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Apollyon

El Libro de la Vida comienza con un hombre y una mujer en un jardín; termina con el Apocalipsis.

Óscar Wilde

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Cuando nos encargaron la misión Finis Initium ya estaban al corriente todos los que tenían que saberlo. Tal vez fuera así porque la operación se desarrollaba en distintas zonas del propio país del dios blanco y contra distinta clase de objetivos civiles.

Era el inicio de una nueva era, un salto cualitativo que consumaba el orden hasta entonces vigente.

Obedecí, por supuesto; pero entonces ya no tenía duda alguna de que algo había que obligaba a nuestros dioses a estrategias excesivamente arriesgadas o definitivas. No; no era así porque la operación fuera más o menos compleja, sino porque alcanzaba grados de locura extrema que no admitían marcha atrás, cual si sencillamente ya no hubiera adónde regresar. No se trataba ni mucho menos de que nuestros dioses atacaran los intereses de su supuesta patria, porque en otros renglones de la historia ya había escrito con la misma caligrafía; pero nunca antes lo había hecho con tal agresividad, y todo ello considerando que no era preciso ser especialmente inteligente como para suponer que no era sino el primer paso de un largo camino que emprendía, la justificación y el portal de acceso ante la sociedad de los sucesos que él sabía que vendrían a continuación. Estábamos por iniciar una nueva era de la que no teníamos ni idea de a qué paraíso o a qué infierno daba.

Aunque los métodos cambian con las nuevas tecnologías, el procedimiento es siempre el mismo desde los antiguos sumerios para provocar conflictos. Roma lo había utilizado en numerosas ocasiones, y casi todas las potencias habían recurrido a artificios semejantes para iniciar invasiones o justificar matanzas.

Nuestro mismo dios había ordenado a finales del XIX el hundimiento del Maine en la bahía de La Habana para declarar la guerra a España y quedarse con Cuba y los restos de los dominios imperiales españoles en todo el mundo; Hitler hizo asesinar por militares alemanes vestidos con uniformes polacos a una compañía alemana de una estación de comunicaciones fronteriza en Silesia para justificar la invasión de Polonia, lo que abrió las puertas de la Segunda Guerra Mundial en Europa; y de nuevo el dios blanco preparó una trampa a su propia Armada para que fuera bombardeada y destruida por los japoneses en Pearl Harbor, lo que extendió la Segunda Guerra Mundial al Pacífico e involucró en ella al resto del mundo.

El resultado de esta última fue claro: su encumbramiento al rango de dios de quienes en verdad dirigían desde la clandestinidad lo que hasta entonces no había sido más que una nación como tantas otras. Había comprado la divinidad a un precio de sangre: al menos sesenta millones de seres humanos fueron sacrificados en ese holocausto para sufragarlo.

No; no era la acción lo que a todos los miembros de Apollyon, aunque lo calláramos, nos preocupaba, sino lo que vendría después, porque en todos los casos mencionados esos mismos dioses ya tenían preparadas las respuestas, los equipamientos y las tropas necesarias como para que el infierno se instalara en el ángulo de la tierra que habían elegido.

No era preciso estar muy instruido ni saber contar demasiado para suponerlo, aunque los libros de historia, por temor del dios blanco, dijeran que dos y dos son siete. Además, Finis Initium, el nombre de la operación, significaba «El principio después del fin.»

La vaga idea que me naciera en el desierto mesopotámico y se afirmara en la operación africana de Ruanda, se convirtió en una certeza por entonces. Esta acción era mucho más importante y de más graves consecuencias que la del Tigris, la cual había costado al menos cuatro millones de vidas; más trascendente que la de la misma Ruanda, que contabilizó cuando menos diez millones de muertes y aún seguía sumando víctimas; y mayor incluso que la llevó a cabo ese iluminado de Hitler, que tuvo un costo de no menos de sesenta millones de vidas sacrificadas.

