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Lo más difícil no es cumplir el deber, sino conocerlo.
Vizconde De Bonald
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No nos pudieron asignar demasiados recursos para analizar a fondo el departamento de Paul, el vocero del ángel del abismo.
Prácticamente medio país había sufrido daños muy considerables, y casi todos los hombres disponibles estaban dedicados a controlar una situación que no podía ser más desoladora. El terremoto, de siete grados y medio en la escala de Richter, había tenido su epicentro en algún lugar próximo a Granada y a menos de tres kilómetros de profundidad, asolando la onda sísmica casi toda Andalucía y buena parte de Castilla-La Mancha, Extremadura y Madrid. Parecía ser que el Sistema Central actuó como barrera de contención, evitando que la onda progresara hacia Castilla-León, pero al rebotar en su espina dorsal de granito y volver hacia su origen, hizo entrar en resonancia ciertas partes del suelo madrileño, y en no pocas zonas, especialmente en las construidas desde los años setenta en adelante, la destrucción fue enorme. El fenómeno se verificó a las 2:16 de la madrugada, lo que favoreció que la mayor parte de la población estuviera durmiendo y, por ello mismo, produjera una enorme mortandad. No había cifras ni valoraciones creíbles todavía, pero se podía suponer que los muertos se contaban por cientos de millares y los desaparecidos, también.
Tal vez a todos los que estábamos ocupados en el caso de los asesinos de ángel del abismo, como ya le nombrábamos entre nosotros, nos hubiera gustado colaborar en paliar la enorme tragedia acaecida en todo el país, pero teníamos un trabajo que hacer, y en lo personal sabía que tenía una semana para cumplir las etapas que Paul me había impuesto so pena de una tragedia mayor, y estaba seguro de que no era un farol.
Cinco investigadores, dos de la Científica, Julián, Juantxo y yo tratamos de encontrar pruebas irrefutables incluso por Andrada de que aquel departamento había sido la guarida de nuestro perseguido y, tal vez, de su organización. Pero no hallamos nada determinante más allá de unas huellas que suponíamos de él, algunos enseres personales y documentos que probablemente habría que estudiar detenidamente para sacar algo en claro. Nada que por lo obvio o evidente nos certificara que el tal Paul había sido el autor de cualquiera o todos los crímenes que se habían cometido en torno al caso que investigaba.
Todo en el departamento fue movido cuidadosamente de su sitio para buscar evidencias, pero hacia media mañana comprendí que no las encontraríamos: era demasiado profesional, extremadamente cauto. Una forma de ser seguramente adquirida a lo largo de toda una vida dedicada al crimen, la cual ya era para el criminal como una forma ordinaria de conducirse. Había dejado el mensaje que le interesaba, después de usar el departamento para sus fines, y se había marchado igual que llegó, sin dejar un rastro que condujera a alguna parte.
Veríamos qué confesaban las huellas y los escasos vestigios orgánicos que habíamos hallado, pero algo me decía que estos jamás tendrían correspondencia con ningunos otros conocidos o registrados.
Juantxo había logrado localizar al casero sirviéndose del portero, pero este, que vivía en el mismo edificio, no pudo dar más señas sobre el inquilino que una somera descripción física que coincidía ligeramente con uno de los retratos robot del asesino, y una copia de un carné de identidad que sabíamos falso. Se había presentado como un directivo de una compañía gallega que debía pasar un par de meses en Madrid, y pagó por adelantado generosamente. Para el casero eso fue la mejor carta de presentación, y no precisó más datos.
Claudio me llamó a media mañana para que me pasara por el despacho de Andrada y, aunque le puse al corriente grosso modo sobre lo sucedido la noche anterior, me sugirió que reuniera toda la información que pudiera y no me demorara demasiado porque no pintaba bien la cosa.
Miré a mi alrededor y supe que no íbamos a encontrar mucho más, pero les encargué a los de la Científica que no dejaran un mueble sin mover o una esquina sin revisar a fondo y, con Julián y Juantxo, me fui a la Central.
