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Pues todo el que obra el mal aborrece la luz y no va a la luz, para que no sean censuradas sus obras.
Jesús de Nazaret
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Durante largo rato estuvimos leyendo todo lo que había sobre la nebulosa el Ojo de Dios, pero no eran más que datos astronómicos. Miramos decenas, cientos de fotografías de la nebulosa, unas iguales a otras aunque todas de una belleza inenarrable.
¡Qué hermosa podía llegar a generar la muerte de una estrella!
En alguno de los artículos se aseguraba que la extinción de las estrellas suponía la generatriz del nacimiento de otras, e incluso se mencionaba que había una que se hallaba próxima a su fin y que destruiría los Pilares de la Creación, una masa de polvo cósmico de belleza singular y de dimensiones inimaginables. Pero nada de todo aquello, por curioso y hermoso que fuera, tenía ninguna relación con el asesinato de tantos jueces y abogados, con Apollyon o con que un miembro de la Interpol me hubiera tiroteado.
¿Qué pretendía el tal Paul con todo este galimatías?
Debo confesar que me encontraba absolutamente perdido, desorientado.
—Tal vez —reflexioné en voz alta—, se trate por ahora de juntar piezas.
—¡Pues como estén todas a la misma distancia!
Distancia, era quizá la palabra correcta. Ver la composición desde cierta distancia. Cuando uno se mete demasiado en un asunto pierde la perspectiva, y todo al final es una cuestión de perspectiva, que es decir de distancia.
—Vale. Por aquí ya vemos que no avanzamos más que hasta saber que Apollyon tiene algo que ver con el Ojo de Dios, que está a no sé cuántos años luz, y que a su vez tiene algo que ver con lo más bajo, según me dijo el tal Paul, con túneles. Melisa, a ti que estás más inspirada o menos embotada, ¿qué te sugiere?
—Pues eso —respondió con simpleza—, túneles. Antonio, ese criminal al que persigues parece un tipo al que le gusta ir al grano: hasta ahora todo cuanto te ha dicho siempre ha sido directo. No veo por qué en la cosa de los túneles ha de ser diferente. Te dijo Apollyon de una manera brutal, pero franca; te dijo el Ojo de Dios, y lo ha hecho de una forma igual; y mucho me temo que túneles significa ni más ni menos que túneles. Me da la impresión de que es tu manía de buscar donde no es lo que está enredando todo esto.
Bien mirado, Melisa tenía razón. Habían sido mis elucubraciones las que habían dado vueltas a lo que no era. Tal vez buscando por esa vía directa que decía mi encantadora amiga pudiéramos avanzar más o, al menos, reunir todas las piezas antes de comenzar a ensamblarlas.
Ya era de noche y se me ocurrió una idea. Tomé el teléfono y marqué el número de la Central.
—Toma, di que eres Isabel y que quieres hablar con Julián Lagos, haz el favor.
Melisa lo hizo, y cuando le comunicaron con Julián, me pasó el auricular.
—Julián, soy Antonio. Sé que ahí probablemente es donde menos te comprometo. ¿Qué me puedes decir?
Julián protestó por la osadía, pero finalmente me comentó que Juantxo le había dicho al juez Andrada que tratamos de identificar a aquel hombre que nos seguía, que abrió fuego contra nosotros y que como consecuencia del tiroteo el hombre resultó muerto y él herido. Luego, sobre lo mío me comentó que después de emitirse la orden de detención no se había vuelto a hablar en la Central del asunto.
—Un favor y no te vuelvo a molestar, Julián —le dije—. ¿Podrías enterarte de todo lo que puedas sobre túneles y cosas por el estilo que se estén haciendo en este momento en España?
—¿Tan hondo te piensas esconder? —bromeó.
—Puede ser que sea necesario. No; ahora fuera de broma: hazme este favor, es el último.
—Dalo por hecho. Hablo con Información o... No; espera. Llámame esta noche a casa, como en un par de horas. Mi cuñado trabaja en Obras Públicas y debe estar al corriente de todo eso.
Nos despedimos y colgué el teléfono.
Luego me quedé pensativo intentando comprender los posibles vínculos entre el sello, la nebulosa y los túneles.
