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Nivel-1

Por eso tiro de vuestra red, para que vuestra furia os haga salir de la guarida de vuestra mentira y, de detrás de vuestra palabra justicia, se precipite vuestra venganza.

Friedrich Nietzsche

––––––––

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La velocidad del ascensor era vertiginosa. Imposible me fue saber la profundidad a la que descendimos, pero sin duda fueron muchos cientos de metros por debajo del túnel de la autopista. Habíamos viajado no sé si a los infiernos con los que bromeaba Pablo, pero desde luego muy cerca de ellos.

Él, con su habitual impiedad, tan pronto como el elevador se detuvo y se abrieron las puertas disparó contra los dos hombres de Apollyon que allí permanecían de guardia, y lo mismo hizo contra el conductor que estaba en el andén, junto al vagón de tracción de lo que parecía un pequeño y moderno tren de levitación magnética.

—Estos son los túneles de comunicación entre las secciones del nido —me informó Pablo.

En realidad, no le escuchaba. Apenas iluminado el túnel, más allá del pequeño andén en el que estábamos, por las luminarias de sección de los muros redondos, no dejaba de mirar hacia un extremo y otro, pero la vista se perdía en ambos sentidos en una profundidad tan abismal como recta. Podía imaginar núcleos de supervivencia en diferentes localizaciones de su red, y a aquel vehículo u otros semejantes como medio de intercomunicación física y como soporte de mantenimiento. Aquellas instalaciones tan sofisticadas no obedecían a una improvisación o fueron realizadas precipitadamente para combatir una emergencia. Era evidente que para llevar a cabo una infraestructura semejante había sido necesario mucho tiempo para idearla, proyectarla y construirla, e incluso más que probablemente desarrollar tecnologías especiales, nuevos materiales. Todo cuanto había en la superficie, comparado con la tecnología que me rodeaba, se correspondía con la Edad de Piedra.

—Esto parece de ciencia-ficción —me admiré.

—Ya ves, amiguito, cuál es el verdadero fin de las inmensas fortunas destinadas allá fuera al I+D en todos los campos —me aleccionó Pablo, mientras repetía con el conductor del vehículo lo mismo que hiciera en el exterior con el oficial de Apollyon para facultar que funcionara el ascensor.

Luego, entramos los tres a la cabina de control del tren. Pablo, tarareando entre dientes una cancioncilla y con la naturalidad que tendría quien fuera un maquinista experimentado de semejante tipo de vehículos, tomó asiento ante el panel de mandos, insertó la tarjeta del conductor y puso la mano recién cortada de este sobre la pantalla digital; a continuación, accionó el cierre de puertas de la unidad y programó en el ordenador de a bordo el destino; y por último, ya con el tren en marcha, aún no sabíamos Melisa y yo hacia dónde, se giró sobre el asiento y se explicó:

—Tecnología, Toni, de la que no se beneficiaron nunca los de fuera. Todo esfuerzo científico, desde hace muchos años, ha estado destinado a este megaproyecto: biología, ingeniería, materiales. Ni siquiera conozco la mitad de lo que puede haber en estos laberintos porque solo tuve acceso a algunas cosas, aunque espero que sean las suficientes como para joderlos.

—¿Dónde vamos ahora? —se interesó Melisa.

—A hacer turismo, querida. Vamos a conocer mundo.

El vehículo se deslizaba silencioso como un murmullo y veloz como una centella, sin precisar siquiera que Pablo hiciera maniobra alguna. Al tiempo que abría su macuto y manipulaba un par de pequeñas bombonas metálicas con anagramas de precaución biológica que extrajo de él, se entretuvo informándonos a grandes rasgos de cómo estaba estructurada la instalación general del país, del número de núcleos que contaba y de los sistemas de comunicación; y luego, cuando concluyó de maniobrar sobre los pequeños dispositivos que había en las cabezas de las bombonas, abrió la ventanilla y las arrojó al exterior.

—¿Qué es eso que has tirado? —le interrogó Melisa.

—Una miguita de pan, nena: somos como Hansel y Gretel.

—¿Para saber por dónde regresar?

—Ni mucho menos, querida. Únicamente hemos sacado billete de ida.

Los ojos de Melisa manifestaban sin ambages la ansiedad que sentía, y me pareció oportuno pasar una mano por su hombro para confortarla, aunque tampoco a mí me sobrara la serenidad. Sin embargo, no me parecía algo particularmente dramático que aquel fuera mi último viaje, y es más, ni siquiera me preocupaba adónde nos dirigíamos. Mi vida había cambiado de tal modo en unas pocas horas que nada de lo anterior tenía para mí la menor importancia ya, siéndome indiferente si era rehabilitado o no, e incluso si la sociedad se derrumbaba sobre sus cimientos. Me importaba la organización de Apollyon, contra quien focalizaba mi rencor, y curiosamente me importaba Pablo, a quien por alguna razón de orden emocional no solamente le seguía apreciando, sino que comenzaba a admirarle contra toda lógica. Todo lo demás me parecían ya fruslerías, por más que no supiera qué clase de fin me esperaba. En el peor de los supuestos, todas mis incertidumbres vitales se disolverían conmigo en unos días.

—¿Por qué el nombre de Apollyon para una organización como esta —curiosee—, si Apolión no era un ángel exterminador, sino un portador de la última oportunidad?

—¡A saber en qué pensaban esos pirados! —me contestó indiferente—. Siempre les ha gustado mucho la mitología, y supongo que tiene que ver con Apolo. Dicen algunos que en realidad representan lo mismo; de hecho, en griego se llaman igual. Puede ser que a Apolo lo usaran para los abismos celestiales y a Apolión para los infernales, los de la tierra. ¡Qué sé yo! ¿Importa eso?

Melisa confirmó este extremo, y reafirmó con una explicación adicional el paralelismo entre uno y otro personaje mítico, añadiendo que Juan, el profeta del Apocalipsis, era probablemente griego, escribió su Libro en Patmos, una isla del Egeo, y sin duda estaba influenciado por la mitología griega, como lo demostraba su creencia en el diablo y el infierno, ambos clichés de aquella cultura.

Pablo interrumpió su discurso para anunciarnos que el viaje estaba llegado a su destino.

—Estamos llegando al corazón del Nivel1, el módulo de mando. Hasta aquí llego, y lo conozco solamente por los planos. Lo que pueda suceder de aquí en más, lo ignoro, de modo que habrá que improvisar en algunas cosas. Es todo cuanto he podido averiguar.

—¿Qué es el Nivel1? —le interrogué.

—El módulo que ocuparán las personalidades principales, las que controlarán todo este hormiguero: los dioses de tu país, amigo.

—¿Hay más nidos como este en otros países?

—Que sepa, al menos uno por país de los súbditos de mi dios. Y en cada uno de esos países, lo mismo que aquí, cada hormiguero está compuesto de muchos núcleos. A algunos de ellos ya les hice una visita, y te puedo asegurar que quienes entren en ellos se enterrarán solos. De ahí el cariño tan especial que me tienen, porque, aunque no saben qué entretenimientos los he preparado, están seguros de que se la he jugado. No han podido descubrir todavía mi juego, y el tiempo les apremia.

—Y los has preparado... —intervino Melisa.

—Una diversión, ya te digo. Se van a querer mucho unos a otros. Van a encerrarse en los hormigueros del amor.

Se rio nuevamente de su ocurrencia. A Pablo siempre le hicieron mucha gracia sus propios chistes. Ya en el orfanato solía reírse de sus pretendidas agudezas, aunque nadie más le secundara.

—¿Cuál es tu plan? —continuó Melisa.

—En este juego, nena, hay asuntos que se planean y otros que es mejor dejar en manos de la diosa fortuna —respondió enigmáticamente, sacando un cigarrillo y prendiéndolo.

—Tal vez para los demás, pero tú tienes uno.

Pablo la miró con desparpajo, la echó el humo de su cigarrillo y, permitiendo que cayera parte de su peso sobre el brazo que apoyó en el panel de mandos del vehículo, le dijo:

—¡Joder, nena, qué susto! Creí que te había comido la lengua el gato, pero ahora que te has puesto a largar, hay que ver lo curiosa que te has vuelto.

—No te pases, Pablo —intervine, sabiéndome particularmente mal que tuviera tan malas maneras con quien compartía nuestra suerte.

—Vale —dijo levantando sus manos a modo de disculpa—, digamos que lo siento, por ahora. Queda un plan, pero únicamente le concierne a Toni. A ti, y le pido a usía de antemano una cortés disculpa por mi indiferencia, te afectará si él quiere que te afecte o te joderá si él quiere que te joda. Tanto me da.

—¿De veras que has de mostrarte tan desagradable hasta el último segundo de tu vida? —le reté.

—Cada uno es lo que es, Toni, y me temo que es tarde para cambiar, ¿no te parece?

Me miró extrañamente sincero, sin dobleces. Aquel sí era el Pablo de mi infancia que cada minuto que pasaba se hacía más firme en mi memoria, por más que se escondiera bajo aquel tul de cicatrices y arrugas que afeaban tan horriblemente su rostro. Luego, bajó los ojos al suelo, reorganizó por un instante lo que pensaba responderme, y dijo:

—Nadie va a salvarse, nadie, en esta puta tierra que me arrojó a un orfanato. Nadie, bajo ningún concepto. Me importa un huevo que hayan escondido niños, mujeres embarazadas o poetas: nadie va a salvarse.

