image
image
image

23

image

Un mundo subterráneo

No existen secretos en la vida. Solo verdades escondidas que viven debajo de la superficie.

Dexter

––––––––

image

No me pareció prudente que acudiéramos a Madrid sin explicarle antes a Melisa cuál era la situación exacta en que nos encontrábamos.

Por una parte, por lo desencajado de su semblante me parecía extenuada por el dolor y el agotamiento, y por otra, consideraba que de ser verdad la mitad de lo que el mismo Paul me había contado y de lo que me refirió Andrada antes de que este le matara, no era en absoluto seguro que regresara a su casa.

Apollyon, según el mismo Paul, tenía capacidad para intervenir cámaras públicas, escuchar cualquier conversación telefónica y recursos para llegar adonde se propusiera y, siendo así, estaba convencido de que ya había establecido una relación entre Melisa y yo, con lo que su vida no tendría ya ningún valor ante quienes no dejaban nunca cabos sueltos en sus tramas.

—Si me lo permites, Melisa —le dije—, creo que antes de ir a Madrid debiéramos comer un poco. Te invito a hacerlo aquí, en El Charolés, y luego de contarte algunas cosillas que quiero que sepas, si te parece te acerco a casa. No me da la impresión de que estés en las mejores condiciones para conducir.

Se negó al principio, pero no tuve que insistir demasiado. Me bastó con hacer un par de referencias al asunto que terminaba de explicarnos su tío y a la relación que tenía todo eso con la muerte de Juantxo o, dicho de otra manera, con la organización que le había matado, porque, como sin duda corroborarían los resultados oficiales de la autopsia, con absoluta seguridad su muerte no había sido natural.

Aceptó al fin, y entramos en el restaurante.

Por un momento me pareció la imagen de la Dolorosa, con el semblante desencajado por la pena y con unas ojeras e hinchazones en torno a los ojos que testimoniaban su agotamiento extremo. También tenía los labios algo hinchados, haciéndolos parecer más carnosos y sensuales de lo habitual, lo cual despertaba en mí un sentimiento que desbordaba la compasión para desembocar en esa emoción parecida a la atracción animal que precede al apareamiento. No sentía nada así desde hacía mucho tiempo, y en la situación en la que nos encontrábamos, contrariamente a lo esperado, no me pareció que estuviera fuera de lugar. Entre nuestras edades había una gran distancia, pero no la suficiente como para hacer inviable una relación amorosa, y el hecho de que un cáncer estuviera matándome silenciosamente no me hacía tan distinto de ella en ese momento en que sabíamos ya con relativa certeza que el telón del último acto estaba por caer sobre la tierra.

Me callé lo que sentía, y permití que durante toda la comida deambulara silenciosamente por los túneles de mi alma. Después de hablar un poco sobre su estado y de que Melisa se desahogara respecto de lo que representaba para ella la muerte de Juantxo, me remití a los hechos, a esa tozuda realidad que se empeñaba en clausurar la vida y el orden, si era que un milagro no lo remediaba. También me entretuve haciendo algunos comentarios acerca de Juantxo, pero, viendo que este asunto le conturbaba, desvié la conversación hacia la cuestión principal y preferí contarle lo que había sucedido la noche anterior con Paul y con Andrada.

—No quiero asustarte, ni mucho menos —concluí—; pero en tu lugar consideraría la opción de no regresar a Madrid al menos en unos días, hasta que esto se calme un poco o sepamos a qué atenernos.

Se mostró reacia, como no podía ser de otra manera, haciéndome ver que toda su vida estaba en su departamento, desde su ropa al propio trabajo que la sostenía. Ni siquiera me atreví a refutar sus pobres argumentos con que ya no quedaba tiempo para eso y que todo carecía ya de importancia.

—Lo siento, pero de ninguna manera puedo renunciar por nadie a mi vida —alegó.

Acepté, ¡qué remedio! Comprendí que por ahí, por más que la describiera con detalles morbosos qué clase de gente eran los miembros de Apollyon, no conseguiría que se creyera en peligro, y me pareció más oportuno tocar el asunto de Nibiru.

Me bastó con pedirle que refiriera a grandes rasgos lo que sabía de él, para que se desbarrancara por un discurso en el que me pareció que invitaba a nuestra mesa al propio Ut.Napistim con su arca llena de bichos. Desde el zodiaco al sistema sexagesimal, pasando por la escritura y la literatura, todo cuanto aún nos concernía en nuestra cultura parecía fundamentado en los sumerios, aquel pueblo pervertido, según ella, por los acadios, primero, los babilonios, después, y los neobabilonios a continuación, hasta que los semitas recogieron su memoria, la graficaron a su modo y dio comienzo la historia de nuestro tiempo.

