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Preparativos

Antes que toda otra cosa, la preparación es la clave para el éxito.

Alexander Grahan Bell

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Había que hacerlo, y conociendo el tiempo que restaba, lo planifiqué todo meticulosamente. Creía saber qué era lo que deparaba el porvenir y cuáles eran los pasos maestros de los dioses, cosa que no me fue nada fácil de averiguar. Tuve que ser muy cauto, muy medido y estar muy atento a todos los movimientos y a todas las informaciones que llegaban a Inteligencia, porque lo mismo cualquier paso en falso me hubiera conducido a una muerte segura que la falta de una pieza en aquel complejo rompecabezas me hubiera impedido desarrollar con eficacia mi estrategia.

No obstante, pieza a pieza, fui completando tanto el conocimiento exacto del plan de mi dios como urdiendo el mío.

Demasiados contratistas, demasiadas empresas que hacían apenas unas obras que formaban parte de otras obras mucho más complejas. Se iban unos, aparecían otros, y así durante meses y meses, y no solo en una parte del país o en unas instalaciones, sino en todo el ámbito nacional: Área 51, Área 54, Área 71, Blue Hills, Iron Mountain, Black Creek, Colorado Spring. Los volúmenes de dinero que se movían eran enormes. Nunca había visto transacciones tan colosales, y siempre aparecían esos fondos al mismo tiempo que las crisis económicas asolaban algunos países.

La primera fue hace mucho, en los ochenta, y tenía ya guardada en mi ordenador buena parte de la historia; la segunda fue al principio de los noventa, en que algo sucedió que obligó a apremiar los trabajos; y la tercera y última desde que se comenzó a ejecutar Finis Initium.

Enseguida pude ir atando los cabos que unían las fiebres constructoras y las crisis económicas, los recursos que utilizaban mi dios y sus dioses tributarios para usurpar los bienes de los fondos públicos de cada nación sin que las ciudadanías se enteraran. Para eso tenían la televisión, las catástrofes controladas que promovían la solidaridad y los casos puntuales que centraban la atención de las gentes en objetivos muy distintos de donde los dioses estaban metiendo las manos. Los ciudadanos vegetaban afanosos a ras del suelo, mientras los dioses excavaban. Y, para el último impulso —o lo que a mí me pareció que lo era—, la gran crisis global que no solamente empobrecía a todo el planeta al mismo tiempo, sino que ponía al frente de no pocos gobiernos a algunos de los hombres de Apollyon que pertenecían a ciertos grupos satélites, sin que ni siquiera hubieran sido votados. En condiciones extremas de pánico, las masas ni siquiera razonan, y los medios, siempre suyos, pueden convertir en verdad las mentiras que no cesan de repetir.

En fin, hubo recursos suficientes para todo tipo de obras, y luego, después de que las partes principales de las complejas instalaciones estuvieron completadas, terminada la construcción de aquellas enormes ciudades que extendían sus redes como una araña subterránea o la madriguera de terribles fieras, aparecieron los militares para cerrar los tramos intermedios, los nexos de unión, y por último, comenzaron a aparecer los proveedores, trayendo insumos y equipamientos de todo tipo para un ejército tan numeroso que bien podría librar una colosal batalla durante muchos, muchísimos años.

¿Para qué todo esto?

El mapamundi de la hiperactividad iba desde Oriente a Occidente y desde la Antártida hasta Groenlandia, pero únicamente donde Apollyon imperaba o donde los dioses locales servían a mi dios. Finis Initium, pensé. El nuevo orden se avecinaba, tal vez coronando la meta que Von Stauffenberg y los suyos no pudieron alcanzar en la Segunda Guerra Mundial, cuando el dios de plastilina que ensalzaron para lograrlo se volvió loco y se salió de sus esquemas. Mi dios, con absoluta seguridad, tenía mejor controlada la situación y había tenido tiempo de definirla con mayor inteligencia, como todas las operaciones llevadas a cabo por Apollyon desde entonces lo corroboraban.

