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De una pequeña semilla puede nacer un gran árbol.
Esquilo
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No sentimos, ni mucho menos, la voz de la patria. Fue nada más que una salida de emergencia del orfanato como hubiera podido serla cualquiera otra; pero pronto aprendimos a amarla. Lo enorme enseguida llena lo que está vacío. Mi amigo y yo elegimos, y nos satisficimos de ello. Lo menudo, una mujer o una familia, nos había traicionado, y nos decidimos a amar lo gigantesco. Lástima que no nos alcanzaran los brazos para rodearla ni tuviéramos labios lo bastante grandes como para regalarle todos los besos que aún no habíamos dado.
Lo heroico del pasado, la gloria de milenios y la grandeza de ser el sostén de algo tan colosal nos hizo sentir libres, señores de nosotros mismos. Por primera vez; tal vez, por única vez. Ya no éramos don nadies, sino soldados, forjadores de la historia.
Nos subyugó la vida, y el uniforme nos usurpó el alma porque los uniformes no muestran, sino que esconden; pero nos sentíamos bien dentro de aquel cuerpo en el que no éramos sino acaso dos diminutas células. Queríamos más, amábamos aquella disciplina espartana a la que ya estábamos hechos desde la infancia. Quizá por eso entramos en las COEs.
Los guerrilleros, como entonces se les llamaba a los Cuerpos de Operaciones Especiales, tenían la bohemia y la abnegación que mejor cuadraba con nuestras aspiraciones: sobrevivir a toda costa, golpear sin aviso y desvanecernos como el humo. Sabíamos ser humo mejor que nadie. Siempre habíamos sido humo. Pero allí éramos más que eso: éramos algo tangible. Nos distinguían nuestros oficiales por nuestra capacidad vocacional y nuestra resistencia.
Ellos, claro, no eran huérfanos, no habían crecido como nosotros sin conocer el afecto, no sabían lo que era ser golpeados por la noche y por el día, lo que representaba ser continuamente ignorados como personas, sino considerados nada más que un trabajo de insulsos funcionarios, ni habían tenido una vida carcelaria.
Para quienes vivieron lo que nosotros ya teníamos sobre el alma, la prisión del uniforme era libertad y la posesión de un arma, poder. Poder a manos llenas.
Fueron, tal vez, los días más dichosos que recuerdo, los más plenos. Nadie puede saber cuánto se disfruta cuando se salta en paracaídas si nunca ha estado encerrado entre cuatro paredes y ningún sueño. Volar como los pájaros, siquiera fuera por unos segundos o unos minutos, era ser aquella pluma que siempre llevaba conmigo en la cartera, junto al pecho.
Ahora que lo pienso, no sé si amábamos a la patria o si ella fue solamente nuestra excusa para la salida del orfanato. Amábamos algo, eso es seguro, o lo veíamos como el modo de ser lo que nunca habíamos sido. Algo de eso debió ser, porque si la patria entonces nos hubiera pedido la vida, se la habríamos dado sin dudar ni un instante.
Así es la libertad para el pájaro cuando el pájaro estuvo siempre enjaulado.
Teníamos compañeros como hermanos, cada uno arrastrando una historia parecida a la nuestra, con mucho de dolor y poco de gozo. Reíamos, bebíamos, tomábamos prestados por unos minutos amores pagados. La vida es un libro con muchas páginas; pero aquellas fueron las mejores. La caligrafía con la que escribíamos era preciosista, alineada, de trazo firme.
Un día como tantos apareció en nuestras vidas aquella muchacha, y mi amigo se enamoró de ella. No sé qué embrujos ejerció sobre él la carne o qué tipo de hechizos los besos. Había tenido a otras, había comprado otros besos, y no comprendí qué los diferenciaban de esos. Sin embargo mi amigo se comenzó a alejar de mí, empezó a buscar una soledad acompañada por aquella muchacha hermosa y a tejer un futuro en el que yo no cabía. Secretamente fue urdiendo la manera de darme la espalda, de vararme en el malecón del olvido mientras él anidaba en las ramas más altas de un porvenir risueño. Mi amigo planeaba ya abandonarme.