Una ciudad semiarrasada se deslizaba por la ventana del automóvil.
Los tres hombres íbamos sin decir palabra, absortos en el paisaje de destrucción que contemplábamos. El tráfico era caótico y no cesaban de ir y venir vehículos con luces destellantes y sirenas ululando calle arriba y calle abajo, multiplicando la alarma.
Voluntariosamente, decenas, cientos de personas desescombraban con más fe que método allá donde algún edificio había colapsado. Era algo parecido a lo del 11M, pero multiplicado por mil. Todo dependía, finalmente, del hombre de la calle, porque ni policías, ni bomberos o los de Protección Civil tenían medios suficientes para acometer las tareas que generaba una catástrofe semejante.
Tardamos en llegar, y, apenas entramos, el recepcionista le entregó a Juantxo una nota. La leyó, puso gesto como de confusión, y me dijo:
—¡Caramba, qué importante me voy haciendo! Es de Fermín, el jefe de la Científica, que me pide que le llame.
—Pues hazlo enseguida, seguramente tiene ya los resultados que faltaban —le dije—. Mientras, voy a ver a la fiera para saber qué diablos quiere.
En el despacho del juez no estaba solamente Andrada, sino que le acompañaba el director y alguien a quien no conocía, a quien me presentaron como Gastón Gaultier, de la Interpol.
—El inspector Gastón será su acompañante de aquí en más —me informó escuetamente Andrada.
—¿Acompañante?
—Digamos que observador, de momento —matizó.
—Y esto, ¿a qué es debido? Digo que la cuestión merecería una explicación mayor.
—No tengo por qué explicarle nada —replicó con displicencia el juez—. Le doy órdenes, las cumple, y punto.
—Antonio, no te lo tomes a mal —medió Claudio—. Han pasado casi dos semanas desde que se cometieron los primeros crímenes de este caso y no hemos avanzado prácticamente, de modo que con lo que tenemos hemos pedido información a la Interpol y nos han facilitado una ayuda que necesitamos. A servirnos de apoyo ha llegado el inspector Gastón, y de ser necesario, puede traer a todo su equipo.
—Con todos mis respetos hacia el inspector y hacia ti, no necesitamos a nadie. Creo que estamos bien encaminados y que no tardaremos en obtener resultados. Han pasado cosas esta noche que han variado el curso de la investigación o la han dado un empujón considerable —protesté.
—No sea patético y no le dé más vueltas —concluyó el juez—. No es una decisión sometida a votación, sino un hecho que ya está decidido. Gastón no se moverá de su lado y será un observador de la investigación de momento.
—¿De momento?
—Eso es lo que he dicho. Voy cansándome de su impericia y, si la cosa no cambia de manera muy positiva en un plazo verdaderamente corto, no tendré más opción que relevarle del caso y dárselo a alguien más capacitado.
—Por mí, señoría, no se prive. Si lo desea, podemos hacer el relevo ahora mismo. Ya sabe que nunca lo quise, pero usted prácticamente me forzó a aceptarlo.
Miré a Gastón por el rabillo del ojo, y vi que se mostraba indiferente a nuestra discusión. Era un hombre de un empaque formidable, excesivo para la imagen preconcebida que uno tiene de un policía. Demasiado músculo y demasiada juventud había en él como para considerarle un hombre baqueteado en la investigación criminal, a no ser que esta siempre se realizara en gimnasios.
No me gustaba en absoluto el rumbo que estaban tomando las cosas.
La mayor dificultad, más aún que perseguir a alguien tan sumamente escurridizo como el criminal que perseguía, la encontraba en quien teóricamente dirigía la investigación y en los que supuestamente debían no solamente permitirme trabajar de una manera cómoda, sino ayudarme a llegar a buen puerto con ella.
—Eso es algo que ahora mismo estoy considerando seriamente —dijo con desdén el juez Andrada.