—A ver si Yahvé era un anunnaki —bromeé.

—Te ríes, pero a lo mejor no es un disparate. Es más, si algún igigi sobrevivió al castigo de los anunnaki, es probable que aún vivan y que ese Satán o Belcebú esté todavía por ahí.

—Ya —le interrumpí—, en la presidencia del Gobierno.

—¿Lo ves? No se puede hablar en serio contigo a no ser de crímenes perversos, asesinatos y toda esa mierda.

—Bueno, pues los igigi de los que tú hablas no es que sean precisamente unos angelitos.

—Cuesta creerlo, pero ¿qué pensarías si te dijera que lo del atentado de las Torres Gemelas se preparó para poder invadir Afganistán y provocar la Guerra del Golfo?

—Melisa, o me acabo de caer del nido, o no sé en qué mundo he estado viviendo. ¿De veras te escuchas? ¿Crees de verdad que un país atentaría contra sí mismo para hacer esa estupidez? Todos hemos escuchado tonterías de esas, locuras de conspiraciones y todas esas mandangas; pero no hay que ser muy listos para comprender que para robarle el petróleo a quienes son sus siervos a través de la política, como ese Sadam y todos aquellos, no necesitaban provocar una guerra que les produjera los incontables costos que supuso. ¿Qué razón tendría?

—Por lo pronto, encontrar el palacio de Enki, que algunas tablillas sumerias lo sitúan en las montañas de Tora-Bora; segundo, conseguir todas las tablillas no solo del Museo Nacional de Bagdad, que ya sabes que es lo primero que saquearon las tropas norteamericanas cuando invadieron Irak, sino también de las excavaciones de Ur, Nínive, Akkad y otras muchas, donde habían aparecido importantes bibliotecas sumerias.

—Ya veo —volví a bromear, restando importancia a su apasionamiento—, para obtener un dineral en subastas de arte, supongo.

—Antonio, si sigues así, doy por terminada esta conversación y hablamos de fútbol, acabamos de comer y me voy a casa, que lo que necesito es dormir y un poquitín de paz.

Por más que no creyera nada de lo que me estaba diciendo, entendí que tenía no solamente derecho a manifestar sus creencias, sino a ilustrarme como quisiera del asunto que yo mismo le había pedido.

—Vale, perdona —admití mi error—. Dicen por ahí que si invadieron esos países por el petróleo, que si por rehacer el mapa de Oriente Medio y mil disparates más, a cuál más loco. Pero en fin, si te lo vas a tomar a la tremenda, dime: ¿y para qué querrían todo eso, según tú?

—De ser cierto que los dioses eran quienes suponemos los arqueólogos y los paleógrafos, en esas tablillas debe haber muchos más conocimientos que aún hoy nos desbordan no solo en cuanto a tecnología, sino también respecto de quiénes eran, cómo vivían, cómo era su planeta, su ciclo alrededor del sol, si venían con frecuencia a la tierra o si únicamente en aquella ocasión, etcétera. Para eso me contrataron durante seis años, y durante todo ese tiempo me dediqué a desencriptar algunos trabajos en mi Universidad. Todavía estoy becada para eso.

—Siendo así, esa información, según tú, podrían aprovecharla para la eventualidad...

—Exacto.

No; no podía imaginarme que hubiera leído mi pensamiento y que diera un sí tan rotundo a que era probable que los dioses de hacía miles de años regresaran ahora para dar un par de hilvanes a su faena humana. Demasiado fantástico, extremadamente desquiciado. Ya me costaba lo mío eso de creer que se escuchaban ya por las esquinas de la tierra las trompetas del Juicio Final, como para que ahora me pintaran platillos volantes llenos de marcianos y toda esa locura.

—Bueno, si vienen, espero que sea para bien.

Quise ser comedidamente hipócrita, pero Melisa lo tomó por la directa.

—Las evidencias de un pasado con intervención no humana son abrumadoras, incontestables. Hay miles de grabados, escritos y hasta objetos de una naturaleza imposible de ajustar a la historia que nos han contado. De pronto, en la noche de los tiempos, cuando según la ciencia oficial los hombres eran bestias que comenzaban a organizarse apenas, aparece una cultura que conoce planetas que nosotros hemos descubierto hace algunas décadas, sabe escribir, domina las matemáticas, mapea el universo y sienta las bases de todo lo que conoces. Mira, soy científica, y con un razonamiento puramente científico te digo que no hay otra que considerar que los sumerios estaban influenciados por seres de otros mundos. Pues bien, para ellos los malos eran los Vigilantes y sus descendientes, los que fueron condenados por los anunnaki a vivir y morir en la tierra, y los que dieron origen a todas las mitologías. Los anunnaki, según las mismas religiones que ponen a aquellos a caer de un peral, son los buenos, y en casi todas las religiones y las culturas que predicen un fin del mundo, como la cristiana, la mahometana o incluso las mesoamericanas, anticipan también la participación de los dioses anunnaki para salvar a los elegidos y fundar una era nueva de esplendor, una Edad Dorada establecida a partir de las ruinas del mundo anterior, el inicio del sexto sol olmeca.

