Aquel que cada día desea llegar más alto, debe considerar que un día le invadirá el vértigo.
Milan Kundera
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Amanecía cuando dos hombres derribaron la puerta de la habitación, irrumpiendo en ella armados; pero en el mismo instante en que Melisa y yo quedamos paralizados por la sorpresa, se oyeron varios golpes secos, como de botellas de vino espumoso que se descorcharan, y los dos hombres se desplomaron inanes como muñecos, cada uno de ellos con un orificio en la cabeza.
Fuimos incapaces de reaccionar en los momentos siguientes, lo mismo que de apartar nuestras dilatadas pupilas de aquellos dos cadáveres. El tiempo pareció haberse detenido y conquistar el mundo el silencio, con la única excepción de la televisión que continuaba lanzando imágenes estremecedoras de las catástrofes que estaban asolando medio mundo.
Paul apareció en la puerta y, pasando sobre los cuerpos de los hombres con gélida indiferencia, con su pistola aún rebufando nos encañonó. Su rostro permanecía tan imperturbable como lo recordaba y sus ojos tan glaciares como entonces, no dando la impresión de que situaciones como esas fueran capaces de empañar su ánimo.
Luego de un instante, cuando acaso no esperáramos de él otra cosa que una muerte rápida, apartando su arma de la línea de tiro, dijo:
—Si preferís quedaros, adelante; pero yo que vosotros no lo haría. Seguro que hay más.
Melisa se encontraba petrificada por el pánico y a mí mismo me costó reaccionar.
—¡Vamos, vamos, moveos! Toni, coge una de las armas de estos y sígueme.
Ni siquiera traté de comprender qué estaba sucediendo por más que fuera evidente, aunque teniendo por cierto, cuando escuché estas palabras, que Paul no pretendía darnos muerte, sino, curiosamente, lo contrario, protegernos. Inmediatamente, como escapando del estupor que me había bloqueado momentáneamente, mi instinto tomó el control de mis actos.
Obedecí, claro; pero no tomé una de las pistolas de los tipos a los que había dado muerte Paul, sino las dos, e inmediatamente le encañoné. Él, con una frialdad que helaría las llamas en su algidez, me miró como si mi actitud fuera la más natural del mundo; luego, inclinó la cabeza como invitándome a que le disparara, esperó teatralmente unos instantes y, encogiéndose de hombros, volvió a levantar su cabeza, clavó en mí sus ojos de tiburón y me dijo:
—Pues no te veo como muy asesino, Toni, ¿por qué será?
Sentí rabia por su cinismo. Dudé entre detenerle y dispararle; pero él, sin borrar su sardónica sonrisa, esperó impasible a que desistiera de mi actitud, y, en vista de que no me determinaba a hacerlo, levantó su arma, me apuntó a su vez a la cabeza, amartilló el percutor y me retó:
—¡Vale!, veamos quién dispara primero.
Era obvio que no deseaba hacerlo. Su acreditada sangre fría me hizo comprender que si hubiera querido matarnos hacía rato que ya seríamos cadáveres. Lentamente, a medida que recobraba el dominio sobre mis emociones, inferí que Paul nos había librado de una muerte cierta abatiendo a aquellos dos hombres, presumiblemente de Apollyon.
—Puedo dar un sentido a todo esto —dijo Paul sin bajar su arma. Y añadió—: A mí me quedan cosas por hacer y te necesito; a ti, te queda comprender y elegir.
—¿Sobre qué tengo que elegir? —le interrogué furioso, sin decidirme a arrestarlo.
—Sobre la vida, supongo —replicó, encogiéndose de hombros al tiempo que relajaba su brazo y bajaba su arma.
Me irritaba su proceso mental, su manera de expresarse y su arrogancia de gánster. También bajé mi arma y me quedé mirándole. Trataba de comprender qué estaba sucediendo y de ubicarme, porque me encontraba algo perdido no solamente por aquella violencia fatal a la que, policía o no, no estaba acostumbrado, sino porque no lograba aún apartar de mi mente a mi exmujer y a mi hija, ni a las noticias que en las últimas horas habían sembrado en mi alma un caos tan enorme como el que se estaba celebrando en el mismo planeta.
No obstante, ante lo ineludible de los hechos traté de centrarme.
Bajé mis ojos a los cadáveres, los cuales estaban inundando el piso de sangre, y me agaché para inspeccionarlos. Giré uno de los cuerpos, desabotoné su camisa y pude ver el tatuaje de Apollyon. Luego, me incorporé y vi que Paul también se había desabrochado su camisa, mostrándome el mismo sello y en el mismo emplazamiento que lo tenían los dos cuerpos que estaban sobre la alfombra y el que tenía el hombre que maté unos días antes.
—Fuimos compañeros —me aclaró telegráficamente.
Tal cual me dijo en su momento Paul, los sicarios de Apollyon me usaban de cebo para capturarle, y ahora que ya no les servía tenían orden de terminar conmigo. Sus técnicas de seguimiento y localización me parecieron prodigiosas, porque ni siquiera había usado el teléfono portátil que Paul me dejó cuando me abandonó en la autopista, y era seguro que no habían podido seguirnos hasta allí o de otra forma ya hubieran terminado conmigo.
Cómo habían podido localizarme era algo que no podía entender, exculpándome al menos en parte por el choque emocional que todavía me embargaba; pero era obvio que no solamente supieron que estábamos en El Escorial, sino que también conocían exactamente en qué hotel y en qué habitación.
—Lo mejor, ya que no te decides a matarme o detenerme ahora que puedes, es que salgamos ya —propuso Paul—. Apollyon nunca envía a un solo equipo para hacer un trabajo, especialmente si este es de alto riesgo, y yo lo soy. Seguramente habrá al menos dos equipos más en los alrededores, y no han venido para regresar con su misión a medias. Cada segundo de más que permanezcamos aquí nos pone las cosas más difíciles.
Sabía que le necesitábamos si queríamos escapar vivos. Los sucesos hacían extraños compañeros de camino, reuniendo ahora en el mismo grupo al criminal y al policía. Asentí con la cabeza y, volviéndome a Melisa, le tendí la mano.