—Pues si lo quiere, señoría, le redacto un informe con todo lo que se ha hecho hasta el momento, el punto exacto en que se encuentra la situación y terminamos con esto de una buena vez, porque ni le gusto ni me gusta. Y si desea sancionarme por ello, adelante.
Sé que Claudio intervino para apaciguar los ánimos, pero no qué dijo para lograrlo. Me sentía agotado después de la noche toledana que había pasado, aunque la inquina que me inspiraba la incompetencia del juez me inyectaba chorros de adrenalina que me mantenían despierto.
No apartaba mis ojos desafiantes del rostro del juez, en el cual había impresa una inefable mueca de rabia y cuya nariz aleteaba furiosa.
—Es posible que eso sea lo mejor —concluyó sin pensárselo dos veces—. Vaya a su despacho y redacte ese informe sin dejarse nada en el tintero. Luego tráigamelo, y hablaremos.
Salí del despacho dando un sonoro portazo. Estaba enfurecido y satisfecho a un tiempo. Iracundo, porque aquel hombre me sacaba de mis casillas, y gozoso, porque al fin podría librarme de tan odioso personaje, por más que lamentara que la incontinencia de mi carácter me apartara de un caso que me resultaba ya personalmente inquietante. Incluso, en un relámpago de lucidez pensé que tal vez el juez quería imprimir un giro al desarrollo de la investigación que quizá el asesino no consentiría. Este me había nombrado varias veces como Toni, había alquilado un departamento enfrente del mío y, para colmo, se interesaba por mis avances, cuestiones más que suficientes de que había en el asunto algo más que un juego de policías y criminales.
No; estaba demasiado cansado para pensar con claridad, pero algo me decía que el asesino no permitiría que me apartaran así como así. No obstante, y todavía dominado por la ira, pasé buena parte de la mañana redactando un pesado memorando en el que reuní todos los pasos, datos y los progresos logrados. Bueno, más que un informe nuevo, valdría decir que sinteticé los anteriores y que a ellos les añadí lo del encuentro y la conversación telefónica que tuvimos la noche anterior el tal Paul y yo. En aquel momento me pareció extremadamente curioso que Paul y Gastón fueran ambos nombres franceses.
Debía ser casi la hora de comer, y ya me encontraba a punto de concluir el informe que pensaba a entregarle al juez, cuando irrumpió en el despacho Juantxo.
Tenía la respiración agitada y el rostro desencajado.
—Vamos, deja eso y salgamos de aquí: te invito a comer.
—Espera, acabo esto y nos vamos. Me temo que esta película concluye con un punto final para nosotros.
—De eso no tengas la menor duda. Vámonos enseguida, hombre.
—¿A qué tanta prisa? Un minuto más, imprimo, y nos vamos.
—Déjalo, hazme caso. Vámonos ya.
—¡Basta, Juantxo! Déjame terminarlo, hombre.
Juantxo quiso decir algo, pero se calló.
Se limitó a permanecer junto a la puerta, mirando con ansiedad hacia el fondo del pasillo donde se encontraba la recepción. No reparé en su estado en aquel momento, concentrado como estaba en la conclusión de mi escrito.
Lo hice, envié el texto a la impresora, me puse en pie junto a ella y fui colocando ordenadamente las hojas impresas que salían de ella. Una vez las tuve todas, las metí en su carpeta, tomé el informe y salí.
—¿Dónde vas por ahí? —preguntó Juantxo, viendo que tomaba la dirección contraria a la de la salida.
—Mucha hambre tienes tú, me parece —bromeé—. Voy a entregar el informe al juez, y ya nos vamos.
—Que no, ¡hostia! —me detuvo—. Creo que te han tendido una trampa.
—¿De qué hablas? —repliqué atónito. El rostro de mi auxiliar no dejaba lugar a dudas de que creía a pies juntillas lo que estaba diciendo.
