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Cuidado con las cosas pequeñas: su ausencia o presencia pueden cambiarlo todo.
Han Shan
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Las cosas pequeñas son las más grandes. Un simple grano de arroz en un zapato impide que quien se lo calce camine con estabilidad. Lo grande no marca tanto como lo pequeño, y casi siempre, cuando uno analiza en profundidad las causas verdaderas que originaron los grandes vicios o las grandes virtudes de alguien, suele encontrarse con cosas menudas, aparentemente insignificantes.
En la infancia, una sola noche de miedo puede engendrar un adulto condenado por siempre al pánico a la oscuridad; los celos, un resentido con los afectos o un enemigo a muerte de aquel que los produjo; la falta de un afecto firme, un psicópata o un sociópata incapaz de tener o comprender los sentimientos; y así con todo.
Entre mi amigo y yo nunca hubo cosas grandes, a no ser la propia amistad, un afecto gratuito y sin más objeto que el propio afecto: generoso, autosuficiente, firme. Ni nunca me salvó de un peligro inminente o la propia vida, ni lo hice yo. Era lo real y verdadero en un orden de imposturas.
El orfanato es la mayor de todas ellas: pretende remediar los males del niño abandonado o maltratado, pero ni al orfanato ni al sistema les importan los niños; justifican su existencia con una teórica sustitución de la familia, pero no es ni de lejos una familia; y declaran proteger al niño, pero le castigan, a veces incluso abusan de él y frecuentemente le ignoran, forzándole a crecer sin ninguna clase de afectos.
Casi todos los niños que crecen en orfanatos desconocen lo que es la sonrisa, incluso la emoción les es ajena. Son máquinas de carne que el Estado acoge y alimenta no sabe para qué; quizá, para que los políticos puedan argumentar la condición humanista de un Estado que no es humano.
Mi amigo llegó al orfanato porque se quedó sin familia; yo, porque la tuve. Él, venía de un mundo de afectos al desafecto; yo, del desafecto y el maltrato a la apatía y la indiferencia, que era la forma neutra de la vida, el purgatorio del cariño. Él, aspiraba a un mundo o una sociedad que se instalaba en sus sueños; yo, también aspiraba a ese mundo que se instalaba en sus sueños. Él, de alguna manera, era mi guía porque era mi amigo, porque era quien era sin forzarme a ser nada ni nadie concreto, tal vez aceptándome tal y como me manifestaba.
Me gustaría poder decir que nuestra amistad estaba cimentada en algo grande, enorme o especial, que ansiábamos ser paladines de no se sabe qué proezas o nobles propósitos, o que estábamos constituidos por materiales que no abundaban en el orden humano; pero mentiría. Únicamente éramos dos niños que crecieron juntos, que compartieron su tiempo y, sobre todo, que hicieron patios comunes con sus confidencias, sueños, anhelos y una pluma.
Los fetiches son un excelente recurso de la infancia. Pueden proyectar sobre algo físico lo intangible de su naturaleza más sublime, proporcionándola carácter corpóreo.
Tal vez nuestra pluma fuera de gorrión o de paloma, pero nosotros la considerábamos de ángel. Una pluma de ángel que el viento de otoño trajo hasta nuestras piernas cuando estábamos sentados en el patio compartiendo todo aquel tiempo que nos sobraba. Una pluma que durante años nos sostuvo en el aire de los sueños.
Nada es para siempre, nada. Todo tiene un comienzo y todo concluye algún día. La primera condición de la vida es el cambio; lo que no cambia está muerto.
Nosotros cambiamos cuando nos conocimos.
Él llegó al orfanato un día cualquiera en que sus padres murieron o le abandonaron; no lo sabía. Llegué algunos meses después, cuando un juez decretó que el Estado asumía una tutela que consistía en un régimen carcelario y una educación en la indiferencia.
Ambos, entonces, comprendimos que vivir era cambiar, ser distintos de nosotros mismos cada día como cada día era distinto del siguiente. El tiempo está vivo porque cambia. Y nosotros cambiábamos también; evolución, lo nombran algunos. Evolucionamos, pues.
El destino, la suerte o la casualidad pusieron una cama junto a la otra y una junto a otra las esperanzas. Ya digo que dos tablones inclinados no caen si uno se apoya en el otro, y nosotros éramos dos tablones recíprocamente apoyados. No sé si fue él o si fui yo quien primero reclinó su sueño en el otro; pero no importa. Lo que importa es que sucedió, acaso abriendo de par en par una puerta que nos permitió mutuamente deambular por los sueños de nuestro otro yo, convirtiéndonos recíprocamente en alter ego el uno del otro.
La complicidad de lo secreto, de lo íntimo, fue la argamasa con la que lentamente fuimos edificando una amistad como un castillo imponente que, desde lo alto de la colina de nuestra infancia, dominaba un porvenir imaginado, ideado, soñado, pero listo para irse paso a paso convirtiendo en realidad.