—Si caigo, que todos caigan conmigo, ¿no es cierto? —le repliqué furioso.

Pablo me miró cínicamente, me pidió calma con la mano, y añadió:

—No me has dejado terminar, Toni. Un poquitín de educación, por favor, no perdamos las formas. ¿Puedo seguir? ¿Me lo permiten su señoría y su otra señoría? Pues sigo: nadie se va a salvar, salvo los que tú y solamente tú, mi querido Toni, elijas: ese es mi plan. Estamos llegando al núcleo principal, al Nivel1, el que deberían usar los dioses que rinden pleitesía a mi dios, y en él caben solamente quinientas personas que podrán sobrevivir durante un máximo de dos años y medio. No hay garantías, no saben siquiera si podrán aguantar ese tiempo, si cuando se agoten las provisiones el mundo al que salgan podrá sostenerles o si tan siquiera habrá un mundo al que salir. Es nada más que una oportunidad de jugar a la lotería de la supervivencia, y esas papeletas te las cedo todas a ti, mi querido Toni. Te doy la oportunidad de que elijas, que es en lo que siempre has sido el maestro, mi maestro; pero elije bien.

Dudé, pero sobre mis dudas estaba cómo podría asegurar que ese nido quedaría a salvo y disponible para esas quinientas personas que pudiera elegir. Si allí se iba a encerrar la cúpula de mando, quedaba claro que iban a mover todas las fuerzas posibles, que se negarían a acudir a cualquier otro nido o a renunciar a su supervivencia después de tantos esfuerzos, inversiones y abdicaciones morales.

—¿Elegir yo? ¿Y por qué? Tú te has vuelto completamente loco, Pablo. Además, ¿de qué serviría que yo ni nadie eligiera a quienes sean, si no hay forma de controlar ese Nivel1 que mencionas porque estará más protegido que el Banco de España?

—Se controlará. No te preocupes de eso.

La pantalla del ordenador avisó de que el viaje concluía. Pablo tomó su mochila, extrajo una docena de pequeños artefactos que se guardó en los bolsillos de su chaquetón, nos dio unas gafas semejantes a las de buceo y unas minúsculas mascarillas, que eran poco más que unas pinzas que sellaban la nariz y un tubo de goma que se metía en la boca, el cual procedía de una minúscula bombona de oxígeno, y nos advirtió:

—Os aconsejo que no intentéis respirar sino a través del tubo. Ni os daría tiempo para que llegara el aire a vuestros pulmones.

El tren se detenía, entrando en un recinto en el que numerosos hombres se afanaban en distintas labores de vigilancia o en el movimiento de bultos y materiales. Nos acoplamos las mascarillas, empuñamos las armas y, tan pronto como se abrieron las puertas, Pablo lanzó uno, dos, tres artefactos en distintas direcciones, las cuales hicieron explosión, liberando una sustancia amarilla que se expandió como por milagro, inundando la amplísima galería.

Sentíamos caer los cuerpos sin vida de quienes allí estaban, desplomándose como títeres. No obstante, en nuestro avance, Paul disparaba sobre quienes aún agonizaban.

Ascendimos por unas escaleras, recorrimos un pasillo larguísimo hasta lo que parecía ser un cuarto de máquinas, arrancó una trampilla y dejó en una repisa del enorme tubo que ascendía y descendía por las instalaciones todos los demás artefactos que llevaba consigo tras programar su detonación para unos instantes más tarde y darnos a tiempo a salir de la sala.

Esperamos al otro lado de la puerta metálica y, después de que sentimos que explosionaron, me indicó por señas que sería cosa de unos seis minutos, más o menos.

También le indiqué con el mismo lenguaje que podía sonar la alarma y que llegaran refuerzos, pero, o no me entendió o no quiso responderme, pidiéndome con las manos que esperara a que el gas surtiera efecto.

No estaba improvisando. Era evidente que tenía calculadas meticulosamente cada una de sus acciones y las probables respuestas de sus adversarios. Tal vez aquel había sido su trabajo durante los últimos decenios, jugar al ajedrez; pero, en ese momento de angustia y de estrés me surgió una cuestión que eclipsó momentáneamente a las demás: ¿por qué a mí?

Esperamos no seis, sino unos diez minutos. Luego, Pablo entró de nuevo en la sala de ventilación y pulsó los controles que accionaban los equipos de extracción de aire. Salió, nos indicó con las manos diez minutos más, y tomó asiento en el suelo con la mayor calma. El humo amarillo comenzó a ser aspirado, desapareciendo por las rejillas que había en muros y techos, descubriendo un paisaje atiborrado de cadáveres.

Miró su reloj y sacó de la mochila una especie de ordenador portátil dotado de antena, tecleó algo y, haciendo una seña con el pulgar de su mano derecha poniéndolo hacia arriba, nos pidió que tomáramos asiento a su lado. Apenas uno, quizá dos minutos más tarde, una magnífica explosión nos empujó violentamente contra el muro en el que estábamos apoyados, y un estrépito ensordecedor acompañado de una densa nube de polvo gris nos advirtió de que el túnel de acceso a Nivel1 que daba en la dirección contraria a la que habíamos llegado, previsiblemente el que se hundía en el corazón de la misma ciudad de Madrid, había sido derrumbado. Le miré a Pablo, y él se encogió de hombros con su característica impavidez, haciéndome un gesto de calma y pidiéndome con la mano paciencia.

Seguimos esperando hasta que desapareció por completo la nube amarilla y aún la gris que produjo el aparatoso derrumbe; luego, Pablo abrió levemente su boca, aspiró y, comprobando que el aire ya no era tóxico, se quitó la mascarilla y nos pidió que hiciéramos otro tanto.

—Ya te dije, Toni, que tenía mis planes.

—¿Por qué te tomas tantas molestias por mí? ¿A qué viene todo esto?

—Cuestión de vida, Toni, solamente eso. ¿Qué queda después de una vida?: una o dos certidumbres y una o dos preguntas. Dime, ¿qué vale de toda tu vida en esta hora? —me preguntó; pero, en vista que no le respondí, él mismo lo hizo—: Una o dos preguntas y una o dos respuestas: ¿Te quiso Aurora? ¿La quisiste?

Tal vez tuviera algún sentido. Lo que no lo tenía, desde luego, eran las cosas por las que cualquiera había luchado: dinero, trabajo, casas, placeres. Todo, salvo la supervivencia, se mostraba tan inútil como absurdo, una carrera agotadora hacia ninguna parte.

Sí, tal vez a esa hora importaran solo un par de cuestiones.

—Pero no me respondes —le dije.

—Lo hago: te doy a elegir, maestro. Tú, y solo tú, podrás salvar a cincuenta justos —me dijo parodiando el episodio de Abraham cuando lo de Sodoma, y a continuación se echó a reír a carcajadas.

Le pedí que se explicara, pero rechazó de plano hacerlo en ese momento, argumentando que a buen seguro los hombres de Apollyon, siguiendo el procedimiento estándar, estarían ya intentando entrar por los accesos directos desde el exterior, por lo que debíamos ponernos inmediatamente en marcha.

—No es que tengamos demasiado tiempo, pero creo que el suficiente. He anulado los circuitos de acceso y no podrán entrar enseguida, pero se las ingeniarán para conseguirlo. Unos veinte minutos, calculo; quizá, veinticinco. Por el túnel sur no podrán llegar, he derrumbado una sección de al menos doscientos metros. Seguro que fuera no faltará quien haya creído que era otro terremoto.

—Vale, vale, lo que sea —le interrumpí—. ¿Cómo saldremos ahora y podremos meter siquiera un alma aquí? Todas las salidas estarán controladas, y hasta seguramente, si no pueden entrar por ese túnel que has volado, podrán hacerlo por el otro.

—¡Joder, Toni, me desesperas! —replicó con displicencia—. Vamos a ver si te enteras, hombre: esto no es más que una visita para que conozcas Nivel1 y un medio para preparar luego el acceso de tus invitados. Por ese túnel no vendrán: es nuestro cebo. Ven, mira.

Me llevó hasta la cabina del tren en que llegáramos, activó con la mano del conductor el ordenador, programó el itinerario de regreso, dejó sobre el panel de control su portátil con antena, salimos y, cuando la unidad se puso en marcha y estábamos de regreso, se explicó:

—Ellos creerán que nos fuimos por ahí, y eso nos dará tiempo y los confundirá. La unidad esa se detendrá justo donde lo abordamos, y ahí tendrán una nueva sorpresita: cuando llegue a ese destino se activarán las cargas y volarán cuatro secciones del túnel, dejando sellada para siempre Nivel1, excepto por la entrada principal, la que está ahí arriba.

—¿Con qué volarás todos esos tramos del túnel? ¿Con las bombonas que arrojaste?

—No, Toni. Esas son para contaminar a los operarios que intentarán perforar un nuevo acceso. La posibilidad de volar no este túnel, sino todos, es algo que está al alcance de mi mano porque lo planifiqué y lo preparé hace mucho. Ya te contaré. Pero, por ahora, baste con decirte que un aparatito como ese que he metido en el tren, un par de instrucciones en el ordenador que dejé sobre el panel y, ¡pum!, a la mierda con todo. Bueno, y ahora vámonos porque tenemos que hacer una visita.

—¿Podría quedar alguien vivo todavía?

