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El último trabajo

El fin del terrorismo no es solamente matar ciegamente, sino lanzar un mensaje para desestabilizar al enemigo.

Umberto Eco

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Por alguna razón que mis jefes conocerían no me llevaron como relojero a Afganistán o a Irak con los otros especialistas de Apollyon que destacaron allí para preparar la llegada de los ejércitos aliados tras los golpes de New York y Washington, a pesar de que conocía sobradamente el territorio y de que era uno de los responsables de los muchos mecanismos que estaban funcionando bajo las arenas de aquellos desiertos.

Sí me permitieron participar, por el contrario, en algunos trabajos menores que se realizaron en algunos países de Europa del Este, Asia u Oriente Medio, aunque en realidad resultó ser que me estaban reservando para un trabajo especial, muy especial, y en mi país de origen: España.

Bueno, especial o no tanto, porque no tenía más diferencias respecto de la operación Finis Initium que el que esta se ejecutó estrellando aviones comerciales contra símbolos arquitectónicos y la operación española no se tenía muy claro contra qué objetivo se atentaría y qué medios se emplearían.

España carecía de grandes edificios, escoger un campo de fútbol o una plaza de toros se desechó desde el principio por exagerado, y el coche o el camión bomba eran indignos de Europa. No era un tema peliagudo, sino solamente cuestión elegir la diana adecuada, pues lo que se pretendía era el efecto de la conmoción social y el pánico público más que una enorme mortandad.

Dado el tamaño del país, con unos cientos de muertos habría bastante.

A la operación española se le asignó el nombre de Gladio como burla de la chapuza que con el mismo nombre usaron la OTAN y la CIA para jugar con las democracias europeas y establecer el miedo contra los soviéticos y los comunistas durante la Guerra Fría.

Fui yo quien propuse el nombre con toda intención, arguyendo que se refería a la espada íbera que terminaron por hacer suya las tropas romanas; pero no me lo aceptaron porque fuera un nombre adecuado, sino por resentimiento de que la OTAN y la CIA ejecutaran durante décadas una campaña desarrollada por Apollyon, y el resultado siempre les pareció cosa de aficionados.

Me trasladaron a Madrid algunos meses antes de que la operación fuera a ser ejecutada, a fin de elegir distintas opciones para poner en marcha el reloj ibérico.

Lo primero que hice fue estudiar el terreno, seleccionar las cobayas y urdir algunas propuestas para que fueran analizadas en Idaho. Siete fuimos los miembros de Apollyon desplazados a España. No se necesitaban más, pero tampoco los había disponibles porque Oriente Medio consumía buena parte de los recursos de la organización, además de que teníamos otros muchos relojeros operando en diversos países alrededor del globo.

Ya dije que Finis Initium abarcaba un plan muy vasto y que lo de las Torres Gemelas de Nueva York no había sido sino el pistoletazo de puesta en marcha del grueso de la maquinaria. Gladio, en realidad, era nada más que un capítulo de Finis Initium.

Ya me había olvidado de cómo era España. Llegar a ella y despertarse mil recuerdos fue todo uno y lo mismo, y aparejado a ellos me vino la imagen de mi amigo. No pude evitar la tentación de investigarle, enmascarándolo como parte de mi trabajo.

El trabajo de España se iba a efectuar como consecuencia del acuerdo que se dio entre los dioses allá por los años ochenta, y del que para esas alturas no conocía nada, más allá de suposiciones o de cierta vaga idea que me fui haciendo como consecuencia de ir atando cabos sueltos.

Apollyon no existía en España más que como una red secundaria, pero contábamos con parte de la Legión Negra española, además de la europea. Esta era una tierra dominada por el dios azul, el cual era ya súbdito del dios blanco, mi dios, el que nació para vencer y vencería.

Con todo esto quiero decir que, si bien no teníamos apoyos internos directos demasiado útiles para llevar a cabo nuestro plan, contábamos con el permiso y la libertad necesaria para hacer todo lo que creyéramos conveniente.