—¿Y? —curioseó Melisa.
—Todo lo que podía hacer, está hecho. Esperemos que la información que más tarde me facilite Julián arroje alguna luz sobre el caso, porque, francamente, estoy perdido. No comprendo nada. ¿Qué te dice el sello, la nebulosa esa y los túneles?
—A mí, nada. Sin embargo, hay algo que a lo mejor pudiera ser interesante que supieras: en los textos sagrados, y parece que tienen mucho que ver con este caso, el abismo no es solamente hacia abajo, como la mayoría de la gente cree, una especie de precipicio o así. El abismo tiene un significado de insondable o sin fondo, y en este sentido el mismo universo es un abismo, el abismo.
—¡Qué curioso!
—De alguna manera, hay un abismo hacia arriba y otro hacia abajo. La tierra misma fue creada en el abismo, y en el abismo, que algunos ubican en el fondo de la tierra, está el de la perdición, que es el infierno.
—A lo mejor va por ahí la cosa, pero no lo tengo muy claro porque el tal Paul me dijo: fíjate bien en el Ojo de Dios. No sé qué puede significar eso, porque por más fotografías que hemos visto no creo que sea posible, y en ninguna hemos apreciado nada interesante o particular, al menos que sepa comprender. No sé qué quiere que busque ahí.
—Tienes todo el aspecto de estar agotado. Déjalo, seguro que se te ocurrirá algo. Cuando no se comprenden las cosas, lo mejor es dejarlas madurar. Estando agotado el cerebro no funciona bien.
—Y además eso. No dormí la noche pasada por lo del terremoto y lo del Paul ese de los diablos, ¡y hoy llevo un día!
—Si no puedes volver a tu casa, ¿por qué no te das una ducha y descansas un poco?
—No; no quiero comprometerte más de lo que ya lo he hecho.
—Mira, estás aquí y creo que ya no puede evitarse. El que permanezcas una o dos horas más no creo que vaya a cambiar nada. Incluso el que te quedes a dormir, si quieres. Mañana, más despejado, piensas en algo.
La suerte estaba echada, y no podía comprometer a Melisa más de lo que había hecho.
Acepté.
Unos minutos después estaba bajo el agua tibia de la ducha. Sentía los miembros acorchados, pero, contrariamente a lo que debiera ser natural según mi carácter, estaba excitado. Melisa me atraía irresistiblemente, y el hecho de estar en su bañera, frotar mi cuerpo con su esponja y secarlo con sus toallas. Pero no; me resistí, me negué. Era un hombre sin esperanzas a quien, aún en el mejor de los casos, le quedaban unos años de vida en caída libre hacia la fosa. Lo que quedaba de mí, no obstante, seguía siendo un hombre que se resistía a la extinción y que aún era capaz de soñar y de desear, tal vez de amar; pero comprendí que el hombre en extinción debía sacrificarse, y tanto más si lo que sentía tenía algo que ver con un interés noble.
Sería el cansancio, porque cuando salí del aseo, aunque más relajado en lo físico, en lo mental me sentía recuperado. La compostura recuperó el dominio sobre mis emociones y deseos, y con la mayor naturalidad pude ver en Melisa solamente a la hermana de mi auxiliar y amigo.
—Te preparé unos huevos fritos con chorizo. Vas a ver ahora que lo mío no es la cocina.
—Melisa, ahora mismo agradecería un mendrugo. Te lo agradezco de veras y quiero que sepas que me siento un poco mal por tantas molestias como te estoy causando.
—Para, para. Eres un compañero y amigo de mi hermano: eso es bastante.
La recurrencia al parentesco me pareció particularmente oportuna. No debía olvidarlo: era la hermana de Juantxo. Punto.
—Pues no serás buena cocinera —dije cuando había dado buena cuenta de cuanto me puso en el plato—, pero estaba de muerte.
Recostado en el sofá, relajado por la ducha y con el estómago lleno, charlé distendidamente con Melisa mientras tomábamos un café. Hacía mucho tiempo que no me sentía tan extrañamente tranquilo y tan ajeno a mis propios problemas. Era una sensación como de saberme a salvo o semejante a la de tener una familia. Incluso llegué a ponderar que así fue como debí considerarme durante años cuando estuve casado y Aurora y Laura formaban parte de mi vida.