—Podría, pero lo dudo. Supongo que solo el técnico de comunicaciones, porque es una pecera aislada y completamente autónoma. Nadie más, espero. Tenemos entre dieciocho y veintitrés minutos, y no hay tiempo que perder.

Parecía haber memorizado los planos. El núcleo tenía cuatro niveles y parecía ser muy amplio. El cuarto nivel, en el que nos encontrábamos, estaba destinado a almacenes, instalaciones de mantenimiento, algunos talleres especializados y a comunicación con otros núcleos por medio de trenes de levitación magnética. El inmediato superior, el tercer nivel, estaba ocupado por áreas de servicios, así de sanidad como de recreo, tales como cines, bibliotecas e incluso una pequeña prisión. En este nivel me llamó poderosamente la atención el área médica, donde vimos conservados en una cámara numerosos órganos y cadáveres.

—¿No han habitado esto y ya tienen cadáveres? —me sorprendí.

—No son cadáveres, sino repuestos, donantes forzosos por si a tus dioses les hiciera falta algún órgano —me explicó, haciendo ostentación morbosa de su humor negro—. Una despensa de vida, como aquel que dice. No pensarías que la tecnología de los trasplantes se desarrolló para los ciudadanos, ¿no? Nada de lo que se hizo ahí fuera desde hace casi treinta años fue para los ciudadanos, sino para este proyecto: la secuenciación del ADN, la tecnología, la electrónica... Todo, amigo mío.

¿Era posible? Aquello me decía que sí, pero ¿verdaderamente habían podido unos cuantos poderosos manejar de esa forma a más de siete mil millones de personas? Estaba confuso, porque cuanto veía era radicalmente más avanzado que lo que en el mundo exterior estaba a disposición de la población. Me daba la impresión de haber entrado en un platillo volante y que estaba contemplando tecnología extraterrestre.

Nuestros dioses, como los llamaba Pablo, eran verdaderamente perversos.

Tanto más fue así en el segundo nivel, dedicado a las zonas residenciales del personal de servicios y mantenimiento, que eran la inmensa mayoría de quienes pretendidamente habitarían Nivel1. Contrariamente a lo que pudiera imaginarme, eran zonas espaciosas, en las que difícilmente podrían considerarse efectos como la claustrofobia, con unidades habitacionales perfectamente equipadas para vivir cómodamente durante un largo periodo de reclusión. Nada había que pareciera agobiante o asfixiante, sino que todo parecía haber sido calculado y pensado para paliar cualquier efecto psicológico producido por el encierro, desde la iluminación a la decoración.

El primer nivel, el más próximo al exterior, era el destinado a los dioses, dicho en palabras de Pablo. Era el que mayor espacio ocupaba de todas las plantas, pero solamente estaría habitado por unas docenas de personas y todo un ejército de seguridad. Aquello parecía el más lujoso e inexpugnable de los bastiones. La decoración, la elegancia y la amplitud de las pocas salas que visitamos, más se aproximaban a un palacio ultramoderno y vanguardista que a un agujero excavado en el suelo. Los medios, la tecnología y el lujo que había por todas partes me admiraban.

—Siete minutos —dijo Pablo—. Tenemos que salir.

Una explosión sorda y lejana, seguramente en el túnel de acceso por el que llegáramos, nos advirtió que la máquina de tren había llegado a la estación en la que subimos a él y el ordenador había enviado una señal de detonación a las cargas que hubiera puesto en algún momento nuestro guía.

Yendo Pablo delante, le seguimos hasta el cuarto nivel. Una vez allí, entramos en una sala de máquinas enorme, en la cual previsiblemente se generaba la energía para el refugio. Nos condujo hasta un recinto de regulares dimensiones, que era el corazón del sistema de ventilación principal, donde llegaba el aire del exterior para ser tratado antes de distribuirlo por los diferentes niveles del refugio. Nos advirtió de la dificultad que nos esperaba, haciéndonos una serie de recomendaciones previas e informándonos que, después de entrar en aquel cuarto ante el que estábamos, no podríamos comunicarnos más de palabra hasta que saliéramos, recomendándonos que le siguiéramos sin detenernos.

Nos costó una enormidad abrir la puerta, debido la diferencia de presión entre ambos ambientes, para lograr lo cual los tres hubimos de emplearnos a fondo. Cuando logramos entrar, un violento flujo de aire nos empujaba contra el suelo. La sala no era excesivamente grande, y de ella nacían varios conductos de gran tamaño que debían conducir a diferentes equipos de tratamiento de aire. Por la parte alta, sobre nuestras cabezas, se habría una tobera de casi la misma dimensión que la sala, en cuyas paredes de hormigón había dos hiladas de peldaños metálicos de mantenimiento, a modo de escala, que supuestamente conducían hasta el exterior. Su altura era imponente, y solo allá a lo lejos, a una distancia enorme, minúscula como un punto, podía adivinarse la irrupción de la luz del día.

Pablo nos hizo una seña para que le siguiéramos y comenzó a ascender. Le obedecimos al punto, pero era difícil saber qué tanto deberíamos escalar y de cuánto tiempo disponíamos para hacerlo, y ni siquiera si lo lograríamos, porque el esfuerzo que debíamos hacer para vencer la potente corriente de aire que descendía, aspirado por varios potentes ventiladores del mismo tamaño que la tobera, era agotador.

Primero Pablo, luego Melisa y por último yo, trepamos escalón a escalón fatigosamente y en casi total oscuridad. El agotamiento, apenas llevábamos recorridos cincuenta o cien metros, era terminal, y tuve miedo por Melisa, quien para mi admiración, acaso por estar protegida en parte del chorro de aire descendente por su antecesor, no llegó a precisar ayuda. Regularmente y a diferentes alturas había una especie de rellanos de mantenimiento, junto a los motores que movían los aspiradores de aire, los cuales tendríamos que detener para poder pasar a su través.

—Ellos supondrán que salimos por el túnel —me dijo gritando cuando alcanzamos el primer rellano.

Nos tomamos unos minutos de descanso para recuperar el aliento, entretanto Pablo abría la caja de registro y detenía el ventilador, y luego colocaba dos cables a los conectores y los pasaba a la parte superior de las aspas por un lateral, entre el mecanismo y la pared, no entendía con qué objeto.

—Con esto podré poner en marcha de nuevo el ventilador, o sabrán que este es su punto débil —me explicó, ya sin tantísimo ruido—. Además, tendremos que volver, y aquí tenemos una puerta para invitados que no conocen nuestros anfitriones.

Efectivamente, cuando pasamos los tres a través de las aspas, unió Pablo de nuevo los cables y se puso en marcha el motor, volviendo el escenario a una situación de normalidad aparente como si nadie hubiera pasado por allí. Tramo a tramo fuimos ascendiendo penosamente, requiriendo cada uno de ellos mayor esfuerzo y más tiempo que el anterior, y precisando nosotros también un mayor tiempo de descanso. No sé cuántas horas empleamos en ascender por la tobera ni cuántos tramos fueron los que pasamos, porque en algún momento desistí de contarlos; pero me parecieron infinitos. Las agujetas eran insoportables y tenía la sensación de que mis piernas suplicaban un armisticio.

El penúltimo de ellos, el que se encontraba más próximo al exterior, no solamente tenía el mismo tipo de motor con las mismas aspas gigantescas que los demás, sino que también disponía en su parte superior de una profusa cantidad de filtros de al menos un par de metros de espesor, los cuales casi ni permitían que pasara la luz del exterior. Fue el trabajo más lento y tedioso, porque se hizo necesario pasar a través de ellos de modo que volvieran a quedar en su misma posición, si es que se pretendía que Apollyon no detectara cuál había sido nuestro punto de escape.

El último de los tramos fue el más sencillo de todos porque, aunque hubo que mostrar la misma resistencia al aire huracanado y aún mayor debido al cansancio acumulado, ya se podía atisbar el azul profundo del cielo estrellado. Habíamos empleado en el ascenso algo más de seis horas, y estábamos extenuados. Salimos por fin al exterior, y permanecimos largo rato tendidos, recuperándonos sobre la techumbre del edificio en que la tobera estaba camuflada: las cuadras de las jirafas del zoológico de la Casa de Campo.

—El zoológico —observé—. Aquí, en la Casa de Campo es donde me dijeron que habían escondido una tuneladora.

—Y es verdad —observó Pablo, quien estaba apoyado contra la chimenea—. Está en Nivel1, por si cuando llegara la hora de salir no pudieran y hubiera que taladrar un nuevo túnel de salida.

Me acerqué a Melisa y comprobé que, salvo estar agotada y probablemente con la seguridad de que tendría agujetas los próximos días, se encontraba bien.

—De algo habría de servirme mi afición a la escalada —dijo bromeando.

Su presencia de ánimo me parecía admirable. Cualquier persona que no la conociera, por su aspecto frágil y sensual tal vez pensaría que era una mujer delicada, incluso débil; pero su fortaleza quedaba sobradamente demostrada no solamente por aquella escalada tan larga y penosa, sino también por cómo se había sabido sobreponer a las terribles circunstancias que en los últimos días la había tocado vivir: la muerte de su hermano, verse enredada en tiroteos, saber que el mundo conocido llegaba a su fin... De todo me parecía ahora Melisa, menos una mujer endeble o blandengue.

Miré hacia lo lejos y reparé en que la ciudad estaba iluminada.

—Bueno, si fue una llamarada solar, parece que al menos no afectó a la red eléctrica.