—Me llamó Fermín —me dijo bajando notablemente su tono de voz—, me pidió que fuera a verle y lo hice. Me dijo que en tres de los seis escenarios de los crímenes se han encontrado algunos restos orgánicos probablemente tuyos, aunque habría que hacer un análisis de contraste, y que todas las muestras fueron tomadas antes de que llegáramos a investigar. No puede negarlo, y el informe ya ha sido enviado al juez Andrada. Me lo dijo para que te avisara, porque desde luego él cree que alguien ha trasteado con las pruebas, y créeme que se está jugando el tipo por ti.
Estaba estupefacto.
No sabía si despierto o soñando. ¿Quién podría pretender tal cosa? ¿Tal vez el hombre que perseguía y que la noche anterior me había dado nuevo trabajo, acaso orientando mi investigación? Y en tal supuesto, aun habiendo sido él, cuyas mañas bien se veía que se lo podrían haber permitido, ¿a santo de qué, entonces, darme un plazo de una semana si pensaba traicionarme de esa manera?
No; todo eso no tenía sentido. Pero lo tenía menos aún que permaneciera allí hasta que comprendiera qué estaba sucediendo. Con lo agotado que estaba, si me detuvieran por un crimen semejante sabía que los interrogatorios no iban a ser sencillos y que terminaría por confesar cualquier cosa, o que con lo que tenían era más que suficiente para que me encerraran por algún tiempo.
Necesitaba pensar, y detenido no era la mejor opción.
—Vamos, sí; tenemos que aclarar esto.
Con aparente naturalidad salimos de la Central. Por primera vez en mi vida supe lo que debía sentir un perseguido. Me parecía que los ojos de todos los compañeros se clavaban en mí acusadoramente, tal vez con el poder de leer en mi alma que era culpable.
Nos metimos en el automóvil de Juantxo y nos fuimos a su casa. No era capaz de pensar con claridad. Mil ideas me daban vueltas en la cabeza, sugiriéndome mil situaciones a cuál más compleja. ¿Quién, si no era mi asesino, querría que me detuvieran? Forzosamente había de ser él, no había ninguna otra posibilidad, por más que se diera una radical contradicción entre la conversación que sostuvimos la noche anterior y el hecho de que hubiera colocado de alguna manera entre las pruebas algún objeto con Dios sabría qué residuos orgánicos míos.
Trataba de imaginar el orden de los sucesos para dar alguna coherencia a la hipótesis, y usando a Juantxo como mis oídos ajenos, me hablaba a mí mismo.
—Si decidió tomar un departamento enfrente de mi casa, probablemente el tal Paul lo hizo para tenerme controlado. Desde él pudo saber cuándo entraba y salía, y saber cuánto tiempo pasaba fuera de casa, de modo que, contando con sus numerosas habilidades delictivas, no debió costarle demasiado trabajo entrar en mi casa y tomar lo que quisiera para incriminarme. Luego, cuando cometió los crímenes, en alguno de ellos, en tres, dejó esos residuos orgánicos, unos cabellos o cualquier otra cosa, multiplicando mi grado de culpabilidad potencial al no hacerlo en todos los casos que ahora sabemos vinculados. Una dejadez propia de un asesino que no era profesional: yo. Ese hombre, no hay duda, es todo un artista.
—Ya, pero ¿para qué? ¿Por qué inculparte? ¿Qué gana con ello?
—Esa, Juantxo, es una muy buena pregunta para la que no tengo respuesta. Pero no la tengo por lo contradictorio de ayer, el hecho de que se acercara a mí, primero, y me llamara por teléfono, después. ¿Qué sentido tiene que me dé una semana de plazo para hacer algunas averiguaciones, que me encamine hacia la solución y que luego me traicione?
—Ni idea. Ve tú a saber cómo funciona el cerebro de una de esas bestias. Por otra parte, aunque te acusen las huellas, nadie se tragará esa bola de que tú tienes algo que ver...
—Te equivocas, Juantxo. Paul, o quien sea que pusiera las pruebas esas, lo tiene muy claro y sabe perfectamente a qué juega. La mañana en que se cometieron los asesinatos no fui a trabajar por motivos personales, ¿recuerdas? La noche anterior y esa mañana podrán ser usados como prueba de que tuve ocasión de llevarlos a cabo.