—Maya —le corregí.

—Olmeca —me reiteró con retintín—. Los mayas fueron herederos de los conocimientos olmecas, la raza de los desconocidos, de la misma manera que los aztecas fueron herederos del saber maya. ¿Te has dado cuenta de que si es verdad todo esto, las profecías de las grandes religiones vienen a reunirse precisamente ahora?

—Pues no, no sabía. Lo mío, me temo que ha sido estar en otra cosa.

—Todo lo que está sucediendo, como puedes ver por ti mismo, son más que palabras, ¿no te parece?

No; no me lo parecía. Lo que sucedía, todo lo más, era debido a que había por ahí un enorme planeta que cada tanto armaba un desastre, y nada más. Nadie tendría conocimientos para profetizar algo así a no ser que lo hubiera vivido, y desde luego no era de suponerse que un superviviente de hacía qué sé yo cuantísimos años... A no ser que fuera un descendiente de los Vigilantes y que tuvieran también una longevidad prodigiosa. No, no; eso era un disparate.

—¿Cada cuánto tiempo dices que pasa el Nibiru ese cerca de la tierra?

—Según algunas tablillas cada tres mil seiscientos años, y según otras, cada seis mil.

—Cuestión de decimales, vaya —ironicé.

—No es eso. En la antigüedad, los conquistadores heredaban la cultura de los conquistados, de modo que hay tablillas cuneiformes que sabemos con certeza que son sumerias, pero con otras hay dudas de que sean sumerias, acadias, babilónicas o neobabilónicas incluso. Un lío que es más difícil de desentrañar de lo que te imaginas. Ese es mi trabajo y para eso me pagan, ¿sabes? Creo que de eso sé un poco, por lo menos.

—Me parece que escuché algo eso hace años, allá por el 2012, cuando decían que el mundo se terminaba según el calendario maya u olmeca.

—Te convendría saber, en todo caso, que lo de ese calendario no está nada claro. Por ejemplo, quienes han contado el tiempo que considera, ¿han tomado en cuenta y sin error todos los cambios habidos entre su conteo y el nuestro, o incluso se sabe con certeza absoluta en qué fecha da comienzo para poder determinar exactamente su fin? Perdóname, pero lo dudo mucho. Es más, sobre nuestro propio tiempo transcurrido en ese mismo periodo no hay ni puede haber consenso entre los científicos, sencillamente porque es imposible. Mira, solamente por darte una idea te diré que con cada emperador romano se comenzaba a contar el tiempo, de modo que se decía año uno de Augusto, año uno de Tiberio, etcétera. Ni siquiera sabemos cuántos cambios hubo, cuántos emperadores fueron proscritos, cuántos meses se comieron o no tomamos en cuenta, etcétera, ni cuántos años, meses o días supuso el cambio del calendario romano al juliano o del juliano al gregoriano. Ese fin del mundo olmeca es todavía factible, no porque lo dijeran los mayas, sino porque no existe ni la más mínima certeza de que haya concluido. Podría ser este año, el que viene o dentro de diez años.

Mi mente no daba para tanto, por más que se rindiera por falta de argumentos ante lo erudito de Melisa y de su tío. Los hechos, desde que asesinaron a los jueces, parecían determinar que también Paul creía en eso; pero ¿cómo comprobarlo? El obispo había dicho que posiblemente Nibiru ya fuera visible, pero nadie en todo el mundo había dado aún la voz de alarma, al menos que supiera, o no habían dejado de dar la voz de alarma desde hacía demasiados años, si bien nada más que iluminados de esos que disfrutarían con fines del mundo de mucha fanfarria.

Internet estaba lleno de esos locos.

Sin embargo, si no fuera cierto lo que Melisa y su tío decían, ¿a cuento de qué tener bloqueados todos los grandes observatorios?

—Dime una cosa, Melisa: ¿tú podrías..., qué sé yo, a través de un amigo o algo así, saber si otros observatorios tienen el mismo problema?

—No me hace falta. No he tenido nunca mucho trato con mi tío Bernardo, pero sé que es el hombre más íntegro que hay en la tierra. ¿Viste su cara? ¿Te parecía que bromeaba? Antonio, creo que no tienes ni idea de lo recto que ha sido y lo por segura que siempre han tenido todos su palabra, aun en el Vaticano. Es mayor, pero rige perfectamente, y no he apreciado en su discurso ni una pizca de incoherencia.