—O no fue lo bastante intensa o han repuesto los equipos que se frieron —me corrigió Pablo—. Los controladores a distancia funcionaron, y también los ordenadores del tren, de modo que es posible que solamente haya afectado a ciertos equipos o que estén afectando por otros medios a objetivos específicos como medida de distracción. Ya nada tiene valor, Toni. Desde luego, lo que no debes esperar es que falle bajo ningún aspecto, son los sistemas de Nivel1 y los demás núcleos, porque esos están construidos a conciencia y considerando fulguraciones solares de una intensidad extrema.

La matanza indiscriminada que sugería Pablo ni siquiera me mereció considerar si era posible o no. Nada del orden en el que me había integrado tenía el mismo valor que en aquel del que procedía. La muerte, acaso, era ya lo único que seguía vigente.

—¿Y ahora? —le pregunté a Pablo.

—A descansar —me dijo, sonriendo—. Es la hora de pensar y esperar tu elección. Todo lo que debía hacerse, ya está hecho. Ya conoces el qué y el cómo, y más o menos el cuándo; pero dime, ¿sabes a quién salvarás o necesitas aún pensártelo? O a lo mejor quieres salvarte a ti mismo y a unos cuantos amigos, amigas... o lo que sea.

Se rio nuevamente. Era un hombre de ideas fijas. Su objetivo seguía clavado en el centro de sus intenciones y por nada del mundo parecía dispuesto a renunciar a él. No obstante, sabía también que, criminal o no, era determinado y confiable y que podía poner mi vida en sus manos sin ningún temor. Le recordé como el más fiel de mis amigos, allá por entonces cuando el orfanato y el Ejército, en aquellas edades caprichosas que a todos nos hacían girar como unas veletas.

Él era firme. Si decía blanco, no se refería al gris claro o al azul pastel; y si decía negro, no admitía claridad ninguna por mínima que fuera. Había cambiado su aspecto, quién sabía si entenebrecido por causa de las tinieblas que se podrían esconder en su alma; pero seguía siendo mi amigo, igual de seguro, igual de infame quizá, e igual de sincero.

—Pero ¿cómo podremos estar seguros de que uno o quinientos entren ahí como si tal cosa? Eso es absurdo. Después de lo que ha sucedido hoy, sin duda Apollyon reforzará la seguridad y hasta es posible que convoquen a quienes tienen que ocupar Nivel1 y echen enseguida el cierre.

—¡Tú eres tonto! —me riñó con disgusto—. No entiendes una mierda de todo esto, ¿verdad? Lo mismo que de costumbre, aunque como siempre queriendo llevar las riendas. Entérate de una vez, hombre: no pueden hacerlo mientras yo esté fuera, porque saben que los fumigaría como a chinches.

Pensé lo que me decía y me pareció de una lógica aplastante.

Nadie se podía entregar al sueño si le acechaba una bestia semejante. Tal vez por eso Apollyon había movilizado para perseguirle a lo más granado de sus fuerzas.

—¿Has preparado más cosas de esas? —le preguntó Melisa.

—Melisa, Melisa, Melisita: ¿sabes que la curiosidad mató al gato?

Que Melisa no le caía bien, quedaba más que claro. Su rechazo a las mujeres era enorme, evidentemente, y me daba la impresión de que si la soportaba era nada más que porque iba conmigo, porque de otro modo creo que la hubiera despachado como a los demás. Pablo era un fatal compañero de camino si no se tenía un buen seguro de vida.

—¿Entonces? —le interrumpí.

—A casita, a descansar —dijo. Y añadió—: Tengo un coche ahí en el aparcamiento. Vamos.

El zoológico estaba cerrado no únicamente por el horario, sino porque seguramente los últimos acontecimientos sucedidos en el mundo lo habían mantenido así desde, al menos, cuando se produjo el primer terremoto.

Descendimos del edificio en que nos encontrábamos y nos dirigimos hacia uno de los muros exteriores por detrás del delfinario. En tanto pasaba junto a los amplios espacios destinados a cada especie animal, que no eran sino jaulas sin barrotes separadas de los visitantes por amplios fosos de agua, me pareció que contemplaba a los diferentes grupos sociales, cuidados y velados por los que movieron el mundo a su antojo: acá, los fieros leones de la policía, con sus movimientos autistas de reyes de una selva inexistente; acá, los micos maniáticos de la reproducción y sus placeres; por aquel lado, los loros crédulos de lo que fuera; por este otro, los miserables reptiles acumuladores de bienes; y así con todo. Mi género, la humanidad a la que todavía pertenecía por poco tiempo, había sido enjaulado por los dioses de mi amigo, quienes nos hicieron creer que vivíamos, que gozábamos y que soñábamos, cuando en realidad estábamos prisioneros, nada más que sirviéndoles como esclavos o de entretenimiento.

Saltamos la valla sin dificultades. Después de todo lo vivido, nada era más sencillo que saltar una valla por alta que fuera.

Llegamos a un extremo del aparcamiento, Pablo sacó de su bolsillo una especie de calculadora, la movió arriba y abajo y de derecha a izquierda enfocando el automóvil, y tras decir un «Está limpio» que le relajó, abrió las puertas y entramos.

Sin propósito aparente, Pablo estuvo largo rato yendo y viniendo por las enrevesadas carreteras que surcaban la Casa de Campo hasta que salió de ella por la parte que daba a Radio Televisión Española, y desde ahí se dirigió, a través de varias urbanizaciones de mucho postín, hacia Majadahonda.

Se detuvo a las puertas de un chalé y miró detenidamente a uno y otro lado.

Cuando se sintió seguro, pulsó un botón y, allá a lo lejos, como a un centenar de metros, vimos cómo se abrían los portones de una enorme casa, a la cual se dirigió a regular velocidad, entrando en ella sin tocar el freno hasta que prácticamente chocó con la pared del fondo del garaje.

—Aquí estaremos seguros mientras te decides a resolver tu problema —me dijo al tiempo que se cerraban automáticamente las puertas y salíamos del automóvil.

Accedimos a la casa por la puerta interior que la comunicaba con el garaje. Era señorial, aunque prácticamente se encontraba desamueblada. El salón principal era muy amplio, pero solamente había un colchón sobre el suelo, el cual nos informaba de cuál era su dormitorio.

—Como en vuestra casa con todo —dijo ofreciéndonos su hospitalidad—, excepto con el equipo.

Debía referirse a los muchos aparatos electrónicos que había por todas partes, alguno de los cuales ni pude identificar siquiera qué utilidad podría tener.

Estábamos cansados y hambrientos. La jornada había sido extenuante, y antes de que pensara en plantearle a mi anfitrión ninguna cuestión, nos ofreció tomar un bocado para llenar el estómago. Le seguimos hasta la cocina, y allí puso a nuestra disposición cuanto había, que no era mucho más que alimentos fríos o en conserva.

—El tiempo que estemos aquí depende de ti, Toni —dijo mientras comíamos—. Puede ser uno o los días que resten hasta que todo termine, aunque te sugiero que sea lo menos posible, no solamente porque esta casa la uso como recurso provisional y no está muy acondicionada, sino sobre todo porque ya ves que el tiempo apremia. En tanto te decides, estaremos seguros. Tengo instalados sistemas contra las sorpresas, si es que funcionan todavía, de modo que tómate tu tiempo, pero sin pasarte, y haz lo que te venga en gana: piensa, duerme hasta que se te salten las lágrimas o haz el amor hasta reventar con esta criatura.

—¡Para ya, hombre! —exclamé irritado por tanto desprecio como le mostraba a Melisa—, y déjala en paz de una vez. ¿Se puede saber qué te ha hecho para que no dejes de molestarla?

—Si lo digo de buena onda —protestó cínico—. Ahora, que si prefieres no hacerlo, a lo mejor yo...

—¡Para ya con eso, te digo! —le encaré poniéndome en pie—, o tú o yo nos bajamos en esta estación, y de sobra me conoces.

—¿Te conozco, Toni? —me cuestionó él con una severidad que me transmitió un frío mortal, poniéndose a su vez en pie y casi pegando su nariz a la mía—. Dime: ¿de veras te conozco?

Sus ojos a esa distancia eran vertiginosos como uno imagina que debe tenerlos la muerte: fríos como los de un tiburón e implacables como los del destino. Sentí miedo. Un miedo animal de no estar enfrentándome a un ser humano, lo conociera desde la infancia o no, sino a una fuerza brutal de la naturaleza.

Recapacité entretanto trataba de fingir aplomo, y comprendí que no conducía a nada bueno semejante enfrentamiento. No le gustaba Melisa, y punto. Sentía por una ella una profunda aversión, y no perdía ocasión para ponerlo de manifiesto. Así era la cosa, y así había que aceptarlo. No sabía lo que era la educación, pero nos había salvado la vida varias veces, aunque también fuera él mismo el que nos la puso en riesgo. Estábamos, me gustara o no, en el mismo barco y teníamos el mismo destino. Pero lo más curioso era que, a pesar de las malas vibraciones que en momentos como ese me inspiraba, no me desagradaba, tal vez porque había despertado en mí cierta forma de admiración: mi amigo era perseguido por lo más potente del mundo, por los dioses esos que él nombraba y los cuales habían manejado la sociedad y la historia como si de una simple tramoya se tratara.

