La manera más rápida de llegar al jardín desde el gabinete del ama era por el sendero de los arbustos, que ustedes ya conocen. Con el fin de tornarles más comprensibles los hechos que narraré en seguida, debo decirles que dicha senda constituía el paseo favorito de Mr. Franklin. Cada vez que salía al jardín o que advertíamos su ausencia en la casa, solíamos hallarlo en ese lugar.
Mucho me temo que deba confesar aquí que soy un anciano un tanto obstinado. Cuanto más tenazmente ocultaba el Sargento Cuff sus pensamientos, más empeño ponía yo en descubrirlos. Mientras doblábamos hacia el sendero de los arbustos, intenté engañarlo de otra manera.
—Tal como están las cosas —le dije—, si me hallara yo en su lugar no sabría a estas horas qué hacer.
—Si se hallara usted en mi lugar —me respondió el Sargento—, sabría que a qué atenerse respecto a este asunto..., y, tal como están las cosas en este instante, cualquier duda que hubiera usted sentido previamente, con relación a sus propias conclusiones, se habrían disipado totalmente. Por el momento no interesan tales conclusiones, Mr. Betteredge. No lo he traído aquí para que tire usted de mí igual que de un tejón, sino para que me dé algunos informes. Sin duda podría usted haberlo hecho en la casa, en lugar de hacerlo aquí. Pero ocurre que en general puertas y oyentes van muy de acuerdo y, por otra parte, las gentes de mi oficio se sienten atraídas por la saludable influencia del aire libre.
¿Quién podía engañar a este hombre? Cedí, pues, y aguardé tan pacientemente como me fue posible, para escuchar lo que habría de decirme ahora.
—No habré de indagar las razones que tenga su joven ama —prosiguió el Sargento—; sólo diré que lamento su negativa, porque entorpece de esa manera la investigación. Tenemos que aclarar el misterio de la mancha sobre la puerta el cual, le doy mi palabra, involucra el misterio del propio diamante—, por otro camino. He resuelto observar a la servidumbre, y examinar sus actos y pensamientos en lugar de registrar sus guardarropas. Antes de comenzar, no obstante, quiero hacerle una o dos preguntas. Usted es un hombre observador... ¿Advirtió algo desacostumbrado en alguno de los domésticos (dejando de lado el espanto y la confusión naturales en esos casos) luego que se supo la pérdida del diamante? ¿Hubo alguna reyerta entre ellos? ¿Advirtió algún cambio en el modo de ser de algún criado o criada? ¿Mal humor, por ejemplo, o alguna enfermedad repentina?
Acababa de pensar en la repentina dolencia que aquejara a Rosanna Spearman el día anterior hacia la hora de la cena, pero no tuve tiempo de dar respuesta alguna, porque los ojos del Sargento se volvieron rápidamente hacia los arbustos y lo oí entonces decirse a sí mismo suavemente "¡Hola!".
—¿Qué pasa? —le pregunté.
—Un pequeño dolor reumático en la espalda —dijo el Sargento, en voz alta y como si tratara de hacerse oír de un tercer oyente—. Poco habrá de tardar en producirse un cambio en las condiciones del tiempo.
Avanzando unos pasos llegamos a la esquina de la casa. Volviendo bruscamente hacia la derecha entramos en la terraza y descendiendo por los peldaños que se hallaban en su centro nos dirigimos hacia el jardín de abajo. El Sargento Cuff se detuvo allí, en medio de un espacio libre, desde el cual podíamos abarcar con la mirada todo el espacio circundante.
—Quiero hablarle de Rosanna Spearman—me dijo—. No es probable que con su físico pueda tener un amante. No obstante y en beneficio de la propia muchacha me veo obligado a preguntarle de una vez si ella, esa pobre desgraciada, se ha procurado como las demás algún amigo.
¿Qué diablos quería significar con esa pregunta hecha en tales circunstancias?
Clavé mis ojos en su rostro en lugar de responderle.
—He visto a Rosanna Spearman ocultarse en medio de los arbustos cuando pasamos por allí —dijo el Sargento.
—¿Cuando dijo usted "hola"?
—Sí..., cuando dije "hola". Si existe, en verdad, un amante, su ocultamiento importa poco. Pero si no lo hay —tal como se presentan las cosas en la casa—, dicha actitud resulta extraordinariamente sospechosa y me veré en la dolorosa necesidad de obrar tal como lo aconsejen las circunstancias.
