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27

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La elección

La vida es dura, si ha de ser grande. Solo admite elección entre victoria y derrota, no entre guerra y paz.

Oswald Spengler

––––––––

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No sé qué soñé o si lo hice tan siquiera. Ni aún sé qué fuerzas me movieron a optar por lo que elegí, si una inspiración divina o si nada más que el relajo mental generado por haber dormido casi diez horas de un tirón. Sin embargo, recuerdo que cuando abrí los ojos mi elección estaba tomada y sonreía, que casi sentía alborozo porque había resuelto, creo que sabiamente, el mayor y más complejo dilema de mi vida.

Miré el reloj. La tarde ya estaba concluyendo y me sorprendí porque la luz del día no me hubiera perturbado, aunque no tardé en enterarme por Pablo de que una densa capa gris dificultó en gran medida que los rayos del sol llegaran al suelo. No eran nubes, ni siquiera la humareda de un incendio más o menos próximo o las cenizas en suspensión de fumarolas volcánicas lejanas, sino una especie de manto denso y maloliente que ennegrecía el cielo y que nadie parecía saber de dónde procedía.

—Ajenjo debe haber caído —dije sin reflexionar siquiera.

—¿Ajenjo? —coreó Pablo.

—No, nada: cosas mías. El predecesor de Apolión.

Tal vez lo fuera o quizá no, pero tenía la impresión de que el tiempo se agotaba aprisa. Ni siquiera quise ponerle al corriente a mi amigo de la pauta de sucesos que el tío de Melisa me había descrito. En mi mente, ese primer meteorito que mencionó el anciano obispo ocupaba un espacio que compartía con lo que el mismo Pablo dijo el día anterior acerca de Yellowstone y los otros mil volcanes que habían entrado o estaban por entrar en erupción por todo el mundo, sin duda liberando tal cantidad de cenizas que a esa hora ya habían envuelto al globo y habrían hecho amargas las aguas.

La hora final se acercaba apresuradamente, y la tierra se cubría con una mortaja negra.

—Queda algo de comida de la que hice para mí. Sírvete si quieres —me dijo Pablo sin moverse de la silla en la que se encontraba.

Lo hice. Tomé un plato del armarito que había sobre el fregadero, me serví una porción regular de guiso y tomé asiento en una silla frente a mi amigo. Tenía hambre y me despaché con ganas, y hasta le pregunté si no habría por ahí otra botella como la de la noche anterior.

—Lo bueno no dura para siempre —bromeó.

—Nada es para siempre —puntualicé.

—Comenzaron a eliminar gentes en algunos países y han dado luz verde a la movida de Siria e Irán, según supe: esto se acaba, amigo mío.

Por alguna razón, ni siquiera me interesó la noticia. No quise perder ni un instante en considerar un conflicto que a buen seguro se habría iniciado de forma convencional para, en unas cuantas horas o unos cuantos días, involucrar a China y Rusia y desatar en la región o en todo el mundo un conflicto nuclear. Al final, seguramente entrarían también India y Paquistán, y millones de personas iban a perderse el espectáculo del fin del género humano por unas horas quizá, simplemente porque estaban sirviendo de distracción a las maniobras de los dioses. Pero, en fin, apenas si respondí con un «¡Ajá!», sin perder por ello el apetito.

Me desconocía a mí mismo.

Pablo no había dormido. Me estuvo velando en prevención de que, de alguna manera, Apollyon hubiera podido rastrearnos. Alabé su guisote, y me replicó con su habitual sorna que eran las ventajas de la soltería. Hablamos de eso, de por qué no se había casado, de por qué había renunciado a una vida normal, con una esposa, unos hijos, en fin, todas esas menudencias que dan sentido a una vida.

—No tengo por quién llorar ahora. Ya ves que es una ventaja, porque nadie mío morirá hoy, mañana o pasado. La fortaleza de los que tienen afectos es también su debilidad, porque ellos sí que tienen qué perder: creyeron que se habían hecho dioses.

Pablo se complacía en enfocarlo todo desde una óptica estratégica o militar, pero se echaba de ver que eran argumentos ahorrados tras muchos sufrimientos o tal vez retazos de un convencimiento adquirido a la sombra de quienes, en su locura, realmente se habían creído dioses. Había visto mucho, había vivido demasiado y sabía mejor que nadie lo débil que era el hilo que sostenía la vida.

—Y de lo tuyo, de la elección, ¿qué hay?

—Está tomada.

—¿Y?

—Antes, Pablo, hablemos de lo que callaste ayer. No creo que se vaya a terminar el mundo porque perdamos unos minutos.

Ambos reímos la simpleza. Y fue precisamente esa risa la que destrabó los cerrojos de la franqueza o la que abrió la fosa en la que ambos enterramos la osamenta del cadáver de una amistad antigua. Habíamos hablado del orfanato, del Ejército, de Aurora y de mi hija, de Melisa y de mil cosas más; pero no habíamos dicho ni una sola palabra de las causas que produjeron la muerte de aquella relación que nos hizo hermanos sin compartir ni una sola gota de sangre.

Pablo se incorporó, se acomodó en el respaldo, puso con cuidado su pierna herida en el suelo, apoyó sus codos sobre la mesa y me miró fijo, muy fijo. Sus ojos no eran aquellos fríos y desolados tan característicos del Pablo que había rencontrado, sino que del fondo de ellos sentí brotar un calor con geometría de ternura, de confesión al amigo, de sinceridad auténtica que me rescataban desde el olvido a aquel camarada de la infancia y la primera juventud que se tragó el tiempo. Me pareció que su rostro, tatuado por mil cicatrices y reflejo de un alma torturada, se estiraba como por milagro, que recobraba la frescura y lozanía de la juventud en que nos separamos, y comenzó a desbarrancarse por una confidencia que caía en picado al más hondo de los abismos.

¡Cuánta muerte le rodeaba, y cómo le dolía fingir que no le afectaba!

Vertical, como un monumento levantado de una sola piedra, enfrentó con admirable entereza al monstruo más terrible, sostuvo a la más feroz de las aflicciones y soportó el más atroz de los tormentos. Se quitó la máscara de cinismo que tanto tiempo habían ocultado sus facciones, dejó a un lado su hasta entonces habitual atuendo de hipocresía, apartó de sí al profesional de la muerte y dejó desnuda ante mí su carne, o mejor sería decir su alma atribulada. Él había sido el peor de sus adversarios; él, su peor enemigo, y todo por no decir las dos palabras que ahora pronunciaría:

—Te quiero —me dijo.

Y antes de que añadiera una sola palabra, medio ahogado por un hipo que no podía contener y que le hacía nudos en la garganta, me advirtió que no me equivocara porque, si me quería, era por haber sido más que su amigo, más que su madre, más que Dios, por haber estado a su lado en aquellos años terribles, aceptándole como era y sin pedirle nada en contrapartida. Y más que eso, porque le enseñé a volar adonde ningún pájaro podría llegar jamás. Fue entonces cuando sacó su cartera, la abrió y tomó con sumo cuidado aquella pluma desteñida y ajada ya, que durante toda una vida le había acompañado.