—Antes, sin embargo —me detuvo Paul cuando ya estábamos listos para ponernos en marcha—, quisiera darte una regla de oro en este juego: no hay reglas. Si te tiembla el pulso, estás muerto. Así de fácil, así de rápido. Y tú, nena, que Toni te dé una de esas armas, que son muchas para él, y a ver cómo apuntas y adónde disparas, no vayas a equivocarte de quiénes son el enemigo.
Melisa, que casi temblaba aún de miedo, se limitó a negar con su cabeza de una manera casi histérica. Cuanto le pedía Paul no era algo que ni de lejos se sentía capaz de hacer, y se me hizo necesario confortarla con un abrazo y unas palabras de ánimo que la infundieran cierta seguridad que ni siquiera yo tenía. Me guardé en mi cartuchera vacía una de las armas, la tomé por el brazo y, después de pedirle que no se despegara de mi espalda sucediere lo que sucediese, salimos de la habitación detrás de Paul y embocamos por pasillo hacia la escalera.
Salvo nuestro peculiar protector, ninguno estábamos habituados a algo parecido: Melisa, porque nada había más lejos de su experiencia; y yo, porque todo lo más y salvo la vez en que un par de días atrás abatí al agente de Apollyon, había tenido en una o dos ocasiones un rifirrafe en los que fue preciso desenfundar mi pistola y exclusivamente como medida de intimidación. El mundo se tambaleaba, nada de lo que sabíamos o creíamos parecería tener ya validez alguna o que alguna vez pudiera recobrarse la cordura de una normalidad que ya podía considerarse extinta.
Como si estuviera jugando, Paul se detuvo en la esquina del pasillo que daba a la escalera, se volvió a mí y, casi susurrando, me dijo:
—Son muy previsibles. Habrá uno un piso más arriba y dos un piso más abajo. No os detengáis por ninguna causa y seguidme. No dudes en disparar si es necesario. Recuérdalo: si te tiembla el pulso, estáis muertos.
Su aplomo era sobrecogedor.
Apenas doblamos la esquina comenzaron a silbar las balas, primero desde el piso bajo, pero enseguida también desde el superior. A un buen ritmo, sin agacharse mínimamente siquiera, Paul descendió por las escaleras disparando sin cesar, abriéndonos el paso, entretanto por mi parte hice otro tanto, cubriendo nuestra retaguardia. Casi llegando al descansillo de la entreplanta me quedé sin munición en ninguna de las dos armas que tenía y, cuando el percutor advirtió con su «clic» de este extremo, uno de los pistoleros me tomó en su punto de mira.
Impotente, me entregué a mi suerte, sin ocurrírseme otra cosa que interponerme entre mi ejecutor y Melisa, cubriéndola con mi espalda; pero en aquel momento en que ya daba por perdida mi vida, un disparo abatió al hombre de Apollyon.
Paul, habiendo acabado ya con quienes estaban más abajo, se giró sobre sí cuando escuchó el percutor en vacío de mi pistola, y con la mayor eficacia me libró de ser una víctima más de aquella batalla.
—Me debes una, Toni —dijo sonriendo. Y añadió—: Hazte con los cargadores de esos tipos enseguida.
Llegamos al vestíbulo no solo vivos, sino envueltos en un ensordecedor silencio. Tres cadáveres habían quedado en la escalera y tres más había en el vestíbulo, el del recepcionista y los de dos hombres que nunca sabré si eran clientes o si miembros de Apollyon, porque no vi armas a su alrededor. Curiosamente, y sin que ni yo mismo pudiera sospecharlo, si antes de comenzar la refriega sentía cierta ansiedad parecida al miedo, nada de todo ello hubo durante el tiroteo. Muy por el contrario, durante todo el episodio únicamente experimenté seguridad, acaso porque la concentración que exigía la supervivencia acalló por completo cualquier otra sensación, no sé bien si liberando la rabia contenida por la muerte de mi exmujer y mi hija o si porque la vida ya no me ofrecía ninguna expectativa deseable. Contra todo pronóstico no me perturbó el silbido de las balas, ni siquiera los gritos aterrados de Melisa. Diría, si no fuera exagerado, que disfruté por sentir tan cerca la muerte, y aun que percibí cierta excitación no solamente matando al hombre que abatí, sino también cuando me creí una víctima segura.
Quizá, no lo sé, secretamente deseaba reencontrarme con quienes siempre consideré mías, y hallarlas en un paraíso improbable a salvo de calamidades o librarme de lo que estaba por venir.
Ya estábamos fuera del hotel, pero lo mismo Paul siguió disparando sobre quien se ponía a su alcance. Una mujer, apenas salió de detrás del automóvil en el que estuvo agazapada, cayó abatida de un certero disparo:
—¿Apollyon? —le pregunté.
—Por si acaso —dijo encogiéndose de hombros.
Verdaderamente la vida ya no significaba nada. Todas las vidas ya tenían fecha de caducidad.
Se detuvo en el aparcamiento, mirando hacia todas las direcciones casi sin moverse. Esperé a su lado junto con Melisa, imitándole. Como un animal experimentado en la guerra, parecía capaz de oler el peligro o de percibir las percusiones del aire que emitieran sus enemigos, alertándole de una amenaza o tal vez del hedor que desprendía el miedo de alguno de sus adversarios. Hizo una mueca con la mano como pidiendo que nos agacháramos entre los automóviles que estaban aparcados, cerró los ojos, giró su cabeza suavemente, enfocó una dirección, elevó su nariz y, levantando su brazo armado como una centella, hizo dos disparos y cayó al punto un hombre desde una esquina medio oculta por una tupida red de hiedra; apenas le había abatido a este, hizo lo mismo en la dirección opuesta, y oímos un quejido sordo, gutural, y después, silencio.
Un silencio como de cementerio.
—Despejado —dijo.
Nos incorporamos Melisa y yo de entre los coches, y nos dirigimos los tres al automóvil de Paul.
El tiroteo había elevado a lo imposible mis niveles de adrenalina.