¿Qué se escondía verdaderamente tras del latinajo Finis Initium? En Apollyon todos callábamos. Jamás decíamos una palabra que pudiera significar duda tan siquiera. Obedecíamos, y punto, fuera la barbaridad que fuera la que se nos ordenara. Estábamos acostumbrados a ello; pero llevaba muchos años ya con algunos camaradas y sabía leer en sus silencios como ellos sabían leer en el mío.

Nunca, nunca los silencios fueron tan locuaces.

Ninguno de nosotros conocía el miedo. De haberlo conocido haría ya mucho tiempo que no seríamos; pero todos lo sentíamos entonces, acaso por primera vez. Sin decir palabra, comprendíamos que nuestro trabajo de relojeros ponía en marcha el tictac del progreso, los intereses de los Estados que procuraban ocupación y salarios a la máquina de Occidente, o siquiera fuera las conveniencias geoestratégicas que permitían el dominio de nuestro dios.

Éramos los fogoneros de esa máquina infernal del progreso, y lo asumíamos; pero esto iba mucho más allá, no hacía falta que nadie nos lo dijera: bastaba con unir las palabras principio y fin, el Finis Initium de nuestra misión. Y si a eso le sumábamos la fecha que habían elegido para llevar a cabo la operación, 9:11, el mismo capítulo y versículo del Apocalipsis en que aparecía el nombre de Apollyon, la cosa no era menor.

Si las anteriores operaciones, con apenas una repercusión de algunas páginas o espacios de entretenimiento en los informativos y diarios, habían producido los millones de víctimas que todos conocíamos, ¿qué clase de negocio se encontraba detrás de esta acción que parecía tan capital y a la que se le asignaban los mayores recursos y el personal más especializado? Las posibles respuestas saltaban solas: o nuestros dioses se habían vuelto locos de codicia —que los dioses que no existen no lo quisieran—, o se estaba programando la Tercera Guerra Mundial, sin duda para quedarse nuestro dios con el tablero mundial completo, o algo de una gravedad extraordinaria aseguraba que todo lo de antes y todo lo de después a la propia operación carecía ya de sentido.

Naturalmente, y aunque jamás crucé una palabra con ningún camarada, todos creímos que estábamos sentando las bases del ya tan cacareado Nuevo Orden. Tal vez fuera eso, o tal vez prefiriéramos pensarlo así, aunque al menos a mí me sobrevolaron de nuevo las dudas que me asaltaran cuando lo de Irak o lo de África.

Algo verdaderamente definitivo estaba por suceder, nuestro dios lo sabía y se estaba preparando para ello, y seguramente no era el único en Apollyon que pensaba de esta forma. Y lo creímos porque nos pareció absurdo que, aunque los grandes intereses carecen misericordia, nuestro dios pretendiera secar la teta de la que se alimentaba.

Es muy difícil para un soldado comprender el pensamiento y las intenciones de un dios, pero no había por ninguna parte del mundo un conflicto latente o real que insinuara la conveniencia de un mal enormemente mayor para remediarlo, ni un negocio lo suficientemente jugoso como para apostar tan fuerte, ni siquiera un mal global que aconsejara la ventaja de alterar el orden de las cosas, por más que ya se hablara con regularidad del cambio climático, del agujero de la capa de ozono o de la peligrosidad de los ciclos solares.

¿A qué, entonces, apostar por volcar sobre el mundo el contenido de la caja de Pandora?

Con sus relojes funcionando y sus relojes escondidos, el mundo se deslizaba por un orden racionalmente sereno, preciso y generoso: había haberes para cierta tranquilidad, espacio generalizado para la sonrisa y progreso en los paraísos del mundo, conseguido gracias a las lágrimas de los cuatro ángulos de infierno que era el resto del planeta. Todo estaba, quizá, mejor que nunca había estado. Los dioses menores se sometían a nuestro Zeus, dominaba desde Gog a Magog, ¿y quería más?