Un día como otro cualquiera me dijo: «He elegido.» Su elección me marginaba, me dejaba al otro lado de la orilla de su vida. Le respondí: «¿Por cuántos has elegido?» No me respondió. Nunca me respondió a esa pregunta, a pesar de que le repetí una vez y otra: «¿Por cuántos podrías elegir?»
Hoy lo sé, pero entonces lo ignoraba: la decisión de uno siempre afecta a muchos. Se le condena a un culpable, pero también el juez sentencia a los inocentes que aman al reo; ¿qué culpa tienen ellos de los delitos de otro? Siempre una elección niega otras elecciones.
Elegir es algo complicado, difícil, siniestro.
Le insistí: «¿Por cuántos elegirías? ¿Acaso serías capaz de elegir por otros?» Solamente me respondió cuando dejé de verle, cuando algunos meses después decidió también por mí y abandonó el Ejército para ingresar en la Academia de la Policía.
Me dijo: «Siempre elijo por mí, solo por mí.» Se refería a su vida y lo sé, pero su elección, aunque fuera sobre su vida, afectaba a otras vidas. A la mía, por ejemplo. ¿Qué culpa tenía yo de que se hubiera enamorado, de que lo vaporoso del amor tocara la puerta de su corazón? ¿Acaso no me echó de su corazón para que otro amor cupiera?
Ella no me hizo nada y no le tuve ningún resentimiento. Ella era nada más que un accidente de la vida, un invierno o un verano: nada importante. El que había elegido era mi amigo, él fue el que me desalojó por la fuerza del amor ajeno, el que eligió su inocente y declaró su culpable, y a él, por ello, no pude perdonarle.
O eso, o es que no pude perdonarme a mí, porque por resentimiento me fui a la vida a elegir, y elegí la liberación de la muerte de otros. Siempre son otros los que abonan nuestras deudas.
Mi fetiche, mi pluma, se transformó no en un sueño de libertad, sino en un recuerdo de odio. Era blanca, quizá algo sucia y acartonada, pero a mis ojos era negra como las que deberían tener los murciélagos, si es que los murciélagos tuvieran plumas. Si fue de ángel blanco, se tornó de ángel negro; si aspiró a lo más alto, se hundió en lo más profundo; y si eligió la vida, elegí la muerte.
Desde entonces, por aquella pequeña cosa, por causa de aquella elección pequeña, muchos, muchísimos murieron: ¿quién los mató, verdaderamente? No sé si caí por aquella pendiente que conducía al abismo o si me empujó al abismo aquel que eligió por mí. El riesgo de asomarse a lo profundo es que lo profundo pueda conocer tu nombre, y el mío lo conocía.
Tal vez fue cosa del destino.
Creo que ya he dicho que son las pequeñas cosas donde se contienen los grandes peligros, donde se incuban y forman los grandes sucesos. Las estrellas se forman de polvo, de polvo se forman los planetas y de un simple cigoto brota la vida humana con sus grandezas y sus miserias.
Lo pequeño es lo importante. Lo grande no es sino la suma o la multiplicación de algo muy pequeño.
¿Cuántas vidas han pagado la desilusión de una vida? Ahora que se avecina el fin y la conclusión de la vida, no sé calcularlo. No tengo la menor idea de qué ciencia puede saber de números tan grandes. Lo mínimo ha ido sumando o multiplicando y haciéndose enorme, y no sé cómo deshacer lo hecho.
No; no me arrepiento, porque el arrepentimiento no sirve.
Fui la mano del destino.
Si hay Dios, Él consintió que me empujaran a ese camino de ida solamente a la muerte; si no lo hay, ¿qué más da? Elegir debiera estar prohibido sin saberse antes las consecuencias. La libertad es una responsabilidad demasiado inabarcable para un humano, demasiado profunda para una carne. Sin embargo, todos debemos elegir muchas veces por día sobre nosotros mismos, que es elegir sobre la vida de los otros.
Lo inmenso que suceda se ocultará en lo exiguo: un simple cuark será la causa del fin del universo.