Melisa, relajadamente también, me habló de sus proyectos, de las causas finales por las que había realizado una carrera tan atípica. La interesaba el devenir del hombre, o de la humanidad, más propiamente dicho. Para ella, según me confesó, solo podíamos saber adónde íbamos si comprendíamos de dónde veníamos. Creía que la especie tomó muchos caminos, al menos uno por cultura, y que unos habían sido más fértiles que otros, cediendo finalmente paso a la organización social que nos concernía: la del dinero.
Viajó con agradables giros y afortunadas expresiones a pasados remotos, deambuló por las avenidas de extintas ciudades levantadas en honor de desaparecidos dioses, las cuales dormirían su sueño eterno bajo las arenas de los ardientes desiertos de Oriente Medio o de Egipto, y hasta rescató escenas de los trópicos en que los dioses emplumados dejaron su aliento al pie de las pirámides donde aún latían sobre cuencos los corazones arrancados en honor de Huitzilopochtli.
Su verbo se fue haciendo florido, jugoso, rescatando del ayer voces que tenían eco vivo en su presente. Su placer y su ciencia la iban descubriendo desde el fondo de aquel precedente paño de cortesía social en que había estado envuelta, manifestándose más ella, más auténtica. Me dijo que jamás podría calcular qué sintió cuando caminó por la Avenida de los Muertos en Teotihuacán, qué cuando ascendió hasta las alturas del aire enrarecido de Tiahuanaco y cuando se bañó desnuda bajo la luz de la luna en las aguas del Titicaca, qué cuando se las ingenió para pasar una noche en el recinto sagrado de Keops y qué cuando en las ruinas de Uruk, la ciudad de las mil torres, pudo desenterrar con sus propias manos pedazos de una tablilla con parte de la Epopeya de Gilgamesh en escritura cuneiforme, pareciéndola que podía acariciar las barbas del mítico dos veces dios y una vez hombre.
Tenía tanta luz metida en sus ojos que brillaban como con esplendor divino, semejante al que habíamos contemplado en el colapso de las lejanísimas estrellas que habían generado las nebulosas. El verde esmeralda de sus iris se hizo más verde y profundo, y por un momento imaginé que no habría muerte más hermosa que la producida bajo la galaxia de su mirada.
Su charla, como un concierto suave que derivara al molto vivace, fue cobrando ritmo, y se adentró en las profundidades de la mítica Alejandría, paseó por el ágora espartana y vagabundeó desde la Vía Apia hasta el Palatino, desembocando finalmente en tiempos de Tiberio al pie del Monte de la Calavera, donde Adán murió, el primer hombre, y donde su sangre antigua se mezcló con la del primer Dios encarnado para el sacrificio.
Pude sentir a nuestro lado, compartiendo espacio en la pequeña sala, a una multitud incontable de dioses, reyes y hombres extintos, cada cual empuñando sus verbos y cada cual blandiendo sus leyes inflexibles. Momentáneamente hubo una brisa suavísima que trajo aroma a nenúfares del Nilo, incienso de la India, agave de México y pétalos de Grecia.
Los dioses y los hombres habían convivido muchas veces de muchas formas, acaso amándose como en el Kamasutra o el Ananga Ranga de todas formas imaginables, y fracasando, como los divorciados, por todos los conflictos posibles, transformando por virtud de la ira el amor en rencor.
Hubiera pasado escuchándola, qué sé yo, media vida o el resto de ella, pero el teléfono trajo un viento huracanado de realidad que arrastró a dioses, reyes, míticos héroes y culturas a las tumbas lejanas que ocupaban al fondo del tiempo, allá en las arenas de los ardientes desiertos, bajo los cascotes de informes ruinas o en las profundas fosas ocultas por los lodos de incontables historias que los sucedieron.
Era Julián, quien me devolvía la llamada para informarme de la cuestión que le había planteado.
—No sé de qué puede servirte ni para qué te interesa saberlo —me dijo no sin cierta perplejidad—, pero respecto a eso de los túneles te diré que no se están construyendo más que los normales: ampliaciones de metro, algunos para el AVE o autopistas y quién sabe si algunos mineros...
