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24

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Auxilio

No basta levantar al débil, hay que sostenerlo después.

William Shakespeare

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Ya está aquí la hora veinticinco. El reloj completa su recorrido. Ahora hay que estar atento, muy atento, porque en cualquier momento puede comenzar el peregrinaje. No tardarán ya en iniciar su excursión al futuro los dioses de la nueva era.

No sé si Toni habrá comprendido, si habrá sido capaz de hallar las respuestas. No quisiera decírselo de otro modo, aunque tampoco importa. La piedad del carnicero, en esta hora, es la piedad más auténtica. Lo que resta no es bueno, no es fácil; la muerte rápida es una liberación de la mayor tragedia.

Ojalá que lo haga.

Tal vez me estoy haciendo blando, y hasta pudiera ser que me obligue a llevarle de la mano para que pueda dar sus últimos pasos. A lo mejor se lo debo o me lo debo, y quién sabe incluso si pudiera ser necesario. No tiene demasiados recursos ni oportunidades ante las fieras que le acechan, y no puedo permitirme el lujo de no entregarle esta pluma que a los dos nos hará libres, o a mí me liberará de una condena.

Elegir, ya se ve, es algo de lo que no podemos librarnos. Incluso en esta hora fuera de esfera tengo que elegir entre quebrantar mi plan y permitir que sobreviva por sus propios medios, aunque por su incompetencia muera. Pero, si muriera, ¿de qué serviría mi plan, de qué haber hecho lo que he hecho si no puedo devolver esta pluma que un día trajo la brisa hasta nuestras piernas? Tal vez, sí, no me quede más remedio que asegurar su tarea, porque pudiera ser que le haya impuesto una carga más pesada que la que puede soportar su esqueleto.

No puedo correr riesgos.

¡Cuánto pesa una pluma!

¡Cuánto tiempo para decir dos míseras palabras!

Pero así es la cosa y ha de devolverse a cada uno lo que le corresponde. Ni es mi pluma ni son mis palabras, sino que es su libertad de elegir y es su afecto. Debo, pues, vigilar, cuidar de que llegue a donde debe y que recobre lo que es suyo por derecho.

«De frente, siempre de frente», me decía entonces, cuando aquello del orfanato. De frente, pues, ha de ser. Siempre cumplió y fue de frente, no comprendió nunca que a veces al enemigo hay que bordearlo. Pero, en fin, así fue y así es, veremos si ahora sigue siéndolo. Lo conozco casi todo sobre él, pero acaso haya algo que ignoro. Sé de sus cuentas, de sus gustos, de sus hábitos; pero quizá haya algo más allá dentro, allá lejos o allá en la nada que le haya cambiado, que no sea como supongo.

Al fin y al cabo, él me enseñó a soñar entretanto se va de frente. Para él, entonces, cuando éramos lo que no somos, todo era cuestión de elegir, de fijarse una meta y hacer una realidad más cómoda y justa, siquiera fuera en el entorno que le circundaba. Solía decirme, cuando me tomó bajo su protección o en su amistad, que el mundo empezaba justo al lado y que, si se agitaba el aire para conseguir un sueño, la ola se iría haciendo grande en el estanque del mundo hasta que el sueño mismo se materializara.

Sí; él me enseñó a volar desde la tierra, a mirar a lo alto. Fue entonces cuando lo de la pluma, cuando el viento trajo ese testimonio celeste o aéreo que corroboraba lo acertado de sus afirmaciones. Me enseñó a soñar de misma manera que la vida me forzó a olvidarlo.

¿O lo hice yo?

Lo de ser policía ya le venía de antes, de mucho antes. Solía decirme que si se limpiara la sociedad de tipos malos, ni habría tanta maldad ni casos como los nuestros. Pero los hubo y los habrá en tanto el hombre camine sobre el suelo. ¿Habrá comprendido lo inútil de sus sueños? No lo sé; nadie sabe sino él si habrá servido de algo capturar uno, dos o mil ladrones; uno, dos o mil criminales; uno, dos o mil bárbaros. Tal vez no lo entienda nunca —los soñadores jamás suelen apartarse mucho de sus sueños—, o tal vez ya haya comprendido que no es el individuo, sino la naturaleza del individuo y las condiciones en las que crece las que construyen y desarrollan al ladrón, al criminal o al bárbaro. De bien poco vale poner baldes bajo las goteras mientras no se repare el tejado. No es a la persona, sino lo que la persona vive lo que debiera ser perseguido, juzgado y condenado. No es al criminal al que hay que condenar, no; sino lo que le hizo al criminal.