En absoluto me había olvidado de mi tragedia personal, pero el mero hecho de haber podido desahogar mi impotencia ante tan doloroso acontecimiento me hizo sentirme capaz de cualquier cosa, incluso de morir sin queja. Focalizar mi dolor y frustración contra Apollyon resultó ser todo un alivio. Ni siquiera cuando Paul mató tan mecánicamente a aquella mujer frente al hotel lo consideré un asesinato, sino la cosa más natural del mundo, habida cuenta de cómo estaban las cosas. Hasta podría decir que lamentaba que no quedaran más adversarios con los que medirme, acaso sin percibir todavía que en mí interior se estaba despertado una fiera que ya no creía en nada ni en nadie, ni aun en la vida. Perder definitivamente a quienes, aunque en la distancia y con escasos o ningún contacto, me mantuvieron vivo, había producido aquella mutación salvaje.
—No estuvo mal para un simple poli, Toni —me dijo Paul mientras abría el maletero de su automóvil y yo, remplazando la munición de mis armas, me mantenía alerta—. ¿Te apetece algo de esto?
En el maletero había numerosas armas de diferentes clases, así cortas como de alta precisión, todas ellas de última generación, además de algunas otras que, pareciéndose ligeramente a las convencionales pero sin tener nada que ver con ellas, no tenía ni idea de cuál podría ser su utilidad o cómo se manejarían.
—De momento me arreglo con esto.
Paul tomó una especie de portafolios, cerró el maletero y entramos todos en el automóvil. No había duda de que aquel hombre y yo podíamos formar un equipo más o menos integrado. Tal vez fuera así debido a mi novísima condición de proscrito o porque ya estuviera absolutamente convencido de que todos estábamos condenados sin remisión, o quizá a que una parte de mí tratara todavía de satisfacer la causa por la que mi vida había experimentado un cambio tan radical y conocer hasta sus últimos extremos quién era aquel tipo, por qué me había elegido y cuál era su último propósito. No lo sé. Quizá hubiera un poco de cada cosa en distintas proporciones, formando el conjunto un cóctel que se me antojaba tan amargo como inquietante. Tenía necesidad de saberlo todo, y nada más que esperaba el momento adecuado para satisfacerla, ya vería si porque él se me abría motu propio o si porque le obligaba a ello.
Melisa, que hasta ese momento únicamente había sido capaz de manifestar un espanto que la hizo temblar como una hoja en el vendaval, fue poco a poco serenándose.
Ya en el automóvil se atrevió a comentar sus sensaciones, pasando por alto la matanza acaecida, y esto nos sorprendió sobremanera tanto a mi compañero circunstancial como a mí. Ambos nos miramos, y tal vez lo achacamos a la histeria que la había dominado.
Paul, cambió de tema.
—Puede ser que no tarde en venir la policía o quién sabe si otro equipo de Apollyon. Ten el pulso fijo y no discrimines: dispara a quien sea —me aleccionó—. Si fueran quienes pretenden eliminarnos, que reciban lo suyo; si fueran ciudadanos, alíviales de su sufrimiento.
Barbaridad semejante, apenas unas horas antes, me hubiera parecido un crimen, una razón sobrada para detener a quien la hubiera pronunciado; no obstante, los hechos habían variado para siempre mi forma de entender la vida y, ya fuera por saber que el tiempo se agotaba, ya porque yo también me estaba transformando en una bestia glacial como mi maestro, lo entendí como la única opción razonable.
Aún estacionados junto al hotel, Paul puso sobre sus piernas el portafolios, lo abrió y pulsó el botón de encendido de lo que parecía ser un equipo electrónico portátil. Luego, se giró sobre el asiento lo suficiente como para encararme, me explicó cuáles eran las siguientes acciones que pretendía llevar a cabo y, en cierta forma, me dio un cursillo acelerado de sus técnicas y de las del adversario.
—Esto —dijo al tiempo que manipulaba algunos botones que rodeaban una pantalla en la que varias líneas de colores se ondulaban como serpientes que se abrasaran— nos permitirá pasar desapercibidos para los satélites. Es una pantalla de invisibilidad, algo así como un inhibidor, aunque mucho más sofisticado. Los sistemas de batida y reconocimiento de Apollyon son diversos y muy avanzados, y se pueden servir lo mismo de la red de cámaras públicas y privadas que de satélites militares de alta precisión especializados en rastreo. Pero tenemos alguna ventaja: no iremos por carreteras monitorizadas y contamos con las contramedidas que desarrollaron los mismos ingenieros que idearon las medidas. ¿A que suena a cachondeo? Sin embargo, así es la cosa, hijo: los que crean el juguete ingenian lo que lo rompe. Como la misma sociedad de consumo, vaya. ¡Qué mundo!
Rio su propio chiste como si tuviera alguna gracia. Era un hombre extraño, con un absurdo y retorcido sentido del humor.
Al fin, se puso en marcha.
Durante largo rato, a la vez que nos movíamos tortuosamente por las pedestres carreteras secundarias que desde El Escorial escalaban el monte Abantos buscando una llegada secundaria hacia Guadarrama, continuó dándonos algunas instrucciones que nos facilitaran seguir con vida y no ser detectados en el caso de que en algún momento nos separáramos hasta que él nos encontrara, que lo haría. Que nunca debíamos mirar hacia arriba, que jamás camináramos por la calle con la cabeza alta o que tratáramos de pasar desapercibidos fueron algunas de sus recomendaciones, las cuales me parecieron demasiado exageradas.
Así lo manifesté, pero él me lo refutó con su habitual sarcasmo.