Si mis jefes o mi dios ponían al corriente a la Legión Negra europea o al dios azul era algo que nosotros desconocíamos, pero que tampoco nos interesaba para poner en marcha el reloj que nos habían encomendado.

Mis informes sobre Antonio Fernández pronto estuvieron completos, hasta el extremo de que acaso ya podría conocerlo mejor que él mismo. Muchos, casi todos, ignoran lo que se guarda de ellos, la información que se recopila y se almacena. No eran únicamente rasgos generales, profesionales o bancarios, sino que tenía un riguroso y pormenorizado compendio de todo cuanto había hecho con su vida desde que nos separamos, bien gracias a la Gran Berta, el superordenador español ubicado en San Lorenzo de El Escorial, o bien merced a la Bestia, el ingenio que en Bruselas centralizaba todos los datos de cualquier clase de todos y cada uno de los ciudadanos europeos.

En la pantalla de mi ordenador portátil podía ver paso a paso una secuencia pulcramente ordenada de su salud, de sus gastos, de los sucesos que fueron relevantes en su vida —familia, compras, divorcio, hijos—, e incluso dónde y con quién había viajado.

Me bastaba un análisis con el programa SPP (Secuencer Psicologian Profile) y, ¡zas!, tenía en mi mano el cómo y el porqué de su perfil psicológico, su modo de actuar, su proceso lógico profundo: todo. Era una información de nula relevancia para mi misión, pero no para mí. Él, después de todo, era mi reloj principal, el que marcaba mi hora. No sé si me alegré o me entristecí con las marcas de su vida que destacaban los momentos más felices y los más tristes. Me alegró saber, por ejemplo, que no mucho antes de su divorcio tuvo una suerte de luna de miel con Aurora, su esposa. Aquel viaje solitario a un parador de Toledo y aquellos gastos suntuarios, que no reflejaban sino emoción expansiva y enamoramiento, eran el canto de cisne de un amor que se iba a pique, porque cuando comparaba estos datos con los de su esposa, sabía que ella ya tenía un amante. Lo delataban sus gastos en cosmética y en ropa íntima.

La ropa íntima muy cara o sugerente solamente la adquiere una casada de muchos años si es que ya hay un tercero. Es ropa para lucirla, para disfrutarla mientras se saborea la fruta prohibida o para usarla puesta en el juego amoroso cuando es nuevo, que es cuando es intenso. La disfrutaría Antonio algunos días, tal vez porque la encontrara por sorpresa y Aurora desviara su atención con picardías, pero ya compraba prendas así mucho antes de eso y lo seguiría haciendo después. Sí; la disfrutó Antonio, seguramente con renovado fervor, pero eran prendas usadas, olisqueadas o mordisqueadas por otro hombre, sobadas por otras manos e intoxicadas de otra transpiración.

Ignoraba Antonio que también su mujer, aquella muchacha hermosa por la que me abandonó tantos años atrás, estaba usada, como sus prendas, como su carne. Me abandonó para ser traicionado y, quizá, para ser vengado.

En un momento, cuando tuve la certeza de lo sucedido, hubiera matado a Aurora con mis propias manos, hubiera tomado su cadáver y me hubiera presentado ante Toni con sus restos mortales para decirle: he aquí al amigo verdadero, el que venga tu dolor y el que sacrifica a tu verdugo.

Lo hubiera hecho con gusto, con un placer orgásmico; pero no lo hice entonces ni lo haré ya. Me alegré de la lección que le daba la vida, la que le enseñaba qué era real y qué un espejismo. Más adelante, algún día, podremos hablar de ello, quiera el Dios que no existe que en esta misma vida.

Me guardé todos los datos de Toni, de Aurora y de Laura, la hija de ambos, para cuando fuera necesario, si es que alguna vez llegaba a serlo. Hay que ser previsor y ahorrar para el futuro, ir guardando miguitas de pan cuando se está saciado por si llegan los días del hambre.

Todo el dolor y el gozo de aquellas tres vidas me cabían en unos cuantos bytes. ¡Qué poquita cosa somos y qué vueltas da la vida!