Cada cual entiende lo que le toca cuando le llega la hora, y a él ya le está llegando. Lo más peligroso de lo que ha perseguido, lo que verdaderamente engendró todo ese mal que él quiso meter entre rejas, es precisamente este instinto que empuja a sobrevivir incluso a esta hora de todos. Hay probabilidades de que los dioses, por tener más recursos que los hombres comunes y corrientes, consigan perpetuarse. Si lo consiguieran, si pereciera el orden, la sociedad, el mundo que ahora se sostiene en estas sus últimas horas, y ellos sobrevivieran, dentro de uno o de diez años volverían a la superficie para comenzar una nueva etapa, pero no sería sino un capítulo repetido, una nueva versión de más de lo mismo.

Nunca me molestó que Toni soñara, sino que me empujara a hacerlo. Me enseñó a creer en imposibles, a esperar lo que no debería esperarse nunca porque evita que se pise el suelo y tropecemos. Eso no estuvo bien, nada bien. Por comparación con lo ideal, no importa cómo sea uno de bueno, siempre pierde, y ser perdedor es una condena. Es mejor mirar al suelo, como las bestias, pensar en el herraje, en lo que nutre y sostiene. Soñar enferma. Pero él soñó y me hizo soñar no por la fuerza, sino por su entusiasmo.

Aquella pluma se convirtió en un símbolo.

«¿Ves?», me dijo, «el mismo Dios nos envía una señal.» ¡Una señal! Quien se quiere engañar no precisa a Dios, le basta con una pluma y la convierte en verbo, en afirmación divina.

Nos gustaron las armas: a él, como opción para vencer a los malos; a mí, para protegerme de esos mismos o para ser quien evitara que sobre mi cuello cayera la cuchilla. Nos gustó la patria: a él, como punto de apoyo de un sueño por donde comenzar a limpiar las malas hierbas; a mí, como madre sustituta de ese hermano que creía que podrían crecer flores en el infierno y me intoxicaba con su poesía. Y nos gustó la vida: a él, porque conoció el amor de hombre en una muchacha lozana y bella; y a mí, porque a partir de aquel momento tuve una razón para latir: combatirla.

Él, ya lo he dicho, se hizo socio de la vida y yo de la muerte, tal y como decían algunas canciones de aquellos años milicianos. Yo era ya el novio de la muerte de los otros; pero al final, los dos arribaremos al mismo lugar en la misma hora, y hasta es posible que lo habitemos juntos, que juntos crucemos el umbral de lo eterno y que me diga él a mí o yo a él si hay Dios o no lo hay, si hay justicia o no la hay, o si ha tenido o no autor este despropósito que concluye con esta fanfarria de mundos que se estremecen y de astros que colisionan.

A esta hora, estoy seguro, ya conoce la verdad que se cierne sobre nuestro futuro sin porvenir, sobre nuestro presente sin futuro y sobre nuestro futuro sin ayer. Ya sabrá por qué he esperado a que Nibiru estuviera sobre el Ojo de Dios y por qué ahora, y no en otro momento, quise que conociera este secreto que pronto será público. Nibiru: la lágrima de Dios. Al menos, espero que en este estúpido verso de esta absurda poesía de la vida sepa encontrar mi amigo el jicarazo de una broma pesada como la misma suerte que nos ha tocado vivir.

Dios, cerrará su cuento con una lágrima atroz, negra, cadavérica.

La diferencia entre los cuentos literarios y los reales es que los que implican carne y hueso siempre terminan mal. Las letras tienen la piedad que de la que carecen la vida y la muerte, tal vez porque también son sueños. Los dioses que nos rigieron y gobernaron no tienen nada que ver con ese Dios de bondad que dibujan los credos, no entienden de misericordia ni saben lo que es clemencia, a no ser que les concierna.

