Fue hace casi veinte años, y el resultado fue aparentemente bueno, lo bastante para que nos ordenaran borrar las evidencias del experimento. Utilizamos una bomba química para exterminar toda forma de vida, y contratamos a un grupo de naturalistas para que certificaran que la mortandad de la zona la habían producido una serie de emanaciones tóxicas originadas en el fondo de uno de los muchos lagos de la zona.

Fueron casi medio millón de personas las que perecieron, pero la noticia apenas tuvo eco en la prensa internacional. Estas tragedias africanas no le preocupan a casi nadie en Occidente: son normales, por eso se puede hacer allí cualquier cosa.

La muerte es lo normal en África.

Con todo, en realidad el asunto no salió todo lo bien que debía, porque parecía ser que el virus no afectaba únicamente a quienes tenían inclinaciones homosexuales, sino que, la promiscuidad de las personas en las que se ensayó, ocultó este pequeño defecto de fabricación. Fue un error mínimo, insignificante, que se había enmascarado en lo prolífico de la conducta sexual de la muestra poblacional escogida. Atacaba a los homosexuales, sí, pero únicamente de forma prioritaria. Si alguien infectado no era homosexual, el virus por lo común se comportaba de una forma inocua, excepto alguna de sus muchos millones de mutaciones, que podía atacar a quien tuviera algunos genes distintos a los de la mayoría: hemofílicos, contaminados por ciertas enfermedades venéreas o los que portaran en ese momento residuos orgánicos de quienes sí eran homosexuales.

No se detectó el error hasta que uno de los científicos que realizó los experimentos bajo nuestra protección se infectó del virus, volvió a la Central y este comenzó a propagarlo entre la población homosexual de la patria del dios, comenzando en Idaho, pero alcanzando muy pronto el recinto gay por excelencia, San Francisco.

Se estudió el asunto, y se descubrió la tendencia homosexual del científico; pero el dios blanco no quiso correr más riesgos y nos ordenó eliminarlos a todos. Fue algo tan absurdo como inútil, porque ya el virus estaba muy extendido.

Se pensó en un accidente nuclear o un escape tóxico o algo así para limpiar California, pero los análisis concluyeron que el virus podía ya haber infectado a todo el mundo, porque esa población viajaba mucho.

Efectivamente, al principio solo fueron homosexuales masculinos; luego, también los hemofílicos; más tarde, cualquiera que tuviera relación carnal o de proximidad con algún contaminado. Nadie, a esas alturas, estaba ya a salvo. Además, el virus tenía un mecanismo de seguridad para poder ser eficaz: el mimetismo. Sabía pasar desapercibido mientras proliferaba e invadía el organismo huésped.

Cuestión de camuflaje militar.

Una forma más de ser competente y favorecer que se extendiera entre el enemigo. Podía pasar años en estado de latencia antes de que la enfermedad diera la cara y aparecieran los primeros síntomas, cuando ya el individuo infectado no podía hacer nada por aliviar su suerte, y desde que volvimos de África habían pasado cinco años. Nadie podía saber cuántas personas en todo el mundo se habían contagiado y cuántas tendrían el mal en estado de latencia.

Ajenjo, había sido liberado.

Desde entonces, África no ha cambiado. Todo sigue exactamente igual. Tanto las farmacéuticas como los ejércitos de medio mundo testean aquí sus nuevos productos, ya sean armas o remedios. Hay tipos para todos los gustos, poblaciones de todas las características. Ahorra mucho tiempo y dinero hacer las pruebas sobre seres prescindibles que no le importan a nadie, y las condiciones en las que viven son siempre una excelente artimaña para encubrir los efectos negativos, secundarios o los daños colaterales bajo una pátina de pandemia local o cosa por el estilo.

África es la sentina del planeta: el cuarto caballo, el negro, la Muerte.

Sin embargo, es rica, y especialmente lo es Congo. Aquí hay de todo, desde petróleo y diamantes, a oro y coltán. Tienen toda clase de riquezas, menos ejércitos cualificados, y los franceses y los belgas están dispuestos a capitalizarlo. El progreso, la industria militar, la informática y la electrónica precisan de todo esto, especialmente del coltán, para las industrias electrónicas e informáticas, y las grandes fortunas todos los demás haberes.