—Déjala en paz, y listo. Si no te gusta, mantente apartado. Esta casa es lo bastante grande como para que podamos estar unas horas o unos días sin molestarnos unos a otros, ¿no te parece?

—Me parece —dijo él divertido, volviendo a tomar asiento—. Y me parece bien que te guste a ti, no te creas, porque está buena. Lo digo de buen rollo, ya sabes, entre amigos. Vale, otra cosa: todo podéis hacerlo, en privado o en público, menos tocar mis equipos y salir. Nada de eso está permitido. ¿Conformes, chicos?

Asentimos, claro.

No mucho después, Pablo dijo que iba a ducharse y enfiló hacia el piso alto. Aproveché que era la primera vez que estaba a solas con Melisa desde lo del hotel para interesarme sobre cómo se sentía.

—¡Muy mal! —se quejó. Y añadió—: ¿Cómo quieres me sienta? La muerte de mi hermano, ese criminal misógino, tantas muertes y violencia, esta intriga insoportable, haber trepado durante horas como si estuviera escalando el Everest y, para remate, que se acaba el mundo: ¿a ti qué te parece?

Quise abrazarla, pero lo evitó con magistral cortesía, argumentando que estaba agotada, lo bastante como para no querer sino darse también una ducha y poder dormir un poco. Creo que me malinterpretó, pero no me importó en absoluto.

—Sin embargo, quisiera que antes me ayudaras —le dije.

—¿A qué? Estoy sin fuerzas para nada y con la cabeza a punto de explotar.

—Bueno o malo, Pablo hasta ahora ha cumplido su palabra, y me temo que en lo que queda también tiene credibilidad suficiente como para poder llevarlo a cabo.

—¿A qué te refieres?

—A lo de salvar a esas vidas.

—De veras, Antonio, creo que tú también te estás volviendo loco. ¿De veras le crees? Lo único que nos puede pasar si continuamos a su lado es que nos acaben pegando un tiro. Lo que quiero es marcharme, que me deje en paz, que me dejes en paz. Ni esta es mi guerra, ni me interesa nada de todo esto.

Estaba desconcertado. ¿No le interesaba? ¿Podía admitir que lo que habíamos vivido la empujara a aceptar cualquier clase de muerte solitaria mejor que con nosotros o conmigo?

Además, solamente una de todas las plazas que me había prometido Pablo tenía por cierto quién la ocuparía, y era precisamente ella. ¿A quién más conocía ya sobre el mundo que a unos cuantos compañeros, la mayoría de los cuales eran simples vendidos?

—Tal vez me haya vuelto loco, efectivamente —le repliqué con disgusto—; pero sí, creo en él más de lo que he creído en muchos, lo mismo que en que puedo salvar unas cuántas vidas. Melisa, voy a morir aunque no llegue el fin del mundo, pero puedo salvar a algunas personas y no sé a quién elegir. Es la más dura de las elecciones que he enfrentado en toda mi existencia, y te considero lo bastante buena como para poderme ayudar en esto. No sé ni por dónde comenzar siquiera.

—Oye, oye, ¿no me estarás contando todo esto para darte un revolcón conmigo, como apuntaba Pablo hace un momento?

—No; no por falta de ganas, pero no. Me gustas, me gustas mucho desde que te conocí, pero sé que la distancia que nos separa es un abismo que no puede saltarse en una vida. No; pierde cuidado.

—¡Pobre! —se lamentó, poniéndose en pie y acariciándome la mejilla con su mano.

Fue una caricia lenta, dulce, que me inundó de una emoción que hacía mucho que había olvidado. Tal vez por primera vez le fui realmente infiel a Aurora desde que nos separamos, y por primera vez deseé yacer con aquella mujer para amarla con todo lo que era.

—Tú sueñas, hijo —añadió, y se fue con un desapego que me pareció el de una maza que rompía en mil pedazos el único sueño de carne que verdaderamente había tenido desde...

Su insensibilidad no me pareció menos criminal, ni en el modo ni en la actitud, que la de Pablo. No sé si la odié por su cruel indiferencia o si me odié por mostrarme vulnerable; pero quizá no fuera sino una especie de despecho por haberse mostrado más receptiva a mi propósito, porque enseguida me sentí ridículo, anacrónico, trasnochado. ¿Qué otra actitud que esa era posible, por más que el desdén estuviera también fuera de lugar en el drama que estábamos viviendo?

Me fui a la sala y prendí el aparato de televisión que allí había. O no estaba conectado a la antena, o sencillamente ningún canal emitía. Después, me fui al ordenador que estaba sobre una mesita y quise ver si por Internet era capaz de enterarme de qué sucedía en el mundo, pero tampoco había conexión disponible. Desesperanzado, me dirigí al ventanal que daba a la parte posterior de la casa y me quedé mirando la piscina vacía rodeada de césped. Debía ser medianoche ya, y hacía mucho frío. Navidad estaba ya a la vuelta de la esquina, y supe que, de llegar a ella vivo, sería la más triste de todas las de mi vida.

No sé cuánto tiempo estuve perdiéndome en mi nada, pero debió ser bastante. Un tiempo indefinido en el que me planteé cuestiones existenciales, justo esas para las que nunca hay respuestas acerca del objeto de la vida, del sentido de las vidas de quienes había querido, de los porqués del trabajo, de los afanes o de las aficiones siquiera. Un momento solo de un hombre que se sabía más solo que nunca, más vacío y hueco.

Podía dar algún sentido a mi vida aún, no obstante, si supiera a quién elegir para que se salvara, alguien que pudiera decirle al porvenir que una vez hubo un hombre... No; nada de eso. Ni eso tan siquiera me servía. Si podía prolongar un solo día de alguien, que fuera por el acto mismo y que nada tuviera que ver conmigo ni con mis frustraciones. Ya había tenido mi oportunidad, como los demás mortales, y la había perdido.

—No te habrás enfadado por lo de antes, ¿verdad? —me dijo Melisa a mis espaldas.

Tenía puesto un albornoz de Pablo y se envolvía el cabello con una toalla.

—No. Soy a veces un poco tonto. Lo que hoy hemos vivido...

—Tú no tienes la culpa. En realidad, no la tiene nadie. Pasa lo que pasa.

—Tal vez tus anunnaki estén llegando o, como dice la Biblia, los ángeles, que a lo mejor son ellos y bajarán para rescatar a los buenos.

—Yo que tú no confiaría demasiado en eso.

Se quedó mirando hacia la oscuridad de aquella noche sin luna. Tal vez pensara como en lo que la vida representaba o había significado para ella, por más que no mostrara ansiedad o preocupación.

—Debe estar Nibiru muy en lo bajo, hacia allá, entre Libra y Escorpio, a los pies de Ofiuco —dijo Melisa como pensando en voz alta, señalando con su dedo hacia el sur.

—Parece mentira que algo tan lejano pueda hacer tanto daño —reflexioné.

—Como un sentimiento, por ejemplo, que cuanto más distante se hace más grande.

—Sí; tal vez como eso.

—A lo mejor te interesaría ver esto —me dijo Pablo desde el otro lado de la sala.

Me giré, le vi sentado ante su equipo electrónico y me dirigí a él, acompañándome Melisa. Tenía en la pantalla una imagen de un planisferio y una columna de textos en inglés que se desplazaban a la derecha.

—Son informes militares —me informó, sin especificarme de qué país o llegados por qué medio. Tal vez hubiera entrado en alguna red de comunicaciones de la OTAN o algo así, porque de ser españolas los textos no estarían en ese idioma—. No fue una bomba de pulso, sino una llamarada solar, según parece, que solamente afectó a cierto tipo de componentes. Dice aquí que casi todos los satélites, con excepción de los militares, han quedado fritos y que cayeron más de once mil aviones en todo el mundo. En lo demás, especialmente en los equipos que usaban componentes más antiguos, parece que no hubo demasiados daños: lo viejo, al final, es lo que dura. Mira, ¿ves esto?: son los cables de hoy. En este dice que Japón ha sufrido varios terremotos y que parte de él se ha ido al fondo del mar; y este otro, dice que hay alerta roja en Yellowstone, en Wyoming, por riesgo inminente de actividad volcánica; por último, en este se da cuenta de los daños producidos en el continente americano por el maremoto que produjo el Cumbre Vieja, y parece que las costas de atlánticas de toda América hasta casi veinte kilómetros tierra adentro han sido borradas del mapa. ¡Esto está que arde!

La mayoría de los países estaban, a esas alturas, heridos de muerte y carecían de recursos suficientes para lamerse sus propias heridas. En medio mundo los militares habían tomado el control político, trayendo con ellos la ley marcial y el toque de queda. Además, sin televisión ni radio, las sociedades se descomponían en la desinformación a la vez que solo parecían operar las comunicaciones dependientes de los militares, seguramente porque supieron protegerse de lo que sabían que sobrevendría con la llegada de Nibiru.

—Toda una fiesta —dije con extraño sarcasmo.

—Te queda poco tiempo, Toni: dos o tres días como máximo. No tenemos más que eso, y me temo que entretanto moverán todas sus fichas para localizarnos.

—Tal vez eso que estás viendo sea una trampa.

Ya pensaba como un auténtico paranoico.

Me sentí curiosamente normal diciendo esas cosas que en cualquier otra situación me hubieran hecho reflexionar sobre mi cordura.

—Imposible que rastreen esta red. Me muevo con algoritmos y claves tan discretas que el mismo Apollyon tardaría meses en descifrar, y ya no les queda tiempo para eso.