Me puso al corriente de que los sistemas de Apollyon podían identificar un rostro concreto entre millones en cualquier parte del mundo y en microsegundos, usando para ello sus programas de reconocimiento facial y las cámaras públicas o las de cualquier comercio; que controlaban, por sistemas automáticos ya implementados, todas las llamadas desde teléfonos fijos o móviles, pudiendo discriminar un timbre de voz específico o decodificar en nanosegundos un mensaje encriptado; que Internet era su invento y que estaba ideado para perfilar psicológicamente a cada usuario y aún para definir su estado de ánimo por la vigorosidad con que movía el ratón o la presión que aplicaba al teclado cuando escribía; que controlaba el quehacer cotidiano de todos los ciudadanos desde hacía mucho tiempo, tanto por los correos electrónicos como por el uso de las tarjetas de crédito, siendo capaz incluso de ubicar geográficamente en cada instante a cualquiera, tanto las emisiones pulsantes de su teléfono móvil como por los chips de sus carnés; y que hasta podía saber cuánto dinero llevaba encima o guardaba en su casa una persona gracias a las cintas magnéticas que tenían insertadas el papel moneda. Los gobiernos, aseguraba Paul, no eran más que delegados de Apollyon con cierta autonomía regional: ni pinchaban ni cortaban, solo obedecían.
—¿Por qué todo eso? —investigué.
—¿Qué dios puede ser dios sin adoradores? —me respondió a la gallega—. Poder, Toni: poder sobre todo y sobre todos. En realidad, aunque os creáis libres, no sois más que esclavos que bregan a tiempo completo para el dios: pagarle por vivir en una casa, pagarle por respirar, pagarle por comer, pagarle por joder. Las abejitas de una colmena, ya sabes, en la que todos trabajan para la reinona. ¿Quién de vosotros es libre de verdad? ¿Conociste a alguno? Al que se desmadra o se sale de las reglas, se le desacredita o se lo accidenta. Los partidos políticos, los periódicos, tú mismo como policía y todo eso, son los controles; y, por supuesto, si todo falla, está el mecanismo de seguridad de los ejércitos. Todos ellos son brazos de la misma medusa. Habéis sido presos de un sueño inventado por los carceleros.
Si a veces tenía la impresión de ser un poco paranoico, al escuchar a Paul me daba la impresión de tener nada más que tos ante un tuberculoso. Sin embargo, hablaba con una seguridad tal que no podía sino dársele crédito.
Con todo, lo que estaba haciendo en realidad, más que ilustrarme, era dar vueltas para llegar al meollo de lo que me interesaba, su relación conmigo, y pensé que ya era el momento de lidiar ese toro.
—¿Por qué todos esos asesinatos?
—¿Me hubieras creído de otro modo? —me devolvió la pregunta. Y se explicó—: Si un día hubiera tocado tu puerta y te hubiera dicho «Mira, Toni, que el mundo se acaba y las ratas se van a poner a salvo», ¿me hubieras creído? No, claro; incluso es posible que dijeras algo así como «¿Y a mí qué me importa?» Además, considera que una vez que abandoné a Apollyon tenía tras de mí al ejército más secreto y poderoso del mundo. Apenas sabes nada de ellos, aunque me da la impresión de que estás empezando a conocerlos.
Miró como de reojo, y hasta tuve la impresión de que sopesaba si su explicación había sido lo bastante esclarecedora, y, encogiéndose de hombros, la completó:
—No temas, Toni, todo esto no es más que un juego. De estrategia si quieres, pero un juego. Mira, cualquier cosa que veas a tu alrededor ya está muerta. Ellos lo ignoran, pero están muertos igualmente. Ya no se puede matar más que a cadáveres, y precisamente esos con los que te iba marcando el camino merecían no solamente ese fin, sino otro todavía más duro. Ninguno de ellos, ninguno, valía la mierda que cagaba. Con perdón, señora.
Y se rio por la finura. Su cinismo me exasperaba, y ya lo de la familiaridad esa tan suya que se tomaba conmigo, me sacaba de quicio.
—O dejas de llamarme Toni, o entre tú y yo va a haber más que palabras —le amenacé—. Ni nunca hemos comido en el mismo plato, ni tengo nada que ver contigo más allá de estas circunstancias. Si llegara a poder arreglarse mi situación y las cosas volvieran a ser como antes, no dudes que te detendría con el mayor placer.
—¡Joder, qué miedo! ¿Y qué vas a hacerme, Toni? Lo digo para ir temblando y ganar tiempo, por si luego no tuviera ocasión de tiritarlo todo. ¡Toni!, ¡Toni!, ¡Toooooni!
Cantaba mi nombre en un claro desafío, dejando bien patente que dependía de él, que él tenía los mandos de la situación y que en realidad me estaba haciendo un favor. No; no me consideraba su igual, y mucho menos su compañero. Estaba furioso, y me enervaban su desprecio y sus ínfulas de superioridad, forzándome a sopesar el sacar un arma y volarle la cabeza. Después de todo, el mundo se terminaba y los dos ya estábamos muertos.
De hecho, lo hice; pero, sin dejar de conducir por la tortuosa carretera de alta montaña, con la mano derecha me dio un golpe en el brazo que me desarmó, me golpeó con el canto de la misma mano el pecho, bajó el puño violentamente a los testículos y subió el dorso de la mano hasta mi rostro, estampándola contra mi nariz, la cual comenzó a sangrar profusamente.
Luego, con pasmosa indiferencia abrió la guantera, sacó una caja de pañuelos de papel, me la puso entre las piernas, y me dijo:
—¡Pero qué pedazo de gilipollas eres, Toni! De veras que en la policía os seleccionan por idiotas y por memos: no valéis para nada si no vais cien contra uno, y siempre que ese uno esté desarmado, claro. Pero ¡joder!, ¿todavía no sabes quién soy?
Miré a Melisa por el retrovisor. Estaba alarmada, pero, al mismo tiempo, con cierto dominio de sí misma. Parecía sentirse segura, aun con esa violencia manifiesta entre nosotros, cual si fuera un poco para ella como presenciar desafíos adolescentes o estuviera convencida de que, nos dijéramos lo que fuera, nunca llegaría a ser fatal.
—¿Quién demonios eres?
—¡Ah, no, amiguito! Eso debes descubrirlo por ti mismo.
—¿Nos conocemos?
—¡Por supuesto, tonto de los cojones!
Si le conocía, ¿quién era? Su rostro, desde luego, me resultaba vagamente familiar, especialmente ahora que podía contemplarlo a la luz del día y sin ninguna prótesis plástica que deformara sus rasgos; pero, por más que forzaba mi memoria, no era capaz de conciliarlo con nadie, ni siquiera entre aquellos que había detenido a lo largo de mi carrera. Nunca habría olvidado a alguien así.