Una parte de mí aceptaba este planteamiento atroz, pero la otra se negaba a admitir que el tren de la humanidad llegara a su estación término. Pensaba en mi hija y en mi exmujer primero que en nadie, y, después, en tantas personas como conocía y apreciaba, y sentía tal desesperación que desde lo más recóndito de mí surgía como una luz de esperanza que, ¡qué extraño!, me forzaba a ver en Paul una posibilidad de que, aunque muchos murieran, algunos, los míos quizá, podrían sobrevivir.

Melisa, intentando reforzar sus argumentos, recurrió a diversos informes que tanto ella como buena parte de la comunidad científica habían desestimado por exagerados, tremendistas o demasiado especulativos. Sin embargo, ahora que recordaba las declaraciones de ciertos afamados doctores de la Academia de Ciencias rusa cobraban un esplendor y una vigencia inusitada. Ellos, con un simple microscopio y un método riguroso, a partir de hielos extraídos de Groenlandia, la Antártida o algunos glaciares dispersos por el mundo, habían reconstruido una historia que confirmaba catástrofes cíclicas en periodos de entre seis y doce mil años, siendo unas mayores que otras, pero todas ellas suponiendo enormes trastornos para todo el planeta.

—Suponiendo —propuse—, solo suponiendo que todo esto fuera verdad, ¿no crees que los gobiernos harían algo más que refugios para salvar a unos cuantos? Digo, porque no tiene sentido que alguien se plantee salvarse solo porque es rico o poderoso y quiera hacerlo junto a otros igualmente ricos o poderosos; necesitarían forzosamente quiénes les sirvan, construyan, siembren y cosechen, etcétera. No me puedo imaginar que se quisieran salvar únicamente los inútiles, capaces solamente de hacer negocios o los que han acumulado mucho dinero. Frecuentemente no son sino tramposos o mafiosos incapaces de hacer nada por sí mismos. Cuando salieran de sus refugios, en tal caso, tendrían que encarar la supervivencia, la reconstrucción y, francamente, no soy capaz de ver a un Rockefeller, por ejemplo, poniendo ladrillos o trabajando un huerto. Incluso lo más probable es que se mataran entre ellos, si no hubiera cierta jerarquía.

—Digo —apuntó Melisa— que de hacer algo parecido querrían salvaguardar una sociedad a escala, aunque mínima. Una especie de microsociedad semejante a la nuestra, pero en valores cortos.

—¿Y cuántos conformarían esa sociedad que fuera semejante a la nuestra, aunque en esos valores mínimos?

—No lo sé. Nunca me he planteado algo semejante; pero dudo que pudiera ser menor de dos o tres millares de familias. Las disciplinas laborales y culturales son muchas, y no podría encararse una sociedad semejante con dos albañiles, pongo por caso. Todos tendrían que construir, que cazar o que cultivar, y eso conduciría a la perversión del conocimiento y a la muerte de la tecnología. Sería algo así como volver al principio, y eso sin contar que las tensiones que producirían forzosamente enfrentamientos entre grupos.

—¿Digamos cien mil personas?

—Y no me parecen muchas, no.

¿Dónde se esconderían cien mil personas? ¿Qué superciudades subterráneas podrían alojar y mantener a una población semejante, siquiera fuera el año que mencionaba tu tío, o dos años para estar seguros de que la actividad geológica habría cesado, o diez, si es que querían asegurarse también de que la atmósfera les protegería de todos esos males que llegan silenciosamente del espacio? ¿Qué cultivarían? ¿Cómo se organizarían? ¿Tendrían policías, limpiadores, cárceles, escuelas? De tener todo eso, la ciudad sería enorme o habría muchas ciudades, acaso así repartiendo el riesgo y evitando que no todos los supervivientes perecieran, si es que venían mal dadas.

Había descubierto, por fin, el enigma del Ojo de Dios, y ahora no me parecía más fácil resolver el del Ojo del diablo. Construir ciudades subterráneas semejantes requería movimientos enormes de tierra, volúmenes imponentes de hormigón, aprovisionamiento de incontables productos en proporciones nunca vistas, y eso sin contar con los recursos económicos necesarios. La misma crisis que se estaba viviendo llevaba consumida ya varias veces el PIB, había endeudado a los Estados hasta la asfixia y no se resolvía, ¿qué no necesitaría un proyecto de una magnitud tan colosal?

Un momento: ahí estaba la cuestión. ¡Eureka! La crisis era un artificio para el desvío de capitales ante los ojos mismos de la ciudadanía. ¡Qué tramposos geniales; pero yo los había descubierto!