No, no; eso no era en absoluto creíble. Algo había, y algo grande, muy, muy grande, que le empujaba a lo que parecía un suicidio. ¿Podría la actividad humana generar un cambio en el clima que hiciera temer por la vida sobre el planeta? Y, en tal caso, ¿en cuánto tiempo podría ocurrir semejante evento?

Había visto documentales ciertamente alarmantes sobre los daños que sufría la tierra por la contaminación, la sobreexplotación y la codicia humanas, deshielos de los glaciares, subidas del nivel de los océanos más o menos previsibles, agujeros en la capa de ozono que causarían mayores índices de cánceres y hasta actividades solares que podrían trastocar todos los sistemas satelitales de defensa y control; pero también sabía que la mayor parte de esas alarmas estaban financiadas por mi dios, que formaban parte de la tensión social necesaria que precisaba para existir.

Los dioses, ya lo dije, siempre tienen dos bazas con las que juegan, y de ellos partían las tesis del catastrofismo y las antítesis de la negación. ¿Acaso los chinos, los rusos o los indostaníes habían preparado alguna jugada, suponiendo que las defensas electrónicas de mi dios cayeran víctimas de las radiaciones solares, o tal vez preparaban un ataque masivo y por sorpresa con armas que no podía imaginar?

Desde luego no tenía ninguna respuesta y mucho menos la formación precisa para buscarla. Mi vida no era más que una sucesión de intrigas y formas de matar, y a ello me atenía. Mi dios, por ser mi dios, tenía más larga práctica en eso y en lo otro, y sabría por qué los sucesos debían materializarse como los había planificado. Hasta entonces siempre había salido victorioso, y triunfador saldría ahora como el caballo blanco, lo que le convertiría en hegemónico. Si lo que se venía encima era la Tercera Guerra Mundial, estupendo: en realidad, yo siempre la había estado librando.

La ejecución de la operación fue mucho más sencilla de lo que posteriormente los entendidos mundiales han querido hacer creer. Bastó con reunir unos cuantos proscritos internacionales de los muchos que figuraban en nuestra nómina en Oriente Medio, utilizar relojes que nosotros mismos habíamos puesto en marcha tiempo atrás para combatir a los dioses rojos o para crear tensiones sociales que dinamizaran el mercado, y aplicar de forma eficaz los ingenios electrónicos de última generación que ya estaban suficientemente probados en distintas operaciones. Se eligieron distintos blancos que tuvieran profundas repercusiones internacionales, y se puso en marcha Finis Initium.

La División Estratégica de Apollyon se encargó de toda la infraestructura, de traer al suelo patrio a los personajes idóneos y de atraer las cámaras de televisión —casi todos los medios mundiales son propiedad de los testaferros de mi dios— al lugar donde se verificarían los hechos para que la operación fuera transmitida en directo a todo el mundo; y los de la División Operativa nos encargamos de colocar numerosas cargas detonantes de explosivo termita en distintas zonas de la estructura central de los edificios del Word Trade Center de Nueva York, nuestro primer objetivo, y de disponer lo necesario para que los misiles que atacarían al Pentágono hicieran exactamente el daño que teníamos calculado. Además de relojeros que iban a poner en marcha un mecanismo tan especial, por primera vez actuamos como tramoyistas de un espectáculo mediático mundial.

Nuestro dios veló porque la puesta en escena fuera todo un éxito.

Sin duda muchos pensarán que un acto semejante es muy complejo, pero es porque ninguno de ellos es relojero encuadrado en Apollyon. En realidad, es todo muy sencillo, y si no se es excesivamente torpe, no solamente se trata de una serie de acciones más o menos rutinarias, sino que es casi imposible que alguien pueda después creer la misma verdad, si es que la verdad alguna vez llegara a ser descubierta.