¿Qué era, por Dios, lo que quería decir? Yo sabía que el bosque de arbustos constituía el paseo preferido de Mr. Franklin; sabía también que a su regreso de la estación lo más probable era que se dirigiese hacia allí y sabía, por otra parte, que Penélope había hallado más de una vez a su compañera de trabajo aguardando a alguien en ese sitio, habiendo afirmado en todo momento que el objeto de Rosanna era llamar la atención de Mr. Franklin. De estar mi hija en lo cierto, muy posible habría sido que hubiese estado esperando el regreso de Mr. Franklin, cuando el Sargento la descubrió allí. Yo me vi colocado entre dos escollos: o bien debía mencionar la opinión de Penélope, haciéndola propia, o bien permitir que esa infortunada criatura sufriera las consecuencias, las muy peligrosas consecuencias de haber despertado las sospechas del Sargento Cuff. Nada más que por piedad, por pura compasión hacia la joven, le di al Sargento las necesarias explicaciones, diciéndole que Rosanna había sido tan loca como para enamorarse de Mr. Franklin Blake.
El Sargento Cuff no reía jamás. En las pocas ocasiones en que alguna cosa lo divertía, fruncía un tanto las comisuras de los labios, pero no iba más allá de ese gesto.
Eso fue lo que hizo ahora.
—¿No sería mejor que hubiera usted dicho que es ella lo suficientemente loca como para no ser más que una mujer fea y una criada? —me preguntó—. El hecho de que se haya enamorado de un caballero de la educación y el físico de Mr. Franklin Blake, no es, para mí, de ninguna manera, una locura. No obstante, me alegro de que la cosa se haya aclarado: es un alivio para la mente de uno el hecho de que algo se haya aclarado. Sí, guardaré el secreto, Mr. Betteredge. Me gusta mostrarme tolerante con las flaquezas humanas... aunque no son muchas las oportunidades que se me ofrecen para ejercitar tal virtud, en el campo de mis actividades. ¿Dice usted que Mr. Franklin Blake no ha sospechado el interés que por él siente la muchacha? ¡Ah! Sin duda lo habría percibido de la manera más oportuna de haber sido ella bien parecida. Las feas no lo pasan muy bien en este mundo: esperemos que se las compense en el otro. Tienen ustedes un hermoso jardín, y un hermoso césped muy bien cuidado. Compruebe por sí mismo cuánto más bellas parecen las flores, cuando hay césped en torno de ellas en lugar de grava. No, gracias. No cortaré ninguna rosa. Me partiría el corazón el separarlas de su tallo. Tal como se le parte a usted el corazón cuando advierte algo fuera de lugar en las dependencias de los criados. ¿Percibió usted algo inexplicable en la conducta de alguno de ellos en cuanto se difundió la noticia de la pérdida del diamante?
Yo había llegado a congeniar de la mejor manera con el Sargento Cuff, pero la astucia de que se valió para dejar escapar de sus labios esta última pregunta hizo que me pusiera en guardia. Hablando en lenguaje vulgar, no sentí el menor agrado en ayudarlo en sus indagaciones, cuando estas últimas lo llevaban a accionar, a la manera de una serpiente en la hierba, en medio de mis camaradas los criados.
—No he advertido nada —le dije—, como no sea el hecho de que todos perdimos la cabeza, incluso yo.
—¡Oh! —dijo el Sargento—, ¿eso es todo lo que tiene usted que decirme?
Yo le repliqué (¡cómo me jacté de ello!) adoptando una postura inconmovible:
—Eso es todo.
Los ojos melancólicos del Sargento Cuff se clavaron en mi rostro.
—Mr. Betteredge —dijo—, ¿tiene usted alguna objeción que hacerle al deseo mío de estrecharle las manos? Siento hacia usted una extraordinaria simpatía.
¡Por qué eligió el instante preciso en que yo lo estaba engañando para darme esa prueba de la buena opinión que le merecía es algo que escapa a toda comprensión! Yo experimenté cierto orgullo... ¡sentí en verdad cierto orgullo al comprobar que por fin el famoso Cuff distinguía la identidad de mi persona entre las de otras mil!
Regresamos a la casa; el Sargento me pidió una habitación para su uso y ordenó que, uno por uno, se fueran presentando, de acuerdo con su jerarquía, todos los domésticos de la casa.
Yo lo llevé hasta mi propio aposento y reuní luego a los criados en el hall. Rosanna Spearman apareció entre ellos con su aspecto habitual. A su manera, se demostraba tan lista como el Sargento y sospecho que había escuchado lo que aquél dijera respecto a los criados en general, apenas un momento antes de descubrir su presencia. Sea como fuere, allí estaba con un aspecto que daba a entender que jamás había oído hablar en su vida de un sitio como el bosque de arbustos.