¿Cómo mover tierra en volúmenes tan imponentes sin ser detectada o utilizar kilómetros cúbicos de hormigón sin que nadie, ni las mismas fábricas, lo sospecharan? En mi memoria, las palabras de Julián pesaban como una montaña: «En España hay seis supertuneladoras y solo dos en Europa»

¡Eureka! otra vez: ahí estaba la respuesta.

¿Cómo sino con tuneladoras se podrían construir superpoblaciones subterráneas, y tanto más si probablemente estaban comunicadas entre sí por largos túneles por los que poderse prestar mutua asistencia si el caso lo requiriera?

Cuestión de pura lógica, aunque lógica desquiciada.

Habíamos consumido los postres e íbamos ya por el segundo café, pero ambos estábamos inmersos en un torbellino que nos empujaba a seguir haciendo propuestas que algo tenían de cimientos de una sólida conclusión.

Hice mis últimos planteamientos, y Melisa me dio una pista que me empujó a la memoria.

—Si alguien en España hubiera planteado una superobra, tal vez tendríamos una idea más aproximada de por dónde empezar a buscar.

Obviamente, la pasión que ponía en el asunto la había contagiado. Sabía que podría contar con ella, lo sabía.

Pensé.

La memoria era vaga, pero estaba al tanto de que por allá por mediados de los ochenta el presidente español quiso construir una suerte de Supermadrid, una ciudad nueva al modo de Brasilia, que todos calificaron de tan innecesaria como faraónica y disparatada. No se hizo, claro, y en aquel lugar, en Rivas Vacía-Madrid, ahora se levantaban urbanizaciones de chalés adosados, los primeros de los cuales fueron construidos precisamente por una cooperativa de viviendas populares del sindicato del partido que gobernaba. No llegó a construirse. ¿O sí? Al mismo tiempo, en los Montes de Toledo, pudiera ser que no muy lejos de Consuegra, se comenzó a construir el Centro de Mando Estratégico para la Defensa, un supuesto refugio nuclear que sirviera de Cuartel General de Operaciones en caso de conflicto atómico, precisamente en un momento en que las pocas amenazas atómicas que había desaparecieron porque a esas alturas la muerte de la URSS estaba cantada. ¿Llegaría a construirse? La prensa, tiempo después, recuerdo que dijo que se paralizaron las obras, pero todo el mundo sabe que la prensa siempre está al servicio de los poderes, que son los que la financian y sus propietarios.

Por otra parte, era cierto que en España se estaban realizando numerosas obras públicas y mejorando las carreteras, además de extendiéndose las líneas de metro de algunas ciudades, ¿pero no eran demasiadas seis supertuneladoras para eso, cuando a todo el resto de Europa le bastaba con dos? Unas obras que bien podían enmascarar los kilómetros cúbicos de residuos que salían de los túneles y los kilómetros cúbicos que entraban de acero y hormigón. ¿Quién se entretendría en contar los camiones que entraban o salían?

La idea la entusiasmó a Melisa.

Propuso que si averiguáramos dónde estaban esas tuneladoras sabríamos dónde se encontraban los refugios, si es que los había. Acepté, pero siempre que desistiera de querer regresar a Madrid, se quedara a descansar en algún hotel de la villa de El Escorial y volviéramos a retomar el tema a la mañana siguiente. Por mi parte, haría entretanto algunas gestiones y hasta era posible que echara un vistazo al satélite de Google, que no era el Ojo de Dios seguramente, pero que quizá nos pudiera permitir ver allá donde la misma orografía no lo hiciera fácil.

Para mi sorpresa aceptó la idea, y salimos del restaurante aún barajando posibilidades. Juantxo había muerto, y mi auxiliar ahora era su preciosa hermana. Tomamos dos habitaciones en un hotel barato y discreto. Pagué en efectivo por adelantado y, mientras ella descabezaba un sueño, hice el recuento de mis posibilidades.

Llamar a Julián era absurdo, pues, aunque fiel, seguramente estaría controlado por Apollyon; para comprar una voluntad en el ministerio de Obras Públicas, con total seguridad haría falta más dinero del que llevaba encima, apenas unos euros, además de que con toda certeza no estarían registrados ahí ni el proyecto ni los planos; y lo de Google tal vez fuera posible, si es que había algún cibercafé en el pueblo. Al fin y al cabo, casi todo cuanto existe está en Internet, ya cierto o puro disparate, y tal vez mereciera la pena.

Pregunté por esta última posibilidad al recepcionista del hotel, me dijo que había uno en San Lorenzo y sin mayor demora me dirigí hacia allí.