—No conozco más criminales que los meto entre rejas —repliqué furioso.
Paul rio con ganas, carcajeándose durante largo rato. Luego, casi con lágrimas en los ojos, me miró como de refilón y me dijo:
—¡Ya lo creo que sí! Es más, conoces a casi todos los hijoputas de Madrid. A montones de ellos, por lo menos.
Justo entonces fue cuando la luz irruyó en mi entendimiento, viéndome rodeado durante un instante por todos los hijos despreciados de Madrid encerrados en aquel olvidado orfanato de mi infancia.
—¿Pablo? —me atreví a preguntar instantes después, no sin cierto pánico a que respondiera afirmativamente.
—¡Plas, plas, plas!: ¡respuesta correcta! El señor se ha ganado el premio gordo: ¡una zanahoria para el asno! ¡Pues claro que soy Pablo, gilipollas, ¿qué otro habría querido salvarte de toda esta mierda?!
Mi vida en común con aquel lejano compañero del orfanato y del Ejército, con aquel testigo fijo de mi infancia, adolescencia y juventud, pasó ante mí como un tren de alta velocidad sin frenos. Las imágenes se sucedían vertiginosas, forzándome sin quererlo a dibujar una sonrisa espléndida que me afincaba entre el recuerdo y la felicidad.
—¡Pablo! —repetí entre alborozado y sorprendido, olvidando por completo los enfrentamientos precedentes.
—Bueno, la vida da muchas vueltas; pero aquí me tienes. Supongo que esto te aclarará muchas de tus dudas.
Melisa, intrigada por el cambio, preguntó si nos conocíamos, y yo, exultante por el rencuentro con el apreciado amigo que quedó en las riberas del olvido cuando conociera a la que fuera mi esposa, le referí a grandes rasgos de dónde y cuándo le conocía, sin omitir algunos pasajes o anécdotas de esas que los amigos viven un día y las ahorran para siempre.
Ella, no confusa, sino picada por la curiosidad, se atrevió a hacer algunas preguntas.
—¿Y viniste para salvarlo en esta hora?
—No, nena —negó Pablo—. De esta hora no se salva ni Dios: a prevenirlo, en todo caso, y a darle lo que es suyo.
¡Qué hermosa fidelidad, dentro de tanta tragedia! ¿Cuántos años hacía?: ¿treinta y cinco, treinta y seis? Y allí estaba. Había llegado la hora suprema, la última, y regresaba junto a mí para dar punto final a su vida como cuando la empezara: juntos. Su rostro era hosco, frío, desagradable, en todo distinto a aquel otro que guardaba en mi memoria. Inferí qué terribles sufrimientos se habrían dado en su vida y en su alma para que lo más horrible marcara en él su estigma tenebroso.
—¿Qué hiciste durante todos estos años?
—Matar gente por aquí y por allí, como tú —admitió con el mayor cinismo—, aunque quizá alguno que otro más.
Sacudí la cabeza, no sé si negando, lamentando o simplemente dando por bueno que cada criatura hace el viaje de la vida por un camino distinto, aunque en ciertos tramos el sendero coincida con el de otros.
Pablo consideró necesario extenderse, y nos contó a grandes rasgos y sin detalles cómo dio en Dark Side, sus años de soldado de fortuna y cómo arribó en Apollyon; luego, sin detenerse entró en cómo sirvió a su dios y cómo su dios ordenaba poner en marcha muchos relojes marcando el tictac del progreso; lo de la operación Finis Initium y de lo que él consideró el inicio de la Tercera Guerra Mundial cuando en realidad era la del fin del mundo; de cómo supo lo de Nibiru; de cómo almacenó datos y medios para volver; y de por qué me eligió para esta hora, aunque no desveló su propósito último.
—¡Elegir! —dijo al final de su discurso—. En elegir está la clave. ¿Sabes, nena? Tu amigo Toni es el mayor soñador que vieron los siglos, el que jamás pisaba el suelo, sino, como don Quijote, para luchar contra molinos. Siempre supo elegir y siempre me dijo que en elegir está la clave de todo en la vida: aquí es donde está el quid de la cuestión.
Bueno, Pablo sería lo que fuera, pero era mi amigo. Un amigo lo bastante bueno y lo bastante fiel como para, a pesar de que su vida la viviera de forma tan abominable, pensar en mí en su última hora, poniéndome al tanto de la que se venía encima. Lástima que no fui lo suficiente inteligente como para descubrir antes su propósito, porque tal vez si lo hubiera hecho mi exmujer y mi hija estarían vivas. Le escuchaba hablar, pero, por algún extraño proceso, su voz me sonaba desde una infinita distancia, la misma desde la que llegaba hasta mí la presencia de mis mujeres queridas, mis niñas.
—¡Joder! —exclamó Pablo, al tiempo que dio un volantazo y apretó a fondo el acelerador, apurando al extremo la potencia del vehículo.
Un ruido ensordecedor nos forzó a Melisa y a mí a girar la cabeza hacia Madrid, al otro lado de la ladera por la que nos deslizábamos, no sabía hacia qué destino que tenía en mente Pablo. Un avión comercial, probablemente un Airbus300, coleaba en picado hacia la montaña rugiendo como un dragón herido de muerte. La tenebrosa sombra del aparato nos cubrió casi por completo, y un instante después reventó contra la falda de la montaña, elevándose una bola de fuego que pareció una burbuja del infierno. Nos salvó la loma que doblamos y la propia rugosidad del terreno de la onda térmica que asoló el pinar e incendió el aire.
No obstante, lejos de detenerse para comprobar si se podía prestar algún auxilio a los posibles supervivientes, condujo a la máxima velocidad que pudo, alejándose del lugar del impacto. Las copas de los árboles ardían como teas y el suelo mismo abrasaba.
A lo lejos, hacia Madrid, se vieron diez, doce, tal vez veinte columnas de humo denso y negro que indicaban el lugar de siniestros semejantes.
—Un pulso electromagnético —aseguró con rotundidad enorme Pablo.