Hablar.
La palabra es la puesta en escena del deseo, si es auténtica; si es falsa, es la creación de la impostura, el reverso de la creación. Nosotros hablábamos, tendíamos nuestra mirada hacia dentro o hacia el mundo y creábamos o descreábamos cuanto nos apetecía o cuanto anhelábamos.
La infancia es así, un ámbito en el que la naturaleza de las cosas cede ante el deseo y donde casi todo es posible. ¡La realidad es tan hostil y firme cuando la manejan los adultos! La realidad de los adultos es inmutable, está muerta; la de los niños puede variar, evolucionar con ellos, ajustarse a su estado de ánimo y reír o entristecerse.
Quiero decir con todo esto que nos teníamos un gran afecto mi amigo y yo. Un afecto sin heroísmos, aunque era heroico; un afecto sin contacto, aunque nos conjugábamos a la perfección de mil formas distintas; y un afecto sin aspiraciones, aunque no imagináramos la vida por separado.
Supongo que ambos aprendimos mucho el uno del otro. Supongo, sí, porque si me detengo y pienso en qué de toda aquella relación fue lo más importante, debo reconocer que únicamente una cosa: la relación.
El afecto es una araña sutil que siempre está tejiendo su tela. No se la percibe, no se aprecia el cosquilleo de sus patas; pero lentamente va realizando su trabajo, uniendo las almas hasta que una red invisible pero fortísima las liga para siempre. Esa telaraña se fue tejiendo de palabras, de tiempo, de desahogos y de pánicos.
Aprendí de él muchas cosas, muchas; él de mí, al menos otras tantas.
Las circunstancias impusieron su dictadura de esperanza, y esperábamos una adultez compensadora que satisficiera las carencias que teníamos. Anhelábamos un poco de justicia, otro poco de venganza, un algo de risa o de gozo y, tal vez, amor o afecto o no sé qué elixir que nos embriagara.
La luz del patio del orfanato la recuerdo, o gris, o amarilla. No puedo recordarla de otro color. Los compañeros eran como la luz gris; mi amigo, como la amarilla o la dorada.
Así de simple.
El patio del orfanato lo recuerdo siempre, o lleno de chicos que corrían, o con mi amigo. No puedo recordarlo desierto o vacío. El vacío me da la impresión de que solo ha existido en mi alma desde que mi amigo se convirtió en mi enemigo, que fue el mismo día que mi amigo dejó de serlo. El vacío es un ámbito desolado, muy, muy feo.
Mi amigo curó el maltrato al que mi infancia se había acostumbrado y me inició en saber adentrarme en los inexplorados confines de los sueños. Para él los niños, y tal vez los adultos, éramos una suerte de ángeles que habíamos caído desde lo alto, acaso despeñándonos en un juego. No sabía a lo que se refería, pero siempre pensaba muy, muy alto. Excepto cuando pensaba bajo. Cuando se entristecía se hundía en lo más hondo y solía decir que los niños, y tal vez los adultos, éramos murciélagos, criaturas siniestras adaptadas a la oscuridad.
Sin embargo, pocas veces estaba triste, pocas veces le vi sin su sonrisa. Su sonrisa era su distintivo; su sonrisa eran sus alas, y esas alas le hacían siempre volar muy alto.
Elegir, era la palabra que más le gustaba a mi amigo. Siempre hablaba de elegir; todo lo reducía a esa palabra. Si sabemos elegir, esto; si sabemos elegir, aquello; si sabemos elegir, lo otro; y así con todo. Siempre estaba eligiendo. Decía que esta palabra era la clave: saber elegir un amigo, saber elegir una profesión, saber elegir un camino.
Me eligió como amigo, y me supo a lo bastante, a lo necesario, a lo absoluto. Era, después de todo, el elegido, y elegir se convirtió también para mí en el acto más soberano, en la suma y compendio de la misma vida.
A veces los chicos, cuando son chicos, se juramentan, se comprometen con el destino: eligen. Nosotros elegimos un día y nos juramentamos en una amistad eterna, eterna, cuya eternidad al menos se extendiera por una vida. Fue el mismo día de la pluma, esa que trajo el viento acaso como un sello de consentimiento del mismo cielo.
La liviandad de aquella pluma, desde entonces, me ha aplastado con su peso. Y siempre la he llevado conmigo como testimonio de un afecto que quiere ser eterno; al menos tanto como para extenderse por toda una vida.
Elegí, eligió, elegimos.
La pluma me acompaña desde entonces, quizá recordándome mi único acto de libertad o manteniendo la esperanza de un vuelo único que no sé si me conducirá a lo más alto o a lo más hondo, convirtiéndome en ángel o en murciélago.