—Bueno, pues demuestra que estuviste donde estuviste, y listo.
—Pero es que no fui a ninguna parte, Juantxo: estuve en mi departamento y solo.
—¿Y eso por qué? ¿Por qué te pediste el día para no hacer nada, tú que nunca has faltado un día al trabajo?
—Cuestiones personales, Juantxo, tal y como dije.
—Joder, Antonio, me lo estás poniendo de una forma que me están dando ganas de detenerte yo mismo, ¡hostia!
Miré a Juantxo con detenimiento, sopesando si podía hacerle una confidencia tan capital para mí. A pesar de que todo parecía incriminarme, se estaba jugando su futuro por mí, porque estaba ayudando a un potencial criminal a evitar su detención. Era más que un cómplice: era mi amigo. Merecía saber lo que todos ignoraban, y sin más, saqué mi cartera del bolsillo interior de la chaqueta, extraje un papel doblado cuatro veces sobre sí mismo y se lo alargué.
Juantxo tomó el papel, lo deslió, leyó con detenimiento el contenido y, luego, poniendo ojos carneriles, me tendió una mirada compasiva.
—No sabía...
—Nadie lo sabe. Así es la vida —le dije, eximiéndole de darme sus condolencias.
Tomé el papel y volví a guardarlo en la cartera.
—¿Servirá la quimio?
—Eso dicen y por eso lo hago, aunque cuando pienso en el mundo en el que vivo y para qué, no sé si un cáncer de páncreas es una mala noticia. Además, está en una fase muy inicial y por ahora con el tratamiento cada tanto, me sobra.
Era verdad.
Así pensaba, y aún más trágicamente al día siguiente de haberme dado una sesión de quimioterapia. Los compañeros a menudo bromeaban con la cosa de la alopecia o con mi olor a muerte lenta, achacándosela a demasiados años tratando con lo peor y más infecto de la sociedad y a la continua vecindad con la muerte; pero todos desconocían que me estaba muriendo lentamente y que incluso mi mal humor iba más allá del resentimiento de un divorciado solitario o de un hombre escarmentado por la vida.
—¿Qué puedo hacer?
—Lo que quieras, menos tenerme lástima. Te imaginarás que si he mantenido esto en lo íntimo, no es precisamente para solicitar penas.
—¿Y por qué no te diste de baja? Sin duda en casa y con reposo...
—Vamos, Juantxo, piensa lo que dices. Que vivo solo, hombre. ¿Quieres que me encierre entre cuatro asquerosas paredes sin nada que hacer o en qué pensar mientras me entretengo en sentir cómo el cáncer me consume?
Guardamos ambos unos instantes de silencio para que las cosas volvieran a su curso natural. Le hice alguna observación acerca de que tampoco deseaba vivir eternamente y hasta bromeé con el asunto para quitarle hierro a la situación. Luego, sin darle tiempo a reaccionar, retomé el tema que nos había llevado hasta allí y regresé a mi proceso lógico.
—Si todo apunta hacia mi culpabilidad, solamente la captura del asesino puede evitar mi detención. Hasta que eso no suceda estoy en peligro, y lo que es más grave, te estoy poniendo en peligro a ti.
—Oye, por mí no te preocupes, que ya tengo edad de cuidarme solito. Además, ya sabes que esto de ser policía, francamente, no es lo mío.
Decidimos prepararnos un café en tanto ordenábamos nuestro pensamiento, transitoriamente alterado por la noticia que me había visto obligado a dar a Juantxo y, entretanto lo tomábamos en la sala, me asaltaron nuevamente las palabras del asesino: «Busca en lo más alto y en lo más bajo.»
¿Qué era lo más alto? ¿Se refería quizá a la política, al poder económico, al edificio más alto de la ciudad o a qué? Nada era más alto que el cielo, a no ser Dios, y por ahí no solía haber asesinos que mataran jueces a destajo.
Justo en ese momento en el que hacía esta reflexión, recordé sus palabras exactas: «Mira al Ojo de Dios, pero hazlo atentamente.»