Hacía tiempo que cayó en mis manos de forma casual un ejemplar del Proyecto 2000 que se desarrollara en los años setenta, en el que un grupo de expertos aconsejaba la necesaria reducción de la población del planeta a esa máxima cantidad de humanos, dos mil millones, y donde proponían una serie de técnicas para lograrlo, entre las cuales se encontraban varias de las que mi mismo equipo se había encargado de poner en marcha, relojes que ya estaban funcionando.

Era ese, aparentemente, el número de seres humanos soportable por el medio, y al que todo parecía indicar que mi dios daba crédito y había decidido ajustarse, asumiendo una responsabilidad que los dioses precedentes habían ido demorando. Una tarea divina para la que había nacido, precisamente, Apollyon. No éramos solo los relojeros de la economía: en realidad éramos el reloj mismo de la vida, el brazo práctico que elegía quién y cómo vivía o moría, ejerciendo el papel de la selección impuesta por la mente divina.

Una serie de acciones enfocadas a, tal vez, salvar al mismo planeta y a la misma sociedad de la hecatombe, implantando un nuevo orden y un control de la población que, al mismo tiempo que eficaz, fuera aleccionador, pues que borraría todos los valores anteriores y establecería unos nuevos desde las ruinas de sus predecesores.

Las ciudades antiguas se levantaban siempre sobre las ruinas de las precursoras, y muchos arqueólogos encontraron que los cimientos de unas eran los escombros de las otras, hasta siete u ocho ciudades superpuestas.

Mi dios estaba por construir una nueva ciudad, tal vez la Jerusalén Celestial de la que hablaban algunos libros santos, desde los restos del orden todavía existente.

En ninguna parte había una suma de información. Todo, como era el método habitual, estaba dividido hasta donde era necesario, facilitándose a cada área la cantidad exacta de datos imprescindibles, de modo que ninguna supiera qué sentido tenía el conjunto de las acciones.

Mi dios, a veces, me daba la impresión de que a fuerza de no valorar nuestra verdadera eficacia, ignoraba las cualidades que teníamos. Algunos —al menos yo—, éramos relojeros expertos y sabíamos ir uniendo pequeños mecanismos; pero no era el único.

En Apollyon no se hablaba nunca del trabajo, estaba prohibido como lo estaba la amistad o el amor. Incluso en Inteligencia. Precisamente en Inteligencia más que en ninguna otra área, porque nosotros éramos el alma, el corazón de Apollyon, donde la fidelidad era más exigente y donde se urdían los planes generales que los especialistas de campo llevaban a cabo.

Con todo, no estaba solo, y supe que un hombre de Apollyon también reunía piezas, tal vez porque se temía como yo que iba a dar comienzo una Tercera y última Guerra Mundial en cuanto mi dios completara su plan, y estaba poniéndose a salvo. Una guerra de exterminio en la que solo unos cuantos verían el finis initium de la nueva era, y quería asegurarse una plaza.

Looking Glass, Yellow Cube y otros mil ingenios de tecnología avanzada lo habían predicho: la Ecuación del Fin del Mundo era real, inevitable, y las líneas de tiempo, todos los futuros probables, se fusionarían muy en breve en un único y completo final. El tiempo se consumía y se aceleraba, y probablemente para esa hora terrible, para el momento Omega, era necesario menguar drásticamente la cantidad de potenciales adversarios, disminuyendo la población mundial mediante una guerra de exterminio. ¿Qué más daba, si ya estaban todos muertos, aunque no lo supieran? Y todo apuntaba a Medio Oriente, a Siria o Irán, adonde se habían desplazado ya nuestros mejores relojeros.

Dejé de creer en mi dios por entonces. Ni este me servía ya. Había visto lo bastante, había hecho lo bastante; para mí ya todo era lo bastante. Solamente una cosa me quedaba por hacer, y por conseguirlo estaba dispuesto a jugarme el tipo.