Por eso nos han pedido que pongamos en marcha este reloj y que lo hagamos frenando a los competidores, principalmente ahora que también los chinos quieren su parte del pastel y han enviado a su propia legión negra.

En su momento creamos y armamos un movimiento insurgente para que se hicieran con la región de Kivu, y dos grupos contrainsurgentes para disponer de suficientes recursos que aseguraran el tictac del reloj, si es que el mecanismo principal se estropeaba por alguna razón o se entrometían demasiado nuestros colegas franceses, belgas o chinos.

La situación parecía poder ser controlada, pero en vista de que se les escapaba de las manos y de que ganábamos la partida, aprovechando su ascendencia de dominio en la zona, el dios azul movió las fichas de los ejércitos de Uganda, Ruanda y Burundi.

Los de Apollyon evitamos males mayores promoviendo insurgencias tribales en sus países respectivos de influencia y debilitando sus movimientos con golpes de mano, pero el costo fue casi una guerra de exterminio entre tribus. Ya no es una guerra de países, ni siquiera de intereses, sino que se ha desviado a ancestrales odios entre etnias que son casi indistinguibles para nosotros, y en este estado de cosas la insatisfacción de todos los dioses es enorme porque dicen que así no hay aprovechamiento. No corren con la misma fluidez los ríos de petróleo o diamantes, ni los de oro amarillo o los del preciado oro azul, el coltán.

Los dioses son criaturas muy civilizadas que saben hablar en voz baja y con mucha cortesía, y sostener a un tiempo un formidable garrote en la mano o empuñar una pistola por debajo de la mesa. Roosevelt universalizó sus lecciones, y ha sido maestro de muchos dioses en esta disciplina. Por eso los dioses de todos los colores se han reunido en Nueva York, un poco como lo hicieran otros dioses en la Sociedad de Naciones cuando se repartieron África a principios del siglo pasado, y se han propuesto encontrar una solución negociada.

Cada uno ha enseñado las cartas que les convenían, pero algunas jugadas llevadas a cabo en rincones distantes del planeta, así financieras como de las que dejan cicatrices, han servido para favorecer el entendimiento y promulgar algunas resoluciones que clarifiquen la situación, eligiendo a la ONU como vocero de manos limpias. Pero ya hay demasiadas avispas reinas y están demasiado agitados todos los avisperos. La codicia de los jefes tribales es al menos tan colosal como la de los dioses de Idaho, del elíseo o de Pekín, y todos quieren una porción del pastel.

El flujo de beneficios se interrumpe y el tictac del reloj se hace arrítmico. Se impone una solución drástica, definitiva, que sirva de advertencia a todos para que se respete a los relojeros. Todos los dioses prefieren tener menos a no tener nada, y el dios blanco, magnánimamente, ha accedido a asumir su papel de dios de dioses, de Zeus.

Algunos cuentan ya cuatro o cinco millones de muertos, demasiados incluso para África, y aun a pesar de que las noticias pasen casi desapercibidas para los noticiarios del Primer Mundo, son demasiadas víctimas para no tener ningún peso.

Para llenar los ojos de esperanza mientras se genera la tragedia, la crisis ha estallado en Rusia y se ha firmado la paz entre Israel y Palestina. Todos los flases enfocan caras sonrientes, de espaldas a la tragedia que se cierne. Los dioses, sometidos al dios blanco, quien gobierna y ordena sobre todos los dioses desde que hace algún tiempo, saben lo que ignoro todavía, y han optado por lo más natural, eso que hay que esconder de los flases: la muerte ejemplar.

Han elegido a Ruanda y Burundi para establecer y sellar la paz, porque ahí los enfrentamientos entre razas son más cruentos y serán un excelente espejo en el que se podrán mirar todas las tribus de África y aprender modales. No se puede perturbar el reposo del dios blanco. Ha de ser un escarmiento a todos los niveles porque el tiempo apremia, y lo han decidido de la forma que mejor entienden, la más ilustrativa y artesana.