Si Toni ha sido capaz de saber lo que se viene encima quizá ya haya comprendido todo esto, especialmente ahora que se sabe solo sobre el mundo, que la vida le ha quitado a las mujeres que le sostenían. Sin duda ya se sabe solo, tal vez perdido y sin objeto, y esté preparado para recibir mi regalo. Acaso ahora que nada puede perder, sino el dolor, me comprenda y sea libre. También yo me liberé el mismo día que supe que el pánico me abrazaba, que el fin era cierto e inflexible y que tenía una cita con el destino, con él, conmigo y con el Dios que existe o no existe.

¿Desmayará su ánimo el golpe recibido? Tal vez se desmorone, tal vez se quiera quitar la vida. No tiene arma, porque la suya la dejé junto al cadáver de ese juez corrupto que condenaba con mano de hierro a inocentes para ascender en su carrera. La dejé allí para cerrarle la puerta del pasado, para impedirle el regreso a una vida que ya no podía sostener el tictac de su tiempo; pero hay muchas maneras de presentar la renuncia y decirle a Dios: «Para esto no me vale: te la devuelvo.» Nada de lo que he hecho, si Toni tomara ese camino, tendría objeto, ni serviría de nada la apoteosis que he preparado como un dios menudo y metódico de la muerte.

Desconstruir siempre se me dio bien, pero únicamente seré un dios menudo incluso de eso si tengo un testigo que presencie mi obra magna, si alguien da fe de que devuelvo un vuelo y pronuncio dos palabras.

No me fío.

Tal vez su fortaleza se derrumbe y sea capaz de una tontería. Cuando la vida falla, cuando el dolor llega —lo sé muy bien— siempre es preciso apoyarse en algo que nos sostenga, que algo o alguien soporte nuestra verticalidad, tal vez, ya que no su exmujer o su hija, una amante que no tiene o yo mismo, un amigo, su amigo, el amigo mejor y más fiel que ha tenido, porque ha sido el único que no le ha olvidado, el único que le ha rezado durante toda su vida y el único que debe estar presente cuando su aliento se extinga.

Uno traza un plan perfecto, pero siempre tiene alguna tara que se ocupa de corregir el destino. No hay más remedio que apoyarle, que socorrerle en esta hora trágica. Sé que debe saber ya lo de la broma del Ojo de Dios, y debo asegurarme de que sepa también lo demás para que pueda elegir lo que quiere. La última parte de lo que le pedí no es fácil de encontrar aunque esté en todas partes. Tal vez le falten habilidades para eso. No conviene olvidar que siempre ha sido un policía que persiguiendo a los malos echó de su lado a los buenos, y los policías —ya se ve— no son listos. Creyendo que limpian el mundo, espulgan de adversarios el camino de los perversos. Así de raro es este mundo que muere, y así de raro será el que nazca si sobrevive alguno de ellos, o si, al menos, no sobrevive también algún policía bueno que los persiga, aunque no suceda otra cosa que repetirse la historia.

Hoy, tal vez mañana, pasado como mucho, Nibiru será visible por todos.

Alguien, en algún lado, difundirá la noticia, será creído y todos los hombres vivos mirarán a la vez, por primera vez en la historia, al cielo.

Las verdad siempre vienen de lo más alto.

El fin que todos anhelaran estará sobrevolando sus cabezas al mismo tiempo que la desesperación hará presa en cada alma y en cada corazón dejará una indeleble huella. La hora se acaba, y los días que están por venir serán memorables, tanto que nadie debería perdérselos, porque será la hora del balance colectivo y cada cual se mostrará como lo que es, quizá por única vez en su vida.

Dioses, profecías y leyendas tienen una cita muy próxima.

Desde lo más antiguo se han venido pregonando desde las cuatro esquinas de la tierra, y los caminos han ido confluyendo a este siete como esa estrella que los elegidos llevan ya sobre su pecho: Apolión. Está tan próxima su irrupción que ya el abismo se estremece.

El dios, mi dios, los dioses, eligió su rebaño y lo ha ido marcando con su sello, adiestrándolo pacientemente para alimentarse de él si la necesidad llega.

Ningún dios es dios sin un rebaño que lo adore y lo alimente.

Los ciento cuarenta y cuatro mil marcados, deben también dormir el sueño eterno.

El Dios de los dioses, el verdadero, si es que existe, ha de poder comenzar de nuevo.