—¿Qué es lo más importante, lo siguiente? —pregunté, yendo al grano.

—Hay un mensaje cifrado que menciona perturbaciones en el Cinturón de Asteroides; una lluvia de meteoritos, pero a lo bestia. Recomiendan a las autoridades políticas que se den mensajes de tranquilidad a través del ejército por medios locales como altavoces, y que se aumente la presión química. Parece que van a la lanzar el ataque nuclear contra Siria e Irán, involucrando a Rusia, como maniobra de diversión o como señal de retirada hacia los refugios de los elegidos.

—¿Siria e Irán y también Rusia? ¿Y qué tienen que ver ellos en todo esto?

—Bueno, no es más que una distracción, y ahí está la cosa muy caliente desde hace años. Por eso encendieron ese horno, para tenerlo dispuesto para este momento. Es su espoleta de seguridad. Nuclear, eso sí, porque es un asunto que arrastrará también a China y a la India, con lo que estará entretenida la población y los ejércitos de todo el mundo mientras ellos se ponen a salvo. Ya sabes, cuando del mago enseñe el pañuelo en lo alto, agárrate bien la cartera.

Lo de Siria e Irán y este posible escenario me recordó el Armagedón, cerrando el ciclo de las profecías antes del Fin. Inopinadamente, todo parecía encajar perfectamente con lo profetizado miles de años atrás, haciendo buena la argumentación del tío de Melisa.

Pablo me siguió hablando largo rato, refiriéndome toda clase de noticias que conformaban juntas un paisaje desolador: revueltas callejeras, deserciones masivas en los ejércitos, el atroz boca a boca de la llegada de Nibiru, falta de suministros, hambre en algunas ciudades, fallo de los sistemas de agua y sanidad. El sistema en pleno estaba colapsando con la misma violencia con que cayeron las Torres Gemelas. La recomendación última que hacía aquella red, perteneciera a quien perteneciese, era la de activar los ARN inoculados cuando las vacunaciones masivas para eliminar segmentos de población, y, por último, usar los ejércitos como armas de contención hasta el último momento. La palabra clave de retirada era «Omega».

Omega, pensé. La misma palabra que definía, según el tío de Melisa, la operación secreta del Vaticano para salvar las joyas culturales de la humanidad. Omega, la última letra del alfabeto griego, el último signo, el último paso del hombre como especie sobre la tierra y el último signo de Dios: «soy el alfa y la omega».

—¿Uno o dos días? —quise corroborar.

—Como mucho, para que tomes tu decisión, si es que tomas alguna. No hay más espacio para que hagas tu ejercicio. El tiempo se acaba. Si los aviones no pueden volar, salvo que hagan reparaciones que no creo que tengan sentido ya, no podrán hacerlo los de dispersión de gases, y en ese caso pudiera ser que mañana o pasado, si está el cielo despejado, pueda ser visible Nibiru de una forma más nítida que como un simple puntito rojizo en el firmamento. De ser así, se va a armar la de Dios porque el pánico va a propagarse multiplicado como un reguero de pólvora, y a la falta de suministros en los comercios va a sumarse la desesperación en su manifestación más escatológica.

Se acababa el tiempo, sí; y el mundo, con todas sus consecuencias.

Me sabía condenado a muerte, pero recibí la noticia con la urgencia del miedo; estaba preparado para morir, aunque solo teóricamente, y aquello de supuesto intelectual no tenía nada.

Era la muerte real la que estaba al acecho, la implacable, la definitiva, la que me catapultaría a lo definitivo, a la certeza de un Dios inflexible que juzgaría cada acto o a una nada igualmente desoladora de haber vivido nada más que como un bicho.

Me retiré de su lado, dejando a Melisa con él, y volví a la ventana. Miles de imágenes me asaltaban, todas ellas terribles. Podía ver, como con visión panorámica, un mundo en descomposición que se colaba de rondón por las rendijas de las ventanas y las puertas de cada casa, sembrando el pánico, sobrecogiendo los corazones y empujando a cada cual a hacer ofertas al alza al cielo, invocando probablemente el nombre de un Dios apartado de todos por la modernidad, acaso prometiendo rectificaciones imposibles y quién sabía si arrepintiéndose de la falta de osadía que cada uno tuvo para no haber hecho aquello que ya no podría llevar a cabo jamás. Los niños, contra el pecho de sus madres, buscando en la carne amiga una imposible seguridad de salvación ante el infierno; los hombres, sabiendo sus manos inútiles contra el mal que les amenazaba a ellos y a los suyos; y los ancianos, sin duda lamentando haber vivido tanto para llegar a ver eso. ¿Quién trajo el mal? ¿Fue el cielo, la astronomía, el Dios que todo lo controlaba o nada más que la Naturaleza en sus ciclos de creación y destrucción? ¿Cuál de todos ellos tendría fondos suficientes para hacer frente a esa factura?

Bien mirado, si consideraba el conjunto de la realidad no podía sino admitir que aquello era el mecanismo automático que había dispuesto el cielo: quien sembró vientos, cosechaba tempestades. La andadura humana, con todas sus luces, arrojaba un saldo de siniestras calígines. Guerras, devastación, violencia, abusos de todas clases de quien podía sobre sus semejantes. La misma humanidad había venido a dar, con sus propios actos, en una suerte de Sodoma, y como en Sodoma sería consumida por el fuego y el azufre que caería del cielo. Todos, o la inmensa mayoría de los hombres, habían conseguido poner en marcha tan funesto mecanismo con sus egoísmos, su propia inhumanidad ante sus semejantes. Cada quién había ido a lo suyo creyéndose un dios omnipotente, y ahora la vara de la justicia venía a igualar los raseros con su pompa de muerte.

Las lágrimas vinieron solas porque tenía la responsabilidad de elegir.

¿Encontraría quinientos justos?

¿Acaso cincuenta, como Abraham, o siquiera diez?

¿Uno, tal vez, que a Dios le moviera a compasión?

Lágrimas.

Lágrimas en las que temblaban las figuras aterradas de miles de millones de personas que veían llegar su última hora, y en las que se ondulaban también las figuras de Melisa y Pablo besándose, cuando volví a ellos la cabeza.

¿Qué importaba? ¿Qué más daba que la única mujer a la que me creí capaz de amar después de Aurora sofocara su angustia con mi amigo, refugiándose la carne en la carne? Acaso no hacía otra cosa que reclamarle una posibilidad de supervivencia al único hombre en el mundo que podía proporcionársela. Seguramente, pensaba, también sentiría miedo, pánico cerval de esa muerte que ya llegaba. Nada importaba ya: solamente me quedaba una cosa por hacer.

Sentí cómo Pablo y Melisa se fueron, y permanecí indiferente con la mirada perdida en la distancia. Ajeno al triquitraque de la cama del piso alto, tomé asiento en el suelo mientras me perdía en la oscuridad tenebrosa de aquella noche que probablemente jamás disiparía sus tinieblas entretanto hubiera un hombre sobre la tierra. ¿A quién salvar? Tal y como pensé entonces, anteayer, que fue hace mil años, para sobrevivir se precisaba una sociedad completa, aunque de mínimos; una que, cuando saliera de la madriguera, pudiera volver a construir, enfrentarse a los elementos y comenzar de nuevo. Una sociedad que requería máquinas, especialistas, sabios, jefes, policías, bomberos. Una sociedad completa y en miniatura como una semilla de la que brotara esplendorosa una sociedad multitudinaria y alegre que enfrentara nuevos calendarios con sus certidumbres y sus dudas. Una persona, dos, diez, no tenían ninguna probabilidad de lograrlo.

¿Por dónde empezar a reunir esa sociedad con únicamente quinientos miembros? No conocía a sabios ni a bomberos, no creía en ningún jefe ni tenía demasiada fe en ningún policía, y la única sabia que conocía estaba buscando el placer ante el pánico entre los brazos de aquel que la despreciaba. No; no conocía a nadie. Treinta y algunos años como policía me habían permitido, además de conocer a mis dos ángeles extintos, a una legión de criminales, seres que asesinaban a sus semejantes por placer, por vicio, por dinero y hasta por amor. El amor, cuando es malentendido, también mata.

Casi toda la gente que conocía era así, o perseguidor o perseguido. Todos éramos culpables de algo y tratábamos de encontrar en los demás lo que nos faltaba. Perseguidores y perseguidos, víctimas y verdugos, pero todos malos.

¿Quería reconstruir una sociedad que volviera a lo mismo, que el egoísmo de tener o de poseer costara otras vidas, sufrimientos, dolores, lágrimas?

¿Quién, verdaderamente era inocente?

¿Quién merecía otra oportunidad para que alguien le dijera «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia»?

¿Quién era lo bastante bueno para ser el germen de una nueva opción no a la persona, sino a la especie?

Apolión era, según me había dicho Melisa, el ángel portador del sufrimiento que podía propiciar la última oportunidad para el arrepentimiento y, a su vez, el que antecedía la sexta trompeta, antesala de la final, la definitiva. Podía ahora comprender su sello no con las palabras, la razón y ese lenguaje de símbolos, pero sí en su contenido: el abismo éramos nosotros, y nos lo abría para mostrarnos lo que éramos.