¿Qué buscar y, sobre todo, cómo hacerlo? Poniéndome en el lugar de quienes pretendieran llevar a su último extremo un proyecto que procurara la supervivencia de un grupo nutrido de personas durante uno o varios años en un planeta desolado por las catástrofes, supuse que lo diseñarían a enorme profundidad, probablemente en núcleos reducidos y dispersos, y quizá con una red de comunicaciones entre ellos. Este mismo planteamiento llevaba aparejado la solución de problemas que entendía fundamentales: tratamiento del aire, aprovisionamiento de alimentos y enseres para tanto tiempo y tanta gente, y espacio suficiente para que las actividades humanas durante tan largo encierro no los enloqueciera. Un megaproyecto que requeriría enormes inversiones, movimientos de mercancías y un trabajo planificado desde hacía demasiado tiempo.

Así razonaba que habrían definido su plan los poderosos, si es que tal plan existía. Debían crear microsociedades muy selectas a las que salvar, porque, si confiaban en sobrevivir, tarde o temprano tendrían que salir como los insectos de debajo de la tierra y comenzar la reconstrucción con todo lo que ello implicaba: en la agricultura, ni les bastaría con unas semillas ni con un solo agricultor; en la edificación, ni les bastaría con un albañil ni con una máquina de hacer ladrillos; y así con todo. El acopio de conocimiento, teología, maquinaria y enseres convertía a mis ojos esos túneles en una suerte de arca de Noé o de Ut.Napistim que contuviera todo lo necesario para que los que ahora eran poderosos siguieran siéndolo después.

La obra, pues, era magna.

Siendo así, y suponiéndola como una red de nidos a imagen de un hormiguero, estos se extenderían probablemente por todo el país, no solamente para aumentar las posibilidades de supervivencia, sino también por cuanto la retirada de la sociedad de los elegidos pudiera hacerse en el menor tiempo. La boca, o las bocas por las que entraban y salían los materiales necesarios para tal proyecto podrían estar en cualquier lugar, tal vez en simples y discretas instalaciones o en polígonos militares.

Usando el satélite de Google vi en la pantalla del ordenador con cierto detalle imágenes de diferentes lugares de España, pero fui incapaz de encontrar nada que se aproximara siquiera a algo que pudiera entender como significativo.

El trabajo se me antojaba tan colosal como imposible, y no tardé en asumir que precisaría varias vidas para llegar a alguna clase de conclusión definitiva con medios semejantes.

No me servía. Precisaba otras herramientas u otras ideas, como saber dónde estaban las tuneladoras o algo más concreto con lo que empezar. La justificación para que hubiera en España seis supertuneladoras se fundamentaba en las numerosas obras públicas que se estaban llevando a cabo en casi todas las regiones, tales como túneles de ferrocarril, autopistas y metros.

El pariente de Julián había dicho que una de ellas, de menor tamaño que las nuevas aunque en perfecto estado, había sido enterrada en la Casa de Campo, obsoleta ante las monstruosas máquinas que se habían adquirido, aún mayores que las que hicieran los túneles que unían Francia y Gran Bretaña.

No obstante, anticuada o no frente a las otras, a la vista de mis razonamientos me resultaba particularmente extraño que una máquina de un valor tan enorme fuera enterrada sin más, a la espera, quizá, de que un día fuera necesaria y volvieran a por ella para ponerla de nuevo en marcha. Más bien tenía la impresión de que pudiera estar no solamente operativa, sino quién sabía si realizando un nido muy especial, el nido Central, el de mando.

La Casa de Campo, después de todo, estaba a un paso del Palacio de La Moncloa y a otro de las zonas de mayor privilegio de Madrid. Allí había agua en abundancia y espacio para infraestructuras, y desde luego sería el punto de reunión ideal para que, cuando sonara la alarma que convocara a los elegidos para entrar en el nido, todos pudieran hacerlo en un tiempo récor.

Unos túneles que unieran La Moncloa, tal vez La Zarzuela y quién sabía si alguna de esas mansiones que abundaban en las urbanizaciones colindantes, facilitaría la rápida evacuación para los personajes más principales.

Me asombré a mí mismo por verme ya como un paranoico. Estaba comenzando a creerme semejante desquicio y a comportarme como un alucinado con manía persecutoria.

Entré en Internet y busqué erráticamente información sobre Nibiru, ciudades subterráneas y asuntos por el estilo. Cientos, miles de páginas de todo tipo se abrieron en la pantalla ante mis ojos, así algunas delirantes que mencionaban supuestos acuerdos de los gobiernos con extraterrestres, sociedades secretas que movían los hilos de un holocausto universal para la reducción de la población mediante la guerra y otras con cierta coherencia que mencionaban la existencia de nidos o arcas de Noé semejantes a los que buscaba, además de innumerables páginas que pretendían alarmar no solamente de la presencia de Nibiru, sino que lo ilustraban con abundantes fotografías de dos soles. ¿Cómo era posible, si fuera verdad? La información estaba al alcance de todo el que quisiera verla, y eran cientos, miles de webs, que era decir que miles, tal vez millones de personas, estaban indagando o enterados de todos estos supuestos planes secretos, lo que me indujo a pensar en lo absurdo del asunto: si tal cosa era cierta y todo eso estaba realmente sucediendo, quienes organizaban tal plan tendrían tal poder que podrían eliminar todas esas páginas poco menos que haciendo sonar sus dedos.