No supe qué decir y dejé que fuera mi corazón quien se pronunciara, o acaso el afecto demudado en ira que inesperadamente brotó a borbotones del fondo de mi alma:

—¡Eres un gran cabrón! —le grité—. El mayor de todos los que hay en el mundo. Hizo bien tu madre al dejarte, porque mira lo que eres: has asesinado, has exterminado inocentes, has sido un martillo para crucificar lo bueno que pudiera haber en el mundo. No mereces respirar, no mereces un segundo más de esta vida que empañas e insultas con tu mera presencia. Eres lo peor y más abyecto que hay sobre el orbe, Pablo: eres el diablo en persona. Ojalá murieras ahora mismo, ojalá no hubieras nacido siquiera, ojalá tu muerte sea tan horrible como todas las que has producido, y ojalá que yo tenga esa misma suerte, porque también te quiero. Te quiero a pesar de todo eso, y te quise lo bastante como para que fueras un obstáculo en mi matrimonio. No; tampoco estoy hablando de un amor de carne, de esos que tienes por ahí con quien sea. Te quiero, Pablo, porque fuiste lo que fuiste para mí: mi amigo, mi compañero, mi confidente, quién sabe si más que si hubieras sido mi hermano. Cuando se tienden lazos tan firmes, nadie debería destruirlos. Tuve una mujer, tú pudiste tener otra y ambos pudimos seguir siendo amigos. También te quiero, ¡cabrón!, y esta mierda que has hecho ahora cae sobre mí.

¿Qué hace que dos hombres se quieran?

¿Qué extraña e incomprensible fuerza obliga a que se amen dos seres?

¿Qué ataduras férreas son las que unen dos almas que no pueden romper ni los años ni millones de muertes?

¿Qué ciencia considera esta fuerza, mayor que la que une el átomo o la que nos fija los pies en la tierra?

¿Qué hizo que nos abrazáramos como dos almas mitad que se rencontraban para formar una sola, y hasta que nos derramáramos llorando como dos huérfanos que habían sido echados de la vida a un hospicio?

Uno o los dos a un tiempo supimos en ese justo momento que éramos el mismo, el ego y el alter ego recíproco, el bien y el mal unidos por mitades, por mitades viviendo por separado lo que debiéramos haber vivido juntos.

¿Amor? Sin duda.

¿Amistad? Exactamente.

¿Fidelidad? ¡Como que hay Dios!

Más allá del cuento psicológico ese del afecto del amigo que suple al de la mala mujer que nos arrojó al orfanato y de la frialdad afectiva de un centro social insensible, éramos lo que éramos: dos hombres que se querían más allá de sí mismos, y punto. Era una ley —nuestra ley— tan veraz como todas las leyes de la Naturaleza, y como las de esta no precisaba de la aprobación de nadie ni de explicación alguna.

Habíamos superado juntos tantas pruebas, aprobado y suspendido tantos exámenes de la vida, que no éramos más que un solo alumno, una misma cosa con distintos miembros. ¿Cuántas veces me pregunté qué sería de su vida? Pocas, porque el dolor me obligó a empujarle hacia el olvido, a que le tragara la nada y a que la vida le escondiera y le hiciera sufrir como yo sufría. Mi deseo se cumplió, y por ello mismo era cómplice de su barbarie.

—¿Por qué no lo dijiste entonces?

—Te lo digo ahora.

—¿Te imaginas acaso cuánto sufrimiento habrías ahorrado al mundo de haber dicho esas dos palabras?

—Ninguno, Toni, porque otro habría hecho el trabajo.

—Pero es que a mí no me importa otro, sino tú y yo. Tú eras mi amigo, el único referente verdaderamente sólido de mi vida, y tenías el deber de decírmelo: estabas obligado.

—O tú de darte cuenta.

Pujamos por un sí o un no, pero ambos, en el fondo, estábamos felices de que los naipes, por fin, estuvieran cara al cielo.

¡Qué grandes tragedias esconden los actos más pequeños!

Felices, mientras bebíamos, hojeamos el pasado como si leyéramos de un libro abierto, hablando de lo que habíamos hecho, aunque ahora con una visión nueva, despreocupada y jubilosa, porque habíamos recobrado nuestra mitad perdida o porque, al fin, habíamos regresado al camino en el punto exacto en que lo perdimos. No fue por mucho tiempo, pero sí fue la charla más hermosa de cuantas he tenido. Así es la vida, que, en la picota, como en las tartas, siempre pone una guinda.

—¿Y tu elección? Y no me vengas con mierda de esa como lo de Melisa o fulanas parecidas, por favor. No me decepciones.

Le conté mi idea con todo detalle, y Pablo, contra todo pronóstico, le dio un aprobado. Es más, le pareció una solución magnífica, tal vez incluso su redención y la mía.

—Como idea, es cojonuda; como broma, para partirse; y como elección, la mejor de las posibles. Tenemos que ponerla en práctica, y eso no va a ser fácil, nada fácil; pero lo haremos, porque como ya estamos muertos, podremos divertirnos un rato en lo que nos queda.

Discutimos los detalles. Respecto de los potenciales guardias que hubiera en Nivel1, y pese a que con toda seguridad harían reforzado la seguridad hasta lo paranoico, era lo de menos porque podrían ser eliminados sin problemas, incluso lo de evitar que quienes tuvieran que ocupar la madriguera llegaran a hacerlo; pero el resto del plan requería muchas manos, y de estas solamente sumábamos cuatro y disponíamos de poco tiempo para materializar una idea tan «peculiar» como la que le había propuesto.

—Si lo pedimos por favor, ni caso nos hacen, seguro —apunté cínico.

—Pero nadie se resiste a un secuestro —replicó Pablo.

La sugerencia que hizo, por criminal, únicamente de un criminal avezado podía venir, y desde luego era grandiosa.

Manos a la obra.

Ahora solamente faltaban cuestiones de logística, porque era mucha gente para secuestrar o mover, mucha gente para combatir y seguíamos siendo dos, uno de ellos herido. Pensé en Julián, que no era mal hombre, y tal vez en algunos otros compañeros.

—Querrán algo más tangible que la honestidad o la fidelidad a un trabajo mal pagado —apuntó Pablo.

—¿La ideología, quizá?

—Eso no vale una mierda.

—¿Entonces?

—Plazas para los suyos. Si no los das algo a ganar, lo pierdes todo.

—Pues habrá que dárselo —concluí.

Aceptó al punto Pablo, admitiendo que en todo juego siempre había riesgos que estar dispuestos a asumir.

Sería casi la del alba cuando dimos el plan por completado. A esa hora consultó Pablo su equipo buscando novedades antes de salir de casa. Supo que habían logrado restablecer ya algunos medios de radio y televisión, pero no pudo enterarse de nada fuera de lo que ya era común en todo el planeta, como la enorme sucesión de catástrofes.