Uno por uno los fui enviando adentro, satisfaciendo sus deseos. La primera que entró en la Corte de Justicia, en otros términos mi habitación, fue la cocinera.
Esto es lo que dijo al salir: "El Sargento Cuff se halla abatido; pero el Sargento Cuff es un cumplido caballero." La siguió la doncella del ama. Su ausencia duró mucho más tiempo. Esto es lo que dijo al salir: "¡Si el Sargento Cuff no le cree a una mujer respetable, podría muy bien guardarse esa opinión para sí mismo!" La próxima en entrar fue Penélope. Sólo permaneció allí un minuto o dos. Su informe al salir fue el siguiente: "El Sargento Cuff es digno de lástima. Debe de haber sufrido algún desengaño amoroso cuando era joven." En seguida entró la primera criada de la casa. Tal como la doncella del ama, permaneció allí largo tiempo. Esto fue lo que dijo al salir: "¡Yo no he entrado al servicio de mi señora para soportar, Mr. Betteredge, que un subalterno funcionario policial se permita dudar en mi cara de lo que le digo!" Rosanna Spearman fue la que entró después. Permaneció allí más tiempo que ninguna. Nada dijo al salir...; salió envuelta en un silencio mortal y con los labios color de ceniza. Samuel, el lacayo, fue quien la siguió. Su ausencia duró uno o dos minutos. Su informe fue el siguiente: "Quienquiera sea la persona que le lustre los zapatos al Sargento Cuff, debiera avergonzarse de sí misma." Nancy, la fregona, fue la última en entrar. Su ausencia duró uno o dos minutos. Su informe, al salir, fue: "El Sargento Cuff es una persona de buen corazón; no acostumbra burlarse, Mr. Betteredge, de una pobre muchacha trabajadora.”
Al entrar, cuando todo hubo terminado en la Corte de Justicia, en demanda de nuevas órdenes, si las había, vi cómo el Sargento se entregaba a su antigua treta: se hallaba asomado a la ventana silbándose a sí mismo "La última rosa del verano".
—¿Ha descubierto algo, señor? —inquirí.
—Si Rosanna Spearman le pide permiso para salir —dijo el Sargento—, déjela ir a la pobre; pero antes hágamelo saber.
¡Muy bien podía haberme yo callado la boca, en lo que se refería a Rosanna y Mr. Franklin! Era evidente que la pobre muchacha se había tornado sospechosa para el Sargento Cuff, pese a todo lo que yo pudiera hacer en su favor.
—Espero que no ha de considerar usted a Rosanna complicada en la desaparición del diamante —me aventuré a decir.
Las comisuras de la melancólica boca del Sargento frunciéronse y su vista se detuvo duramente en mi rostro, tal como había ocurrido en el jardín.
—Creo que será mejor que no se lo diga, Mr. Betteredge —dijo—. Como usted sabe, podría usted volver a perder la cabeza.
¡Yo empecé a preguntarme si era en verdad cierto que el famoso Cuff me había distinguido entre otros mil, después de todo! Significó un alivio para mí el hecho de que alguien llamara a la puerta y de que fuéramos interrumpidos por la cocinera, quien traía un mensaje. Rosanna Spearman había pedido permiso para salir, por el motivo habitual: su cabeza no estaba bien y necesitaba respirar un poco de aire fresco. Ante una señal del Sargento respondí que sí.
—¿Cuál es la puerta de salida de la servidumbre? —preguntó en cuanto se hubo alejado la mensajera.
Yo le indiqué el sitio.
—Cierre con llave la puerta de su cuarto —dijo el Sargento—; y si alguno pregunta por mí, dígale que estoy aquí ordenando mis ideas.
Nuevamente volvió a fruncir las comisuras de sus labios y desapareció de mi vista.
Solo, en medio de esas circunstancias, me sentí devorado por una curiosidad que me instigaba a realizar indagaciones por mi cuenta.