O no.

Tal vez, en vez de combatir la información con el silencio lo hicieran metiendo más ruido, que era decir intoxicando la información verdadera con otra desquiciada, de modo que nadie pudiera saber qué o qué no era cierto, o incluso dando al conjunto la imagen de una estupidez paranoica.

Sí; o yo mismo me estaba volviendo un paranoico o era que ahí había un juego de inteligencia y contrainteligencia que escondía la verdad donde nadie la buscaría: delante de los ojos de todo el mundo.

Mi confusión era enorme, y no sabía si seguir buscando información acerca del holocausto planetario que nos amenazaba, sobre los túneles o sobre una clínica psiquiátrica de urgencias.

Cuando estaba abonando mi cuenta antes de salir para regresar al hotel, me detuvo en seco una noticia de última hora que dieron por la televisión: un terremoto en las islas Canarias había desmoronado buena parte del volcán Cumbre Vieja, cayendo al océano miles de millones de toneladas de tierra y produciendo un maremoto que, además de amenazar con una ola de más ciento setenta metros de altura todas las costas de América y parte de Europa, había supuesto la sentencia de muerte de las mismas islas Canarias.

Estaba paralizado, como casi todas las personas que había en el local, con la única diferencia de que aquello suponía para mí la pérdida de las únicas personas que me vinculaban con la vida: mi hija y mi exmujer. Me faltó tiempo para correr al teléfono y marcar el número de ambas; pero los dos comunicaban o no existían ya.

Seguí intentándolo una vez y otra, y otra y otra, preso de una desesperación que me consumía. Mis dedos temblaban, se negaba mi cerebro a admitir que aquello pudiera estar sucediendo, que la peor de las desgracias que puede sufrir un hombre me estuviera señalando con el dedo.

Nada, sin respuesta.

El monocorde tonillo de comunicar surgía incansablemente a continuación de marcar el número, con una solidez siniestra y sobrecogedora que me decía metálicamente: no hay nada que hacer ya.

La fantasmal presencia de las mujeres de mi vida sobrecogía de pánico cada célula de mi cuerpo. Tenía ante mí cada uno de los momentos que había compartido con ellas, así los buenos como los malos, y hasta era capaz de imaginar qué estarían haciendo cuando la tierra tembló, deteniéndolas en seco, y en qué pensarían cuando el océano se irguió para catapultarlas a la nada, irrumpiendo en su vida con un estrépito ensordecedor de muerte. Lloraba de desolación, sintiendo mi vida como el más insoportable tormento, mientras entre dientes repetía: «Mi niña, no; mi niña, no.» Pero todo lo demás, el mundo, la televisión, el silencio sepulcral de los pocos clientes que había en el local, me decían que sí, que mi niña, sí.

Dicen que la muerte es vacío, pero es una imagen despreciable.  

No sé si lo será para el que muere, pero para quien sobrevive a un ser querido no se aproxima ni de lejos a la verdad. La muerte es vértigo, desamparo extremo, un feroz y siniestro agujero negro que se abre de par en par en el plexo solar y que todo lo sumerge en un eclipse de soledad eterna, todo lo traga insaciable: esperanza, necesidad, vida. No sé qué hubiera querido en ese momento: morir, es la idea que más se aproxima. No existir, no latir, no tener sentidos para escuchar una noticia semejante.

Maldije al cáncer por su lentitud, a la vida por sus amarguras y a Dios por mi destino.

¿Qué me importaba Apollyon, el pánico de los millones de personas que habitaban en las costas del otro lado del océano al ver cómo la muerte avanzaba a casi mil quinientos kilómetros por hora hacia ellos o que el cabrón de Nibiru arrasara la tierra, no dejando sobre ella ni el recuerdo de nuestra existencia? Me importaba mi niña, aquella que contuvo durante un tiempo todo lo puro y todo lo bueno que había dado como fruto, y aquella mujer a la que quise como a un dios verdadero.

Continuaba marcando una vez y otra al tiempo que lloraba como un niño, pulsando con dedos desenhebrados unos dígitos empañados por las lágrimas. Una mano de mujer detuvo mi tecleo, volví mis ojos a ella y me encontré con el rostro desencajado de Melisa.

—Ya está bien —me dijo—. Si quieres, lo intentamos luego.