Tampoco comprendía para qué diablos podía servirme toda esa información que, dicho sea de paso, así, tan ambigua, me dejaba in albis.
—Nada así, cómo te diría yo..., ¿extraño? —insistí.
—Nada. Me pareció muy rara tu petición, pero también a mi cuñado, e incluso cuando le pregunté dónde se estaban construyendo esos túneles por si te hacía falta, me dijo que podías consultarlo en el Registro de Obras Públicas o aún en el Colegio de Ingenieros de Caminos, etcétera.
—Nada insólito, entonces —concluí.
—Tu interés, en todo caso —bromeó Julián—. Lo único que me llamó la atención, o dicho con más propiedad, destacó mi cuñado, fue el hecho de que en España hubiera seis supertuneladoras y en el resto de Europa solamente dos. Además, según me comentó, una que sería un lujo para una potencia, era demasiado pequeña por lo que se ve y se la enterró en algún lugar de la Casa de Campo. Ya sabes cómo están de tiraduros nuestros políticos, que hasta se permiten enterrar una maquinaria que vale una millonada.
Guardé un instante de silencio mientras intentaba dar sentido a lo que Julián me refería, pero todo me pareció tan absurdo como incoherente.
—Bueno, espero que te sirva.
—Y yo —respondí—. Te lo agradezco, chico. No te molestaré más hasta que resuelva esta historia.
—Cuídate, compañero. Me da en la nariz que este asunto en el que estás metido es mucho más gordo de lo que parece. Los chicos te mandan un abrazo.
—Dales otro de mi parte.
Nada. No parecía que la información recibida tuviera el menor valor. ¿De qué podría aprovecharme para resolver mi problema el que estuviera haciéndose un túnel en tal o cual autovía o trazado ferroviario?
Sin embargo, y siguiendo el razonamiento anterior de Melisa, sospechaba que debía algo importante que se me escapaba, porque hasta ahora Paul había sido tan veraz como directo con todas sus pistas.
Su mentalidad, a mis ojos, no podía ser más retorcida, jugaba con la vida humana como si fueran fichas de una especie de parchís macabro, pero al mismo tiempo sabía lo que quería y estaba más que claro que me lo haría comprender sutilmente o por métodos más brutales.
—Veo por tu cara que las noticias no fueron buenas —apuntó Melisa.
—Ni malas. En realidad, no sé qué clase de noticias esperaba.
—En mi trabajo, que puede ser como en el tuyo, lo que cuenta es la paciencia, el método.
—Sí; en eso son muy parecidos. Lo que sucede es que estoy tratando de comprender un lenguaje que no entiendo.
—Ya. Lo que necesitas, entonces, es una piedra Rosetta.
Sabía lo que era la piedra Rosetta y cómo a través de ella desentrañaron el lenguaje jeroglífico egipcio; pero no había otros idiomas que conociera y a los que recurrir para desentrañar este.
—¡Si al menos tuviera claro lo demás!
—Pero es que ya tienes muchas piezas y quizá puedan comenzar a tener algún sentido.
—Te refieres a...
—Me refiero a que apliques en la pieza que buscas el mismo procedimiento que has usado para llegar a alguna clase de conclusión con las demás.
Tenía sentido, por supuesto, y siguiendo ese criterio me desvié al creer que buscaba una secta cuando estaba haciéndolo con una organización, no tenía completamente claro si perteneciente a un ente político como la Unión Europea o el gobierno francés.
Con todo, eso no tenía relación con lo demás.
Cierto que también me equivoqué al considerar que el Ojo de Dios era un símbolo cuando se trataba de una nebulosa; pero es que ahora que buscaba «lo más bajo», dicho en palabras de Paul, no había ninguna posibilidad de error porque había buscado en la vía directa, en los túneles, y eso no me conducía a ningún sitio.
—No sé si valdrá en este caso, Melisa. No veo qué tienen que ver los túneles con las nebulosas y con una organización que aparentemente tiene algo en común con el sello de Apolión.
—Yo tampoco, pero me da la impresión, si considero que tu asesino está usando un lenguaje para el que no tenemos referencias, de que está precisamente en el qué. Lo que quiere que comprendas, persigas o encuentres es el qué de sus cuestiones. No sé si me explico.