Era evidente que las sospechas del Sargento respecto a Rosanna tenían su origen en algún hallazgo efectuado durante el interrogatorio de la servidumbre. Ahora bien, los dos únicos criados, exceptuando a la misma Rosanna, que habían permanecido más tiempo en mi habitación eran la doncella particular del ama y la primera doméstica de la casa, las cuales habían sido, también, las que se hallaron a la cabeza de la persecución iniciada contra su infortunada compañera, desde el primer momento. Luego de llegar a estas conclusiones me asomé, aparentemente por casualidad, a las dependencias de la servidumbre y, al comprobar que se hallaban tomando el té, me invité instantáneamente yo mismo a la reunión. Porque, nota bene, una gota de té es a la lengua de una mujer lo que una gota de aceite para una lámpara agotada.
Mi confianza en la tetera como aliada no dejó de verse recompensada. En menos de media hora llegué a saber tanto como el mismo Sargento.
Tanto la doncella del ama como la otra doméstica no creían, al parecer, en la enfermedad que aquejara a Rosanna, el día anterior. Este par de demonios —perdón, lector, pero ¿de qué otra manera podría llamar a esas dos malévolas mujeres?— se habían deslizado escalera arriba, a intervalos, durante la tarde del jueves; habían probado el picaporte de la puerta de Rosanna comprobando que se hallaba cerrada con llave habían golpeado sin recibir respuesta alguna; habían aplicado el oído a la puerta sin advertir ningún ruido. Luego, cuando la muchacha bajó para tomar el té y fue enviada de nuevo arriba, por hallarse aún indispuesta, los dos demonios antedichos trataron de abrir otra vez la puerta, hallándola cerrada con llave; después intentaron mirar por el ojo de la cerradura que se encontraba obstruido; más tarde, hacia la medianoche, vieron surgir una luz por debajo de la puerta, y oído crujir un fuego (¡un fuego en el dormitorio de una sirvienta en el mes de junio!) hacia las cuatro de la mañana. Todo eso es lo que le habían dicho al Sargento Cuff, quien en respuesta a sus palabras, las miró con ojos mordaces y escépticos, dándoles claramente a entender que no creía a ninguna de las dos. De aquí la opinión desfavorable expresada por ambas, luego del interrogatorio. De aquí, también (dejando de lado la influencia ejercida en ellas por el té), la presteza con que sus lenguas entraron en actividad para referirse a sus anchas a la descortés conducta del Sargento.
Poseyendo ya alguna experiencia respecto a las maneras indirectas del gran Cuff y habiendo advertido hacia poco lo inclinado que se hallaba a seguirle los pasos secretamente a Rosanna cuando ésta salió de la casa, se me hacía evidente que aquél trató de impedir que tanto la doncella del ama como la primera doméstica llegaran a vislumbrar ;o valioso que había resultado su aporte. Ambas, de haber dejado él traslucir que su deposición era digna de crédito, se habrían enorgullecido de tal cosa y hecho o dicho algo que sirviera para poner sobre aviso a Rosanna Spearman.
Salí y me halle en medio de un hermoso atardecer de estío, lamentando la suerte de la pobre muchacha en particular y sumido en un gran desorden mental, frente al cariz tomado por las cosas. Andando a la deriva, fui a parar al bosque de los arbustos, donde encontré a Mr. Franklin en ese su lugar favorito. Al regresar de la estación, hacía ya cierto tiempo, se entrevistó con el ama, con quien mantuvo una conversación prolongada. Esta se había referido a la inexplicable actitud de Miss Raquel, quien se había negado al registro de su guardarropa; estas palabras respecto a mi joven ama lo deprimieron tanto, que el joven parecía eludir toda mención del tema. El carácter de la familia se reflejó en su rostro esa tarde por primera vez desde que yo lo conocía.
—Y bien, Betteredge —dijo—, ¿qué tal se siente la atmósfera de misterio y sospecha que nos envuelve a todos se este momento? ¿Recuerda usted aquella mañana en que llegué aquí por vez primera con la Piedra Lunar? ¡Ojalá Dios me hubiera impulsado a arrojarla sobre las arenas movedizas!
Luego de este estallido se abstuvo de volver a hablar hasta que no hubo recobrado la calma. En silencio nos pusimos a caminar juntos, durante uno o dos minutos, hasta que él me preguntó qué había sido del Sargento Cuff. Era imposible alejar del tema a Mr. Franklin con la excusa de que el Sargento se hallaba en mi cuarto ordenando sus ideas. Lo puse, pues al tanto de todo lo ocurrido y en particular de lo que la doncella del ama y la primera doméstica de la casa habían dicho en torno a Rosanna Spearman.
La mente lúcida de Mr. Franklin advirtió el nuevo rumbo que seguían las sospechas del Sargento, en un abrir y cerrar de ojos.