Melisa estaba sobrecogida, asustada y temblando nuevamente. La enorme explosión zumbaba ensordeciendo aún nuestros oídos y el paisaje que nos rodeaba era verdaderamente dantesco.
—¿Qué es un pulso electromagnético y qué tiene que ver con esto? —curioseó Melisa, sin poder dominar por completo su pánico, casi balbuciendo.
—Nena, es una radiación capaz de detener cualquier cosa electrónica. Pudiera ser una bomba de pulso, que no lo creo, o una llamarada solar, que es lo más probable. En cualquier caso, todos los ordenadores de esta zona y no sabemos de qué otras, han dejado de funcionar. Están muertos ya y para siempre. Estamos sin cobertura: nuestro escudo es inútil. Si ha sido una llamarada, sin problema, porque ha frito también a los satélites; pero si ha sido una bomba de pulso, podemos ser descubiertos.
—¿Por qué querría alguien lanzar una bomba de pulso electromagnético? —le pregunté curioso.
—Tal vez porque Nibiru ya sea visible, y pudiera ser que quieran evitar que se propague la noticia, que cunda el caos. ¿Veis esas líneas blancas sobre el cielo, esas cuadrículas?
—Estelas de aviones —corroboré.
—No, Toni: control químico. Bueno, lo mismo vale para fumigarse un país que para inocular una enfermedad o hacer que la gente sonría aunque la estén despellejando. ¿No crees que con todo lo que está sucediendo la población debiera estar desesperada y temblando de miedo? Y a pesar de ello, ya lo ves, cada cual acepta como algo natural lo que sucede, las fábricas funcionan y hasta los hay que siguen yendo de putas. Eso es pan y fútbol, pero químico.
Pablo, como Virgilio un día guio a Dante por los círculos infernales, me descubría un orden radicalmente distinto al que había creído habitar, una sociedad manejada y organizada como un rebaño al servicio de un sistema que recaía, según nos iba desvelando, sobre unos pocos poderosos y selectos individuos. El sistema, o quienes lo manejaban, disponían los acontecimientos, preparaban las distracciones, llenaban los abrevaderos y se servían de él como los faraones utilizaron a los esclavos, aunque los látigos ahora fueran más socialmente aceptables.
Llegamos a un claro del bosque, y Pablo detuvo el automóvil.
Salimos de él, tomó unas cuantas armas y aparatos, cargó una especie de macuto con diversos objetos que nunca había visto y, con la mayor naturalidad, me dijo:
—Conozcamos lo profundo. Supongo que no llegaste a saber de qué se trataba, ¿no es cierto?
—Solamente a suponerlo —respondí.
Miré a mi alrededor, pero nada parecía haber por ninguna parte, salvo pinos y más pinos. Debíamos estar a medio camino de la cumbre del puerto de Los Leones. Hacia abajo solamente se adivinaba lo impenetrable del bosque, y un poco más arriba, entre los claros, las rocosas peladuras que cercaban la cima. Hacia el otro lado, sin embargo, hacia la inmensa llanura en la que asentaba el lejano Madrid, podían atisbarse muchas columnas de humo negro, sin duda producidas por los aviones que habían caído al fallarles de golpe todos los sistemas informáticos y electrónicos, deteniendo en seco sus motores. También detrás de nosotros, y extendiéndose, se podía ver la densa humareda del incendio que produjo el avión comercial que casi se precipitó sobre nuestro automóvil.
El mundo, sin duda, se desvanecía a marchas forzadas.
Caminamos campo a través, siempre yendo Pablo en avanzada unos pasos por delante. No tenía ni idea de hacia dónde nos conducía, pero por entonces ya no le consideraba mi adversario, ni siquiera un criminal al que persiguiera y procurara su detención.
Ahora que lo pienso, si aun detenerle me hubiera supuesto mi rehabilitación, seguramente hubiera elegido seguir siendo un proscrito. Sería por la muerte de mi exmujer y mi hija, sería por comenzar a saber que la hora final se acercaba inexorable, por mi cáncer terminal que estaba siendo minimizado por los acontecimientos o por saber que la sociedad a la que pertenecía no tenía nada que ver con la que creí defender y proteger durante más de treinta años de mi vida; pero Antonio había dejado de existir para conceder hueco de existencia a Toni, aunque al Toni que encarnaba ya no le quedara ningún sueño que poner bajo los cielos, a no ser como a la caja de Pandora, las migas de una vaga esperanza que ni siquiera sabía cuál era.
Se detuvo ante una regular construcción de hormigón con dos imponentes torres de ventilación. Nos pidió que esperáramos mientras revisaba los alrededores y, con cierto sigilo y empuñando su arma, me dejó el resto de su equipo y se alejó.
Melisa y yo nos sentamos en el suelo, decididos a esperar. Nada era ya capaz de sorprendernos. Ignorábamos qué hacíamos allí, probablemente junto a los sistemas de ventilación de los túneles de la autopista que atravesaban la cordillera de Guadarrama, pero sin duda él tenía un propósito como cada uno de sus actos hasta entonces lo había tenido. Tal vez allí tuviera un refugio donde almacenara material para perpetrar sus fechorías, o tal vez un espacio desde donde urdir sus pasos siguientes.
Veríamos.
En estos razonamientos estábamos cuando un golpe seco y un grito ahogado precedieron a la caída del cuerpo de un hombre cuesta abajo; luego, otro y otro. Melisa y yo nos habíamos puesto en prevención y nos protegíamos con el tronco del árbol contra el que un momento antes apoyábamos despreocupadamente nuestras espaldas.
—Despejado —dijo una voz a lo lejos, que enseguida identifiqué con la de Pablo.
Se aproximó hacia nosotros, riendo casi.
—Ya te dije que son muy previsibles. Al perdernos la pista, supieron que vendríamos aquí, y eso es bueno, muy bueno.
—Pero nos has utilizado como cebo.
—Naturalmente, aunque ya veis que las lombrices están a salvo. No temáis, ¡coño!, que enseguida se os arruga el ombligo.
—¿Quedan más? —pregunté todavía.