La abracé con feroz ternura, con desesperada mansedumbre, derrumbándome indignamente, acaso tanto como nunca debiera hacerlo un hombre. Mil juramentos se abrían en mi pecho que pretendían taladrar agujeros hasta la esperanza, pero el muro de negros presagios que me rodeaba se negaba a disolverse.

Tal vez por piedad, Melisa me sacó del local.

Recuerdo que ya era de noche y que el cielo estaba cuajado de estrellas. ¿Por qué el cielo se mostraba impasible, por qué Dios no se conmovía o mil luceros se desprendían de la bóveda y caían enlutados sobre nuestras cabezas, aplastando nuestra amargura? La vida seguía, ajena a la tragedia. Incluso algún grillo cantaba en aquel invierno convertido en interminable verano desde la selva de alguna maceta.

La noche era más noche que nunca, más oscura, más siniestra, más negra y eterna.

Nunca, nunca amanecería ya: el destino o Dios habían borrado mis huellas.

En un silencio de velatorio fuimos ambos hasta el hotel en el automóvil de Melisa. Ella me dejaba hacer o sentir, apenas echándome un ojo de tanto en tanto, como atenta a una reclamación de auxilio por mi parte. No la pronuncié. Mi pensamiento me había llevado lejos, muy lejos, a lo más lejos. Estaba en otro espacio y otro tiempo, no quedando en el coche sino el vestigio mortal de un hombre que había dejado de serlo.

No sé por qué pensé en los miles de tragedias que se habrían producido entre la población de las islas, ni por qué en la que llegaría a velocidad vertiginosa a miles o millones de vidas más al otro lado del océano o en Europa; pero mucho más ignoro por qué no me importaron en absoluto. La especie, mi especie, está conformada por criaturas egoístas que solamente piensan en sí mismas, capaces de comprenderse únicamente por el propio ombligo. Tal vez por eso hacía bien la vida al borrarnos de su Libro. Pensar en nosotros mismos a todos nos había convertido en enemigos de los demás, en adversarios de nuestros iguales y, por ello, algunos, los que podían, trataban afanosamente de sobrevivir a sus semejantes sin importarles la suerte de miles de millones de vidas, o precisamente a pesar de miles de millones de vidas.

Melisa me veló más como una madre que como una amiga. Se mantuvo a mi lado, segura y callada, y acaso mordiéndose el dolor por la muerte de Juantxo en mi beneficio. Lo urgente de mi tragedia posponía para mejor momento la suya. Algo, una voz o un sentimiento, o tal vez el ruido de algunos clientes del hotel, la despertaron y le faltó tiempo para preguntar en la recepción si tenían idea de dónde encontrarme y acudir en mi auxilio. Sabía que una isla, además de las Canarias, había naufragado engullida por otro océano, pero que a esta sí podría salvarla.

Y lo hizo.

Pasamos la noche en blanco, presenciando las noticias de un océano desbordado que no parecía querer regresar más a su emplazamiento, mientras que avanzaba inexorable hacia el otro extremo del mundo y hacia Europa, desde donde llegaban reportajes de gentes que huían desesperadas de las costas, de carreteras colapsadas, de una muerte inexorable que se avecinaba implacable como el acero de una guadaña.

Los minutos fueron derivando mi desesperación en una suerte de agonía mansa, terminal, extenuada. Comprendí entonces que todos, hiciéramos lo que hiciéramos, ya estábamos sentenciados de esa forma o de otra, que no había remedio y que mi paranoia era ya una certeza. La incertidumbre deriva en seguridad cuanto te toca con su dedo, cuando te señala y marca con su estigma.

Y fue en ese momento cuando odié por primera vez a mis enemigos, a los que desertaban del destino y a los que pretendían salvarse sobre mi exmujer y mi hija. Les odié tanto como fui capaz y, no sé si por venganza o por resentimiento, quise poner fin por mis propias manos a aquella saga de traidores que renunciaba a su especie, tal vez focalizando en ellos el infortunio colectivo o mi propia tragedia. La suerte, después de todo, había de ser para todos o para ninguno y, si alguien hubiera merecido salvarse, precisamente eran las dos mujeres que había perdido.

Imaginaba a ese grupo de miserables escondido como los insectos en nidales bajo tierra, produciendo ensordecedora batahola al tiempo que lo más granado moría cara a Dios, mostrando su condición más débil y vulnerable.

¡Oh, sí, me dolía y los odiaba!

Ansié poder exterminarles en sus oscuras madrigueras, ser el insecticida que acallara su esperanza, el verdugo de su egoísmo. Me imaginé dándoles muerte, ahogando su existencia entre mis manos, hasta dejar los túneles vacíos como las inútiles arterias de un cadáver desangrado.