Más tarde, ya amanecido, el mismo presidente intervino ante los medios para informar a la población que se había demostrado que todos los desastres producidos en los últimos días eran responsabilidad de la alianza entre Siria, Irán, Rusia y China, los cuales habían usado armas geológicas y de pulso electromagnético para generar las tragedias que todo el mundo conocía, pero degradando la realidad y desdiciendo los muchos rumores que alarmaban a la sociedad sobre Nibiru. Mentiras, vaya, que no parecían incluir, al menos de momento, la clave Omega. No obstante, el reloj había precipitado su carrera y el tiempo se agotaba.

Ambos nos sonreímos por cómo funcionaba el juego, y hasta yo mismo me sorprendí de mi reacción, cual si desde siempre hubiera estado al tanto de la hipocresía del poder. Pero ya solamente cabía en nuestra mente la ejecución urgente de un plan que se las prometía de complicado y peligroso, y por ello, sin más, pertrechados para un viaje solo de ida, salimos de la casa de Pablo en su enorme todoterreno, cargando en el la parte posterior cuantas armas, municiones y equipo diverso que había acumulado para alcanzar su objetivo. Daba la impresión de que mi amigo había calculado tener que enfrentar a todo un ejército, y desde luego no me pareció que hubiera sido muy exagerado.

Sin detenernos apenas, más que para disparar sobre los militares que había en un control situado en la carretera de enésimo orden que rodeaba Madrid, llegamos a la ciudad cuando ya se levantaba el toque de queda.

Nos dirigimos directamente a la Central, dejamos el coche en la puerta y entramos hasta la sala de investigadores.

Julián estaba allí en su despacho, como siempre.

Le pedí a Pablo que me esperara un momento, y entré a hablarle.

—Quisiera tener unas palabras con todos vosotros —le dije.

—¿Estás loco? —me replicó sorprendido—. Lárgate de aquí o eres hombre muerto.

—Vamos, Julián, no tenemos tiempo. Es demasiado importante lo que os tengo que comunicar, y dependen demasiadas cosas de ello. Por favor, convoca a los chicos en la sala de juntas.

No dije una palabra más, salí del despacho dejando a su arbitrio si quería detenerme o dispararme por la espalda, y me dirigí al despacho del inspector jefe, a quien le solicité lo mismo y reaccionó de manera parecida.

El ruido exterior llamó mi atención lo suficiente como para interrumpir la conversación que mantenía, y fui a la sala de juntas; para mi sorpresa, Julián había convocado a quienes se encontraban en la Central y allí estaban esperándome buena parte de mis compañeros.

Después de advertirles de que si tras escucharme me querían detener podrían hacerlo, les informé a grandes rasgos de lo que era Apollyon, de lo de Nibiru y lo que representaba para la humanidad en su conjunto, de la red de madrigueras que se abrían bajo el suelo de media España, de lo que pretendían los poderosos para salvar solo a unos cuantos que les sirvieran en la nueva era que comenzaría cuando Nibiru se retirara y de con quiénes pretendía ocupar Nivel1 y cómo conseguirlo, para lo cual, o me ayudaban con todos sus medios y hasta pudiera ser que entregando también sus vidas, o no sería posible.

Algunos habían oído hablar de Nibiru o habían visto algún video en Internet sobre el asunto. Prácticamente ya era un asunto de dominio público. Otros, en cambio, creyeron que era una locura que ni siquiera merecía su tiempo.

Las quejas y apoyos se repartían casi por mitades. El guirigay era formidable, y amenazó con extenderse. Lo interrumpió la irrupción de Gastón, el oficial de la Interpol, junto con dos de sus agentes, quienes detuvieron en seco las discrepancias. El de mayor rango de ellos, mostrando ostensiblemente su placa, ordenó detenerme, pero tres certeros disparos de Pablo abrieron otros tantos ojales en los cráneos de los supuestos policías.

Todos empuñaron por acto reflejo sus armas reglamentarias y tomaron a Pablo por objetivo, pero me interpuse entre ellos y Pablo y grité una vez y otra que era de los nuestros, que estaba de nuestro lado, invitándoles a la calma.

—Ellos son el enemigo: Apollyon —grité, señalando los cadáveres. Y añadí—: Julián, haz el favor, descúbreles el pecho.

Julián, con su arma en la mano y dudando, se acercó a uno de los cadáveres mientras la mayoría de mis excompañeros nos apuntaban a Pablo y a mí con sus armas, y descubrió su pecho, no viéndose en él nada esclarecedor.

—Un poco más, Julián, entre el pectoral y el hombro izquierdo.

El sello de Apolión se mostró primero en ese cuerpo y, luego, en los otros dos. Les informé de lo que significaba, y muchos, curiosos y sin prevención ya, se acercaron a los cadáveres para verlo mejor. Después, cuando supuse que habían saciado su curiosidad, volví a tomar la palabra, y les informé:

—Esa marca es la distintiva de la organización.

—¿Y cómo sabemos que eso es cierto? —cuestionó alguien.

—Porque también yo soy, fui, de Apollyon, la organización que ha preparado el escenario de lo que Antonio os tiene que decir —respondió Pablo, quien se había abierto la camisa y mostraba el mismo sello tatuado en su piel.

—Esto es lo que hay —proseguí, apenas superado el primer instante de estupor general, sin dar mayores explicaciones acerca de lo que Apollyon era o significaba, pero sí ofreciéndoles una somera idea general de la situación y las líneas maestras de mi plan—: o salvamos a esas personas que propongo, o solo se salvarán quienes nos han vendido a todos. El tiempo se termina, y no podemos salvar sino a unos pocos, porque ya sabéis lo que hay; pero podemos hacer esto, y por Dios que, si en esta hora hay alguien que merezca la pena, son sin duda esas personas. Pensadlo bien, y hacedlo rápido. No se trata de una misión de favor, sino de un secuestro en toda regla. De una manera u otra, todos estamos muertos ya; pero preciso vuestra ayuda no solamente para lograr que esas personas sean puestas a salvo, sino también para enfrentar a quienes van a tratar de impedirlo. ¿Con quiénes de vosotros puedo contar?

La consternación era general, y no era para menos. Repentinamente, un día como otro cualquiera, de no ser por los sucesos que estaban sacudiendo el orden establecido hasta poner al mismo mundo al borde del colapso, dos hombres, ambos perseguidos por la ley, habían irrumpido en sus rutinas con la historia más irracional que jamás hubieran podido sospechar y les pedían no solamente que cruzaran la línea roja que separaba la legalidad del delito, sino que pusieran en juego sus propias vidas por satisfacer un secuestro que solamente a unos locos podía habérseles ocurrido.

Sin embargo, en situaciones extremas también los procesos lógicos que se aplican suelen ser extravagantes, quién sabe si porque en ellos intervienen fuerzas más sutiles que las de la razón, y primero hubo silencio, un silencio denso y decepcionante, y luego murmullos, incluso comenzaron a alzarse, por último, protestas vivas que fueron sucediéndose hasta crear una formidable confusión, interrumpida cuando, al fin, alguien dijo:

—Y nosotros, ¿qué?

—Nosotros, José Luis —respondí—, ya estamos muertos. Nibiru está aquí, y pocos o ninguno sobrevivirá a este evento. Este será, en todo caso, nuestro último acto de servicio.