En fin, a lo mío.

Las órdenes eran para cumplirlas y la fecha prevista para la acción no dejaba márgenes para el ocio.

España era el país más fácil de toda la pomposa Unión Europea para operarlo sin incomodidades. La codicia de los empresarios y la corrupción política habían favorecido la permeabilidad de sus fronteras. No importaba dónde se detuviera uno, se cruzaba con mil indocumentados procedentes de todos los rincones del mundo, especialmente de donde el infierno quemaba. Era un país asquerosamente fácil donde uno ni siquiera podía lucirse haciendo de su trabajo de relojero una obra de arte. A lo más que podía aspirarse, era a algo como de andar por casa.

Todo era casi imposiblemente sencillo, como la conquista de una mujer despatarrada de esas que abundaban al borde de las carreteras y en los senderos de casi todos los parques. Los mismos Servicios de Inteligencia sabían que por todas partes había mil grupos radicales establecidos, por las costas tenían sus cuarteles generales casi todas las mafias del mundo y desde conocidísimos rincones se mercadeaba con la muerte en forma de drogas, de armas, de seres humanos, siempre con la impunidad de una clase política corrupta hasta donde no era capaz de llegar la imaginación ni una justicia al servicio de los perversos.

Ni en los sueños más disparatados de Apollyon podríamos haber imaginado mayores facilidades. En realidad, ni siquiera tenía sentido que destacaran a nadie para poner en marcha este reloj: ya hacían ellos perfectamente nuestro trabajo; pero el dios lo mandaba y nosotros obedecíamos. Teníamos todo el apoyo necesario, aunque hubieran bastado unos euros para haber comprado cualquier alma. Todo se vendía, nada escandalizaba.

Nada.

La España que conocía no tenía parecido alguno con esta. Me daba la impresión de que el tiempo o la geografía me habían jugado una mala pasada; pero en fin, era lo que era.

Viajé por distintas ciudades, seleccioné potenciales objetivos que cubrieran las expectativas que requería mi dios y elaboré distintos planes, todos ellos de una facilidad escolar, de aprendiz de relojero.

Hubiera podido saquear el museo de El Prado, convertir el aeropuerto de Barajas en el Averno, secuestrar aviones, atracar el Banco Central, hacer saltar por los aires el Santiago Bernabeu o el Nou Camp en pleno, reventar una ciudad entera al destruir cualquier central de almacenamiento de combustibles o dejar en blanco todos los sistemas informáticos del país; pero mis jefes optaron por una medida intermedia, unos cuantos trenes que estallaran coordinadamente un jueves de marzo, también día once, exactamente, segundo aniversario y medio de Finis Initium: todo un mensaje.

Un mensaje que se reforzaba con el versículo en el que se menciona a Apolión, 9:11, que es decir novecientos once días después de lo de Nueva York. Los trabajos, claro, hay que firmarlos para que las otras agencias y organizaciones que son pero que no existen tengan constancia del autor.

Definido y aprobado el objetivo, lo demás fue cosa de coser y cantar.

Nada sofisticado, algo a la española. Bastaba con mirar en Internet para encontrar mil páginas que enseñaban cómo fabricar un explosivo. Únicamente en un país como este podría estar al alcance de cualquier desequilibrado una cosa semejante, y ello me pareció que serviría. La ciudadanía daría por buena cualquier cosa que se le dijera desde el poder, y la justicia se encargaría de hacer tragar carros y carretones al inocente Juan Español.

Usaríamos, pues, distintos explosivos caseros.

Nada demasiado profesional, ni en los detonadores ni siquiera en la coordinación de las explosiones. Todo había de ser chapucero, a la española, ya digo.

Por todos era sabido que España era la cruz europea donde se centralizaba la captación de miembros para nuestra Al Qaeda y se recaudaban fondos para pelear contra los nuestros en Afganistán o en Irak. Suicidas no faltaban entre los casi dos millones de musulmanes que habitaban en el país, casi la mitad de ellos ilegalmente.

Mejor que mejor.