Habló de dos cosas, dos, por donde debía buscar: el Ojo de Dios y los túneles. Lo más alto y lo más bajo. La astronomía, sin duda, versaba sobre lo más alto, y los túneles, sobre lo más bajo, pero ¿qué pintaba el Ojo de Dios en todo eso? A lo más, era un símbolo masón y religioso, e indistintamente lo usaban los unos y los otros en sus templos y pinturas: el ojo que todo lo ve, el ojo inscrito en un triángulo. Había leído sobre eso, y algo me decía que tenía que ver con el caso, pero ¿qué?
—Juantxo, ¿sería un abuso que en las actuales circunstancias le hiciera una pregunta a tu hermana? Lo digo porque ella sabe más que yo de todas estas cosas de la simbología, y quizá pueda orientarme.
—Pero ella ya te dijo todo lo que sabía sobre Apolión. ¿Tienes algo nuevo?
—En la conversación de ayer con Paul, me habló del Ojo de Dios, la astronomía y túneles. Pudiera ser que tu hermana arroje alguna luz sobre lo del Ojo de Dios, que supongo tiene algo que ver con la geometría esa que les gusta a estos locos.
—No sé si estará en casa o en clase, dado cómo está el país. Lo mejor será que la llame al móvil.
Marcó el número y, efectivamente, estaba en su casa. Juantxo me pasó el aparato y pude comunicar con ella.
—Melisa, aunque siempre es un placer hablar contigo, te llamo por una cuestión profesional: ¿qué me puedes decir del Ojo de Dios?
—¿El Ojo de Dios? —coreó ella—. ¿Te refieres al ojo divino que se enmarca en un triángulo?
—Creo que sí. ¿Acaso hay otro?
—Bueno, no es un tema para comentar por un móvil, salvo que quieras hacer rica a tu operadora. Hoy no tengo clase y no sé cuándo volveré a tenerlas porque creo que buena parte de la Universidad se ha venido abajo. ¿Por qué no os venís a casa y te comento todo lo que quieras? Aquí tengo una buena biblioteca con abundante documentación.
—Hecho. Estamos ahí en un rato.
Ninguna propuesta me hubiera complacido más que esa. Su casa despertaba en mí cierta curiosidad morbosa, tal vez a causa de la atracción que sentía por ella.
Juantxo, obediente como siempre e inmejorablemente dispuesto, ya estaba puesto en pie enfundándose su chaqueta de cuero, y enseguida salimos del apartamento.
Había dejado el automóvil aparcado en una calleja adyacente a la de Príncipe de Vergara, en la que vivía.
Nos dirigimos allí, llegamos al automóvil y, mientras Juantxo lo abría y se acomodaba, vi un tipo apoyado en una esquina a unos metros que me pareció familiar. Me detuve con la puerta abierta y forcé la vista, y al punto le reconocí como el individuo que nos había estado siguiendo y se nos escapó.
Sin dudarlo un instante, puse la mano en el arma reglamentaria que llevaba bajo el brazo izquierdo, desabroché el cierre de seguridad y, casi empuñándola pero sin sacarla de la pistolera, me encaminé hacia él para identificarlo.
Apenas supuso el individuo que lo había descubierto, con aparente naturalidad se giró sobre sí y dio vuelta a la esquina, en cuyo momento eché a correr hacia él, ya con el arma desenfundada.
—Por el otro lado, Juantxo —le grité a mi auxiliar, quien al verme correr ya había salido del automóvil.
Corrí tanto como pude, que no era mucho, y, cuando iba a girar la esquina, una bala golpeó en el muro, muy cerca de mi cabeza, deteniéndome. Me asomé, le vi a lo lejos e hice dos o tres disparos, en vista de que la calle estaba desierta. Era un callejón que daba a un patio vecinal, con automóviles aparcados a ambos lados.
Avancé protegiéndome entre los coches, pues el hombre, sin dejar de huir, continuó disparando.