El silencio siguiente duró un instante, pero pareció eterno. Algunos, segundos después, protestaron y se retiraron, aduciendo que preferían estar junto a los suyos sucediera lo que sucediese.

—Esto es una mierda —dijo uno de ellos. Y siguió—: Si he de morir, prefiero hacerlo con los míos.

Los demás, que por alguna razón habían comprendido que lo que había expuesto era la verdad desnuda, sabiéndose abandonados a su suerte, utilizados hasta el último momento por los mismos poderes a los que habían servido con tanta devoción y sacrificio, comenzaron a considerar la conveniencia de sumarse a mi propuesta.

—¿Y nuestros hijos?

Miré a Pablo, y me hizo una seña de que me acercara. Me dio una cifra de nuestros potenciales secuestrados, y asentí. Volví a dirigirme al grupo y dije: tenemos como doscientas plazas que podríamos utilizar, tal vez menos. Sin embargo, facilitaremos las ubicaciones de todas las madrigueras y sus lugares de acceso, y tal vez se pueda hacer algo.

—No, no: aquí. ¿Entrarán aquí mis dos hijos?

—No hay ninguna seguridad de que aun entrando sirva de algo, pero sí, entrarán: tienes mi palabra.

Julián fue el primero en decir un «¡Qué cojones, a por ellos!» que sumó más y más adhesiones. Únicamente unos pocos, diez, doce quizá, prefirieron mantenerse al margen.

Cuando la situación se estabilizó, fue Pablo el que tomó la palabra y, como un general diestro en la organización de sus fuerzas, comenzó a impartir órdenes a los distintos grupos que fue formando como por instinto.

A unos, les encargó difundir la noticia por todos los canales de radio de la policía; a otros, anunciarla por los medios que tuvieran a su alcance y fueran funcionales todavía; a otros más, proveerse de vehículos adecuados sin ninguna clase de miramientos y llevar a cabo los raptos; y a los que quedaban, que le siguieran hasta el coche para facilitarles un pendrive con los planos de todas las madrigueras, a fin de que los copiaran y los distribuyeran a todas las divisiones de la policía y el ejército, y darles otras instrucciones pertinentes.

Unos minutos después, una docena de coches patrulla y varios autocares salían disparados de las cocheras hacia los distintos objetivos, con órdenes muy concretas de cómo proceder. Entretanto, mientras algunos llamaban por sus teléfonos móviles a sus casas para que sus esposas fueran con sus hijos al punto de reunión que Pablo había determinado en la parte alta de la Casa de Campo, los demás nos pusimos en marcha hacia aquel mismo lugar, formando una columna con más de treinta coches y unos sesenta policías, todos pertrechados con cuanto se había encontrado en la armería.

Por la radio de Pablo se podían escuchar los mensajes que desde la Central se difundían a todas las comisarías y brigadas por el canal abierto, y el rifirrafe de mensajes que se cruzaban. El pánico, lo mismo que la indignación y hasta la rabia, se extendían como una ola imparable sublevando lo que quedaba en pie del Estado.

No dejaban de sumarse a la acción hombres, grupos, unidades, incluidas algunas de élite de la Policía y la Guardia Civil, y no mucho más tarde, antes de que llegáramos siquiera a los arrabales de la Casa de Campo, contábamos también con algunas unidades militares.

—Jamás hubiera pensado que me llegaría a caer bien la policía —ironizó Pablo—. Sin embargo, estos mismos mensajes pondrán en guardia a nuestros enemigos.

—¿Mandarán refuerzos para protegerse?

—Eso es seguro, pero no temas: tengo medios. Seguramente lo hicieron ya, cuando hicimos lo que hicimos, pero ahora seguro que extremarán las precauciones y nos enviarán una brigada de élite, aunque está demasiado lejos y tardará en llegar. Tenemos apenas unas horas para que se desate el infierno.

No añadí nada más, legando mi confianza en aquel hombre de recursos inagotables. Si él decía que tenía medios, sin duda era así. La guerra, por fin, había estallado, aunque no era una guerra para vencer y sobrevivir, sino para que algunos, quinientos al menos, lo hicieran. Sentí orgullo de hombre, tal vez de especie, y pensé que mi vida, siquiera fuera al servicio de esos camaradas que renunciaban a la suya para que otros les sobrevivieran, había merecido la pena. La especie daba frutos buenos como frutos malos, y debíamos impedir a toda costa que solo se salvaran los últimos.

—Si caigo en la refriega —me dijo Pablo muy circunspecto, pero con su habitual cinismo—, ten en cuenta dos cosas: la primera y más importante, que pierdes al mejor amigo; y la segunda, que casi todos los postes de señalización de los túneles que unen las madrigueras son, en realidad, plásticos explosivos que yo mismo me encargué de que los fabricaran con ciertas especificaciones. Me costó mi buen dinero, o se lo costó a Apollyon. Puede ser capital para la supervivencia de quienes has elegido.

—Pero ¡cómo! —me sorprendí—, ¿tenías esto previsto?

—Digamos que te conozco, y siempre fue una posibilidad. ¿Qué perdía?

—¿Cuánto tiempo llevas planificando esto?

—Más del que imaginas. Pero al caso: luego te daré el detonador y las frecuencias de cada túnel. Bastará con que acoples el detonador al ordenador central de la madriguera, y luego será suficiente con que selecciones los tramos que te interese bloquear. Así podrás aislar unas madrigueras de las otras, de modo que tus elegidos estarán seguros de sus semejantes.

—¿Conoces todas las madrigueras de España?

—No, personalmente, aunque ya ves que llego a todas. En algunas de América utilicé otros medios biológicos que se accionarán al mes justo de que hayan cerrado las compuertas de seguridad. No he llegado a todas, es obvio, pero no quedarán muchos adversarios a tus supervivientes, si es que algunos consiguen ver de nuevo la luz del sol.

Su mente era prodigiosa. Todo lo había previsto, reservándome la mejor y más cómoda de las arcas de Noé: Nivel1. ¿Qué tendría preparado para impedir la entrada de los principales de la élite? Aun a pesar de que cuando llegara la orden Omega hubiera sido capturado Nivel1, sin duda tratarían de retomarlo para ponerse a salvo, y para lograrlo no dudarían en usar todos los medios a su alcance. Con toda seguridad, recursos no les faltarían, y la resistencia se me antojaba harto complicada. Mi amigo pareció entender mi preocupación.

—Seguramente la orden de retirada para los elegidos la darán sin tardar como consecuencia de esta acción, aunque antes enviarán a esa brigada de élite para procurar eliminarnos. Conviene estar preparados. Lo primero ahora es entrar y despejar el interior, y de eso nos encargaremos tú y yo, además de un experto en comunicaciones. Al resto los dejaremos fuera convenientemente camuflados.

—¿Solo tres para limpiar Nivel1 cuando supuestamente han reforzado la seguridad?

—Sorpresa, sorpresa. La cosa está en que son muchos, pero no tienen ni idea con qué se enfrentan.