La verdad, en el orden de mi dios, no es creíble si no sale por la propia televisión de mi dios; no importa que todos piensen o sepan que mi dios es mentiroso, porque si a pesar de ello su televisión dijera blanco, blanco corearía la multitud. Todo es así de absurdamente simple, y en Apollyon sabíamos cómo hacer posible lo imposible con herramientas que cualquiera puede tener en su propio garaje o en su misma cocina.

Como si fuera un fino de trabajo de mosaico, las distintas divisiones de Apollyon fuimos encajando las piezas de Finis Initium una a una. Primero fueron las acciones especulativas que obtuvieran el rendimiento económico inmediato a toda operación, realizando mil movimientos de inmensos capitales a través de empresas fantasma o de testaferros que el mismo dios se encargaría más tarde de borrar sus huellas, o a los mismos testaferros.

Concluido el primer paso, entramos en acción los demás.

Por control remoto tomamos el pilotaje de los aviones en los que habíamos embarcado a nuestros señuelos. Aviones que previamente habíamos trucado, e incluso en uno de ellos subimos a los técnicos que desarrollaron el sistema de control a distancia para sellar el secreto y borrar las huellas, haciéndoles creer que se trataba de un ensayo general programado. Y ensayo fue, pero de lo que vendría después.

Ni siquiera fue preciso utilizar una sala con cientos de hombres y mujeres y equipamientos con muchas luces que se encendieran y apagaran, sino que bastó con unos cuántos equipos informáticos portátiles y la propia red de Internet.

Así de simple.

La máquina más compleja debe su eficacia a los elementos más elementales. En la simplicidad está el secreto de lo enormemente complejo, porque si dependiera de lo demasiado sofisticado, muchas cosas podrían fallar y todo se haría incontrolable. La sencillez: así nos adiestraron en Apollyon.

Unos programas informáticos, unos ordinarios joysticks y unos técnicos especialmente adiestrados para manejar los mandos como si estuvieran jugando con videojuegos de ordenador, fueron todo lo necesario para llevar a cabo el trabajo.

Desde una oficina próxima al World Trade Center anulamos los mandos de los distintos aviones y fueron controlados desde tierra, cada uno por un operador; nos entretuvimos en enviar mensajes telefónicos de algunos pasajeros a sus propios domicilios, con montajes realizados en base las grabaciones a las que, pinchando sus teléfonos, les sometimos en los días previos; dirigimos los aparatos contra los blancos, una vez nos informaron de que las cámaras de televisión de las principales cadenas ya estaban emplazadas en las inmediaciones; y apenas una hora después del primer impacto, cuando supimos que la señal de las televisiones ya se distribuía de punta a cabo del globo, hicimos estallar las bombas termita coordinadamente para que los edificios colapsaran ante los ojos de casi cuatro mil millones de almas.

Como en un ataque sorpresa, en el que el enemigo no puede defenderse porque el pánico le bloquea, hubiéramos podido robar las carteras de cuatro mil millones de personas porque estaban estupefactas, incapaces de todo punto de resistirse a cualquier cosa que hubiéramos querido hacer con ellas.

Nunca habíamos puesto en marcha un reloj tan enorme, y estábamos satisfechos. El tictac podía escucharse en todo el mundo casi tan claramente como el galopar acobardado de cuatro mil millones de corazones. Muchos lloraban, pero algunos reíamos: era nuestra gran obra magna, la meta de muchas carreras.

Apollyon había convertido en un hecho el versículo 9:11.

El resultado fue el apetecido por nuestro dios. El ataque al Pentágono, sin embargo, se omitió televisarlo no por falta de medios, sino porque no fue ningún avión el que se estrelló contra él, sino un misil táctico, y no convenía en absoluto que allí se viera otra cosa que los efectos del desastre, las ruinas sobre las que descollaba el Estado Mayor del ejército más poderoso del mundo.

El «nadie está a salvo», ocultó a los ojos de la razón los vestigios de un misil ofensivo.