Un general canadiense de la ONU, enterado de alguna parte mínima del plan, no sabemos por qué fuente, ha dado aviso al secretario general de la ONU de la matanza que se prepara, ignorando que nadie hay ya que pueda detener el reloj que se ha puesto en marcha. Incluso ya han llegado desde Europa más de diez toneladas de machetes y se ha comenzado la campaña de enfrentamiento racial desde la Radio de las Mil Colinas.

Naturalmente, el general ha sido destituido al instante y desde el Departamento de Operaciones de Paz de Nueva York han enviado a otro general que sin duda sabrá apartar a sus cascos azules cuando llegue la hora.

Y la hora llega y pasa.

La espoleta de detonación, además de la propaganda que inyectó su veneno en las venas de estas tribus desde la Radio de las Mil Colinas, fue la muerte de los presidentes de ambos países, Ruanda y Burundi, en una operación sencilla por de más, pues que éramos nosotros precisamente los encargados de su seguridad.

Los explosivos son particularmente interesantes en regiones donde no hay laboratorios para investigar ni dioses que defiendan o protejan a sus criaturas, y un par de kilos de C4 puestos en el avión en el que viajaban los presidentes han sido suficientes para abrir de par en par las puertas del infierno.

La clausura del castigo se verificó cuando el horror de los sucesos ha conmovido a los congoleños y el mundo se ha saciado de sangre. Los unos, han cedido a nuestras pretensiones y han accedido al reparto; los otros, todos los que han querido ver, han comprendido con las imágenes de nuestros medios que el infierno está en todo rincón y que en cualquier momento puede alcanzarlos.

Únicamente tienen que pedirlo o que resistirse a los deseos del dios blanco. No hay que viajar lejos para llegar al infierno: Apollyon se lo lleva hasta su propia casa.

Los medios más conservadores han contado algo más de un millón de muertos, casi todos a machete; pero todos los súbditos de los dioses que hemos vigilado para que no hubiera interferencias extranjeras sabemos que han sido muchos más.

No han sido escenas gratas, no; incluso nosotros, los de Apollyon, hemos tenido que mirar disimuladamente hacia otro lado para no sentir náuseas. Dios no existe, seguro; pero si existiera y un día consintiera un Apollyon africano, el infierno sería ascendido al rango de purgatorio.

Lo que hemos visto ha sido excesivo incluso para nosotros.

Ninguno de los rivales o de los neutrales, pese a todo, ha intervenido, salvo los relojeros para verificar que los adversarios no se entrometían o que las fuerzas de la ONU se mantenían lejos. Queríamos espectadores, y como tal hemos impuesto a todo el mundo, y el mundo ha enmudecido. Algunos por el horror, pero casi todos por miedo. Este es el ejemplo que quería nuestro dios que presenciara el mundo, y esta es la lección que ha impartido.

El vasallaje de los otros dioses a nuestro dios ha funcionado perfectamente, y desde ahora hay un magnánimo reparto de los haberes de petróleo, diamantes, oro y coltán, conforme ha consentido nuestro dios a la fuerza de cada Legión Negra. Incluso nos han pedido que nos retiremos y volvamos a la Central, no sin antes dejar establecidos algunos movimientos rebeldes como mecanismo de seguridad.

Seguramente nuestros competidores habrán hecho otro tanto, lo que garantizará que el reloj siga funcionando indefinidamente en tanto les interese a nuestros dioses.

África es así; no es una realidad agradable, pero hay que aceptarla.

Nueve millones de vidas, muchas de ellas segadas a machete, además de todo lo que ello implica, son el vestigio del acuerdo. La miseria residual que queda y el odio que se ha depositado en el fondo de todas estas almas y estas tribus, son el mecanismo de seguridad del nuevo reloj que se ha puesto en marcha. Crecerán pastos sobre los cadáveres, abonarán la tierra y harán más rica a África. Aquí, la sangre es el mejor de los fertilizantes, aunque no dejen de pasar hambre.

Con suerte, me quedan un par de misiones y habré terminado mi ciclo activo. Creo que lo echaré de menos. Soy un hombre de acción, aunque ya la acción comienza a pesarme.