—¿No me dijiste esta mañana —preguntó— que uno de los vendedores ambulantes declaró haber visto a Rosanna, ayer, en el camino de peatones que lleva a Frizinghall, en el momento en que todos nosotros la suponíamos enferma en su habitación?
—Sí, señor.
—Si la doncella de mi tía y la otra mujer han dicho la verdad, puedes estar seguro de que el vendedor ambulante se encontró con ella en el camino. La enfermedad de la muchacha no fue, entonces, más que una pantalla utilizada para engañarnos. Algún hecho comprometedor impulsó a la muchacha a ir a la ciudad secretamente. El traje que ostenta la mancha de pintura es de ella; y el fuego que se oyó crujir en su cuarto hacia las cuatro de la mañana fue encendido para destruirlo. Rosanna Spearman es quien ha robado el diamante. Entraré en seguida para informar a mi tía respecto al nuevo cariz tomado por las cosas.
—Todavía no, señor, por favor —dijo una voz melancólica detrás de nosotros.
Ambos nos volvimos y nos encontramos cara a cara con el Sargento Cuff.
—¿Por qué no todavía? —preguntó Mr. Franklin.
—Porque si usted, señor, informa a Su Señoría, Su Señoría le referirá el caso a Miss Verinder.
—Suponiendo que lo haga, ¿qué ocurrirá entonces? —Mr. Franklin dijo estas palabras con un calor y una vehemencia tan repentinos que era como si el Sargento le hubiese inferido una ofensa mortal.
—¿Le parece a usted, señor, razonable dijo el Sargento Cuff calmosamente —hacerme una pregunta de esa índole... en este momento?
Hubo un breve intervalo de silencio. Mr. Franklin avanzó hasta colocarse casi junto al Sargento. Ambos se miraron fijamente a la cara. Mr. Franklin fue quien habló primero, bajando la voz tan rápidamente como la había elevado.
—Supongo que sabe usted, Mr. Cuff —dijo—, que el asunto que tenemos entre manos es delicado.
—No es ésta primera vez, entre cientos de casos, que tengo entre manos un asunto delicado —replicó el otro, inconmovible como nunca.
—Según tengo entendido me ha prohibido usted comunicarle a mi tía lo ocurrido, ¿no es así?
—Lo que tiene usted que entender, señor, se lo ruego, es que habré de abandonar este asunto si le dice usted a Lady Verinder o a cualquier otra persona lo ocurrido, hasta tanto no le dé yo permiso.
Esto sirvió para poner término a la disputa; Mr. Franklin no tenía que elegir, sino someterse. Se puso colérico y se alejó del lugar.
Yo había permanecido allí prestando oídos a lo que decían, todo tembloroso, sin saber de quién sospechar ni qué pensar en el primer momento. En medio de mi confusión, sin embargo, dos cosas se me hacían evidentes. La primera consistía en suponer que mi joven ama se hallaba involucrada de manera inexplicable en el fondo de las abruptas palabras de cada uno de ellos. Y la segunda se refería a la creencia de que ambos se comprendían perfectamente, sin haber cambiado previamente palabra alguna.
—Mr. Betteredge —dijo el Sargento—, ha cometido usted una gran tontería durante mi ausencia. Se ha dedicado usted a una pequeña labor detectivesca por su propia cuenta. En adelante me hará usted, sin duda, el favor de realizar sus indagaciones de acuerdo con las mías.
Tomándome del brazo me llevó hacia el camino por el cual había él venido. Mucho me temo que el reproche haya sido merecido... pero con todo no me hallaba dispuesto a auxiliarlo en la tarea de tenderle celadas a Rosanna Spearman. Que fuera o no ladrona, que actuara dentro o fuera de la ley, poco me importaba, lo cierto es que me apiadé de ella.
—¿Qué es lo que quiere usted de mí? —le pregunté desprendiéndome con una sacudida de su brazo y deteniéndome en seco.
—Sólo unos pocos informes respecto a las tierras de los alrededores—dijo el Sargento.
Yo no pude negarme a acrecentar los conocimientos geográficos del Sargento Cuff.
—¿Existe algún sendero, en esa dirección, que lleve de la playa a la casa? —preguntó el Sargento. Su dedo apuntaba, mientras hablaba, hacia el bosque de abetos que conducía a las Arenas Temblonas.
—Sí —le dije—; hay un sendero.
—Muéstremelo.
Juntos y envueltos por las luces grises de ese atardecer de verano, el Sargento Cuff y yo echamos a andar en dirección a las Arenas Temblonas.