Todo lo demás que se hizo necesario —el que se encontraran las pruebas imprescindibles para incriminar a nuestros señuelos, ratificar que el derrumbe de los edificios se produjo por efecto del impacto de los aviones y no por bombas termita, y las conclusiones de todos los informes que se hicieran—, fue tan sencillo como la propia ejecución de la operación, pues había miembros de Apollyon entre los bomberos, la policía, los políticos y el Congreso.

Las voluntades que no eran nuestras, bastaba con comprarlas en un orden en el que todo estaba en venta. Además, de no haber aceptado el dinero, sabían que nuestro dios no tendría reparos en aumentar en unos cuántos dígitos el número de víctimas.

Todos aceptaron.

El mundo se había estremecido desde sus cimientos, autentificando con tan simples medios que la única verdad social brotaba de la fuente única de mi dios. Nadie en su sano juicio obedecería ya a otro medio que a la pequeña pantalla, y quienes fueran capaces de descubrirnos sin duda serían tratados como locos o resentidos, gentes a los que había que dejar con sus locuras, simplemente porque eran inofensivos.

La Inteligencia y la Contrainteligencia jugaron papeles decisivos, lanzando en Internet mil descubrimientos de complós que ellos mismos, días o semanas después, descubrían tarados o mutilados.

La información de la desinformación es un juego de laberintos al que estábamos sobradamente adiestrados, no en vano es Perséfone la diosa que corona el Capitolio, reina de los infiernos y de la muerte, pero también de los laberintos.

Nada, nada es casual.

Mi parte en la operación había sido la coordinación de los explosivos termita, y la satisfacción que produje entre mis superiores no pudo ser mayor. De haber sido de otro modo, seguramente no podría contar esto que escribo.

Me premiaron por ello y me prometieron destinarme a la central de Idaho, integrándome en la División de Inteligencia tan pronto concluyera una misión más, para la cual era imprescindible por conocer sobradamente el terreno.

El mundo había cambiado de una forma irremediable, produciéndose un salto sin retorno en la historia, y yo era uno de los especialistas que había producido la metamorfosis.

En cierta forma, como profesional me encontraba satisfecho de mí mismo, sintiendo algo parecido a la vanidad que debe sentir cualquier artista cuando concluye su obra maestra. Aunque quedara un trabajo más todavía, aquel había sido el de la cima de mi carrera.

Otra operación, solo una, y por más que ardiera el universo por los cuatro costados, me habría ganado la paz definitiva.

Sin embargo, esta misma paz pronto se mostró ante mí tan atroz como una guerra, quién sabe si porque había convivido tanto tiempo con la sangre y el sufrimiento que tenía la impresión de que también de tanto en tanto los echaría de menos. Tal vez tuviera en el futuro un síndrome de abstinencia o algo así, porque cuando se habita continuadamente el infierno terminan por hacerse necesarias las ascuas para sobrevivir. Algo me decía que no iba a bastar con las muertes fingidas del cine, las cuales iban acostumbrando paulatinamente a la ciudadanía al horror que se avecinaba, ni siquiera la que se producía en la casa de al lado.

La condición humana es así: cuestión de costumbres.

No sé demasiado de biología, y por ello mismo no tengo claro si quienes matan obedecen ciegamente las instrucciones de su código genético o si son sus crímenes los que deforman y alteran su cadena de ADN, marcándose en ella sus tétricos haberes al modo e imagen como un pistolero del far west hacía una muesca en las cachas de su revólver tras cada adversario que abatía. De ser así, quizá mi genoma contuviera el código de mi historia, o quizá yo mismo grabé a golpe de sangre una historia de horror que se correspondía con la del dios al que servía.

Supongo que tenía sobre mi conciencia tantos cadáveres como números almacenaba un contable o tornillos apretados un operario de una cadena de montaje de automóviles; pero no me pesaban, ni siquiera me importunaban con ninguna clase de requisitorias.