—Tal vez esto nos redima a los dos de una vida llena de errores —dije sin demasiado convencimiento, pero confiando en él.

—De una vida a secas —me corrigió, sin mirarme ni prestarme mayor atención.

Cuando estábamos llegando a la entrada de la Casa de Campo, Pablo se detuvo. Salió del coche se dirigió al que nos seguía y les ordenó que junto con un grupo de sus compañeros se distribuyeran por las numerosas carreteras que cruzaban el parque para limpiar de agentes camuflados de Apollyon el área, dándoles instrucciones de cómo identificarlos.

—En caso de duda de si son o no agentes de Apollyon —les dijo—, mejor muertos. Sin avisos. Recordad que, aunque fueran civiles, ya son cadáveres. Nadie puede quedar en el entorno, nadie, y no os fieis de su apariencia. Sin radio: correr la voz. No más emisiones abiertas. Cuando terminéis, como en una hora como mucho os dirigís a la puerta principal del zoológico. Vais a hacernos falta. En marcha.

Luego se dirigió a otro automóvil, y les pidió que se dirigieran a una dirección muy concreta de un polígono industrial y que trajeran a la puerta del zoológico dos camiones cargados de material que estaban allí.

Volvió al coche y seguimos adelante.

Los vehículos asignados se separaron del grupo y los demás nos dirigimos hacia la puerta principal del zoológico. Antes de llegar, en una zona elevada desde donde podía verse el acceso, Pablo se detuvo y todos descendimos de los automóviles.

Cediendo el mando de esta parte de la operación a Julián, le encargó el control del acceso principal, recomendándole que los hombres se distribuyeran de una forma discreta por los alrededores en espera de recibir instrucciones por el comunicador de seguridad que le dejó.

—¿Funcionan? ¿No los frio la llamarada solar? —le pregunté.

—Son militares, además que siempre han estado en un maletín que es una especie de Jaula de Faraday.

—¿Y eso qué es?

—Que funcionan, Toni, que funcionan.

No parecía tener tiempo o querer dar explicaciones. Prefirió concentrarse en el plan, y le siguió dando instrucciones a Julián.

No debían dejarse ver bajo ningún concepto hasta que le informara de que la situación estaba controlada, en cuyo momento le pidió que tomara el control del acceso y lo defendiera, llegado el caso, a cualquier precio. Nadie podía entrar o salir de aquel recinto si no pertenecía a nuestro grupo.

—Si llegaran refuerzos de los GEO o de los GAR, los mandas a la parte alta del zoológico para que nos apoyen, y que se lleven todo su equipo, y también cuerdas y material de escalada, si los tienen. Dejaré allí a dos hombres esperándolos —le dijo finalmente.

Luego, Pablo seleccionó al experto en comunicaciones que consideró más apto y a los dos hombres que protegerían el lugar por el que volveríamos a entrar en Nivel1, y, tras proporcionarnos a unas bolsas que contenían trajes de protección biológica y entregarnos unas armas cortas dotadas de munición con punta hueca, se puso a la espalda un voluminoso macuto que parecía muy pesado y nos pusimos en marcha.

—¿Qué llevas ahí? —curioseé.

—Dulces sueños —bromeó.

Su humor, obviamente, seguía siendo el siempre. Aunque ni siquiera era mediodía, la luz era muy escasa. El cielo estaba tan oscuro como cuando los negros nubarrones de una tormenta de verano encapotan el cielo. Los cinco hombres saltamos la valla, llegamos a las toberas de ventilación y Pablo dejó dos hombres de guardia con instrucciones precisas de indicar cómo entrar a los GEO o los GAR cuando llegaran.

—Poneos los trajes como en unos treinta minutos y no os los quitéis al menos hasta quince minutos después de que ya no salga humo amarillo —les dijo—. Y que ni siquiera se le ocurra asomarse a nadie o estar cerca de aquí hasta que eso suceda.

Luego, les indicó qué debían decirles a los refuerzos que entraran y de qué manera actuar, siempre con cuidado de no deteriorar los filtros y los equipos que serían imprescindibles para la supervivencia de quienes ocuparan Nivel-1.

Invirtiendo las acciones del día anterior, descendimos los tres. Pablo sufría ostensible por su pierna herida, pero no emitió una sola queja a pesar de que la herida se abrió y comenzó a sangrar.

—Cuando estén dentro los invitados, volveremos y los conectaremos. Aprende bien cómo, Toni, por si caigo —me recomendó Pablo.

Tardamos en llegar a la sala de máquinas, aunque mucho menos de lo que demoramos en hacer el recorrido inverso. Apenas estábamos en la sala principal de ventilación vimos llegar a un equipo de mantenimiento, quienes acudían a revisar los motores, sin duda haciendo las últimas verificaciones antes de que Nivel1 fuera ocupado.

Fueron los primeros en caer.

En el mismo cuarto de ventilación, Pablo se dirigió al canal principal de distribución de aire, del que salían los ramales de las demás plantas de Nivel1, puso su macuto en el suelo y sacó de él varios dispersores de gas de dos botellitas, las cuales me parecieron idénticas a las que usó contra el Consejo.

—¿Cómo a los jueces del Consejo?

—Idéntico, pero ahora con una dosis un poco mayor.

—¿Será suficiente para una instalación tan grande? —le pregunté un tanto preocupado.

—Sería suficiente para un centenar de campos de fútbol —me aclaró al tiempo que ponía dos de esos artefactos en cada canal de ventilación.

—¿Y si llevan trajes como los nuestros? —alegué preocupado.

—Lo dudo mucho. Nadie resistiría muchas horas así, de modo que a lo sumo les habrán dotado de máscaras autónomas, y a estos gases les basta con la piel, ni siquiera precisan ser respirados.

Parecía tenerlo todo calculado, seguramente porque conocía todos los protocolos de seguridad. Sin embargo, la ansiedad me embargó, temiéndome que algo se le escapara o que Apollyon hubiera podido alterar sus procedimientos, sabedores de que Pablo estaba familiarizado con ellos, y que pudiera esperarnos más de una sorpresa. No obstante, preferí no exteriorizar mis temores.

Una vez Pablo dispuso todo, nos ordenó ponernos los trajes biológicos y, mientras lo hacíamos, dejó a un lado el emisor electrónico que los activaba, y nos dijo:

—No os los quitéis hasta que yo lo haga, procurad que nada los rompa o sois hombres muertos, y no uséis vuestras armas a no ser que sea imprescindible. Si los de la Estación de Control llegan a saber lo que sucede, nuestro plan fracasará.

—¿Ahí no llegan los gases? —le interrogué con cierta preocupación.

—No; esa pecera es completamente autónoma. Es el centro neurálgico de toda la instalación.

Una vez puestos los trajes y bien asegurados, Pablo pulsó el control remoto y las nubes de gas que liberaron los artefactos que colocó en los canales de ventilación fueron rápidamente absorbidos por los chorros de aire, adentrándose en las entrañas de Nivel1. Ni siquiera llegó al minuto la espera antes de que abriera la puerta y entráramos en la instalación.