Era una misión más, aunque la única que me había encargado a mí mismo. Mi dios, después de todo, también se ocupaba de librarse a sí mismo, de asegurarse un pedestal desde el que ser adorado por una masa de estúpidos que le reverenciaran como santo, cuando tenía las manos tintas en sangre. Yo la había vertido por él, pero la misma sangre que me enlodaba a mí a él le enfangaba el alma.

No; no más dioses.

Sobreviviría cumpliendo su papel, pero precisamente para llevar a su último efecto mi papel.

Todo tenía sentido: lo febril de las obras se correspondía taz a taz con lo profundo de las crisis que generaban los haberes y todo ello con los muchos ensayos bacteriológicos que habíamos estado llevando a cabo en África y en otros mil rincones del mundo, y con las armas de cuarta generación que eran capaces de producir terremotos, cambiar el clima o atacar una etnia o un tipo específico de personas. Desconocía el orden en el que mi dios pondría en marcha los acontecimientos, pero podía medirlo por el avance de las obras y las entregas de insumos por parte de los proveedores al ejército, que era el receptor y la máscara de mi dios.

Un día, teniendo la certeza de que ese hombre de otra área estaba indagando como yo acerca del futuro exacto que se dibujaba, puse a su alcance como si fuera un descuido una información que sabía valiosa. Me la jugué: si me denunciaba, estaba muerto; si la aceptaba, tenía un socio de intercambio. Fue, por suerte, un socio. Pronto fuimos seis, como las puntas del sello de Apolión, cada uno de un área deferente. Siempre desconfiando y con pies de plomo, nos fuimos facilitando datos; siempre de forma casual, sin intimar, sin preguntar, sin decir palabra. Allá cada cual con lo que hiciera con ellos.

Así establecí la base para poder urdir mi plan.

Más o menos, según el avance de las obras y la previsión de tenerlas completas, calculé que restaban unos años, muy pocos. Con cada misión que destacábamos a cualquier parte del mundo, una parte de material iba quedando fuera de inventario: un poco de gas, unas armas, cierto equipo, algunos millones de dólares. Llevaba ya demasiado tiempo en Apollyon como para moverme dejando huellas, y tenía a mi alcance más recursos que el Cuerpo más avanzado del ejército.

Dinero, no me faltaba: buena sangre me había costado y mucho era lo que sisaba, y pude abrir dos o tres negocios allá, en España, y comprar unas cuántas viviendas a nombre de mis propias sociedades. Entre los contenedores de divisas que movíamos hacia distintas partes del globo para financiar a los corruptos y a los servidores, el que se perdiera diez o cien millones, apenas era calderilla.

El esqueleto de mi plan fue vertebrándose lenta pero firmemente, irguiéndose de mi afán como un golem con ansias de vida. Febrilmente, en mi tiempo libre, perfilé cada paso, definí cada reacción, allané cada rugosidad del camino por el que emprendería mi último viaje, y un día, casi por casualidad, supe verdaderamente cuál era el objetivo de mi dios.

No; no era la Tercera Guerra Mundial, ni siquiera poner en planta el Proyecto 2000, ese que me pareció que se ejecutaba con las pandemias artificiales que forzaron a vacunar a casi toda la población mundial.

Las reses ya estaban marcadas sangre adentro: en su propio ADN.

Ni mi dios, a pesar de sus obras, tenía garantizada la supervivencia. Era la desesperación lo que le embargaba, era el pánico el motor que movía su tictac póstumo, el saber que quizá tendría que encarar muy en breve a otro Dios, el Dios, a Dios. Todo lo demás, siendo cierto y estando ya en marcha, eran actos desesperados por evitar lo inevitable, por negar lo innegable, como un suicida cree que se librará de su culpa con la muerte cuando eso solo la aumentará porque él mismo multiplica el daño.