Dormía tranquilo y no perturbaban mis silencios. Eran parte mía ya y, de alguna manera, esto me sorprendía. Tal vez debieran pesarme, quién sabe si espantarme en las noches reclamándome la vida que les arrebaté; pero no era así, y, si tuviera que abandonar mi oficio de matarife, creo que extrañaría echarme al saco alguna víctima más de vez en cuando.

Me pesara o no, en realidad no era más que un funcionario del progreso, un operario de la organización social. Ninguno de mis jefes mostraba arrepentimiento alguno por sus actos, al menos que se le notara, ni se apreciaban en la sociedad síntomas de remordimiento por haber convertido a la especie en un negocio.

La mayoría de los hombres lo ignoraban como desconocen los rebaños el propósito de los pastores; pero muchos otros estaban al tanto, se beneficiaban de nuestras operaciones y convertían los dividendos del horror y la muerte en beneficios de vida y alegría. Incluso los mismos miembros del rebaño, los pequeños accionistas o los inversionistas de ahorros laborales que buscaban rentabilidad para sus años dorados, debían estar de alguna forma al corriente, porque de algún sitio debían salir aquellos dineros que no podían multiplicarse por sí mismos y que, sin embargo, lo hacían y había para todos.

Lo veían, claro que lo veían; pero, por tener conciencia, preferían mirar hacia otro lado para que sus ojos no los traicionaran. La ignorancia es muy conveniente para quienes tienen conciencia.

¡Ah, la conciencia!

Muchos importantes personajes que estaban al tanto de lo que sucedería aquel once de septiembre hicieron por consentimiento de mi dios una fortuna mayor en la bolsa. Algunos de ellos eran descendientes de los judíos que amasaron sus primeros haberes con los dineros que sus parientes hebreos de la Alemania nazi les enviaron a los Estados Unidos para ser salvados del exterminio, y los que a través de sus empresas norteamericanas vendieron a los nazis el gas Ziclón-B para que les libraran de sus acreedores.

No fueron los únicos. Los buitres siempre vuelan en bandada: son muy sociales. Sí; intachables banqueros de dulces sonrisas y sofisticados modales se habían enriquecido con la tragedia, y no mostraban contrición alguna, como esas farmacéuticas que extinguían sin remordimientos tribus enteras en África para ensayar sus compuestos sin haberlos probado antes ni siquiera en animales.

Esta era la sociedad que se había mantenido funcionando gracias al tictac del progreso que los miembros de Apollyon imprimíamos. Las empresas de armamento, lo mismo que las de regalo o las del lujo, se servían de los demás, poco importaba que los beneficios fueran dividendos, diamantes o simple coltán. ¿Por qué yo, un simple funcionario, iba a tener remordimientos? La mano no puede obrar sin que el cerebro se lo ordene. Es el cerebro el culpable. ¿O quizá lo es el corazón?

La sociedad a la que servía, todos esos inocentes que se conmovían con las imágenes y les temblaba la voz al cantar el himno nacional, tampoco eran tan inocentes como ellos se consideraban. Habían visto los mismos horrores que yo, aunque a través del aparato de televisión y, aunque algunos lloraron por las imágenes, lo hicieron mientras comían palomitas y con la seguridad de que en el momento que quisieran, con el único movimiento de un dedo, podrían apagar el infierno.

Diecisiete millones de niños murieron de hambre solamente en 1984, y nadie hizo nada por evitarlo.

Hoy tampoco, y siguen muriendo.

Sí; es una sociedad sin inocentes a la que he servido, y no soy peor que los demás, sino solamente diferente: tengo el coraje de empuñar el cuchillo.

Nadie podía decir que ignoraba lo sucedido en Serbia o en Irak o en Afganistán o en África, y todos eran corresponsables, solo con verlo, de cada una de aquellas víctimas gracias a las cuales su riqueza les preservaba de aquel mismo destino.

Era el pacto de sangre de mi dios: un mundo sin inocentes.

Los únicos inocentes que en verdad lo eran, o estaban muertos, o pronto lo estarían.