—Por supuesto, pero los necesitamos por ahora. No te apures, hombre, que si te digo que son previsibles es porque son previsibles. Mira, deben estar ahí arriba y ahí abajo. Nos mantendrán así hasta que lleguen los otros.
—Entonces, lo mejor es que salgamos de aquí enseguida —dije, incorporándome y empuñando con determinación ambas armas.
—De eso nada, Toni; precisamos a los otros, a esos que vendrán. Estamos aquí por ellos después de todo.
—No te entiendo.
—¡Joder, Toni, qué bruto! ¿Quieres conocer los túneles o no?
—Sí —dudé—; o al menos, eso supongo.
—Pues necesitamos el vehículo que amablemente nos van a traer los que vienen de camino. Tratarán de cogernos en el centro de un triángulo. Creo que quedan dos aquí fuera, y vendrá un equipo completo: dieciséis hombres. Saldrán todos por esa puerta, en más o menos entre diez y quince minutos.
—¿Y cómo los combatiremos? Tú y yo solos no podremos enfrentarlos.
—Verás, haré que se caguen y tú te los cargas, ¿vale? O, mejor todavía, Melisa hace que se caguen, y nosotros les damos matarile, ¿te parece?
Su macabro sentido del humor era para mí de todo punto incomprensible. Qué prendía, ¿asustarlos? Su mente, definitivamente, vibraba en una cadencia muy distinta a la mía. No podía comprenderle.
—¿Y los que dices que están ahí abajo o arriba?
—A esos les he dejado un regalito. Es de suponerse que tomarán posiciones de observación para avisar a los visitantes que están de camino de dónde y cómo nos encontramos, de modo que cuando esté seguro de que nuestros amigos llegan a traernos el cochecito, apretamos el botón de este control remoto y, ¡zas!, angelitos al cielo.
El ajedrez, sobre todo, es un juego de estrategia y anticipación. De nada vale un movimiento si no se sabe prever el del adversario, y Pablo parecía conocer cada movimiento.
—Voy a poner este chisme junto a la puerta de acceso de los túneles. Cuando la abran, se desplegarán nuestros amigos en abanico, en un radio de unos cinco metros que asegure la salida de todos. Ese será el momento. Una vez que se accione este aparatito tan mono que tengo aquí, tendremos aproximadamente un minuto para hacer nuestro trabajo. Toni, cuento contigo, no me falles, porque a estas alturas no se puede pinchar este globo o todo se vendrá abajo. Ya sabes: despacito y, ¡pum!, ¡pum!, con buena puntería y sin que tiemble el pulso.
Se acercó con aparente despreocupación a la puerta metálica que defendía la construcción en la que se ubicaban presumiblemente uno de los muchos sistemas de ventilación de la autopista, no tenía claro si por exceso de seguridad en sí mismo o si por hacer creer a quienes supuestamente nos estaban controlando que no sabía de su existencia, y regresó hasta donde estábamos, recomendándonos retirarnos unos metros más, por nuestra seguridad.
—No quisiera que nos ensuciáramos —dijo.
Luego, mientras me aconsejaba mantenerme alerta de los movimientos posibles que hiciera el hombre de Apollyon que debía estar vigilándonos desde un poco más arriba y de pedirme que le avisara si percibía que tomaba posición donde él me había advertido, comenzó una conversación que me pareció que estaba completamente fuera de lugar por las circunstancias en que nos encontrábamos.
—Te dije que tendríamos tiempo para hablar. Este es un buen momento para que empieces y preguntes lo que quieras.
—¿Por qué, si me usaban de cebo para localizarte, quisieron matarme?
—Nunca lo quisieron, Toni: era a Juantxo.
—¿A Juantxo? —preguntó furiosa Melisa.
—Lo siento, nena, pero así es la cosa. Sabían que le había comprado porque era muy poco moderado en sus gastos, y no les servía. Controlaban mejor a un cebo que a dos. Dos, en realidad, les dispersaban y, por economía de movimientos, prescindieron de uno.
—Entonces ¿su muerte...?
—Ejecución, querida —puntualizó Pablo. Y añadió después de unos segundos—: Un infarto por resonancia: algo sencillo. Sabían que Toni acudiría enseguida y les conduciría hasta mí. Cosas de la rutina laboral.
Su impasibilidad y su cinismo ya no me resultaban tan repulsivos. Tal vez me estuviera haciendo como él, y quién sabía si mi misma alma se estuviera despeñando por esa misma pendiente en la que la muerte no era más que una ficha del patético juego en el que estábamos participando.
—En su posición —dije, advirtiéndole a Pablo de que el hombre que nos vigilaba desde más arriba se había agazapado justo en el lugar donde había supuesto. Luego, añadí—: De modo que he sido tu cebo y su cebo, ¿no es así?
Pablo, sin una mueca siquiera que manifestara cuál era su propósito, apretó el botón del control remoto que activaba las dos trampas-bomba que había situado en su pequeña excursión, y ambas detonaron, lanzando por los aires los cadáveres de nuestros vigilantes. Apenas dijo un «A esos ya no los necesitamos» y, sin casi sin dejar espacio para comprobar la eficacia de los artefactos y la muerte cierta de los hombres de Apollyon, me respondió:
—¡Claro, tonto! A ellos les interesabas únicamente para llegar hasta mí. Ni sabían ni saben qué juego me traigo entre manos, y están obligados a averiguarlo por su seguridad. No me quieren muerto, sino asegurando que su plan podrá ser llevado a cabo sin tropiezos.
—¿El de llegar a los refugios?
—Cuando llegue la hora, por supuesto. No saben qué fichas muevo, y creen que alguna de ellas podría ponerlos en peligro, y tanto más estando encerrados. Cuestión de seguridad, ya sabes.
—¿Y nosotros?
—Tú no vales nada para ellos. Les basta con tu muerte, si es que no los llevas hasta mí. Un momento, Toni, creo que están llegando nuestros amigos.
También yo había sentido una levísima vibración en el suelo, pero más me pareció un eco de caída de árboles no muy lejos, probablemente a causa del incendio. Sin embargo, Pablo le dio a Melisa el pequeño aparato emisor, le indicó cuál era el botón que debía pulsar y, al tiempo que empuñaba su arma corta, le pidió que esperara su orden para accionarlo, pero que lo hiciera en el instante.