La otra Apollyon era la organización que había jugado con el destino de la humanidad usando trampas y artificios, la herramienta de ese dios de plastilina de Pablo, el pálido reflejo de ese ángel en sentido contrario, invertido, interesado, ya que no en lo importante de lo interior y trascendente, en lo exterior y material de lo mundano. Una nueva coincidencia con el juego de imágenes y reflejos que, según Melisa, conformaba el idioma divino, a menudo sirviéndose de la soberbia del hombre para humillarlo. Después de todo, en el pecado va muchas veces la penitencia.

Literalmente.

No tenía la menor duda de que si salvaba una semilla de esta sociedad, lo que brotara de ella sería una réplica. ¿Quería de nuevo el crimen, el robo, la codicia, la guerra? Consideré que si estrujara con ambas manos el libro de la historia, ¿qué zumo obtendría? ¿No chorrearía sangre, dolor, gritos, lágrimas? La historia del hombre, con diferentes máscaras y ropajes, había sido siempre una carrera alocada hacia el abismo que eternamente persiguió lo puro, crucificó lo bueno, maltrató lo indefenso y hasta se sirvió de lo inocente para satisfacer la perversión de los que pudieron.

—¿Todavía pensando? —dijo Pablo, tomando asiento a mi lado.

—Sí; pensando.

—Oye, no te habrá molestado que le haya metido un viaje a la putita esa, ¿no? Mira, si hubiera tiempo o quedara vida te daría un par de lecciones sobre cómo funcionan las tías, pero como no lo hay, solo te diré que a ellas les ponen los tipos como tú, para que cuiden los niños y laven los cacharros y todo eso, aunque los que les gustan de verdad son los muy malotes como yo. Especialmente para las cosas de los jugos y la carne, ya sabes. Que las den bien duro por todos sus agujeritos.

Y rio estrepitosamente.

En otras circunstancias quizá hasta le hubiera partido la cara solamente por el lenguaje que empleaba, pero me limité a decirle que ya no me importaba nada. Alegó él, con su habitual cinismo, que las despedidas con carne daban más fortaleza, y volvió a reírse de su chiste.

No me hizo la menor gracia.

—Tú no eras así, Pablo.

—Evolución, Toni: evolución. Ya sabes, la cosa esa del Darwin de los cojones: sobrevive el más fuerte. Ley de la naturaleza, no le des más vueltas. El sistema está montado así, y el que triunfa nunca es el más bueno, el que tiene más oportunidades nunca es el más educado y el que manda nunca es el más tolerante. Yo no puse las reglas: únicamente me adapté al terreno, como decía Sun Tzu, y aquí estoy. Y con las tías, pues lo mismo, que ellas lo que quieren es que las queme el alma.

—¡Pues menudo asco!

—Y que lo digas; pero es lo que hay. Bueno, y qué: ¿ya te decidiste sobre a quién salvarás?

—El cuento de Sodoma, ¿no?

—Ese, precisamente, es el juego. Siempre me dijiste que en elegir está la clave de la vida, y como ya no me quedaba más que joder después de saber lo del planeta ese, me dije: bueno, dejemos a Toni que elija, a ver si tiene huevos y me da una lección de veras. Este es el juego: quiero que me des una lección.

Genio y figura... Todavía se acordaba, y me guardaba el cariño o el odio suficiente como para haber esperado a esta hora y volver a mí con el fin de replantearme la cuestión.

Odio y amor son vecinos de patio.

—Pues puede ser que te defraude, porque ni por pienso conozco a quinientas personas, y mucho menos salvaría sobre los demás a ninguno de esos que sí conozco.

—Allá tú; pero es tu elección y si es eso lo que quieres, eso será.

—¿Te da lo mismo?

—Pues claro, tonto; la cuestión es que elijas libremente lo quieras tú, no lo que quiera yo. Solamente he conocido hijoputas.

Se rio nuevamente de su chiste. Le miré tratando de ratificar que me era sincero. Después de hacer todo lo que había hecho, de tanta sangre y tanta violencia, ¿se conformaría con que le dijera que no salvaba a nadie y seguiríamos tan amigos? No sé, pero me daba en la nariz que aún escondía un naipe en su juego o una ficha que no había puesto en el tablero.

—Siempre te aprecié mucho —me dijo, bajando el tono de voz hasta la ribera de lo íntimo.

—¿Qué te pasa —bromeé—, no tuviste bastante con Melisa y ahora te quieres liar conmigo?

—Tu culito está a salvo, compañero. Lo digo en serio: siempre te aprecié mucho.

Supe que me estaba hablando a carne abierta. Acepté su conversación y quise ver hasta dónde llegaba. Para mi sorpresa, al menos en apariencia, condujo a un orfanato perdido en la última esquina de la infancia, a días de sol y juego, a noches de confidencias y sueños, a momentos en los que éramos lo que éramos sin importarnos el pasado, ni el presente ni el futuro.

Charlamos, recordamos algunos pasajes, algún que otro de aquellos personajes que nos dejaron alguna huella, y luego, nos fuimos a la mili y de ahí a dos caminos que discurrían por muy distintos parajes. Su tono, que fue alegre y hasta íntimo, se hizo entonces duro o triste, pero siguió contándome cómo fue por el mundo quitando vidas como las mías, sin olvidarme.

Por mi parte, no tuve tanto que referir y ni siquiera el coraje de decirle que mi amor por Aurora, por mi hija e incluso por mi profesión, le arrojaron de mí como un cadáver en la fosa del olvido.

—También yo siempre te tuve presente —mentí.

—Es mentira, pero lo acepto —dijo con resignación—. La memoria es un baúl de trapos viejos. Creemos guardar en él algo bonito o bello, y cuando lo abrimos para encontrarlo, está todo devorado por las polillas y el tiempo. Nada de lo de ayer se parece a lo de hoy. Nunca te guardé en mi memoria, sino que siempre te tuve presente, por eso lo sé todo de ti y te conozco, y por eso ignoras todo de mí y te sueno a nuevo.

Había mucho de verdad en sus palabras, pero quería más. Sin embargo, lo evitó, evidenciándose que no quería entrar en temas serios, tal vez porque prefería demorarlos para cuando mi elección fuera definitiva.

—No conviene gastar ya toda la munición —se excusó—, porque aún nos quedan dos o tres batallas que librar. Hablaremos de eso con detenimiento, pero no ahora. Por cierto, hablando de munición, ten a mano esta noche tus armas, porque es posible que te hagan falta.

—¿No decías que esta casa era lugar seguro?

—Y lo era, pero las cosas cambian. Evolución, ya sabes. Apollyon no ha dejado nunca de mover sus fichas y en esta jugada le va mucho, pero mucho. Además...

Seguimos charlando, ya con la luz apagada. La noche sin luna no podía ser más siniestra y, al mismo tiempo, más íntima. Volvimos al orfanato, a la vez que Pablo ponía a mano algunas armas y dos o tres controles remotos. Era un tipo sorprendente, capaz de encajar con la mayor naturalidad los mayores riesgos como si para él siempre hubieran sido cosa de rutina. Me estaba acostumbrando a su manera de ser, o quizá nada más que estaba zurciendo el personaje apolillado que rescaté del fondo del baúl de la memoria.

Susurrábamos apenas, ambos sentados en el suelo con la espalda contra la pared, al tiempo que manteníamos nuestros sentidos alerta, atentos a cualquier vibración del aire que nos indicara un movimiento extraño o fuera de lugar.

Pero no fue un movimiento extraño, sino una explosión violentísima la que nos hizo empuñar las armas y tendernos en el suelo.

Dos, tres, diez explosiones más se oyeron en el jardín.

Pablo, por propia seguridad, había convertido su jardín en un campo minado, en la primera línea de defensa contra la irrupción del enemigo, tal y como en ese instante sucedía.

Alguien abrió fuego contra la casa.

Pablo reptó hasta el muro y echó su espalda a la pared junto a una ventana, a la vez que me ordenaba que cubriera la otra parte de la casa. Silbaban las balas por todas partes, haciendo saltar hechos añicos pedazos de pared y de su equipo electrónico. Devolvíamos el fuego como podíamos, y abatimos a los dos hombres que lograron entrar en la casa; pero la situación se complicó en exceso cuando dos helicópteros silenciosos descendieron hasta casi tocar el suelo y se descolgaron de ellos una docena de hombres, entretanto desde sus morros hacían fuego con ametralladoras giratorias de alta potencia.

Había estado acurrucado contra una esquina mientras se desataba aquel infierno, tratando de no ser alcanzado por la tormenta de fuego; pero apenas se detuvo y levanté mi cabeza hacia Pablo, tal vez hubiera preferido que un disparo me hubiera abatido. Melisa, le estaba encañonando.

¿Qué estaba sucediendo?

—Tu elección, amigo: he aquí la segunda mano de Apollyon —me dijo  

Pablo con asombrosa serenidad. Y continuó jocoso, al tiempo que se incorporaba y levantaba las manos, aún sujetando sus armas—: siempre tuviste mala mano para las mujeres.

—¿Apollyon, Melisa? —curioseé, no sin miedo de escuchar su afirmación.

Pero hube de arrojarme detrás de un mueble, porque al instante Melisa se volvió hacia mí y disparó. Su falta de puntería, la oscuridad o ambas cosas impidieron que me alcanzara; pero ese momento lo aprovechó Pablo para tomarla por sorpresa, desarmarla y, al tiempo que apoyaba el arma contra su cabeza, protegerse tras de ella de los hombres que ya entraban por las ventanas.