Unas mochilas, unas máscaras o capuces para dejar las pruebas falsas donde nos interesaba, unas cuantas cobayas escogidas entre aquellos dos millones de desheredados y, exactamente a las 7:38 horas —que suma nueve, el número del hombre—, diez artefactos (el décimo primero fue el cebo, cumpliéndose también en esto el 9:11) hicieron saltar por los aires cuatro trenes de cercanías en las proximidades de Madrid.

Quien supiera leer, que lo hiciera.

Pudimos haber puesto los explosivos en el primer vagón de alguno de ellos, donde habitualmente viajaba casi medio curso de aspirantes de la Guardia Civil que iban camino de sus clases diarias, o aun haber evitado la huelga universitaria que promovimos para ese mismo día; pero las instrucciones recibidas fueron ejecutar la operación de esta manera, mi dios sabría por qué. Ni pocas ni excesivas víctimas: esta era la orden.

No lo delaté con ningún síntoma, pero no me gustó. No fue para mí un trabajo cómodo, no entiendo por qué, a no ser porque fue una operación mezquina y sin lucimiento. Sé que me desagradó ver correr de un lado a otro a los mismos ciudadanos y aun a los supervivientes tratando de prestar algún auxilio a las víctimas.

«No hay un Dios al que rezar», recuerdo que pensé.

Verificamos que todo había salido conforme a los planes, y no tuve otra que estar cerca, muy cerca de los trenes para comprobar que no había más vestigios que los que nos interesaban, e incluso para dejar una mochila (el décimo primer artefacto) sin detonar que pudieran usar de prueba en el juicio que algún día nos daría la absolución.

Nunca me conmovió la sangre, pero en aquella ocasión no me hizo sentir bien. Tuve que recurrir a mi profesionalidad para renegar de aquellos que en un ayer fueron mis paisanos, tal vez lamentando la suerte que tenían por estar en las manos que estaban. No era una reminiscencia de patriotismo, ese concepto olvidado y sin sentido en esta tierra sin Dios. Y no me sirvió para esto, pero sí para considerar que los libraba de gentes que se servían de ellos para llegar adonde pretendían, que los hacía libres, que los liberaba del yugo de una vida de decepciones continuas.

Me fui.

Todos los explosivos los habíamos manipulado. Habíamos conseguido algunos de distintas procedencias, e incluso los mismos enemigos de España nos vendieron una buena cantidad de ellos; pero jamás los usamos. Los montamos en la misma casa en la que fabricamos todas las pruebas incriminatorias para aquellos tipos que usamos de cebos, la mayoría de ellos musulmanes a quienes ni conocíamos ni teníamos ningún deseo de conocer.

Nunca hay inocentes y, si pagaron por unas muertes que no eran suyas, a la vez lo hicieron por las víctimas que habrían causado de haber tenido la oportunidad. Todo el mundo quiere desprenderse de alguien, desea la muerte de alguien o de muchos. Algunos, incluso, sacrifican a los suyos por una ventaja, por un beneficio o por un placer.

España no me gustó. Y todavía me gustó menos los días siguientes, cuando ya desde Idaho vi a través del canal internacional de TVE cómo los verdaderos criminales ponían rostros de circunstancias y prendían medallas meritorias a quienes no hubieran merecido, quizá, sino un salivazo en la cara. La mentira es la verdad de los condenados, y todos los españoles creyeron a pies juntillas en la mentira.

Alea jacta est: la suerte está echada.

No le correspondería a Toni el caso. Todo lo más, alguna gestión de trámite para sus jueces. Entre el laberinto de pruebas y contrapruebas que habíamos organizado, era imposible que nadie pudiera encontrar el camino de lo verídico, a no ser que le guiara Perséfone; pero Perséfone seguía ufana y desafiante en lo alto del Capitolio, contemplando cómo los hombres buscaban una escapatoria de su laberinto que desembocara en la libertad.

Ignoraban, sin embargo, que no había libertad: Apollyon se encargaba de dibujársela y de marcar el compás de su tiempo.