Tal y como sucediera con el Consejo, allí no había sino cuerpos que yacían sin vida. La eficacia de ese gas era prodigiosa, siendo bastante un pedazo de piel sin protección para que su acción fatal surtiera efecto instantáneo, y a aquellos hombres, en efecto, solamente les habían dotado de equipos de respiración autónoma. El número de cadáveres era numerosísimo, evidencia de que se habían preparado a conciencia previniendo una acción de asalto, aunque Pablo había sabido eliminar sus defensas.

—Ahora —nos dijo Pablo—, llega la hora de los cirujanos. Haceos con una bolsa o algo así, buscad por toda la instalación a los oficiales, tomad su tarjeta de identificación y su mano derecha y reuníos conmigo en el nivel superior. Por ese ascensor. Esperad junto al acceso. Tú ya sabes de qué va, Toni.

Nos distribuimos las plantas, pero antes de hacerlo fue necesario explicarle a mi compañero de Comunicaciones cuál era el objetivo de aquella tarea tan aparentemente absurda, ante la que mostró ciertos reparos de conciencia. Lo entendió, por suerte, y cumplió con su parte.

Cuando nos reunimos en el nivel superior, Pablo se quedó con mi compañero y me envió de regreso al cuarto de ventilación para invertir el flujo de aire con el fin de que se limpiara la instalación de gas letal, y dejara allí una bomba de humo amarillo, que sería la señal que debían recibir quienes estaban fuera en señal de que Nivel1 había sido tomado. Él, con las bolsas que contenían las manos y las tarjetas de los oficiales, se dirigió a tomar el Centro de Control, algo que le llevó más tiempo del que supuso porque tardó dar con la mano y la tarjeta correcta; pero lo consiguió.

Cuando regresé, el Centro ya era suyo y se encontraba informándole a mi compañero de cómo operaba aquella estación.

—Frialdad extrema —le recomendó—: en Apollyon no se titubea. Nada de señor, que aquí los grados no son como en el Ejército.

Luego de adiestrarle Pablo en el manejo de los equipos, llamó por la radio a Julián para informarle de que ya se controlaban las instalaciones y que debía tomar todos los accesos y asegurarlos.

Antes de cortar, Julián le informó a su vez de que habían llegado dos unidades de los GEO y una de los GAR para apoyarlos.

—Excelente —dijo Pablo. Y, después de indicarle por dónde debían entrar en unos minutos más, añadió—: Cuidado con tocar nada y que lo vuelvan a dejar todo nuevamente en las mismas condiciones. Cuando entren las instalaciones, que limpien bien cada rincón. En el cuarto nivel hay un incinerador de alta potencia, de modo que se deshagan ahí de todos los cuerpos.

Estaba satisfecho. Únicamente quedaban ya los agentes del exterior y no fue fácil ni rápido tomar el acceso principal, pero sería media mañana cuando Nivel1 era completamente nuestro.

—¿Cómo está la cosa, Julián? —le pregunté cuando al fin nos encontramos cara a cara en el exterior.

—Con problemas. Hay mucho lío en todas partes. Se ha corrido la voz de lo que sucede, y se ve que la población se ha vuelto loca. Me han informado los encargados de la recogida que todo es un caos y que en algunas partes la circulación es imposible.

—Que concentren esfuerzos y, si fuera necesario, envía a alguien de apoyo y que los abran paso a la fuerza. No tenemos tiempo.

—Algunos autobuses y varias familias ya están aquí. Los tenemos ahí arriba, detrás de aquella zona arbolada.

—¿Están protegidos? Bueno, pues en cuanto nos informen de que todo está en orden, comenzamos a bajarlos.

Le preguntó Pablo a Julián por los camiones que había ordenado ir a buscar, y este le informó de que estaban arriba, con el grueso de los hombres, esperando. Pablo le ordenó que los trajera, que sacaran sus hombres los rollos de goma que había en ellos y que los extendieran sobre el asfalto de la carretera que conducía fuera del aparcamiento, dándole instrucciones desde y hasta dónde, comenzando a unos doscientos metros de la puerta principal.

—¿Rollos de goma?

—Una alfombra de bienvenida para nuestros invitados —le informó irónico Pablo. Y luego, añadió—: En mi coche, en el maletero, hay un maletín con material electrónico y algunos detonadores. Cuando todos los rollos hayan sido extendidos, colocáis los detonadores rojos. No os preocupéis porque están a prueba de inútiles, de modo que no hay peligro. Tan solo los tenéis que insertar en los cajetines que hay en cada extremo. Luego, cuando terminéis, me traes el control remoto.

El acceso principal de Nivel1 era en apariencia una puerta metálica tan común y normal como cualquiera, ubicada en el edificio de información y objetos de regalo que había justo a la entrada del parque zoológico.

Llegaban noticias por la radio de que, al difundir la información de las madrigueras, la situación se había descontrolado en algunas ciudades, y se estaban produciendo incidentes entre la Policía y el Ejército.

—Supervivencia —me apuntó Pablo—. Nada fuera de lógica. No te preocupes. Ahora tenemos que concentrarnos en esto.

Todo estaba en orden o, al menos, eso parecía. La tarde iba sofocando la escasa luz que vibraba todavía en la atmósfera, convirtiéndola en casi noche.

Un oficial de los GEO llegó para informarnos de que todo el interior de Nivel1 estaba limpio y que se podía comenzar a instalar a los «elegidos». Pablo ordenó traerlos, entretanto él y yo coordinábamos las acciones.

No tardaron en llegar uno, dos, cinco autocares. Muchos hombres de los que protegían el área salieron de sus escondrijos para ver por sí mismos quiénes eran los afortunados. En un silencio sepulcral, apenas perturbado por los arenosos pasos de la aterrada comitiva, comenzaron a desfilar hacia la entrada.

—¡Rápido, rápido! —les apremié.

Pero no tenían paso rápido, sino un caminar lentificado que les hacía parecer una procesión de espectros. La comitiva llegó a la ya tenue luz del acceso al Parque. Eran niños con síndrome de Down, todos ellos de un colegio de educación especial. Los que iban al final de la larga fila, huérfanos de distintos hospicios, expósitos desechados por la sociedad, apartados como apestados en reclusorios, siendo como eran los más inocentes de todos. Todos ellos iban escoltados por monjas y enfermeras, las cuidadoras más fieles, las que siempre habían velado por los hijos de los otros. ¿Quiénes mejor que ellos para dejar un testimonio de la especie?

Algunos hombres no pudieron reprimir las lágrimas. Aquellas criaturas habían sido las elegidas por ser las menos favorecidas: los últimos eran por fin los primeros. Ángeles exiliados en colegios especiales y orfanatos; ángeles sin alas que se esconderían del horror durante un tiempo, para que un día, dentro de uno o dos años, quién sabía, cuando el cielo se calmara y la tierra fuera renovada, salieran y construyeran la sociedad del futuro desde la inocencia. Las monjas serían sus veladoras junto a cocineras, lavanderas, enfermeras, maestras, madres. Madres, sí, porque sin serlo, ninguna mujer sería más madre que ellas, y mi amigo y yo lo sabíamos mejor que nadie.