¿Qué más daba ya todo?

Bueno, no; no todo: había algo que sí importaba.

Entonces fue cuando apuré mis planes, e incluso cuando, con algunos por definirse todavía, abandoné a Apollyon y desaparecí. Viajé por el mundo para despistar a los míos y preparar algunos criterios de aseguramiento, además de dejar mensajes silenciosos que podrían conocer mis dioses cuando se encerraran en las salas de sus tronos, y luego, cuando me sentí seguro de poder culminar mi proyecto, arribé en España: quedaban apenas doce meses para que el pavor de mi dios mostrara sus garras.

Apollyon, temiendo que hiciera pública su debilidad y para protegerse a sí mismo, envió a lo más granado de nuestras fuerzas a sellar la grieta, y me persiguieron, pero no pudieron encontrarme. Sabían en qué país estaba, pero no dónde.

Eran hombres muy capaces, excelentes relojeros a los que yo mismo había formado; pero, por ello mismo, conocía cómo operaban, de qué sistemas se valían y qué recursos podrían utilizar para tenderme una emboscada. Era difícil que los aprendices pudieran sorprender al maestro, especialmente si el maestro relojero contaba con todas las herramientas. Y yo las tenía.

Doce meses perseguido son doce meses divertidos. En mi profesión eso es un aliciente, un juego que combate el tedio de un programa demasiado masticado. Hay ciudadanos comunes a quienes les gusta jugar a la guerra con balas de pintura; se van a un campo, se disfrazan y se persiguen hasta darse una muerte imaginaria. En mi orden era un poco lo mismo, pero sin imaginación alguna, sin chistes ni sonrisas, sin una posibilidad de fallar si se quería estar en el juego.

Y jugué.

En realidad, ahora que conocía qué le esperaba al mundo a la vuelta de la esquina, supe que siempre había estado jugando a la paz y a la guerra. Mover las sociedades no es difícil si se cuenta con las herramientas adecuadas, e ideé un juego que pusiera en acción a más piezas de las necesarias.

No era una modificación del plan original, sino una simple alternativa, añadir unos árboles al bosque para un mejor camuflaje. Para un maestro en estrategia complicar el juego es una ventaja. Después de todo, toda aquella gente no era más que carne, todos éramos carne a secas y siempre lo habíamos sido, incluso cuando lo ignorábamos.

Sí; eran carne, como sus vidas mismas eran piezas en un tablero que ni siquiera comprendían, al que no valoraban más allá de la capacidad de experimentar placeres o no sentían más allá que cualquier otra especie del planeta. Los sentidos, como siempre suele suceder, confunden la inteligencia.

Jugué, pues, el juego, entretanto encaminaba mis pasos hacia el objeto de mis querencias.

Ahí estaba Toni, como un ratón en su laberinto. Era divertido. Podía verle rumiar sus propios pensamientos sin comprender qué había cambiado en su vida sin que su vida hubiera cambiado para que ahora todo fuera distinto. Podía vigilarle por las calles sin moverme de mi apartamento, tan cerquita del suyo que podía oler sus guisos o esa comida de lata a la que era tan aficionado. Conocía todo lo de su vida a grandes rasgos y hasta con detalle emocional, según el perfil suyo obtenido por el sistema de sus visitas a Internet; pero ahora podía darle aroma de vida, meterme en su parte más profunda y personal y husmear. Podía seguirle por la ciudad mientras se afanaba en perseguirme, sabiendo como sabía que era el cebo de mis adversarios.

No obstante, quería protegerle de un tropiezo o de una torpeza: Apollyon no solía fallar ni perdonar cuando era descubierto. Me hacía falta vivo, y protegí su vida. Es la única vida que he protegido; pero lo he hecho para que fuera la pieza de mi tablero que representaba. Parte del juego.