—Lo haces —admití—, y muy bien por cierto. El qué de Apollyon es una organización. No tengo más certezas, salvo que es militar o paramilitar, implacable y con un traidor entre sus filas que nos está haciendo alguna clase de confidencia a un costo humano enorme. El qué de una nebulosa que se nombra el Ojo de Dios, no puedo suponer cuál es, y mucho menos de «lo más bajo», los túneles. ¿Qué pueden ser en ese supuesto idioma una nebulosa con un nombre tan rimbombante y unos túneles?
—Eso depende para quién, supongo. Para un policía no lo sé, pero si lo miras desde un punto de vista neutro, sin involucrarte, la astronomía es el trabajo de los astrónomos y los túneles de los ingenieros de minas o de los mineros. Así, según desde qué óptica lo contemples, adquiere una dimensión u otra. El sello de Apolión es un anagrama del ángel del abismo, el cual tiene mucho que ver con el sufrimiento y castigo de la humanidad, y puede ser que esa organización o lo que sea, de alguna manera, se ocupe de esa función. Del mismo modo, el espacio es el lugar que estudian los astrónomos, pero en el que trabajan físicamente los astronautas y los ingenieros espaciales que desarrollan los satélites, los cohetes y todo eso; y, de forma parecida, lo más bajo es el subsuelo, de donde se obtienen los materiales y donde se perfora para llegar a las riquezas que esconde, haciendo siempre agujeros o túneles que conecten el interior y el exterior. Sacan lo que está escondido, vaya, un poco como hago yo misma cuando desentierro una reliquia de una cultura remota.
Justo al pronunciar estas palabras sentí un fogonazo en mi cabeza de tal magnitud que me forzó a dejar de dar paseos por la sala en tanto escuchaba, y que me invitó a dejarme caer sobre el sofá, llevándome ambas manos a la cabeza:
—¡O para esconderlas! —exclamé.
—¿Para esconder, qué?
—¿En qué estado encuentras tus reliquias, o en qué estado encuentran los fósiles los paleontólogos? —le pregunté.
—Lamentable, desde luego —respondió con firmeza. Y tras un brevísimo silencio, añadió, prendiéndose sus ojuelos de un brillo hermoso—: ¡Pero mucho mejor que si hubieran estado al descubierto, sin duda!
—Exacto: para conservar. La tierra puede ser un conservante excelente —resolví el acertijo. Y, llevado por mi propio entusiasmo, añadí—: Ahí, en el subsuelo, que es decir en túneles, es donde se construyen las santabárbaras atómicas, los refugios nucleares e incluso los aceleradores de partículas.
Al llegar a este punto ambos quedamos mirándonos, sin atrevernos a pronunciar en voz alta lo que sin duda ambos pensábamos. ¿Estaría por declararse la Tercera Guerra Mundial? ¿Apollyon estaba provocándola o algo así? Creo que ambos recordamos que la quinta trompeta, la que liberaba a Apolión y sus castigos, era la última advertencia antes del gran conflicto, el Armagedón.
Tal vez ambos llegamos a la misma conclusión como consecuencia de distintos procesos o utilizando diferentes caminos de la lógica, pero casi todo el mundo sabía que a esas alturas algunos ejércitos eran capaces ya de alterar el clima e incluso de producir terremotos. Por otra parte, la crisis que afectaba a la sociedad llevaba consumidos ingentes recursos económicos, muchos más que una guerra, y no quedaba nada claro en qué se usaban pues no producían ningún beneficio social y el desempleo crecía sin cesar, además de que era una crisis que nadie había sabido explicar más allá de argumentar simplezas a las que únicamente podían dar credibilidad los más ignorantes.
De ser cierto lo que suponíamos, la hora que marcaba el reloj de la humanidad era terrible. Los misiles y los satélites, de estar en lo correcto, serían el primer campo de batalla, y su emplazamiento estaba en el cielo: el Ojo de Dios; los gobiernos esconderían sus recursos y pondrían a salvo sus gobiernos bajo tierra, en túneles o refugios nucleares: el Ojo del diablo.
Y en medio, como una criatura a la que tuvieran ojeriza los dioses, el hombre.