—Recuerda, Toni: un minuto, y cuidadín con el pulso. En la cabeza: es posible que lleven chalecos antibalas —me dijo, poniéndose en cuclillas e invitándome a seguirle.
La puerta metálica de la construcción se abrió del golpe y cinco hombres salieron impetuosamente, desplegándose en un entorno de un par o tres de metros, parapetándose entre las rocas, los árboles o tirándose al suelo. Apenas uno de ellos gritó, «Despejado!», una decena de hombres más salieron, y justo cuando aún estaban en el entorno de la puerta, Pablo le dio orden a Melisa de presionar el botón.
Todos ellos se detuvieron en seco, y los dos nos dirigimos a toda prisa adonde estaban, disparando a sus cabezas. No comprendí qué les había paralizado de aquella manera, obligando a algunos a ovillarse y a casi todos a soltar sus armas. Con la seguridad de matarifes ante reses indefensas, avanzamos hasta la puerta, repartiendo la muerte a diestro y siniestro.
El último de ellos, un muchacho joven, tal vez de veintipocos años, me movió a compasión y me costó apretar el gatillo. Pablo lo resolvió disparándole dos veces al tiempo que se acercaba a la puerta y echaba un vistazo al interior.
—Si vuelves a dudar, no tendrás otra oportunidad. Es posible que no esté a tu lado. Este angelito, si lleva ese uniforme es porque no es precisamente bueno. Vale, no ha quedado ni un alma porque solamente estamos nosotros y somos unos desalmados, ¿no es cierto?
Rio con estrépito su pésima y macabra ironía, entretanto se acercaba al lugar donde estuvimos escondidos y en el que todavía estaba Melisa.
Le seguí para recoger el equipo.
—¿Qué les detuvo de esa forma? —le pregunté, mientras cambiaba los cargadores de mis armas y guardaba una de ellas en la cartuchera y la otra la ponía entre el cinturón y mi espalda.
—La nota marrón —me dijo, riéndose con ganas.
—¿Qué es eso? —curioseé extrañado.
—Que se han cagado, Toni. Literalmente. Se fueron por la pata abajo.
¡Qué hombre desquiciante! Me era difícil saber cuándo hablaba en serio o cuándo bromeaba. En realidad, solo bromeaba con lo cierto, y bien pensado, nunca había dicho una sola mentira. Sin embargo, y para mi mayor tranquilidad, en tanto recogía su equipo y se lo cargaba al hombro, tuvo la deferencia de explicármelo.
—Así, más o menos, se cargaron a Juantxo —dijo—. Cada órgano del cuerpo humano funciona con una frecuencia determinada, con una nota que lo activa y con una que lo detiene, digamos. La vida es como un concierto, amigo mío, y si toco la «re» se detiene el corazón, la «fa» colapsa el hígado y la «do» los hace cagarse. Una baja frecuencia para cada órgano, chico. La guerra ya no es lo que era. ¿Ves esta arma con antena direccional? Parece un fusil raro, ¿no es cierto? Sin embargo, dispara una onda de baja frecuencia que, ajustada al órgano que interesa, pude detener un corazón o producir un fallo cerebral a quinientos metros de distancia.
—¡Pero que se caguen quince o dieciséis hombres a la vez!
—Nosotros la lamamos «La nota marrón.» No la inventé, únicamente la uso. Con ese cacharrito obtenemos una onda que se distribuye en un entorno de unos diez metros, pero los hay con una potencia tal que harían que una ciudad en pleno no encontrara retretes suficientes.
¿En qué clase de limbo había estado viviendo? Casi nada de lo que conocía parecía ser como creí. Tal vez por eso las guerras convencionales se habían convertido en las últimas décadas en un juego de niños para las grandes potencias, no pareciendo haber armas de ninguna clase capaz de detenerlas. Visto así, no era difícil comprender las cifras de los cientos de miles de muertos de los enemigos por las decenas de los aliados, y casi todas ellas producidas por fuego amigo o por accidentes.
Avanzamos hacia la puerta de acceso a los túneles de ventilación de la autopista mientras Pablo, en vena, seguía ilustrándonos. Nos explicó que las armas de cuarta generación no eran de fuego, como las que veíamos en las películas, sino psicológicas, mentales, orgánicas y de mil clases imaginables, con las cuales se podía conseguir que todo un ejército se preocupara más de cuestiones como la hipoteca que de vencer al enemigo, o de masturbarse como locos o practicar el coito con su compañero de trinchera que de enfrentar al enemigo. Armas capaces de generar ideas absurdas en el cerebro de los atacados, de que escucharan voces que les hicieran dudar de su propia razón, de producir chorros de adrenalina o de endorfinas, o subidones de libido tales que los ejércitos quedaban a merced de un simple tonto cualquiera.
El mundo había cambiado radicalmente, tal vez habiendo permanecido todos los normales como narcotizados entre la rutina y la supervivencia, o idiotizados por las estelas químicas con que los poderes cuadriculaban el cielo.
Tras la puerta de acceso a lo que creí que era la caseta de ventilación del túnel de la autopista, además de espacio para las soberbias toberas que extraían e inyectaban aire, había un ascensor no demasiado grande, pero muy moderno y avanzado.
—Necesitamos la tarjeta de identificación.
Salió Pablo al exterior y, después de coger su equipo y cargarse el petate al hombro, buscó con la mayor calma al que pudiera ser el oficial del grupo que intentó capturarnos, revolvió en los bolsillos de un cadáver, sacó una tarjeta de plástico y luego le cortó la mano con un cuchillo de campaña.
No tardó en volver con la identificación necesaria para accionar el funcionamiento del ascensor y la mano de aquel.
Insertó la tarjeta, puso la mano del cadáver sobre la pantalla digital y, encendiéndose al punto una luz verde, se cerraron las puertas.
El panel solamente tenía dos botones, y Pablo pulsó el de bajada.
—Queridos, comenzamos el descenso a los infiernos.