Había llenado su casa de microcámaras, y sabía de su paz y de su guerra, de la cara que mostraba al mundo y de la que ocultaba entre las paredes de aquel departamento. Conocía la ubicación exacta de sus cicatrices, la herida de bala de aquel tiroteo de hacía quince años, la operación de páncreas que descubrió su cáncer terminal y hasta la marca que le dejó Aurora cuando discutieron porque se separaban y quiso impedirlo por la fuerza. Lo sabía todo.

Lo demás, lo que no dejaba cicatrices aparentes y hasta es posible que ni siquiera facturas o recibos, también lo sabía. Estaba al tanto de sus deseos por su esporádica pasión onanista, y hasta de su odio hacia lo que representó Aurora, siéndola infiel con un travesti. No era homosexual, pero así traicionaba su memoria, un recuerdo que le abrasaba entre la pasión y el desprecio.

Le vi y escuché cómo amaba a otras mujeres, alquiladas o sinceras, en alguna noche de sábado. Ninguna de ellas le servía, no había más que considerar su urgencia por librarse de ellas, su sufrimiento enorme por simular un afecto que le dolía, tal vez porque todas le recordaban a ella, a la misma que un día le abandonó después de que él me hubiera abandonado, consintiendo que me despeñara por un universo de tictacs y de sangre.

Aquel era mi amigo de la infancia, el objeto último de mis deseos.

¿Le quería? No sé si le quería ni si le quiero; sé que no me complacía en su sufrimiento. Si eso es querer, le quería; pero también había algo de deuda pendiente, de ánimo de revancha, y enfrentarle cara a cara fue para mí una experiencia.

En su semblante envejecido, marcado por muchos sufrimientos y sin vestigios ya de ningún beso verdadero, vinieron a reunirse muchos recuerdos; pero les cerré el paso, deteniéndolos antes de que se desbocaran. Una experiencia.

Hay veces, como ahora cuando le veo medio asustado yendo de un sitio a otro intentando comprender lo que seguramente no podrá, que siento cierta conmiseración por él, y me sorprende porque no suelo sentir algo como eso. Tal vez es demasiado ardua la tarea que le he impuesto, o tal vez se siente desorientado porque he cerrado la puerta de regreso a su vida de rutinas mezquinas; pero era la única forma que tenía de que comprendiera, de que supiera que ya se agotó el tiempo de lo ordinario, de las normalidades, el tiempo mismo.

Hay un reloj sin esfera que desborda ya la hora veinticuatro.

¿Qué hicimos con ellas?

¿En qué las empleamos?

Cada vida se aferra a la vida, pero ignora para qué.

Se enfrenta a su hora, a la hora, y en ese balance casi todos reconsideran y comprenden que hubieran querido vivir de otra forma, alentar sus osadías; pero ya es tarde.

¡Cuántos relojes he parado que quisieron seguir funcionando!

Toni sufre, piensa, considera que tiene un problema enorme, acaso ocultando el problema no menor de la muerte que le acecha.

Le veo a través de las cámaras públicas que hay instaladas por todas partes, escucho sus llamadas telefónicas y sé que aún confía en respirar un poco más, en latir un poco más, en sentir un poco más, siquiera sea para sus naufragios onanistas o para ese amor de hombres que se entregan una criatura medio femenina, medio masculina, en la que el semen de la vida misma es inútil.

Sé que no quiere morir sin darle sentido a su vida, un sentido que nunca, ni cuando tuvo a su propia hija, ha tenido; pero ignora que ese sentido lo he estado ahorrando para él, que he acopiado el más dorado de sus sueños, el que nunca llegó a saber siquiera que tenía.

Tengo una pluma que le pertenece, tal vez la pluma de la inocencia que perdimos un día en un orfanato, o tal vez la que dé sentido verdadero a su vida y le permita volar el mismo día que el mundo sucumba y yo me hunda para siempre en la fosa terrible del olvido.