Si Juantxo se apuraba le tendríamos acorralado, porque detrás de él únicamente había una plaza enorme de juegos infantiles y esta, por ser la hora que era y debido a los sucesos que congelaban el pulso de Madrid, con toda seguridad se encontraría desierta. Ahí no tenía grandes oportunidades de esconderse, y todo quedaba reducido a una cuestión de pura suerte.
Hice varios disparos más para retenerle entre los automóviles y darle tiempo a Juantxo a llegar, quien no tardaría en rodear la manzana y entrar en la plazuela por la calle perpendicular a la que estábamos.
Efectivamente, un instante después, Juantxo me hizo una seña desde el otro extremo de la calleja, indicándome que se iba a aproximar al pistolero por su espalda; pero en aquel momento vio el hombre a Juantxo a través del espejo retrovisor del automóvil en que se parapetaba, se giró sobre sí y disparó dos veces sobre él, alcanzándole una bala en el pecho.
Aprovechando que el hombre se descubrió para disparar sobre Juantxo, le hice varios disparos, haciendo blanco con uno de ellos en su cabeza. Cayó abatido como un muñeco de trapo.
Corrí tanto como me lo permitieron mis piernas hasta donde estaba Juantxo tendido en el suelo. Por fortuna estaba solamente herido, aunque no podía precisar con qué gravedad. Había recibido el impacto de la bala entre el pecho y el hombro. Traté de contener la hemorragia al tiempo que pedía a gritos que alguien llamara a una ambulancia.
—Joder, Antonio, esto de ser policía es una mierda.
—Mejor conducir coches, ¿verdad? —bromeé, tratando de serenar su pánico—. No te preocupes, amigo, saldrás de esta.
No estaba tan seguro, sin embargo.
—Mira, ahí tienes tu Apollyon —me dijo Juantxo entre espasmos de dolor, señalando el cadáver del hombre abatido, el cual se hallaba a una decena de metros escasos.
Efectivamente se le veía tatuado en el pecho, entre el pectoral y el hombro izquierdo, una esquina del ya familiar sello de Apolión.
—Al final no serás un mal policía —le bromeé, tratando de contener su dolor pero sin querer apartarme de su lado hasta que no llegaran los paramédicos.
En aquel momento entró en la calle un coche patrulla de la policía Municipal, sin duda avisada por algún vecino. Me identifiqué con mi placa, les pedí que llamaran urgentemente a una ambulancia y, en tanto uno de los agentes uniformados se quedaba con Juantxo, me aproximé al cadáver y lo inspeccioné.
Mi disparo había penetrado por su occipital, en una zona próxima al bulbo raquídeo, y no se le apreciaba orificio de salida. Había sido un disparo tan eficaz como una puntilla, pues prácticamente ni había sangrado.
Luego, con la punta de mi bolígrafo retiré ligeramente la camisa para apreciar mejor el sello de Apolión que tenía tatuado. Aquel hombre habría sido lo que fuera, pero no tenía el aspecto de ser un devoto no importaba de qué Dios o de qué secta, porque su corpulencia, la ligereza de sus movimientos cuando le sorprendimos y aún su puntería, certificaban que era todo un experto en acciones armadas.
Apollyon, no podía quedar más claro, no era una secta. Debía buscar en otro sitio; acaso, como dijo Paul, en lo más alto y lo más bajo.
Moví con el mismo bolígrafo su chaqueta, saqué mi pañuelo y extraje su cartera. Nada había en ella que me hiciera suponer que me encontraba ante el cuerpo de un soldado de fortuna o algo parecido. Solamente había dinero en efectivo, un carné de identidad francés aparentemente legal a nombre de Francois Vaz Aransaez, y otro de la Interpol al mismo nombre.
Una de dos, o ahora sí que estaba en un lío de los grandes y había arrastrado a Juantxo conmigo al fondo del hoyo, o los que decían ser de la Interpol no lo eran, y ya estaban a cargo del caso los mismos que, de una forma u otra, tenían mucho que ver con él.