—Vámonos, nena, que estos chicos son muy malos —ironizó.

Con una de sus manos apretó uno de los controles remotos y, tras una violenta explosión, parte del pórtico exterior se desplomó, lanzando en distintas direcciones a los hombres que estaban entrando. Sin dejar de disparar a los supervivientes, arrastró hasta mí a Melisa, la puso a un paso apenas y con violencia descubrió su torso para que viera el sello de Apolión tatuado entre su pecho izquierdo y su hombro.

—Ya ves cómo son las cosas, chiquitín —me dijo, a la vez que la disparaba en la cabeza.

El cuerpo sin vida de Melisa cayó junto a mí, quedando frente a mis ojos estupefactos sus ojos verdes ya sin vida. Estaba perplejo, tal vez paralizado por el pánico o la sorpresa, pero Pablo me sacó de mi estado tomándome por la chaqueta y protegiéndome con su cuerpo.

—¡Vámonos, coño, que aquí no nos quieren!

Le sentí estremecerse, sin duda porque una bala le había alcanzado en alguna parte, aunque no por ello dejó de empujarme hacia el garaje mientras disparaba. Pulsó otro control remoto, y parte de la casa saltó por los aires, derrumbándose las habitaciones que daban al norte.

Entramos en el garaje y cerró la puerta metálica. Luego corrió los botes de pintura que había en una estantería, pulsó una palanca, se abrió una puerta en el muro y conectó una especie de clave, encendiéndose al punto un marcador de tiempo que rápidamente buscaba el cero.

Me empujó a través del hueco, cerró la puerta figurada de hormigón y reptamos a toda prisa hasta otra semejante que daba al chalé vecino.

En el garaje de la casa en el que desembocamos, había una motocicleta de gran cilindrada. Subimos a ella y, entretanto se abría la puerta de la cochera y la exterior del chalé, esperamos.

Se escuchaba al otro lado del túnel, incluso en él, ruido de gente de armas, voces, órdenes, pero todas ellas fueron acalladas por una violentísima explosión que hizo añicos la casa de la que veníamos y que aun engulló a los dos helicópteros.

—¡A esto se le llama estar preparado!

No estaba para halagos. A toda potencia salió del garaje sin encender las luces de la moto siquiera, enfiló la calle, giró en la primera esquina y desembocó en una carretera de segundo orden que daba a un pueblo próximo, a medio camino de la sierra.

Todo parecía perfectamente estudiado, y en aquel momento me pareció que su único fin al ir a esa casa había sido descubrirme la verdadera identidad de Melisa, sin duda porque él ya sabía desde hacía tiempo lo que yo ignoraba. No parecía seguirnos nadie, pero igual miraba Pablo sin cesar por los retrovisores.

Al llegar a una pequeña alameda, se salió de la carretera, entró en el pueblo, atravesó por un pequeño paso subterráneo la autopista de circunvalación y siguió protegido por los árboles que escoltaban un riachuelo hasta desembocar en una carretera comarcal que se dirigía directamente hacia la sierra de Guadarrama.

Con el motor de la motocicleta a medio gas, llegamos a una población pequeña. La atravesó, y en una de las últimas casas se detuvo. Abrió la puerta de lo que más parecía un corral que un garaje, metió la moto en él y entramos en la casa.

—¿Sabías quién era Melisa?

—Sé quién es quién en Apollyon. Mi último puesto estuvo en Inteligencia y todos los datos estaban a mi disposición. ¿Cómo crees que llegó primero ella y después los agentes de Apollyon a El Escorial?

—Creí que tú la habías llevado hasta allí para...

—¡Joder, Toni, qué tonto que eres! Yo era el objetivo, soy el premio gordo. Tú no eras más que el cebo, solo eso, no te ofendas.

—¿Tan importante era?

—Ni tanto así, un recambio. Una seleccionada para la madriguera madrileña por sus conocimientos, quizá. No era operativa, ni siquiera tenía formación. Le apretaron las cuerdas y le dijeron que o yo o ella, y listo. U otra cosa, porque esos se las saben todas y pueden apretar las tuercas de mil maneras. Lo mismo, para volverla contra ti, le dijeron que tú te cargaste a su hermanito, o vete a saber. No se lo tomes a mal: simplemente trató de sobrevivir. Pero, en fin, una listilla menos. Pena, porque era preciosa.

—Entonces ya sabía lo de Nibiru, por supuesto.

—¡Que no, hombre, que no! Ella trabajaba para Apollyon descifrando las tablillas, nada más que eso. De lo demás ella no sabía un pimiento. Un poquitín de logia, un poquitín de grupo secreto y otro poquitín de secta, ya sabes: el cóctel justito para que los ingenuos sirvan y sean útiles, a la vez que les pagan cuatro euros por hacerse ese tatuaje y no mostrarlo. De entre todos ellos, a algunos se les reservaba para las madrigueras, a otros no. Ella, ya ves lo que son las cosas, era de las elegidas, o al menos eso le hicieron creer cuando la despertaron. ¡Ja, ja, ja! Ellos la despiertan para una misión operativa, y yo la he dormido.

—Pero tengo la impresión de que tú, antes de lo que pasó, ya sabías que era de Apollyon. Y lo sé porque siempre la trataste con desprecio...

—Toni, los polis tenéis muy poca inteligencia. Primero aparece en el monasterio como por arte de magia, en el hotel aparecen los sicarios para hacer su trabajo, y luego, cuando cuento que se cargaron a su hermano, ni se extraña siquiera. Ahí me confirmó su pertenencia, y puedo suponer que la pusieron en contra tuya haciéndola creer que tú eras el responsable de su muerte o lo que sea. Usando la posibilidad de salvarse de una catástrofe universal y, al mismo tiempo, predisponiéndola ante ti para que rompiera sus lazos afectivos, si es que los había, es como la convencieron para actuar de esa forma, eso es seguro. Y de hecho, seguramente llevaba algún tipo de localizador de alta seguridad, gracias al cual supieron dónde estabais en El Escorial y dónde nos encontrábamos aquí. En fin, que tenía no solamente que descubrirme, sino también que averiguar todo lo que pudiera, por eso se fue a la cama conmigo: nada de amor, chico, que el amor hoy en día...

Reparó Pablo en que mi gesto denotaba confusión, acaso decepción y, desde luego, cierto abatimiento producido por la inesperada sorpresa.

—Vamos —me alentó bromeando, como restando importancia a mi decepción—, no te lo tomes así. Mira, ya supongo que te habría hecho tilín que ella y tú fuerais los últimos seres vivos y repoblar con ella el mundo, pero qué le vamos a hacer. Después de todo, no es nada raro lo que hizo. Si te contara lo que sé de casos extremos parecidos, te quedarías de piedra. Por mucho menos he visto cómo se vendían padres e hijos, incluso matar unos a otros para salvar su pellejo. Una piel, para quien la habita, lo vale todo: fidelidades y traiciones. Los hombres, amigo mío, no son como tú has querido imaginarlos.

Pareció sopesar si aquella explicación me era suficiente, y como pareció entender que no, continuó:

—Si te sirve de consuelo, te diré que la mayoría de los seleccionados por Apollyon ni siquiera saben que lo son. A veces los eligen por su formación o sus conocimientos, y otras nada más que como donantes de órganos o como objetos de entretenimiento. Les dan becas, trabajos, los mantienen controlados para cuando llega el momento y, si les hacen falta como ahora, les activan, poniéndolos entre la espada y la pared. Todos prefieren la pared. Son muy persuasivos los chicos de Apollyon y dominan muy bien a sus criaturas. La mayoría de las veces, ni siquiera saben por qué se tatuaron el sello de Apolión. Algunas veces por una apuesta, por una influencia de un amigo que no es tanto o cualquier otra tontería. Incluso a veces les pagan por ser marcados. No le des más vueltas, hazme caso, y aprende a aceptar que habitaste Nuncajamás. Nada es como tú creías y me hiciste creer.

Sacudí la cabeza un par de veces, aceptando la situación, y procuré pasar página.

Pablo sangraba por una pierna.

Le ayudé a subir los escalones del piso alto, donde decía tener un botiquín de urgencia, y mientras siguió dale que dale a la hebra del porqué de esto o el porqué de aquello.

—Tendrás que sacarme esa bala —dijo.

Protesté porque esas cosas de la medicina nunca habían sido lo mío; pero él me tranquilizó diciéndome que contaba con todo lo necesario y prometiéndome que en el peor de los casos no tenía la intención de morirse de una infección porque ya no quedaba tiempo para eso.

Lo hice, y ni fue tan desagradable como suponía ni quedó tan mal. Su ayuda, marcándome los pasos, fue muy valiosa.

Amanecía.

Tal vez esa forma de vida y esa tensión fueran lo normal para él, podría ser incluso que al mundo le quedaran unas pocas horas o unos días, pero estaba tan agotado que solamente pensaba en dormir un poco, aun a pesar de ese albor oscuro con que se despertaba el día.

—Comamos algo y acuéstate un rato —me invitó—. Mañana será el último día para cumplir tu misión y la mía. Sueña, amigo mío, y que los ángeles te iluminen porque, o me das esa elección, o nos sentamos ahí fuera a ver cómo termina el cuento.

Efectivamente comimos, reímos e incluso compartimos una excelente botella de vino del Bierzo. Un vino bravo como la amistad que estaba reverdeciendo.