Pablo, en un gesto impropio de él, acarició a una nena que pasó a su lado. La chiquilla se detuvo y le tomó de la mano.

—¿Y usted no viene? —le preguntó.

—Únicamente vosotros, pequeña: los buenos. Para los demás no hay sitio.

Y la besó en la frente.

La niña bajó su cabeza y, ya se disponía a seguir al grupo camino del ascensor, cuando se detuvo, se volvió y le entregó su muñeco.

—Usted no es malo —le dijo sonriendo, mostrando su dentadura de piano descompuesto.

—No te imaginas cuánto, pequeña.

Lo sabía, claro que lo sabía. Lo que ignoraba, probablemente, es que quedaban en él ciertos espacios inexplorados donde podía caber la ternura. Me dio la espalda para que no viera que los ojos se le habían empañado.

—Eres un tipo con suerte —bromeé para desdramatizar—: sin merecerlo, te quieren.

Treinta niños entraban en el ascensor por vez. Más de diez viajes se habían hecho y aún quedaban fuera no sé cuántos otros niños más, y no cesaban de llegar más autocares. También habían comenzado a llegar muchos coches particulares, la mayoría de ellos de esposas de policías que traían a sus hijos. Todas querían entrar, todas querían evitar separarse de sus retoños cuando a eso precisamente habían ido. No eran escenas para cualquier estómago ni para cualquier corazón, ni era fácil decir a los hombres que estaban en la puerta «No caben más, señora.»

¡Qué hora trágica, qué espléndida tragedia!

Hombres, mujeres, niños, por momentos todo se descontrolaba. Treinta por viaje, tres, cuatro más y no cabría nadie, pero quedaban decenas, tal vez centenas de ellos esperando.

—Lleguemos a mil —propuso Pablo—: los niños comen menos.

Mentiría si dijera que aquel cabrón era el mismo que yo conocía. Estaba enternecido, conmocionado diría. ¿Dónde estaba el criminal frío y calculador? ¿Dónde estaba el afamado relojero que exterminó poblaciones enteras? ¿Acaso el hombre había vencido al asesino, o quizá solamente se había despertado el hombre que se durmió cuando me deslumbré por una mujer hermosa? ¡Ah, Pablo, qué cosa extraña es la evolución y cómo cambiamos!

Cada vez que subía el ascensor, antes de entrar otra tanda de chicos, salían los hombres que habían revisado las instalaciones.

—Solamente queda ya el de comunicaciones, y espera órdenes. Todo está limpio y los invitados no verán ni una mancha de sangre.

Asentí. Me sentía orgulloso de haber compartido mi vida con esa clase de hombres que habían hecho honor a toda una vida, tal vez a toda una especie, con su último trabajo.

Justo en aquel momento sonó el aparato de comunicaciones, y el hombre que teníamos en el Control nos informó que le habían mencionado la palabra Omega y que no sabía su significado.

—¡Fuera todo el mundo! —ordenó Pablo, gritando—. ¡A vuestros puestos! ¡Ya vienen: todos a vuestros puestos! A ver, alguien que me traiga mi maletín. Y tú, Toni, ¡hostia!, mueve a esos niños y a esas monjitas de los cojones.

Apremié tanto como pude a la menuda tropa, empujándoles al interior del ascensor. Que no fueran treinta, sino cuarenta.

Mientras Pablo ultimaba los preparativos y activaba su espectáculo, ordené armar un parapeto que protegiera a los últimos niños de cualquier clase de eventualidad.

Fuera, algunas madres se resistían a marcharse si no dejaban entrar a sus hijos.

—Vamos, que pasen y que sea lo que Dios quiera.

Entró otro grupo de niños. Serían ya más de mil o cerca de ese número. Las madres, empujadas por los policías, emprendieron una marcha triste, todas con las luces de sus automóviles apagadas como una procesión que se encaminara a la muerte, pero sabiendo que una parte de ellas tenía una oportunidad de supervivencia.

Los hombres se atrincheraron alrededor de la entrada, Pablo terminó de preparar su recepción, y todos contuvimos el aliento.

Tardó casi media hora en llegar el primer helicóptero, casi al mismo tiempo que lo hizo una columna de coches protegida por vehículos blindados.

Quedaban todavía dos o tres viajes de niños, unos ochenta o cien cuando menos, y una docena de monjas. Total, unos cuatro viajes.

Se habían extendido las alfombras de plástico negro por todo el ámbito que indicó Pablo, y no tardó en llegar Julián con el maletín.

—¿Para qué sirven esas alfombras?

—Son persas —ironizó Pablo, al tiempo que sacaba el control remoto que activaba los explosivos—. ¿Sabes que los persas inventaron el ajedrez? Bueno, pues son de C4, un movimiento muy eficaz. Ahora vas a verlo. Las otras, las que están allá lejos, son de termita, muy divertidas también: pican mucho.

Pidió a los niños que se agacharan. Sin embargo, en aquel momento llegó el elevador y se abrieron las puertas, desparramándose la luz por todas partes y descubriendo la barricada. Algunos hombres de la comitiva de los elegidos que había bajado para inspeccionar el terreno repararon en ella y, sin más, abrieron fuego con sus armas automáticas, dando la voz de alarma.

No tardó ni un segundo en desatarse un infierno, vomitando la muerte su miseria desde mil lugares distintos y resolviéndose en una explosión formidable que iluminó la noche como si hubiera estallado un sol cuando Pablo accionó el detonador. Incluso los dos aparatos que sobrevolaban el área fueron engullidos por la bola de fuego que se levantó orgullosa desde el suelo como una bestia sangrienta.

Varios vehículos salieron despedidos decenas de metros, e incluso algunos de los nuestros también cayeron.

Hubo un instante de silencio. Se oían lloros, gemidos de los heridos.

—¡Rematadlos de una puta vez! —gritó Pablo.

A la vez que sonaban los primeros disparos de gracia que ultimaban a los heridos, Pablo se volvió a los chicos, trató de consolarles y los condujo hasta el ascensor. Un viaje, dos viajes.

Llegaron más fuerzas de Apollyon y mejor armadas, y los combates se reanudaron.

Llegó el último ascensor, y el mismo Pablo empujó a los niños a su interior, forzándoles a que se agazaparan.

Entraron ellos, lo hicieron las monjas y, cuando Pablo se giró para cerrar las puertas y que descendiera con su última carga, se encontró conmigo.

—Ve con ellos —le dije—, y protégelos con la misma determinación que a otros les has condenado.

—Si hay alguien que merece morir —replicó—, ese soy yo.

—Lo siento, amigo, pero también te quiero, y estos niños precisan quién les proteja de bestias como tú. Te elijo.

Y le golpeé con la culata de mi arma en la cabeza al tiempo que le empujaba al interior del ascensor.

Quedó semiinconsciente sobre el suelo.

—No puedes hacerme esto, no puedes —me dijo balbuciendo.

—Hermanas —les dije a las monjas que estaban con los niños, mientras me agachaba para ponerle las esposas—, téngale paciencia porque es el más rebelde que todos sus chicos juntos. Si precisan narcotizarle, en la enfermería encontrarán de todo. Por lo pronto, le dejaré esposado para que no se ponga nervioso, y mañana o pasado le liberan: aquí tienen las llaves. Para entonces ya todo habrá terminado y no les dará más problemas, espero.

Las puertas comenzaron a cerrarse, y puse el pie para evitarlo. Metí la mano en mi bolsillo y saqué de él una pluma blanca, algo ajada y raída ya por el tiempo.

—Hagan el favor, cuando se serene entréguenle esto. Díganle que es de su amigo, el que más le ha querido.

Me retiré, se cerró la puerta y escuché cómo descendía vertiginosamente el ascensor hasta el abismo de la salvación, al mismo tiempo que una voz ronca ascendía violenta, gritando: «Te quiero, cabrón: ¡te quiero!»

Epílogo

Aquí estoy, en mi último paso o en mi último aliento, sobre esta leve colina de un planeta atormentado desde donde se divisa el acceso por el que el un día volverá la vida sobre la tierra. Será la vida más hermosa, pero no veré ese amanecer. Como Moisés un día, no entraré en la tierra prometida.

Si no se apura el cielo o el destino, será el cáncer el que me mate o la infección de estas heridas que me produjeron mis adversarios en esa batalla que quizá todos los hombres de buena voluntad quisieran haber librado. Vencimos los que sabíamos que no lo hacíamos por nosotros, o se dieron por vencidos nuestros enemigos, los poderosos, y buscaron otro abrigo. La mayoría de ellos, sin embargo, cayeron en los fuegos de artificio que les había preparado Pablo.

Durante dos días más peleamos, vinieron fuerzas mayores y las repelimos porque muchos se sumaron para proteger la inocencia que enterramos como un tesoro, o quizá como esa última y postrera mota que escondía la caja de Pandora: la esperanza. Algunos de mis camaradas de armas en esta última cruzada están todavía por ahí, velando por proteger a nuestro tesoro; los demás, se fueron ayer, volvieron a sus casas con los suyos, y allí están esperando su último momento o el milagro de la supervivencia.

Dos días en los que no dejó de traer el viento desde la ciudad ruido de caos, ecos de batalla; pero desde esta mañana hay una paz de cementerio que sobrecoge, como si el mundo mismo rezara. A Apolión, creo por lo que me dijo el obispo, ya se le puede divisar a simple vista, imponente como una montaña y fulgurante como sol nuevo. Seguramente trae consigo a esa velocidad de vértigo las llaves del abismo, y con su impacto se liberará el último mal.

El cielo clarea a veces, tal vez porque los volcanes hayan cesado de escupir fuego o porque el viento, cada vez más feroz, está arrastrando las cenizas. De vez en cuando, no obstante, antecediendo a Apolión se ve pasar un meteorito que impetuoso rasga la negritud y se estrella allá lejos, en el horizonte. En ocasiones son dos o tres gigantescas moles las que hacen estremecerse a la tierra con su irrupción como de trompeta. Hace un rato, no mucho, entre unos claros me pareció ver a lo lejos Nibiru, muy por detrás de Apolión. Iba rodeado de una docena de satélites, y se agitaba en el firmamento, de un rojo vivísimo, como una serpiente rabiosa que se abrasara en su propio fuego.

Apolión es su Juan Bautista, el anunciador, la última oportunidad del arrepentimiento; pero me da la impresión de que, por el giro de la tierra, caerá lejos, tal vez en el océano o en América, no lo sé calcular.

Si lo hiciera en el océano, sería algo así como lo que dijo el padre Bernardo, el liberador del tormento; pero no el final, todavía.

Desde el día de ayer la tierra se queja con violentos temblores y un ruido ensordecedor. Hay un constante aullido interior del planeta, grave como la nota do de un violonchelo, cual si el manto terrestre se estuviera desprendiendo del núcleo o como si el mismo planeta se detuviera en su perpetuo rodar por el espacio. Debe ser esto último, porque desde que comenzó a quejarse con ese sonido de huesos que se rozan, el viento ha ido soplando cada vez con más fuerza y tanto Nibiru como el sol parecen detenerse en el cielo o avanzar tan lentamente que dan la impresión de estar clavados en el horizonte, en un ocaso eterno. Alguien dijo esta mañana que el río Manzanares crecía desde el Occidente y que traía agua de mar y muchos cadáveres y enseres. Es probable que los océanos se estén desbordando y escalando la tierra firme, quién sabe.

Y, sin embargo, aquí estamos, aguantando nuestras últimas horas unos pocos hombres.

Hace un frío glacial y el viento es huracanado; pero da la impresión de que nos mantuvieran vivos ciertas fuerzas sutiles que en realidad son las que siempre nos hicieron latir, quizá porque son las únicas que en verdad importan.

También he estado siempre atado por fuerzas invisibles a mi exmujer y a mi hija, a quienes sin duda pronto veré y estrecharé entre los brazos, o lo que quiera que sea que tengan los espíritus, y estuve unido a mi amigo. Un lazo indestructible que me llevaré conmigo al otro lado, al otro cielo o a la otra vida.

He cambiado, sí.

Las cosas o los sucesos me han cambiado mucho en muy poco tiempo, pero, sobre todo, me ha cambiado una decisión, una elección, quizá la más noble o memorable de toda mi vida. Tengo la impresión, ahora que ya nada importa, de que nací para tomar precisamente esta única decisión. Sé que me queda poco, muy poco tiempo para completar mi andadura en este mundo y esta vida, y mi corazón se alegra de ello. Hoy sé, sin lugar a duda, que nada es más importante que lo sutil, que lo impalpable, y que no hay mayor acto de amor que negarse uno mismo para dar una oportunidad a otros.

Mi amigo Pablo también cambió.

Después de casi toda una vida dedicada al crimen y al dolor, planeó una venganza, pero obtuvo su propia redención porque se negó a sí mismo. El amor, su amor, finalmente pudo más que la sangre y el insoportable peso de una pluma venció su obstinación en lo perverso.

Cambió, sí, y comenzó a hacerlo mucho antes de lo que él mismo imaginaba, exactamente el mismo día en que empezó a escribir en su agenda aquello que verdaderamente sentía, acaso pudiéndose ver sobre el papel como en un espejo.

Se reconoció, y cambió.

He podido leer los pasos de esa transformación en la misma agenda que cayó de su bolsillo en la puerta del ascensor, cuando le forcé a asumir su destino de ser el protector de la semilla de la nueva especie.

Mi tiempo se agota, y ya puedo sentir cómo la muerte hila mi mortaja.

Ojalá que los nuevos hombres del mundo que amanecerá sepan comprender esta historia que ahora concluyo entretanto espero mi última hora, fundiendo cuanto a Pablo y a mí nos cambió, y que les lego como testimonio.

Nosotros, cada uno, somos los demás.

Como con las estrellas que mueren y nacen, mi fin, este fin, no es sino el inicio.

Finis Initium.

––––––––

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Fin de la novela